Tarnal regresó junto a sus compañeros pero no se resignó.
—Voy a ver por dónde ha desaparecido ese maldito monje.
—Es la muerte vestida de monje —farfulló Clean.
—Te acompañaremos —dijo Vanessa, resuelta.
Rodearon el claustro para tratar de averiguar por dónde había escapado el siniestro monje con su espada letífera manchada de sangre.
—Ha debido huir por esa puerta —señaló Lester.
Todos miraron hacia la oscuridad de la puerta. Tras ella había una nave vacía, húmeda, resbaladiza por el moho crecido sobre su pavimento granítico.
—Ha escapado y creo que será mejor dejarlo. Él está armado y nosotros no.
—Michael tiene razón —apoyó Susan.
Flower propuso:
—Será mejor regresar a la cocina. Allí estaremos a salvo.
Tarnal encendió las velas apagadas del pesado candelabro y preguntó:
—¿Y qué haremos en la cocina, aparte de comer, si es que alguien tiene hambre después de lo que hemos descubierto?
—La cocina no es un lugar grande y si atrancamos sus dos puertas estaremos a salvo hasta el amanecer.
La observación de la pelirroja Flower pareció gustar a los demás. Sin embargo, Tarnal objetó:
—¿Y al amanecer, qué sucederá entonces? Estamos atrapados aquí y carecemos de armas para escapar, armas con que enfrentarnos a los lobos.
—De día podremos buscar algo que nos sirva —opinó Michael.
—Tarnal, todos estamos de acuerdo en regresar a la cocina como lugar más idóneo para protegernos.
—De acuerdo, acepto el voto de la mayoría. Volvamos a la cocina y allí nos encerraremos.
—Es lo mejor, Tarnal —dijo Vanessa en voz baja—. Ese monje, lo mismo puede ser espectral y cruzar muros, ser inaprehensible que…
Tarnal la atajó:
—Un ser que corta cabezas no puede ser inaprehensible porque si pasase por un muro, su espada no podría cortar. Sería tan etérea como él mismo.
—O sea, tú opinas que es algo consistente —preguntó Susan.
—Totalmente, pero tiene la ventaja de que él ha preparado la trampa y escogido su campo de acción, es decir, el monasterio, el laberinto, los lobos y también debe conocer pasadizos secretos que nosotros ignoramos. Por si faltara poco, él está armado y nosotros sólo somos hijos de las flores y de la paz. El único daño que podemos hacer al prójimo es estropearles el olfato con nuestra maloliente presencia.
—Poca arma es ésa, y por ello debemos protegernos —gruñó Clean.
—Lo que me gustaría saber es cómo ha hecho saltar el agua del estanque para crear la confusión suficiente que le ha ayudado a escapar.
Siempre iluminados por el candelabro de siete gruesas velas, decidieron abandonar el claustro, aunque Tarnal, con el ceño fruncido, gruñó:
—¿Cómo habrán podido hacer saltar el agua?
No había descubierto nada en el suelo, y tampoco nadie había visto que el monje arrojara algo.
—Sus poderes son satánicos —se quejó Flower.
Conociendo ya el camino, no les costó regresar a la cocina. Allí, sobre la mesa, seguían las cajas con alimentos y los pequeños e inofensivos abrelatas.
Tarnal depositó el candelabro sobre la mesa. De esta forma, la estancia quedaba iluminada. Michael y Lester se apresuraron a cerrar las puertas. Ambas tenían cerrojo interior, que corrieron rápidamente.
—Cuando sea de día ya veremos la forma de escapar. A oscuras no lo conseguiríamos.
—Flower tiene razón.
Tras las palabras de Clean, Tarnal dijo:
—Está bien. Pasaremos la noche aquí dentro mientras ese supuesto monje deambula por sus dominios y los lobos aúllan quejumbrosos y amenazadores.
—Amigos, yo lo siento pero voy a comer. Mi estómago es joven y reclama comida —dijo Lester.
—Creo que todos deberíamos hacer lo mismo —propuso Tarnal—. Mascar tranquiliza.
Susan objetó:
—Yo no podría digerir.
