26

La finca de los Bethel se encontraba en la periferia de Montebello, sobre una colina desde la que se veía el océano Pacífico. Había hablado con Laddie por teléfono y me había indicado cómo llegar hasta la casa por Savanna Lañe. Mark no estaba, pero Laddie me dijo que llegaría pronto. Me intrigaba que no se hubiera sorprendido más ni manifestado curiosidad por el motivo de mi llamada. Le había mencionado el viaje a Louisville, que había algo de lo que quería hablar, a ser posible con los dos, aunque ciertamente valoraba la oportunidad de hablar antes con ella. Si estaba alarmada por una conversación de aquella naturaleza, no mostró el menor indicio.

A las siete en punto llamaba a la puerta. Los agentes Claas y Aldo me habían seguido en su coche y habían aparcado en un grupo de eucaliptos, a unos cien metros. Llevaba la grabadora en el bolso, pero ningún micrófono bajo la ropa, así que no podrían oír la conversación en cuanto yo entrase en la casa. Nadie (es decir, ellos) creía que fuera a haber problemas, porque estaría en el domicilio de los Bethel con otras personas (es decir, los criados) bajo el mismo techo. Nuestro plan, si así puede llamárselo, era que ellos esperarían fuera y me seguirían cuando saliese de la finca. Iríamos a mi casa, oiríamos la cinta y veríamos si había algo susceptible de aceptarse como causa. Si se daba el caso, buscaríamos un juez que firmara una orden de detención contra Mark, acusándolo de agresión con arma mortal e intento de asesinato de Mickey Magruder. Si no, pasaríamos al plan B, sobre el que todavía no nos habíamos puesto de acuerdo. Bien mirado, incluso el plan A parecía un poco subnormal, pero yo estaba ya en la, puerta y acababa de pulsar el timbre.

Esperaba que me preguntaran el nombre por el telefonillo, pero el aparato siguió mudo. Las puertas se abrieron sin más ni más, permitiéndome la entrada. Me despedí de los «muchachos» con la mano y puse el coche en marcha. El camino de acceso era largo y se curvaba a la izquierda. A ambos lados la tierra no criaba más que hierba azotada por los vientos marinos. De vez en cuando aparecía un árbol que interrumpía la línea del horizonte, una forma perfilada contra el cielo oscuro. Vi las ventanas iluminadas, amarillo y blanco, deslumbrantes en medio de una voluminosa masa de piedra oscura. Aparqué enfrente, en una amplia pista de grava. Apagué el motor y observé la casa por la ventanilla.

La estructura recordaba ligeramente la casa de Duncan Oaks en Louisville. A pesar de parecer antigua, sabía que se había construido hacía cinco años, lo que explicaba la ausencia de árboles crecidos. El exterior consistía en piedra y superficies estucadas. Los focos bañaban la fachada, su resplandor magenta sobre fondo pardo. En teoría, el estilo era mediterráneo o italianizado, una de esas formas bastardas que tanto gustan a los californianos, aunque los arcos de las ventanas se parecían notablemente a los que había visto en Kentucky. La puerta principal quedaba en un entrante, protegida por un pórtico de columnas acanaladas. Incluso la balaustrada tenía un diseño parecido. ¿Era Laddie consciente de lo que había hecho o había imitado la casa de Duncan sin darse cuenta? ¿Qué nos impulsa a revivir los temas sin resolver? Reabrimos nuestras heridas y reconstruimos el pasado con la esperanza de que esta vez nos salga un final feliz.

Los faroles que flanqueaban la puerta se encendieron. Metí la mano en el bolso, a regañadientes. Abrí el compartimento de la cremallera para tener la grabadora al alcance de la mano. Bajé del coche, recorrí el aparcamiento entre crujidos y subí los bajos peldaños de la entrada. Laddie abrió la puerta antes de que tuviera tiempo de pulsar el timbre.

—Hola, Kinsey. Has sido muy amable viniendo de tan lejos. Creo que no te ha costado encontrar la casa.

—En absoluto. Es preciosa.

—Nos gusta —dijo con ternura—. ¿Me das la cazadora?

—Déjalo, gracias. Hace frío.

Cerró la puerta cuando entré.

—Pasa al salón. La chimenea está encendida. ¿Quieres beber algo? Yo estaba tomando vino —dijo mientras se dirigía al salón taconeando con elegancia en el pulido suelo de mármol.

—Mejor no, pero gracias —dije mientras la seguía—. He tomado vino con la cena y ese es mi límite.

Entramos en el salón, con el techo artesonado a casi cuatro metros del suelo. Una pared consistía toda ella en puertas de cristal que daban a un patio interior. La habitación era sorprendentemente luminosa gracias a los tonos cremosos que había por todas partes: en la alfombra de seis metros por siete, en las paredes y en los tres blandos sofás para dos personas que formaban un semicírculo ante la chimenea. Había detalles negros en los cojines y las pantallas de las lámparas, y puntos verdes que ponían aquí y allá unos helechos de Boston. Puede que robara alguna idea decorativa para mi palacio. La mesa de café era un cuadrado de cristal de dos centímetros, apoyado en tres gigantescas esferas de bronce pulido. Había otro vaso de vino al lado de una botella de chardonnay metida en un cubo. Para estar sola había bebido mucho. Puse en marcha la grabadora aprovechando el momento en que recogía su vaso de vino y se acomodaba en uno de los sofás que cercaban la chimenea. El fogón era de un granito negro y brillante que reflejaba las llamas. En realidad estaba tomando nota…, tenía que conseguir una igual.

