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A veces pienso en lo extraño que sería echar un vistazo al futuro, un rápido vistazo a los sucesos que nos prepara un día cualquiera. Supongamos que pudiéramos mirar por un agujerito en el Tiempo y de pronto descubriéramos lo que va a ocurrir en los años venideros. Veríamos que unos momentos no tendrían ningún sentido y otros, sospecho, nos asustarían más de lo que podríamos soportar. Si supiéramos qué es lo que se avecina, evitaríamos algunas opciones, elegiríamos la alternativa B en lugar de la A en la bifurcación del camino: el trabajo, el matrimonio, el traslado a otra región, tener hijos, la primera bebida alcohólica, el seguro médico, la anhelada temporada de esquí que parecía fabulosa hasta que se oyeron los primeros crujidos del alud. Si entendiéramos las consecuencias de cada acción dada, podríamos aplicar el sentido común y reestructurar nuestro destino. El tiempo, por supuesto, sólo corre en una dirección y parece hacerlo en progresión inmutable. El vacío y rocoso presente nos protege de los peligros que nos aguardan, nos protege de los futuros horrores con una ceguera inocente.

Tomemos, si no, el caso que nos ocupa. Iba yo por las montañas en un coche barato de alquiler, dirigiéndome al sur por la 395, hacia la población californiana de Nota Lake, para entrevistarme con un posible cliente. El asfalto estaba seco, nada impedía la visibilidad y el cielo estaba despejado. Lo del cliente era irrelevante, al menos hasta donde se me alcanzaba. No tenía la menor idea de que hubiera peligros esperando, de lo contrario habría obrado de otro modo.

Había dejado a Dietz en Carson City, donde había estado yo las dos últimas semanas haciendo de enfermera y acompañante mientras él se recuperaba de una operación. Le tenían que cambiar la rótula y me había ofrecido voluntaria para llevarlo otra vez a Nevada en su atractivo Porsche rojo. No reclamé dietas alimenticias, pero soy persona práctica y pensé que la solución obvia al problema de devolver el coche al Estado donde Dietz residía era empuñar el volante durante nueve horas. Soy conductora sensata y él sabía que podía contar conmigo para llegar a Carson City sin rodeos innecesarios ni conversación irrelevante. Había estado en mi casa durante dos meses y, como se acercaba la separación, procurábamos no hablar de temas personales.

Por cierto, mi apellido es Millhone y mi nombre Kinsey. Me he divorciado dos veces, me faltan siete semanas para los treinta y seis años y estoy razonablemente en forma. Soy investigadora privada con licencia oficial y mi residencia actual es Santa Teresa, California, ciudad a la que estoy atada por un cordel muy corto, como la pelota en el tetherball[1] que juegan en la playa. A veces, el trabajo me lleva a otras partes del país, pero soy básicamente una sabuesa de provincias y me gustaría seguir así toda la vida.

La operación de Dietz, prevista para el primer lunes de marzo, se desarrolló sin problemas, así que podemos saltarnos esa parte. Después volví al piso que tenía él en propiedad y paseé por los alrededores curioseando. La primera vez que puse los ojos en la casa tuve un sobresalto, ya que era mucho más grande y estaba mejor amueblada que la triste cueva que tenía yo en Santa Teresa. Dietz era un nómada y no imaginaba que tuviera tantas posesiones materiales. Mientras que yo estaba encerrada en un garaje monoplaza reconvertido (últimamente ampliado con un desván dotado de dormitorio y segundo cuarto), Dietz vivía en un ático de tres habitaciones que tenía casi trescientos metros cuadrados de espacio habitable, contando la terraza y un jardín con un invernadero como Dios manda. Claro que la finca, de siete pisos, estaba en un barrio comercial, pero las vistas eran sorprendentes, y la intimidad, grande.

