CAPÍTULO VII

Abandonaron la cocina.

Por una puerta que daba al interior pasaron a una nave que también poseía un gran hogar y que podía haber sido el primitivo comedor. De allí, sorprendentemente, salieron al claustro solitario, con caída de gotas de agua quejumbrosas por las gárgolas y feraces hiedras que envolvían los capiteles, haciéndolos desaparecer en algunos casos.

Nadie pudo evitar mirar hacia las puertas que permanecían cerradas y que en aquellos momentos eran tres. Tras una de ellas estaba la cabeza de Ilda, iluminada por una gruesa vela negra.

El pensamiento de volver a encontrarse con ella les detuvo, pero Tarnal avanzó resuelto.

—Hay que localizar la escalera que sube a la torre, y si nos quedamos aquí no la hallaremos.

Pedazos de niebla se estiraban hacia abajo por el tejado del claustro. Era una niebla fantasmal que deseaba introducirse, adueñarse del patio porticado.

Buscaron en algunas de las puertas abiertas sin hallar la escalera ascendente hasta que al fin se enfrentaron con una puerta cerrada. Las chicas volvieron sus cabezas y Clean masculló:

—Si está ahí dentro lo que tú sabes, cierra en seguida.

Tarnal empujó la puerta. Había una pequeña estancia y, al final, otra puerta que se abría a la izquierda.

Cruzó el umbral para averiguar lo que había en la segunda puerta.

—Vamos, valientes, adelante para escoltar a Tarnal. ¿O es que pensáis dejarlo solo? —preguntó Vanessa.

Todos abandonaron el claustro cuando ya Tarnal llegaba al final de la estancia y decía:

—Aquí hay una escalera. Cuidado, que no tiene baranda.

Subieron por ella, saliendo a una amplia terraza que se hallaba sobre el claustro tras rebasar el piso superior.

La niebla trataba de envolverlos. Dientes señaló la torre octogonal que había frente a ellos y que tenía una puerta que daba a la azotea, una puerta de madera cerrada con un cerrojo de tamaño considerable.

—Bien, ahí está la torre del campanario. ¿A qué esperamos? —preguntó Michael.

Se dirigieron a la torre. Tarnal descorrió el cerrojo y propuso:

—Podemos formar dos grupos. Uno, que se quede aquí, abajo y el otro que suba.

—No, subiremos todos —dijo Clean nervioso—. Dividirnos es lo peor que podríamos hacer.

—Está bien, como queráis.

Tarnal delante y, siguiéndole Vanessa, se introdujeron en la torre. La escalera se iniciaba allí, ya que había una pequeña baranda y luego el vacío que debía dar sobre lo que constituía el altar de la nave principal del monasterio.

La altura era considerable. Por allí debían pender las cuerdas que harían tañer las campanas en lo alto, accionadas desde la propia basílica.

La escalera era de caracol, iluminada a trechos por angostas ventanas de ojiva por las que no pasaba un ser humano.

Al fin, llegaron a lo alto de la torre octogonal, cubierta por una bóveda de cañón seguido.

Ocho columnas resistentes sostenían la bóveda del campanario. Cruzándola, gruesos troncos carcomidos, embreados quizá siglos atrás.

—Miremos el laberinto —pidió Lester.

Como no pudiendo dar crédito a lo que veía, Vanessa musitó:

—Si no hay campanas…

Tarnal frunció el entrecejo y gruñó después:

—Oímos campanas y, sin embargo, no hay campanas.

Todos se quedaron mirando los troncos donde debían colgar las campanas. Tampoco estaban entre las columnas.

—Eso es que utilizaron un truco para hacernos creer que doblaban a muertos y no hay campanas —dijo alguien.

—¿Nos estamos volviendo locos o pretenden volvernos locos? —preguntó François.

Clean, fuera de sí, gritó:

—¡Quiero marcharme de aquí aunque sea volando!

Tarnal arrojó el magnetófono a Vanessa. Ésta lo cazó al vuelo a tiempo para que Tarnal se interpusiera en la loca carrera de Clean, que pretendía lanzarse al vacío y acabar con el terror que le inspiraba pasar más horas en aquel monasterio perdido.

Clean arremetió contra Tarnal con intención de tirarlo también al vacío, pero éste se agarró a una de las columnas y luego propinó un puñetazo a Clean, lanzándolo al suelo.

François y Chipper se apresuraron a agarrarlo por los brazos. Clean gritaba enloquecido tratando de desasirse. Tarnal se le acercó, abofeteándolo con dureza hasta que Clean prorrumpió en un sollozo.

—Soltadlo —pidió Tarnal.

—¡Quiero irme de aquí, quiero irme! —chilló doblando sus rodillas hasta clavarlas en el duro suelo del campanario.

—Lo siento, Clean, debía hacerlo. Todos queremos salir de aquí, pero lo haremos cuando se pueda. Si hubieran podido hacernos daño a todos juntos, ya lo habrían hecho. Al parecer, formando grupo, ofrecemos una gran dificultad al o a los asesinos. Conservémonos unidos y venceremos.

Clean se calmó y todos se dirigieron a las barandas de piedra que unían las columnas por su base.

—¡Maldita niebla! —farfulló Lester.

—Aún se puede ver algo. Mientras no baje más la niebla —observó Dientes.

Tarnal comenzó a escrutar lo que tenía frente a él.

