CAPÍTULO VI

—¡Vanessa! —espetó Tarnal.

—Siento lo de Flower, pero la he encontrado en el suelo.

Todos miraban aquella careta de látex, todos recordaban aquel rostro, mas nadie se atrevía a decirlo en voz alta. Al fin, la propia Vanessa murmuró:

—Es la cara del chófer del microbús.

—Lo que indica que deseó ocultarnos su verdadera identidad —observó Tarnal.

Clean farfulló nervioso:

—También quiere decir que él ha traído estos alimentos y que tiene mucho que ver con este maldito monasterio.

—Como encuentre a ese tipo, le aprieto el cuello hasta que saque las tripas por la boca —masculló Lester.

—Eso es obvio. Si nos trajo aquí y ahora ha dejado esta comida, es que él debe saber el porqué del asesinato de Ilda, el porqué de su decapitación que parece ritual.

Michael dejó su zurrón sobre la mesa. Al abrirlo, asomó su látigo de cuero de siete colas. Todos los ojos se clavaron en él y Clean exclamó:

—¡Michael, tú también eres un sádico!

—No digas bobadas, es un souvenir.

—Tendrás que admitir que es un souvenir muy poco gracioso —objetó Chipper.

Michael fue observado con recelo y suspicacia. El látigo lo delataba como alguien a quien le gustaba lo morboso.

—Lo compré en un sex-shop de Pigalle, en París.

—Es verdad, yo estaba con él —dijo Dientes.

—Y yo también —corroboró Vanessa—. Fue una tontería por su parte, se lo dijimos, y el dinero que tenía se lo gastó en ese látigo.

—¿Y a quién pensabas flagelar con él? —preguntó Chipper.

—A nadie. Admito que fue un absurdo comprarlo, pero son tonterías que a veces hacemos por capricho. ¿No pregonamos que somos libres? Entonces, ¿por qué diablos no puedo comprar un látigo de siete colas o cualquier otra bobada si en un momento dado se me antoja?

—Todos deseamos hallar a un culpable y el látigo de siete colas centra nuestra atención en Michael, pero debemos ser más consecuentes —dijo Tarnal con gravedad—. Michael no se ha separado de nosotros en ningún momento, por lo tanto no ha podido decapitar a Ilda ni, por supuesto, hacer desaparecer su cadáver.

—Pero ¿estáis locos, es que acaso me estáis juzgando?

—Cálmate, Michael, estás muy nervioso. Nadie te acusa, sólo que eres morboso, eso no puedes negarlo. A otro no se le ocurre comprar un instrumento de tortura medieval como ese látigo de siete colas —le apaciguó Dientes.

Tarnal dijo:

—Lo que importa ahora es saber quién es el chófer del microbús y por qué ocultó su verdadero rostro.

—¿Sería alguien conocido por alguno de nosotros? —preguntó Susan.

—Quizá.

—Tarnal, ¿te acuerdas de aquel tipo que se mató en su automóvil? —le preguntó Michael.

—Sí.

—Me dio la impresión de que lo conocías.

—Sí, lo conocía, pero al chófer del microbús os doy mi palabra de que no.

—Quizá alguno de nosotros sabe mucho de todo esto y está callando —dijo Dientes escrutando todos los rostros en busca de la verdad.

—Sólo falta que comencemos a sospechar de nosotros mismos —gruñó François—. El pánico nos hará cometer estupideces, y a río revuelto, ganancia de pescadores, ya me entendéis.

—Quizá fuera un solo asesinato lo de Ilda y ella fue la víctima elegida entre todos nosotros.

—Vanessa, eso es hacerse demasiadas ilusiones. ¿Por qué impedirnos la salida entonces, a qué viene esta comida aquí? Parece que quien la ha traído ha pensado que íbamos a quedarnos unos días en el monasterio y necesitaríamos comer.

Lester abrió un paquete de pan, y tomando un pedazo del mismo, empezó a morderlo.