Abrieron algunas latas. Lester fue el más glotón, Tarnal y Michael comieron con mesura. Clean probó la comida para escupirla después. Su garganta se negaba a tragar y las chicas cumplieron con un poco de alimento a excepción de Susan que se sentó con la espalda apoyada contra la pared, silenciosa y taciturna.
Vanessa se acomodó junto a ella para tranquilizarla y tratar de conseguir que tomara un poco de alimento.
—Tarnal tiene razón, pero yo no podría comer —insistió Susan.
—Sí, es una situación delicada y que no sabemos cuánto se prolongará. Los chicos no ven la forma de rebasar el laberinto estando los lobos ahí.
—Si por lo menos tuvieran la alucinante espada del monje, podrían atacar a los lobos o mantenerlos a raya.
—Estoy segura de que si pudiera luchar contra ese monje, Tarnal lo haría aún a riesgo de su vida.
—Lo admiras, ¿verdad?
—Sí —admitió Vanessa con sinceridad.
—Es un tipo valiente.
—La antítesis de Clean.
—Sí, pero a la vez parece sensato y razonable. No entiendo cómo se ha hecho hippy, es demasiado dinámico para ello.
—Juraría que él no es hippy.
—Tú tampoco, ¿verdad, Vanessa?
—Bueno, es la primera intentona que hago, pero hablábamos de Tarnal, ¿no?
—Sí. ¿Por qué dices que no es hippy, por qué estás tan segura?
—Busca a una chica.
—Supongo que eso no te gustará. Se dice que el amor es comunitario entre nosotros, pero hay cosas que se llevan en la sangre y no se admiten cuando el amor llega de verdad.
—Él no busca a esa chica en la forma que piensas, Susan.
—¿Ah, no? ¿En qué forma la busca?
—No lo sé, pero juraría que se ha dejado los pelos que lleva y se hace pasar por hippy simplemente por encontrarla. Él sabe que anda por esta zona de Francia.
—¿Y quién es esa chica tan importante para tu Tarnal?
—Creo que se llama Priscila Sullivan.
Susan frunció el ceño y achicó los ojos. De haber más luz, Vanessa habría descubierto en su compañera un rictus de preocupación.
—¿Estás segura de que busca a Priscila Sullivan?
—Sí. Tiene una cicatriz horizontal en el brazo derecho, a la altura del hombro. Se la hizo en un parque público infantil en la niñez.
—Pero ¿por qué y para qué la busca?
—Eso, lo ignoro.
—¿Y no podrías enterarte?
La observó fijamente y la pequeña Susan sostuvo su mirada. Al fin, Vanessa se atrevió a preguntar:
—¿No te llamarás tú Priscila Sullivan?
—¿Por qué me preguntas eso?
—¿Me muestras tu brazo?
—Llevo jersey y si me lo quitara, bueno, hay demasiados chicos y están excitados.
—¿Eres tú o no Priscila Sullivan?
—¿Sería importante para ti que lo fuera?
—Para mí, creo que no, pero para Tarnal es posible que sí —siguió cuchicheando Vanessa.
Tras comer, Tarnal se acercó a Vanessa dejando el candelabro encendido sobre la mesa.
—Las puertas están cerradas por dentro —dijo— y como ese supuesto espectro no posea la propiedad de cruzar los muros, no va a molestarnos en toda la noche, de modo que podemos descansar. Ya veremos cómo salimos de aquí mañana en la mañana. Si por lo menos cambiara el tiempo, se disipara la niebla y los nubarrones, todo sería más fácil.
—Sí, esperemos a mañana. Aquí dentro estamos bien —asintió Clean estirándose bajo la mesa.
—Tarnal…
—¿Qué, Vanessa?
—Susan pregunta por qué quieres encontrar a Priscila Sullivan.
—Creí que serías más discreta, Vanessa.
—La culpa es mía, Tarnal. ¿Podrías decirme por qué buscas a esa chica? —insistió Susan.
—¿Acaso la conoces?
—Tú sólo haces preguntas y no das respuestas.
—En fin, ¿por qué no contarlo ahora que Sullivan ha muerto?
