Llegaron al enlace de la autopista de Lille. Sobre el verde césped, y bajo el cielo encapotado, varios cuerpos dormían en apariencia. Eran jóvenes hippies. Tarnal contó hasta siete, tres chicas y cuatro muchachos. Michael y Dientes parecían conocerlos.
—Hola a todos, paz y flores en la Tierra.
Se saludaron con desgana. Una de las chicas bostezó y se quedó mirando abiertamente a Tarnal. Vanessa esbozó un mohín de disgusto que nadie advirtió.
—Parece que va a llover —dijo uno de los que estaban allí.
Michael lo llamó por su nombre.
—Chipper, habrá que buscar un refugio por si el cielo empieza a tener goteras.
Los relámpagos más cercanos habían precedido a la lluvia que, ya de madrugada, se presentó. Gotas gruesas que calaban hasta los huesos.
—¡Hay que escapar de aquí! —gritó Michael.
Estaban todos en el parterre verde y ancho que daba entrada al enlace de la autopista.
De pronto un microbús oscuro, casi negro, se detuvo bajo la lluvia. El chófer, asomándose por la ventanilla de su portezuela, gruñó fuerte para ser escuchado.
—Voy de vacío. Si queréis aprovechar…
—¡Cómo no! —respondió Chipper. A simple vista, cualquiera hubiera opinado que tenía en sus venas sangre oriental; debía ser mestizo euroasiático.
Se introdujeron en el microbús. Era de nueve plazas, pero, entre risas, se apretujaron y cupieron todos.
—¿Adónde vamos, buen samaritano? —preguntó Michael.
—¿Os importa eso? Os libro de la lluvia, no gruñáis más —replicó el conductor, un hombre de escasa estatura y muy fornido.
Su edad estaría más cerca de los cincuenta que de los cuarenta y vestía uniforme con gorra de plato también muy oscura.
Vanessa y Tarnal viajaban delante, junto a él. Tarnal lo observó de reojo. El rostro del chófer que los había recogido tenía una expresión extraña. Sin embargo, no podía verlo bien, ya que la única luz era la de los relámpagos que lo iluminaban durante breves instantes con una luz fantasmal que podía desvirtuar la realidad.
Vanessa tampoco parecía gustar de su compañía, puesto que Tarnal la notó más cerca de sí.
Del interior de la guitarra, Tarnal sacó un cigarrillo. Le prendió fuego con un fósforo y, tras chuparlo, lo puso entre los labios de Vanessa. Ésta no dijo nada, pero aspiró el humo con fuerza.
Tarnal le susurró:
—Esto te hará olvidar que estás un poco mojada.
El microbús rodaba bajo la lluvia torrencial. Algunos de los jóvenes comenzaban a dormitar, no les importaba la ruta ni el destino, lo fundamental en aquellos momentos era no mojarse, y dentro de aquel refugio rodante estaban a salvo de la empapadora y fría lluvia. Sin embargo, como ya se habían mojado en parte, el interior del microbús olía fuerte a humedad.
Chipper y Michael intentaron hacer hablar al chófer, mas fue inútil, sólo consiguieron que dijera:
—No os preocupéis, os dejaré a salvo de la lluvia. ¡Maldita sea, no debí recogeros, apestáis como un establo de cabras!
Ya de madrugada, sin que nadie lograra ver hacia dónde se dirigían, ni siquiera Tarnal, que se había fijado mucho en Vanessa, el microbús se detuvo bajo el diluvio.
Frente a ellos se levantaba la sombra de un edificio que la oscuridad nocturna y la torrencial lluvia no dejaban perfilar.
—Vamos, ya habéis llegado. Ahí dentro encontraréis refugio.
Las puertas se abrieron y, a trompicones, muertos de sueño, el grupo de hippies saltó a tierra pisando un manto de hierba que cubría aquel suelo. Corrieron hacia el edificio y penetraron en él tras haberse protegido como habían podido de la brutal lluvia.
—Hace frío —dijo Vanessa.
—Aquí no se ve nada —masculló François en su mal inglés. Era el más obeso del grupo, la mayoría de ellos eran delgados.
De pronto, una de las chicas dejó escapar un grito.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Chipper.
—¡Una tela de araña!
—Luz, falta luz aquí —pidió Dientes, la joven morena que parecía muy amiga de Michael.
Fue Tarnal quien raspó un fósforo. Todos abrieron bien los ojos para escrutar en derredor. Ignoraban dónde estaban. En medio de una noche oscura y lluviosa, habían ido a dar con sus huesos a un lugar todavía más siniestro.
Chipper, el más animoso del grupo, observó:
—Por lo menos, aquí dentro no nos mojamos.
—Hay que buscar algo para que no se me quemen los dedos.