—Comiendo se pasa el miedo, ésa es mi opinión. Alguien podría comenzar a abrir latas, llevo algunos días comiendo pan a secas y, si hay comida, prefiero aprovecharla.

—Lester tiene razón, será mejor que comamos.

Mientras, Susan y Dientes se habían preocupado de reanimar a Flower, que abrió los ojos con verdadero pánico reflejado en ellos.

—¡Quiero irme de aquí, quiero irme de aquí!

—Calma, Flower, calma, primero hay que comer —dijo Chipper animoso.

Susan y Flower no probaron bocado. Vanessa, escasamente, lo suficiente para no marearse de hambre. Dientes tuvo más apetito y los hombres comieron todos.

Clean mascaba con avidez, como si con ello se tragara el terror que sentía. No se borraba de su mente la imagen del lobo dispuesto a atacarle.

Bebieron agua embotellada y cervezas en bote.

Tarnal se había guardado la careta de látex en el bolsillo y, durante una hora, nadie habló sobre lo que sucedía, sobre la muerte, el misterio y el terror en que se hallaban inmersos. Había sido un pacto tácito que todos se esforzaban por cumplir.

Se sentaron por el suelo, cerca de la mesa, ya que no había bancos ni sillas. Tarnal lo hizo junto a Vanessa. La joven le atraía.

—Creo, Tarnal, que un poco de música no nos iría mal ahora.

Tarnal pulsó una tecla de su grabadora y el silencio del monasterio perdido se vio roto por una pieza musical de Donovan.

La música agradó pese a que el volumen era alto. Tarnal no hizo nada por rebajarlo moviendo su control, y tampoco nadie le pidió que lo hiciera.

—Tienes buena música en tu trasto —comentó Chipper.

—Sí, la mayoría de estas piezas son genuinas. No han sido grabadas de disco sino de recitales en directo de Bob Dylan, Donovan, Wilson Picket y otros.

La música semejaba romper el maleficio del monasterio, mas Tarnal no se engañaba; sabía que sólo era un lapsus. Afuera aguardaban los lobos y dentro del monasterio, uno o varios sádicos asesinos.

—¿Cuánto tiempo hace que escogiste la doctrina de Timothy Leary? (Fundador del movimiento hippy. Predicó la liberación espiritual) —preguntó Tarnal junto a Vanessa. Su tono era grave, íntimo.

—He de confesar que es mi primera salida a la carretera.

—Pues has comenzado bien…

Vanessa respiró hondo. Juntó sus rodillas dobladas y sosteniéndolas con sus manos, entrelazando los dedos por detrás de las mismas, explicó:

—Estaba en un colegio suizo. Tuve una oportunidad y la aproveché.

—¿Y cuál fue esa oportunidad?

—Entrar en el despacho de dirección. Cogí mi pasaporte, mi dinero y me marché saltando el muro. No fue fácil, por supuesto, pero lo conseguí. Después, tomé un tren y aparecí en París. Allí, todavía no sé cómo, me hice amiga de Dientes y Michael.

—Luego, ellos le propusieron la fuga en el maletero del autocar italiano.

—Sí, y aquí estoy. Ahora que lo he vivido un poco, creo que no tengo alma de hippy. Las teorías de Leary, escritas, están muy bien, pero llevadas a la práctica, bueno, creo que a todos no nos gustan. El mundo en que vivimos hay que aceptarlo como es, mejorarlo en lo posible, pero el progreso social es irreversible e inútil rebelarse totalmente.

—¿Te prestó los libros de Leary alguna amiga tuya?

—Sí, se puso muy de moda dentro del colegio. Hubo otra chica que se escapó antes.

—Pero tú no eres suiza.

—No, soy norteamericana, de Connecticut. Mis padres están divorciados y el juez me puso bajo la tutela de mi padre. No quiero saber por qué culpabilizaron a mamá de la separación y tampoco me interesa. Papá es un hombre importante, gana mucho dinero como ejecutivo y siempre está viajando. Por eso me internó en un colegio y en Suiza todavía es más elegante.