Había tenido educación suficiente para no fisgonear mientras él estaba delante, pero en cuanto estuvo a buen recaudo, en el ala de traumatología del Carson/Tahoe Hospital, me puse a mirar tranquilamente todo lo que había a mi alcance, con ayuda de una silla que arrastraba de aquí para allá y en la que me subía de vez en cuando. Inspeccioné armarios y carpetas, cajas y papeles, cajones, bolsillos y trajes, y me tranquilizó y decepcionó al mismo tiempo que Dietz no tuviera nada particular que esconder. En otras palabras: ¿qué sentido tiene ser fisgona si no descubres nada interesante? Tuve la oportunidad de mirar una foto de su exmujer, Naomi, que ciertamente era mucho más guapa de lo que él decía. Aparte de esto, sus finanzas parecían estar en orden, su botiquín no contenía siniestras revelaciones farmacológicas y su correspondencia privada consistía casi por completo en diversas cartas llenas de faltas de ortografía que le habían escrito sus dos hijos universitarios. Pensaréis que me meto donde no me llaman, pero os aseguro que Dietz registró mi casa igual de concienzudamente durante el tiempo que se hospedó en ella. Lo sé porque yo había puesto una serie de trampitas tontas y se le escapó una mientras forzaba los cajones de mi escritorio, que cierro con llave. Puede que su licencia hubiera caducado, pero (casi todas) sus técnicas operativas estaban al día. Ninguno de los dos mencionó su intrusión en mi intimidad, pero me juré que haría lo mismo cuando se me presentara la ocasión. Es lo que entre investigadores se llama cortesía profesional. Tú registras mi antro y yo registro el tuyo.

Salió del hospital la mañana del viernes de aquella misma semana. La convalecencia consistía en pasar muchas horas sentado, con la rodilla gorda como una almohada y envuelta en vendajes. Vimos televisión basura, jugamos a las cartas y recompusimos un puzzle que era una fotografía de un asqueroso nido de gusanos, tan real que casi vomité. Los primeros tres días me encargué yo de la comida, lo que significa que hice muchos bocadillos, unos con mi célebre receta de crema de cacahuete con variantes, los demás con mi queridísimo invento del huevo duro con toneladas de mahonesa Hellmann y sal. Pasados tres días, Dietz estaba impaciente por volver a la cocina, y nuestros menús se ampliaron y admitieron la pizza, la comida china a domicilio y las latas de sopa Campbell, de tomate o de espárragos, según nuestro estado de ánimo.

Dos semanas después, Dietz podía arreglárselas bastante bien por sí mismo. Le habían quitado los puntos e iba con un bastón de una sala de rehabilitación a otra. El centro le quedaba lejos, pero podía ir en coche hasta las sesiones y por lo demás parecía capaz de atender a sus propias necesidades. Yo estaba ya convencida de que iba a volverme loca de tanto ir a remolque de Dietz. Era hora de pisar el acelerador, si no quería que nuestra relación empezara a desangelarse. Me gustaba estar con él, pero conocía mis limitaciones. Mi despedida fue práctica, una colección de sí muy bien-vale-muchas gracias-ya nos veremos. Era mi forma de reducir el doloroso nudo que sentía en la garganta, de impedir los embarazosos lloriqueos que pensaba que era mejor no expresar. Era imposible conciliar la tristeza con el alivio casi jubiloso que sentía. Nadie ha dicho nunca que las emociones tengan sentido.

Así que allí estaba, corriendo por la autopista en busca de ocupación y sin que me importara el trabajo que me dieran. Quería distraerme. Quería dinero, escapar, cualquier cosa que alejase de mi mente el tema Robert Dietz. Soy fatal para las despedidas. He pasado por demasiadas y no me gusta lo que se siente. Claro que tampoco soy mejor para las relaciones. Arrímate a otra persona y antes de que te des cuenta le habrás dado poder para herirte, traicionarte, encolerizarte, abandonarte o matarte de aburrimiento. Mi política habitual es mantener la distancia para evitar el descontrol de muchas emociones. En los círculos psiquiátricos hay términos para las personas como yo.