—Allí hay un candelabro —señaló Vanessa.
Tarnal y Vanessa se acercaron al candelabro de siete velas, que fue encendido.
Los jóvenes parecieron querer animarse entre sí hablando. La situación en que se hallaban no terminaba de agradarles, estaban rodeados de telarañas y sus voces encontraban extraños ecos.
—Podemos encender un fuego para calentarnos —sugirió Michael.
Chipper preguntó:
—¿Con qué madera?
—Afuera está todo mojado —dijo Dientes.
—Esto parece abandonado, alguna madera habrá —indicó Tarnal.
Hallaron unos bancos viejos y carcomidos que los jóvenes destrozaron, haciendo una pequeña hoguera sobre el pavimento de piedra granítica.
Las maderas rotas a golpes fueron encendidas gracias a unos papeles y todos se apresuraron a rodear la fogata.
Dientes suspiró:
—Así se está mejor.
—¿Qué será esto, un caserón abandonado?
—Parece un castillo —dijo Michael.
—A mí me recuerda a la nave principal de un monasterio —observó Tarnal.
—¿Un monasterio abandonado? —preguntó Ilda, la pecosa del grupo.
—Y el tipo del microbús, ¿por qué no entra también? —preguntó François—. ¿Por qué nos habrá traído aquí?
Chipper dijo como respuesta:
—Quizá no ha querido proseguir viaje con tanta lluvia.
—Será mejor que durmamos alrededor del fuego hasta el amanecer. Por lo menos, nadie nos echará los perros.
—Antes preguntaremos al chófer que nos ha traído, al buen samaritano —dijo François en su mal inglés, que en aquellos momentos era el idioma que se hablaba entre el grupo de jóvenes.
Se acercó a la puerta. Mirando al exterior por entre la cortina de agua que caía, gritó:
—¡Eh, amigos, el chófer no está y el microbús tampoco!
La pecosa y algo generosa en carnes Ilda corrió hacia la puerta. Su sombra se reflejó en las altas paredes, unas sombras espectrales y cambiantes al son que marcaban las llamas.
—Nos ha traído aquí y se ha marchado, el muy cochino. ¿Dónde estamos?
—Cualquiera sabe, en el monasterio perdido —aclaró Tarnal.
De pronto, entre el ruido de la lluvia, se dejó oír el aullido largo y profundo de un lobo. Parecía quejoso y amenazador a la vez y no se hallaba muy lejos de donde estaban.
Por el cuerpo de las chicas, y también de alguno de los jóvenes, pasó un estremecimiento de miedo.
—¡Lobos, hay lobos! —casi gritó Dientes.
—Son raros los lobos por esta región —observó Tarnal.
Había dejado su guitarra en el suelo, pero no su cassette que para preservarlo de la lluvia había encerrado en una bolsa de plástico grueso.
—¿Y tú como lo sabes? —le preguntó Michael.
—No hay muchos lobos por la frontera franco-belga.
—No sabemos dónde nos encontramos. Quién sabe la de vueltas que nos ha hecho dar el chófer. A lo peor estamos a las afueras de París. Bajo la lluvia no se ve por dónde viaja uno.
—Tarnal tiene razón, a lo sumo puede haber un lobo solitario, y un lobo solo no es peligroso —opinó François.
Mas el lobo solitario semejó iniciar un patético coro, porque los aullidos aumentaron. Dientes, temerosa, retrocedió más hacia el interior.
—Hay lobos, muchos lobos, parece que estamos rodeados —se quejó con voz temblorosa.
Sin saber cómo, Tarnal se encontró protegiendo a Vanessa con sus brazos.
—No temas, formamos un grupo numeroso, no nos atacarán. Lo que no entiendo es cómo desean cercarnos bajo esta lluvia.
—Yo tengo miedo —aclaró la pequeña Susan, que si no era pequeña en edad, sí en estatura, toda ella graciosa y ágil.
—Cerraremos la puerta y no oiremos a esas bestias. Quizá cerca de aquí viva algún tipo fanático dedicado a la cría de lobos, nunca se sabe. Desde que me enteré de que aquí en Francia hay un tipo que cría leones para exportarlos luego a África, me lo creo todo —gruñó Michael.
Cerraron la pesada puerta, aislándose de las posibles fieras y el rumor de la lluvia.
Los lobos seguían aullando fuera y por las altas ventanas de arco en punta, carentes de cristaleras, penetraban los aullidos que tanto inquietaban a las muchachas.
—Durmamos —pidió Tarnal.
—Yo no podría. Los lobos siempre me han dado pánico, desde pequeña —aclaró Vanessa.
—Está bien, ya no falta mucho para que amanezca —dijo Tarnal—. Pondremos un poco de música.