A lo lejos no se veía casa alguna, sólo bosques, ni siquiera carretera fácilmente distinguible. El laberinto aparecía ante ellos siniestro y amenazador y, detrás, un muro alto y grueso que circundaba el propio laberinto.

—Ese laberinto parece insalvable —opinó Susan.

El cabello pelirrojo de Flower se agitó negativamente.

—Yo tampoco veo la forma de salir.

—Pues tiene que haberla. Si entró el microbús, es que hay algún medio para atravesar ese maldito laberinto que ahora apenas se ve a causa de la niebla.

—Y también a que no ha sido podado en muchos años —observó Chipper.

—Creo que ni el laberinto ni el muro que lo cerca son del tiempo de la construcción del monasterio.

—¿Y quién ha sembrado esos malditos setos y ha levantado la pared?

No había respuesta para la pregunta de Lester.

—Sólo Dios y el diablo lo saben —gruñó Chipper sombrío, perdida su jovialidad.

—Alguien ocupa este monasterio desde hace años, aunque no sea fácil averiguar su verdadero escondite, porque las estancias aparecen abandonadas y sin huellas humanas.

—Pueden vivir en la cripta —dijo Flower nerviosa—. ¡Quién sabe qué clase de seres pueden ser!

—Es preferible no empezar a nombrar toda la serie de monstruos al uso que ha inventado la literatura de terror —opinó Tarnal.

—Hemos subido aquí porque has dicho que veríamos mejor el laberinto —acusó Chipper.

—Sí, pero la niebla no permite verlo bien, aunque debe haber una salida. Si el microbús entró, también tuvo que salir, y ese camino es el que nos iría bien encontrar.

—No propondrás ir abajo ahora y buscar en la niebla las posibles huellas de los neumáticos, después de haber caído tanta lluvia, ¿verdad? —le preguntó Chipper irónico.

—No sería mala idea rastrear abajo.

—¿Y el microbús no podría estar escondido dentro del propio monasterio? —inquirió François.

—¡Mirad, mirad allí! —gritó Lester de pronto.

Todos se acercaron para mirar hacia el exterior.

Abajo, ante la abertura del muro vegetal por la que intentaran escapar, había un monje encapuchado con hábito hasta los pies y un cordón negro alrededor del cuerpo.

Permanecía con los brazos cruzados frente al monasterio y la cabeza inclinada, por lo que no podían ver su rostro.

—¡Asesino, asesino, te atraparemos! —gritó Lester—. ¡Te atraparemos!

El monje levantó la cabeza para mirar hacia lo alto del campanario, desde donde los hippies le estaban viendo a su vez, pequeño sobre la hierba, pues la altura era considerable.

Flower y Susan giraron rápidamente la cabeza. Clean quedó como anonadado y los demás, por unos instantes, no supieron qué hacer ni qué decir.

Al fin, Vanessa exclamó:

—¡Es una calavera, una calavera viviente!

Aquel espectro les observó fijamente desde el fondo de sus cuencas vacías. Su boca desdentada semejaba sostener una risa tétrica, desafiante y burlona.

Vanessa también tuvo que cerrar los ojos.

—¡Sabemos que usas caretas! —le gritó François.

El monje, sin descruzar los brazos, les dio la espalda y se internó en el laberinto caminando despacio.

—¡Los lobos van a despedazarlo! —gruñó Chipper.

—No creo —dijo Tarnal—. Si es él quien ha encerrado a los lobos en ese laberinto para que impidan el paso a cualquier persona, esas fieras pueden temerle. Quién sabe si en estos momentos están encerrados en alguna jaula o aposento desde donde no puedan atacarle.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Vanessa.

—Ir a buscarlo, hay que atraparle. Si está avanzando quizá sea la posibilidad de que en estos instantes esas fieras estén a buen recaudo.

Tarnal el primero, y siguiéndole los demás, bajaron precipitadamente por la escalera de caracol hasta llegar a la puerta, lugar donde la escalera estaba más oscura por hallarse la primera ventana tres metros más arriba.

Tarnal empujó la puerta. Ésta no cedió e intuyó lo peor.

—¿Qué pasa, Tarnal, por qué no abres? —inquirió Clean nervioso.

Tarnal cargó contra la puerta, pero sólo crujió su cuerpo; la madera siguió sin ceder.

—Parece que la han cerrado por fuera mientras estábamos arriba —gruñó Tarnal disponiéndose de nuevo a la carga cuando, tras ellos, se escuchó un grito infrahumano, un grito de alguien que veía la muerte.

Todos se volvieron con rapidez en el momento que se escuchaba un golpe sordo. Era la caída de un cuerpo.

Se asomaron a la barandilla de hierro para mirar hacia abajo. Descubrieron un cuerpo tendido, pero la escasa luz de la nave central no permitía ver bien quién era.

—Maldita sea… Si no estuviera nublado y con niebla, lo veríamos perfectamente —se lamentó Lester.

Tarnal dijo sombrío:

—Averigüemos aquí arriba quién es.

Se miraron entre sí para ver el que faltaba. Ya no eran diez, eran nueve.

—Es Chipper —dijo Dientes.

—¡No, estoy aquí! —se apresuró a exclamar el propio Chipper.

Vanessa preguntó:

—¿Quién es entonces?

Tarnal dio la respuesta:

—Es François.

En aquellos momentos comenzó a retumbar en todo el templo una campana que doblaba a muertos, y en el campanario no había campanas.