Puse la radio del coche y di con una carraspeante emisora de Los Ángeles, que quedaba a cuatrocientos cincuenta kilómetros en dirección sur. Poco a poco fui sintonizando con el paisaje que me rodeaba. La autopista 395 pasa por el sur de Carson City, por Minden y Gardnerville.

Había cruzado la frontera interestatal por el norte de Topaz y entrado en California por el este.

La columna vertebral de California es la cordillera de Sierra Nevada, borde superior de una enorme falla, levantado más tarde por una serie de glaciares. A mi izquierda tenía el lago Mono, que se encoge medio metro al año, es cada vez más salino y no tiene más vida marina que los camarones en salmuera y los pájaros que se los comen. En alguna parte a mi derecha, al otro lado de un pinar oscuro y verde, estaba el Parque Nacional Yosemite, con sus altos picos y abruptos barrancos, lagos y estruendosas cataratas. Los campos, cubiertos de escarcha en la actualidad, fueron el fondo de un lago en el Pleistoceno. A fines de primavera estarían alfombrados de flores silvestres. En las cimas más altas no se había fundido la nieve todavía, pero los puertos de montaña estaban abiertos. Era el típico paisaje que califican de sobrecogedor los que se impresionan con facilidad. No soy entusiasta de los espacios abiertos, pero hasta yo me sobrecogí lo suficiente para murmurar «guau» mientras pasaba a ciento diez por hora por un punto con vista panorámica.

El cliente potencial a cuyo encuentro me dirigía era una mujer llamada Selma Newquist, viuda desde hacía unas semanas. Dietz había trabajado para ella en el pasado, ayudándola a librarse de un desagradable primer matrimonio. No conocía todos los detalles, pero Dietz me había dado a entender que lo que él le había sacado al marido había permitido a Selma escapar de la relación. Había habido otro matrimonio, y había sido el fallecimiento de este segundo marido lo que había generado preguntas que la viuda quería que se contestaran. Había querido contratar a Dietz, pero como este estaba temporalmente fuera de servicio, Dietz sugirió mi nombre. En circunstancias normales, dudo que la señora Newquist se hubiera tomado en serio la idea de contratar a una investigadora que vivía en la otra punta del Estado, pero mi regreso era inminente y me dirigía a su casa. Luego resultó que el hecho de vivir en Santa Teresa fue más importante de lo que parecía. Dietz había puesto por las nubes mi integridad y, por el mismo motivo, me dijo que la señora Newquist me pagaría en conciencia por los servicios prestados. Tenía sentido detenerse el tiempo suficiente para oír lo que la mujer tuviera que contar. Si no quería contratarme, no perdería más que una parada de treinta minutos.

Llegué a Nota Lake (población 2.356 h, altitud 1.500 m) en poco más de tres horas. El pueblo no era gran cosa, pero el paisaje era espectacular. Las montañas se elevaban por tres lados y la nieve pintaba los picos de blanco espeso sobre un cielo lleno de nubes. En los aledaños de la carretera se veían manchas dispersas de nieve y había dunas blancas pegadas a los árboles sin hojas. El lugar olía a pino, con un matiz ligeramente dulce. El vapor frío que respiraba lo sentía como si metiera la cara en un recipiente de helado de vainilla e inhalase su perfume dulzón. El lago Nota en sí no tenía más de tres kilómetros de longitud por dos de anchura. La superficie estaba congelada y reflejaba picachos de granito, y los blancos abetos y cedros aromáticos que crecían en las laderas. Me detuve en una estación de servicio y me hice con una hoja que contenía el plano del pueblo, que era como una mancha pegada a la orilla oriental del lago Nota.

Los comercios más importantes parecían estar en la calle principal, en un radio de cinco manzanas. Di una vuelta informativa con el coche y conté diez gasolineras y veintidós moteles.