Desenfundó su cassette y todos se acercaron a él tratando de olvidar a las quejumbrosas fieras.
—¿Funciona bien este trasto? —preguntó François.
—Ahora lo comprobaremos.
Tarnal manejó el aparato y no tardó en oírse con claridad la voz de Bob Dylan. Tarnal miró hacia un techo que, por alto y oscuro y a la escasa luz que había, apenas podía verse. Subió el volumen al máximo, hallando eco en la gran nave de aquel monasterio perdido.
La voz de Bob Dylan animó al grupo. Luego, vinieron más canciones y las chicas se ensimismaron bailando en solitario. Tarnal sacudió su guitarra y sacó cigarrillos, que repartió.
Chipper le preguntó:
—¿Son petardos?
—No, sólo tabaco canceroso.
—Simple basura —gruñó Michael tomando uno y encendiéndolo con una brasa.
De súbito, la puerta se abrió violentamente. Penetró una fortísima ráfaga de aire mezclada con lluvia que apagó las velas, dejándolos desconcertados y con la única luz de la fogata.
—¡Estate quieto, bromas ahora no! —chilló una de las muchachas.
—Vamos, hay que cerrar esa puerta, y asegurarla con algo —pidió Tarnal mientras encendía de nuevo el candelabro.
—¿Con qué? Si no hay nada. Haría falta una piedra y salir ahora sería empaparse hasta los huesos.
—Creo que cuando amanezca será bueno dar una vueltecita por todo el monasterio. Veremos qué podemos encontrar y si es óptimo para pasar aquí unos días descansando.
—¿Y comiendo lagartijas o dejándonos devorar por los lobos? —preguntó Lester, un joven que parecía llevar un casco por cabellera. Sus ojos brillaban de una forma extraña, y sus colmillos resultaban afilados. Era de ademanes bruscos, casi primitivos.
Cerraron la puerta dejándola tal como estaba antes, pero Tarnal colocó el candelabro cerca de la pared, a la derecha de la puerta, para que en caso de una ráfaga de viento no volviera a apagarse mientras la música del cassette seguía sonando.
—Bien, esto ya está mejor —dijo Dientes.
Volvían a estar como antes. Sin embargo, Vanessa semejó percatarse de algo.
—¡Ilda. Ilda!, ¿dónde estás?
—Ilda no está, se ha marchado o ha desaparecido.
Todos se miraron entre sí. François exclamó:
—Anda, pues es verdad, no está.
Chipper dijo socarrón:
—Habrá buscado algún rincón para…
—No seas grosero —le reprochó Dientes—. Ninguna de nosotras se alejaría del centro para nada hasta el amanecer. Nos lo hemos estado callando, pero esto es muy tétrico, muy abandonado. No me gusta, y si tenemos el cassette a todo volumen es para no oír a los lobos, para aislarnos con música de lo que nos rodea porque tenemos miedo, ésa es la verdad.
—No digas tonterías, Dientes; las mujeres sois muy fantasiosas. Parece mentira que chicas como vosotras, que habéis escogido la carretera, el campo, el mundo libre de la naturaleza como hogar, sintáis miedo porque estamos, según Tarnal, en una especie de ruinoso y perdido monasterio medieval.
—Sea lo que fuere, Ilda no está entre nosotros —observó esta vez Vanessa.
La pequeña Susan, también visiblemente nerviosa, inquirió:
—Sí, ¿dónde está Ilda, dónde está?
—No os pongáis histéricas y llamémosla —propuso Michael.
Vanessa fue la primera en llamar, su voz retumbó en las altas bóvedas:
—¡Ildaaa, lldaaaa…!
Inmediatamente, todos vocearon el nombre de la desaparecida, pero sus nerviosas llamadas obtuvieron un eco extraño y quejumbroso que no esperaban.
Una gruesa campana comenzó a doblar en lo alto de alguna, para ellos, desconocida torre que debía poseer el ruinoso monasterio.
Tarnal, tras detener su magnetófono, exclamó:
—¡Atención, por lo visto no estamos solos!
—Muchachos, esto no me gusta, no me gusta nada —masculló Michael—. Si lo ha hecho Ilda, es una bromita pesada.
—¡Atención! —pidió Tarnal—. Esa campana dobla a muertos.
Diez pares de ojos escrutaron en derredor con el miedo en sus pupilas, en sus piernas, en sus manos. Algunas de ellas comenzaron a transpirar mientras los cuerpos se acercaban unos a otros para agruparse y protegerse mejor.
Un grito horripilante, un alarido arrancado de lo más hondo de un cuerpo femenino, rasgó el silencio de todas las estancias del monasterio, un grito que estancó el miedo en la garganta de los hippies.
Con voz ahogada, la pequeña Susan balbució:
—Creo, creo que es Ilda…