La redada del Honky-Tonk tuvo lugar seis meses después. Un gran jurado nacional formuló quince cargos contra Tim Littenberg y otros quince contra Scott Shackelford por falsificar tarjetas de crédito, lo que suponía un mínimo de cinco años de prisión y una multa de 250.000 dólares por cabeza. Los dos están ya en libertad bajo fianza. Carlin Duffy fue detenido y acusado de homicidio intencionado, y está esperando el juicio en la penitenciaría del condado de Santa Teresa, con campo de voleibol, cuartito de baño privado y televisor en color.
Mickey murió el 1 de junio. Más tarde vendí sus pistolas y puse el dinero que obtuve junto con los billetes y monedas que me había llevado de su casa. No se había molestado en modificar el testamento y, como yo era la única beneficiaria, sus bienes (cierta cantidad que había ingresado en otra cuenta más los cincuenta mil dólares del seguro de vida) pasaron a ser de mi propiedad. Movido seguramente por la culpa, Pete Shackelford hizo efectivos los diez de los grandes que Tim Littenberg debía a Mickey, así que al final reuní una suma considerable que entregué al Departamento de Policía de Santa Teresa, para que le dieran el destino que quisieran. Si hubiera vivido, sospecho que Mickey habría sido de esos excéntricos impenitentes que viven como pobres y dejan millones a las instituciones de caridad.
El caso es que me sentaba a su lado, con la mirada fija en el monitor que había encima de su cama. Miraba la raya quebrada que reflejaba los latidos de su corazón, fuertes y constantes, aunque el color empezó a írsele y su respiración se volvió más laboriosa cada día. Le toqué la cara, palpé la carne tibia que nunca más volvería a calentarse. Tras el arrebato del amor viene el desastre, al menos en mi experiencia. Pensé en todas las cosas que me había enseñado y en lo que habíamos significado el uno para el otro durante nuestra breve historia matrimonial. Mi vida era más rica porque él había formado parte de ella. A pesar de sus defectos e imperfecciones, al final había conseguido redimirse. Apoyé la mejilla en su mano y respiré con él hasta que dio el último aliento.
—Lo hiciste bien, chico —susurré cuando descansó por fin en paz.
Atentamente,
Kinsey Millhone