Nota Lake tenía servicios a bajo precio para la multitud de esquiadores que iban a Mammoth Lakes. El pueblo también se enorgullecía de tener la misma cantidad de establecimientos de comida rápida, a saber, Burger King, Carl’s Jr., Jack in the Box, Kentucky Fried Chicken, Pizza Hut, una Waffle House, una International House of Pancakes, una House of Donuts, un Sizzler, un Subway, un Taco Bell, y mi favorito, el McDonald’s. Los comederos de la variedad sentada se dividían en mexicanos, barbacoas y restaurantes «familiares», lo que significaba críos gritando y ninguna bebida alcohólica en la casa.

La dirección que me habían dado estaba en las afueras, a dos manzanas de la carretera, en un grupo de viviendas que parecían construidas por el mismo arquitecto. Las calles de aquella zona tenían nombre de tribus indias: Shawnee, Iroquois, Cherokee, Modoc, Crow, Chippewa. Selma Newquist vivía en un callejón sin salida llamado Pawnee Way, y su casa era una reproducción exacta de la de los vecinos: estructura de madera, tejado de tejas planas, un porche cubierto en un extremo y un garaje de dos plazas en el otro. Aparqué en el camino de entrada, al lado de un Ford oscuro. Cerré el coche por costumbre, subí los dos escalones del porche y pulsé el timbre (din don) como si fuera la representante de Avon. Esperé varios minutos y volví a llamar.

La mujer que abrió la puerta tendría casi cincuenta años, un cuerpo pequeño y compacto, ojos castaños y pelo corto, negro y despeinado. Llevaba una blusa estampada en rojo, azul y amarillo y una falda plisada amarilla.

—Hola, soy Kinsey Millhone. ¿Es usted Selma?

—No. Soy su cuñada, Phyllis. Mi marido, Macon, era el hermano menor de Tom. Vivimos dos casas más abajo. ¿Qué desea?

—Tenía que encontrarme con Selma. Debería haber llamado antes. ¿Está en casa?

—Ah, disculpe. Ahora lo recuerdo. En estos momentos está acostada, pero me dijo que seguramente pasaría usted por aquí. ¿Es la amiga del investigador de Carson City al que llamó?

—Exacto —dije—. ¿Qué tal está?

—Selma tiene días malos y me temo que este es uno. Hoy hace seis semanas que murió Tom y me llamó deshecha en lágrimas. Vine en cuanto pude. Estaba nerviosa e inquieta. Creo que la pobre no duerme desde hace días. Le he dado un Valium.

—Puedo volver más tarde, si cree que es mejor.

—No, no. Estoy segura de que está despierta y sé que quiere verla. Pase, haga el favor.

—Gracias.

Seguí a Phyllis por la entrada y por un pasillo enmoquetado, en dirección al dormitorio principal. Al pasar eché un vistazo rápido a las habitaciones del otro lado del pasillo y me quedó una impresión de cuartos con decoración recargada. En la sala de estar, las cortinas y el tapizado de los muebles hacían juego con el papel de la pared, que representaba ramos de flores unidos por lazos de cinta rosa. En la mesa del café había un vistoso centro de flores artificiales de color rosa. La alfombra, de pelo corto y de pared a pared, era verde pálido y despedía un fuerte olor químico que indicaba que se había puesto hacía poco. El mobiliario del comedor era formal, mucha madera oscura y brillante, y demasiados objetos para el espacio disponible. Todas las ventanas tenían vidrios dobles y entre los paneles se había condensado una blanca película. El olor a tabaco y a café formaban un almizclado incienso doméstico.

Phyllis llamó a la puerta.

—Selma, querida. Soy Phyllis.

Oí una respuesta ahogada. Phyllis entreabrió la puerta y se asomó.

—Tienes visita. ¿Estás visible? Es la señora detective de Carson City.

Iba a corregirla, pero lo pensé mejor. Yo no era de Carson City ni tampoco una señora, pero ¿qué más daba? Por la ranura eché un rápido vistazo a la mujer que había en la cama: una montaña de pelo rubio platino, enmarcada por los postes del dosel.

Por lo visto me habían invitado a entrar, porque Phyllis dio un paso atrás y cuando pasé me murmuró:

—Tengo que volver a casa, pero llámeme si necesita algo.

