Tres de las siete velas del candelabro se apagaron cuando les faltarían unas cinco pulgadas para consumirse en su totalidad. Las llamas se apagaron, pero comenzaron a despedir un humillo blanco que se fue dispersando por la cocina del monasterio perdido.
Lester era el único que roncaba. Clean, debajo de la mesa, tenía los ojos cerrados pero no dormía. Michael había conseguido adormilarse y Flower y Susan dormían pesadamente, agotadas.
Vanessa sostenía un sueño ligero y Tarnal, con los ojos entreabiertos, vigilando en cierto modo, pensaba en lo que había sucedido, en el monje con rostro de calavera, el chófer del microbús y en cómo les había recogido a la entrada de la autopista, tratando de unir aquel rompecabezas.
Se fijó en las tres velas que se habían apagado extrañamente, sin agotarse, y que, sin embargo, iban desprendiendo humo como si se consumieran de otra forma.
De pronto, se apagó una cuarta y también comenzó a desprender un humillo blanquecino.
Aquel gas era dulzón y Tarnal, que había estado despejado, comenzó a notar pesadez en su cuerpo y en sus párpados, un atontamiento general. Era un súbito y profundo deseo de dormir, pero algo en lo más hondo de él se rebelaba a caer en aquel extraño y sorpresivo sueño.
Las velas, que seguían despidiendo gas pese a estar apagadas, bailaban ante sus ojos. Un relámpago iluminó su mente.
—¡Esto es una trampa!
—¿Qué pasa? —chilló Clean, asustado.
—¡Las velas despiden gas narcotizante! Estaban calculadas para que termináramos todos intoxicados. Vamos, abre la puerta, hay que sacar estos cabos de aquí.
Clean corrió hacia la puerta que daba al exterior. Al abrirla, en medio de la niebla y a sólo dos pasos de distancia, descubrió…
—¡El monje!
El monje con rostro de calavera estaba frente a él, mirándole con extraña sonrisa.
En sus manos blandía la mortífera espada que casi puso en blanco los ojos de Clean. Éste quedó como atontado, pero al ver el filo de la espada dirigiéndose hacia él, cerró violentamente la puerta.
El acero golpeó la madera al tiempo que Clean pasaba el cerrojo y lanzaba un grito de terror que puso en pie a Vanessa.
—¡No podemos quedarnos aquí o el narcótico nos vencerá! —gritó Tarnal.
Corrió hacia la otra puerta y, sorprendentemente, allí estaba el monje de la calavera con la alucinante espada. Era como si poseyera el don de la ubicuidad.
Tarnal le lanzó los cabos arrancados del candelabro y el monje avanzó con la espada en alto, dispuesto a entrar en la estancia y proseguir la matanza.
En su locura, Clean corrió hacia la puerta y trató de pasar junto al monje para huir, pero la espada zigzagueó en el aire con un silbido estremecedor.
La cabeza de Clean saltó limpiamente rodando por el suelo. Vanessa se cubrió los ojos, aterrada, mientras el cuerpo decapitado se desplomaba a los pies del monje.
Tarnal, haciéndose con una pesada y consistente lata de carne, la arrojó con violencia beisbolística contra la cara del asesino, acertándole de lleno.
El monje gruñó antes de caer de espaldas. Tarnal saltó sobre él, arrebatándole la espada tras retorcerle la muñeca.
—¡Vanessa, cierra la puerta, hay otro afuera!
Vanessa corrió a cerrar la puerta. Los cabos narcotizantes habían quedado ya en el exterior. Las tres velas que llameaban en el candelabro aún no habían llegado al punto peligroso para convertirse en narcotizantes, ya que estaban preparadas para que a determinada altura despidieran el gas encerrado en ellas, intoxicando a quien estuviera cerca.
Flower y Lester seguían dormidos profundamente.
Michael, forzando los ojos, consiguió despejarse en parte, aunque las imágenes bailaban ante él. Dientes y Susan, también despiertas, gatearon hacia el rincón.
El monje se debatió, pero Tarnal pidió:
—Las cuerdas de la guitarra, rápido.
Sosteniendo las manos del monje a la espalda, ya que se hallaba boca abajo, con las cuerdas de nylon le ataron las muñecas.
Después, Tarnal lo volvió, descubriendo unas pupilas en las cuencas que antes parecían vacías.
Casi de un zarpazo. Tarnal le arrancó la careta.
Al contemplar el verdadero rostro del falso monje, Vanessa chilló con toda su alma. Aquel ser era repugnante, abominable. Su faz, devorada por una gran quemadura, inspiraba más terror que la mismísima careta que lo ocultara con anterioridad.
—Maldito diablo… Tú eres el tipo del microbús y usabas la máscara de látex porque no podías mostrar tu verdadero rostro.
—¡Mi hijo os vencerá, todos moriréis! —gritó con su voz cavernosa.
—De modo que tu hijo es el otro monje que está afuera, ¿eh?
A la pregunta de Tarnal, el hombre desfigurado por la vieja y horrible quemadura, le escupió:
—¡Sí, y él os matará a todos, a todos!
—Maldito asesino… ¿Qué pretendéis con tanta muerte?
—Resucitar a Negraluz, la amante de Satán. Ella fue quien, hace diez siglos, se apoderó de este monasterio. Castigó con la muerte a quienes lo ocupaban y lo ofreció a Satán que la había elegido como amante. Ella era mi antepasada, por mis venas corre sangre de Negraluz y del propio Satán. Soy invencible y mi hijo también. Tenemos la misión de hacer revivir a Negraluz que fue asesinada traidoramente por uno de sus acólitos con una cuña de plata, y aunque no lo consiga yo, lo hará mi hijo. Ya falta poco, muy poco.
—¿Y dónde está tu Negraluz para que la puedas resucitar?
—En la cripta.
—¿Y por qué tantas muertes, por qué los sacrificios humanos?
—Negraluz vivirá cuando toda ella sea cubierta por sangre fresca de hombres y mujeres jóvenes sacrificados en su honor y cuyas cabezas permanezcan iluminadas durante diez días y diez noches con las llamas de velas negras. Cuando Negraluz resucite, su poder, donado por el mismísimo Satán, se apoderará de toda la Tierra, hará temblar su paz y todos os convertiréis en esclavos de Satán.
—Sádico loco… ¿Quién te hizo lo de la cara?
—Fue mi esposa, que al comprender que yo era hijo de la bruja más grande de toda la historia, me roció con gasolina mientras dormía y me prendió fuego la muy maldita. Pero mi hijo estaba allí para vengarme y lo pagó con la vida. Mi hijo impidió que yo muriera y decidimos regresar al templo de Negraluz y prepararlo todo para su resurrección.
—Esto es horrible, Tarnal, horrible —gimió Dientes.
—Sí, es horrible. El hijo todavía es más sádico que el padre y anda suelto por afuera.
Vanessa, sobrecogida, preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?