—¿Que Sullivan ha muerto? —inquirió Susan ahora más excitada.
—Sí, en la carretera. Parece que la desgracia se ha cebado en la familia Sullivan. Los padres de la chica perecieron en el incendio de un hotel de Miami. La heredera universal de todos los bienes Sullivan, que al parecer son cuantiosos, es Priscila Sullivan y un tal George Sullivan, hermano del padre de la muchacha, contrató a una agencia de detectives para que localizaran a su sobrina.
—¿Y dices que él ha muerto?
—Sí. En realidad, no buscaba a la chica para entregarle la herencia. Me había pedido que obtuviera pruebas de su vida anormal, inmoral y hasta delincuente, según decía, para que le otorgaran a él la tutela de la herencia, tutela que también ejercería sobre la joven. Ahora que ha muerto, puedo decirlo. Después de todo, no podrá ser tutor porque se la pegó en la carretera. Dientes, Michael y tú misma, Vanessa, lo visteis.
—¿Era aquel hombre que vimos ensangrentado?
—Sí, el mismo. Me trajo por la ruta que debía estar siguiendo a pie la desaparecida sobrina que había decidido hacerse hippy un par de años antes, y de la que no tenía más fotografía que las de su niñez, ya que ni siquiera el padre de la chica mantenía buenas relaciones con ella. George Sullivan no había tenido mucha suerte en su vida económica. Tenía más deudas que otra cosa pese a que le gustaba vivir bien, por eso ambicionaba la fortuna de su hermano y para conseguirla debía obtener pruebas contra su sobrina que, por una carta semiquemada hallada entre el equipaje de los padres muertos, supo se encontraba por este territorio de Francia.
—¿Y cómo ibas a lograr las pruebas contra esa chica? —preguntó Susan.
—Bueno, yo trabajo para una agencia de detectives. Como soy joven, me encargan misiones especiales donde pueda meter las narices sin despertar sospechas. Este caso no me gustó desde el principio, Sullivan y yo no nos llevábamos bien. Él odiaba de un modo enfermizo a la juventud, especialmente, a su sobrina que podía privarle de todo el dinero que ambicionaba. —Mostró el magnetófono a cassette y dijo—: Este dial, aunque no lo parezca, es una cámara de fotografiar con película rápida. Puede tomar instantáneas casi en la oscuridad. Sí se pulsa la tecla de audición, siempre suena música, pero el aparato tiene duplicidad de cabeza grabadora y por dos pistas secretas gira silenciosamente sin que nadie se percate de ello.
—De modo que tenías que sacar fotografías y grabación magnética de los supuestos delitos y amoralidades de Priscila Sullivan.
—Sí, pero la recogida del microbús y todo lo que aquí se nos ha venido encima me han hecho olvidar a Priscila Sullivan.
—Y luego, ¿qué piensas hacer cuando esto termine, si es que salimos con vida?
A la pregunta de Susan, Tarnal respondió con sinceridad.
—Pediré la baja en la empresa de detectives internacionales donde trabajo e insertaré un anuncio en los periódicos advirtiendo a Priscila Sullivan de que sus padres han muerto. Que regrese a Estados Unidos, que ella es la heredera universal.
—No hará falta que pongas ese anuncio, Tarnal.
Susan se estiró el jersey por el cuello hacia abajo, mostrando su hombro.
—¡La cicatriz! —exclamó Vanessa.
—Por los datos que tenía, sospechaba de ti, Susan, pero mejor así. Ahora ya sabes cuál es tu porvenir.
—Gracias por avisarme, Tarnal. Sí salimos con vida de ésta, regresaré a América, ya me he cansado de esta falsa libertad. La libertad no está en ninguna parte. Si no es alguien concreto quien te domina, es la sociedad que te condiciona o nuestro propio cuerpo con la enfermedad, el hambre, el clima e incluso el miedo a la soledad. No todos los días los hippies están reunidos a millares como en la isla de Wight. Como experiencia, ha estado bien, sé mucho más de la vida que antes, pero mi curso intensivo de mundología terminó, si es que ese monje de la muerte lo permite.