Asentí con la cabeza para darle las gracias, entré en la habitación y cerré la puerta. Las cortinas estaban echadas y había poca luz. La alfombra estaba sembrada de cojines, grandes como peñascos. Había una sobrecarga de estampados multicolores, alambicados y chillones, en las ventanas, las paredes y la ropa de cama. El motivo parecía ser de rosas explotando por impacto súbito.

Dije:

—Siento molestarla, pero Phyllis dijo que no le importaría. Soy Kinsey Millhone.

Selma Newquist, con un camisón de franela descolorida, se sentó en la cama y estiró la colcha, recordándome a una inválida que se preparase para que le llevaran la bandeja. Puse su edad en la franja superior de los cincuenta, a juzgar por el dorso de sus manos, moteadas de manchas pardas y con muchas venas. El tono de su piel parecía moreno, pero su pelo era una permanente de bucles blanquirrubios, como una nube de algodón dulce. En aquel momento, la pirámide entera se vencía hacia un lado y parecía pringosa a causa de la laca. Se había realzado las cejas con un lápiz rojicastaño, pero hacía tiempo que se le habían ido el lápiz y la sombra de ojos. A través de las estrías del maquillaje se veían las manchas que indicaban exceso de sol. Buscó el tabaco y el mechero. Su mano tembló ligeramente al encender el cigarrillo.

—¿Por qué no se acerca? —dijo. Señaló una silla—. Acérquela y siéntese donde pueda verla mejor.

Aparté la bata guateada de la silla, la puse en la cama, corrí la silla y me senté.

Me miraba fijamente, con los ojos hinchados y un delgado hilo de humo saliéndole de la boca mientras hablaba.

—Siento que me vea en este estado. Normalmente estoy levantada ya, pero hoy ha sido un mal día.

—Entiendo —dije.

El humo cayó sobre mí como el delicado rocío de un estornudo.

—¿Le ha ofrecido café Phyllis?

—Por favor, no se moleste. Se ha ido a su casa y a mí me es igual. No quiero molestar más de lo indispensable.

Me miró con expresión indefinida.

—Como quiera —dijo—. No sé si ha perdido alguna vez a alguien cercano, pero hay días en que parece que está una a punto de pillar una gripe. Duele todo el cuerpo y se siente la cabeza tan espesa que no se puede pensar con claridad. Me alegro de tener compañía. Una aprende a valorar cualquier distracción. No borra lo que se siente, pero produce alivio momentáneo.

Hablaba tapándose la boca con una mano, pues al parecer le daba vergüenza que le vieran la decoloración de los dos incisivos, muy grises por lo que pude comprobar. Quizá se había caído de pequeña o tomado un medicamento que le había manchado la superficie.

—¿De qué conoce a Robert Dietz? —preguntó.

—Lo contraté hace un par de años para que se ocupara de mi seguridad personal. Me habían amenazado de muerte y Dietz terminó siendo mi guardaespaldas.

—¿Qué tal está su rodilla? Sentí enterarme de que tenía que guardar cama.

—Se pondrá bien. Es fuerte. Ya se ha levantado y da vueltas por ahí.

—¿Le habló de Tom?

—Sólo me dijo que usted había enviudado hacía poco. Es todo lo que sé.

—La pondré al corriente, aunque no estoy segura de por dónde empezar. Quizá piense que estoy loca, pero le aseguro que no. —Dio una chupada al cigarrillo y expulsó una bocanada de humo. Esperaba lágrimas durante la narración, pero la historia salió envuelta en una calma de Valium—. Tom tuvo un ataque al corazón. Estaba en la carretera… a unos diez kilómetros del pueblo. Fue a las diez de la noche. Debió de sentir un aviso serio y se detuvo en el arcén. Un policía de carreteras, James Tennyson, amigo nuestro, vio el todoterreno de Tom con las luces de emergencia encendidas y se detuvo para ver si necesitaba ayuda. Tom estaba caído sobre el volante. Yo había ido a una reunión de la iglesia y cuando volví me encontré con dos coches patrulla en la puerta. ¿Sabía usted que Tom era agente del sheriff del condado?