—¿No te sentías a gusto en el colegio?

—No, no me gusta permanecer encerrada. Tengo veinte años y en Estados Unidos a los dieciocho se es mayor de edad. Por lo tanto, tengo perfecto derecho a elegir mi vida.

—¿Escribiste a tu padre?

—Sí, lo hice, pero sólo Dios sabe cuándo llegará la carta a sus manos, ya que siempre está viajando. No espero respuesta.

—Y después de esta aventura, ¿qué piensas hacer?

—No lo sé todavía, pero lanzarme a la carretera para dormir bajo las estrellas, te prometo que no, y menos en otoño.

—Sí, no es el tiempo más idóneo. Eso se puede hacer en California, España, Grecia, Turquía o en los países donde el sol brilla incluso en invierno, pero por Francia, Alemania o el Benelux, ni pensarlo, y mucho menos en el Norte. No es fácil contemplar las estrellas.

Vanessa suspiró.

—Sí, admito que una cosa son los ideales y la otra las realidades, las necesidades inmediatas. Hablas como de vuelta de todo y, sin embargo, estás aquí como yo. ¿De veras crees en este tipo de vida?

Tarnal se encogió de hombros antes de responder.

—¿Y hace falta creer en lo que se hace cuando se hace?

—Si se desea ser libre, sí.

—No soy de los que creen fácilmente en la libertad. La libertad es algo muy difícil de obtener. Todos dependemos de los demás de forma más o menos directa. Creo que la libertad resulta todavía más utópica que la felicidad.

—¿Y no será la libertad la felicidad?

—Para unos sí, para otros no.

—¿Eras estudiante antes de abandonarlo?

—¿Para qué hablar de mí?

—Tú, al lanzarte a la carretera, tenías un objetivo concreto. ¿No es cierto?

—Quizá.

—¿Experiencias?

—Podría ser.

—No seas tan ambiguo. ¿Acaso tienes aficiones literarias y deseas escribir algo sobre los hippyes? Por eso te has traído el magnetófono, ¿verdad?

—Si pulsas el cassette, comprobarás que toda la cinta que hay dentro está impresionada.

—Se puede grabar sobre la música.

—Sería una lástima perder canciones tan interesantes. Me costó mucho obtenerlas.

—Está bien. No sé por qué he sido sincera contigo si tú no confías en mí.

—Verás, es que me hablaron de una chica.

—¿Tu novia?

—No, ni siquiera la conozco. Me advirtieron que posiblemente se había cambiado de nombre.

—¿Y por qué la buscas, por alguna recompensa o tienes algún interés muy particular?

Tarnal evadió una respuesta directa.

—Es rubia, vi una fotografía de años atrás y sólo sé que tiene una cicatriz horizontal en el brazo derecho, a la altura del hombro. Fue un enganchón un poco grave que tuvo de pequeña, jugando en un artilugio infantil de un parque público.

—De modo que te haces pasar por hippy para encontrar a esa chica.

—Vanessa, confío en ti. Los dos estamos hechos un asco, pero ahora que los demás no nos oyen bien por la música, aclaremos que ni tú ni yo pertenecemos a este mundo.

—¿Quién eres en realidad?

En aquellos momentos, Lester se puso en pie diciendo:

—Es hora ya de averiguar cuál es la salida. Es mejor largarnos a buscar a la policía para contarle lo que ha ocurrido aquí antes de que llegue la noche.

Tarnal se incorporó, desconectando el magnetófono.

—Podemos dejar todo esto y dirigirnos a lo alto del campanario, claro que con que subiéramos dos sería suficiente.

Todos se miraron entre sí, incluso Vanessa que se había quedado con una pregunta sin respuesta.

Se pusieron en movimiento hacia la puerta, nadie quiso arriesgarse a permanecer en la cocina. Preferían ir agrupados para subir al campanario y comprobar por sí mismos cuál era la salida del laberinto que les cercaba.