—No, no estaba informada.

—Me preocupaba que lo mataran mientras cumplía con su deber. Nunca imaginé que las cosas sucederían así. —Se detuvo para fumar y se sirvió del humo para dividir las frases.

—Debió de ser difícil.

—Fue espantoso —dijo. La mano volvió a posarse en la boca, mientras las lágrimas empezaban a brillar en los ojos—. Todavía no puedo ni pensar en ello. Quiero decir que, por lo que sé, nunca tuvo síntomas de nada. Dicho de otro modo: si los tuvo, no me lo dijo. Tenía la tensión alta, eso sí, y el médico le había dicho que dejara de fumar y que hiciera ejercicio. Ya sabe cómo son los hombres. Se olvidó del asunto y siguió haciendo su voluntad. —Dejó el cigarrillo para sonarse la nariz. ¿Por qué la gente quiere ver siempre en los pañuelos de papel lo que ha expulsado el sonoro resoplido nasal?

—¿Cuántos años tenía?

—Le faltaba poco para jubilarse. Sesenta y tres —dijo—. Pero no se cuidaba. Creo que la única época en que estuvo en forma fue durante el servicio militar, e inmediatamente después, cuando ingresó en la academia y lo contrataron de ayudante. Después, todo fue cafeína y comida basura durante la jornada laboral, y whisky cuando volvía a casa. No era alcohólico, no me malinterprete, pero le gustaba tomarse un trago al final del día. Últimamente no dormía bien. Paseaba por la casa. Lo oía levantarse a las dos, a las tres, a las cinco de la madrugada, haciendo Dios sabe qué cosas. Había empezado a adelgazar estos últimos meses. Apenas comía, sólo fumaba y tomaba café, y miraba la nieve por la ventana. Hubo días que pensé que iba a estallar, pero debió de ser mi imaginación. En realidad, nunca dijo una palabra.

—Parece como si hubiera estado bajo algún tipo de presión.

—Exacto. Eso pensé yo. Tom estaba muy inquieto, pero no sé por qué y eso me saca de quicio. —Recogió el cigarrillo y dio una larga chupada, sacudiendo la ceniza en un cenicero de cerámica que parecía una mano—. Esa fue la razón por la que llamé a Dietz. Creo que tengo derecho a saberlo.

—No quisiera parecer brusca, pero ¿tiene tanta importancia? Fuera lo que fuese, es demasiado tarde para cambiarlo, ¿no cree?

Apartó brevemente la mirada.

—También yo lo he pensado. A veces creo que en realidad no lo conocía. Nos llevábamos bastante bien y nunca se quedó sin recursos, pero no era de esos hombres que creen que deben contar todo lo que hacen. Durante las dos últimas semanas, desaparecía varias horas y volvía sin decir una palabra. Yo no le preguntaba dónde había estado. Podría haberlo hecho, supongo, pero había no sé qué en él… se habría puesto en guardia si le hubiera presionado, así que aprendí a quedarme al margen. No creo que tenga que estar preguntándomelo el resto de mi vida. Ni siquiera sé adónde iba aquella noche. Me dijo que se iba a quedar en casa, pero debió de pasar algo.

—¿No le dejó una nota?

—Nada. —Puso el cigarrillo en el cenicero y sacó un estuche de maquillaje que tenía bajo la almohada. Lo abrió y se miró en el espejo. Se tocó los incisivos como para quitar una mota—. Doy miedo —dijo.

—No se preocupe ahora por eso. Está estupenda.

Su sonrisa vaciló.

—Supongo que no tiene sentido ser vanidosa. Muerto Tom, a nadie le importa, ni siquiera a mí, para que se entere.

—¿Puedo hacerle una pregunta?

—Desde luego.

—No quiero ser fisgona, pero ¿era feliz su matrimonio?

Dejó escapar un borboteo de risas tímidas mientras cerraba el estuche y lo volvía a poner en su sitio.

—Yo sí. No sé si él también. No era de los que se quejan. Tomaba la vida como venía. Yo había estado casada antes… con uno que me maltrataba físicamente. Tengo un hijo de aquel matrimonio. Se llama Brant.

—Vaya. ¿Cuántos años tiene?

—Veinticinco. Tenía diez cuando conocí a Tom, así que, a grandes rasgos, lo crio él.

—¿Y dónde está?

—Aquí, en Nota Lake. Está de enfermero paramédico en el cuartelillo de bomberos. Vive conmigo desde el funeral, aunque tiene su propia casa en el pueblo. Le dije que pensaba contratar a alguien. Según él es absurdo, pero estoy segura de que hará todo lo que pueda por ayudar. —Su nariz enrojeció ligeramente, pero pareció controlarse.

—¿Cuánto tiempo estuvieron casados Tom y usted? ¿Catorce años?

—Déjelo en doce. Después de divorciarme, no quería más compromisos. Fuimos felices la mayor parte del tiempo, pero las cosas empezaron a ir mal. Quiero decir que él hacía lo que había que hacer, pero no ponía el corazón en ello. Últimamente lo notaba encerrado en sí mismo. No sé, muy… muy taciturno o algo así. ¿Por qué estaba en la autopista aquella noche? ¿Qué hacía? ¿Era tan importante que ni siquiera podía contármelo?

—Tal vez fuera un caso en el que estaba trabajando.

—Supongo que sí. —Pensó en la posibilidad mientras apagaba lo que quedaba de cigarrillo—. Quiero decir que es posible que estuviera relacionado con la profesión. Tom apenas hablaba de su trabajo. Otros hombres, otros ayudantes, cuentan anécdotas en las ocasiones sociales, pero él no. Se tomaba su trabajo muy en serio, casi con exageración.

—En el departamento se habrán ocupado ya de su caso. ¿Ha hablado usted con ellos?

—Dice usted «departamento» como si esto fuera una gran ciudad. Nota Lake es la capital del condado, pero eso no es decir mucho. Sólo había dos agentes, Tom y su compañero Rafer. Hablé con él, aunque no tenía nada que decirle. Fue muy amable. Rafer siempre es amable por fuera, pero se las arregló para hablar mucho y decir poco.

La observé un momento y filtré la conversación por mi mentirómetro para ver qué señalaba la aguja. Hasta el momento no me había chocado nada, pero me costaba entender qué quería.

—¿Cree usted que hay algo sospechoso en la muerte de Tom?

Pareció sorprenderse ante la pregunta.

—En absoluto —dijo—, pero le preocupaba algo y quiero saber qué era. Sé que es poco concreto, pero me trastorna pensar que ocultaba algo que al mismo tiempo le molestaba. Fui una buena esposa y no quiero quedarme en la ignorancia ahora que se ha ido.

—¿Y sus efectos personales? ¿Los ha inspeccionado?

—El forense me devolvió los objetos que llevaba encima cuando murió, pero sólo eran las cosas de siempre. El reloj, la cartera, la calderilla y el anillo de boda.

—¿Y su escritorio? ¿Tenía despacho en la casa?

—Pues sí, pero yo ni siquiera sabría por dónde empezar. Esa mesa es un caos. Hay papeles amontonados por todas partes. Podría estar delante de mis narices, sea lo que sea. Yo no me atrevo a mirar y no me hace gracia que se pierda. Eso es lo que me gustaría que hiciera… ver si descubre lo que le preocupaba.

Vacilé.

—Desde luego, puedo intentarlo. Ayudaría que fuera usted más específica. No me ha dado mucho.

Los ojos de Selma se llenaron de lágrimas.

—Me he estado estrujando el cerebro y no se me ocurre nada. Por favor, se trata sólo de que haga algo. Ni siquiera puedo entrar en ese despacho sin desplomarme.

Lo que me faltaba; un trabajo que no sólo era inconcreto, sino que además parecía inútil. Debería haber recogido velas en aquel momento, pero no lo hice. Una lástima, como se vio después.