Me senté delante de ella, preguntándome cómo empezar. Estos instantes de transición pueden ser incómodos, sobre todo cuando hay que pasar de los cumplidos a un asesinato.

—¿Qué has estado haciendo en Louisville? —preguntó—. Antes íbamos al Derby, pero hace años que no.

En la puerta apareció una criada.

—He dejado la bandeja del señor Bethel en el horno. ¿Desea algo más?

—No, querida. Todo está perfecto. Hasta mañana.

—Hasta mañana, señora —dijo la mujer y se retiró.

—En realidad, fui a Louisville a hacer una investigación —dije—. ¿Recuerdas a Benny Quintero, el sujeto que mataron aquí hace unos años?

—Desde luego. Mark representó a Mickey.

—Bien, pues resulta que Benny era de Louisville. Estuvo en el Manual en la misma época que tú ibas al Instituto Masculino.

Entreabrió los labios con expectación.

—¿Qué clase de, investigación? No alcanzo a imaginármela.

—Creo que hay una conexión entre la muerte de Benny Quintero y la agresión que sufrió Mickey la semana pasada.

Laddie frunció el entrecejo con delicadeza.

—Vaya salto.

—No creas —dije—, aunque es verdad que parece raro. Resulta que los cuatro eráis de la misma ciudad.

—¿Los cuatro?

—Sí. Tú, Mark, Benny y Duncan Oaks. Recuerdas a Duncan —di por hecho.

—Claro, pero hace años que murió.

—Ese es el asunto —expuse. Vaya, aquello iba mejor de lo que había pensado—. Cuando lo enviaron a Vietnam, Mark estuvo en la Drang, ¿no?

—Tendrías que preguntárselo a él para confirmarlo, pero creo que sí.

—Resulta que Benny también estuvo.

Laddie parpadeó.

—No entiendo. ¿Qué tiene que ver todo esto conmigo?

—Retrocedamos un paso. ¿Te entrevistó Duncan Oaks para el Louisville Tribune?

—Kinsey, ¿qué es esto? —preguntó—. No quiero ser grosera, pero saltas de una cosa a otra y me confundes. No veo la importancia que pueda tener.

—Escucha —dije—. Duncan estaba haciendo una serie de artículos para el periódico local. Entrevistaba a mujeres de soldados, como tú, que se habían quedado en casa, y hablaba de la guerra desde su punto de vista. Su idea era contar la misma historia desde el punto de vista de los maridos que mientras tanto combatían en Vietnam.

Laddie cabeceó y se encogió de hombros.

—Supongo que tendré que creerte.

—En cualquier caso, habló contigo.

Bebió un sorbo de vino.

—Es posible. No lo recuerdo.

—No te preocupes por la fecha. He pedido a su antiguo redactor jefe que me envíe una copia del artículo. Por aquí la averiguaremos. El redactor jefe de Duncan dice que salió para Vietnam en septiembre del 65. Se encontró con Mark y con Benny en la Drang, que es donde Duncan desapareció. —Era pura especulación, pero noté que dejaba de hacer remilgos—. Siete años después, Benny aparece en Santa Teresa con objetos personales de Duncan Oaks. Y lo siguiente que sabemos es que lo han asesinado. ¿Ves la conexión?

—Benny no fue asesinado. Estás exagerando la situación. Por lo que yo recuerdo, Benny tenía un hematoma subdural y murió a consecuencia de una hemorragia arterial. Dada la naturaleza de su herida, podía haberle sucedido en cualquier momento. Incluso el informe del forense lo decía.

—¿De veras? Es probable que tengas razón. Tienes buena memoria para los detalles —dije.

—Mark y yo lo hablamos entonces. Supongo que se me quedó grabado en la memoria.

—Mickey es otro eslabón. Fue a Louisville el jueves 8 de mayo. Volvió el lunes siguiente y le dispararon en la madrugada del miércoles.

Esbozó una semisonrisa.

—No quiero hacerme la superior, pero estás cometiendo lo que se llama falacia post hoc. Que un fenómeno siga a otro no quiere decir que haya una relación de causa y efecto.

—Entiendo. En otras palabras, que Benny supiera algo no significa que muriera por eso.

—¿Es de eso de lo que quieres hablar con Mark?

—En parte.

—Entonces dejémoslo aquí. Estoy segura de que es preferible esperar a que venga.

—Por mí, de acuerdo —accedí—. ¿Podemos hablar de tu relación con Duncan?

—Yo no lo llamaría relación. Lo conocía, desde luego. Fuimos juntos al instituto.

—¿Erais amigos, confidentes o novios?

—Éramos amigos, simplemente. Nunca hubo nada entre nosotros, si es eso a lo que quieres llegar.

—La verdad es que sí —dije—. Pensaba que, como habíais sido rey y reina de la promoción, podíais haberos liado.

Laddie sonrió, tras recuperar la compostura. Ya había pensado en aquello y tenía preparada y preenvasada su versión de la historia.

—Duncan no sentía interés romántico por mí, ni yo por él.

—Qué lástima. Parecía guapito.

—Era guapito. También era muy narcisista, lo que me resultaba desagradable. No hay nada peor que un crío de diecisiete años que se cree el mejor.

—¿Crees que tenía carisma?

—Él creía que sí —contestó—. Yo pensaba que era un engreído…, simpático, gracioso, pero muy creído.

—¿Y tu padre?

Me miró con recelo.

—¿Mi padre? ¿Qué tiene que ver en esto?

—Es periférico y probablemente no de mi incumbencia…

—Nada de esto es de tu incumbencia —replicó con malestar.

Sonreí para dar a entender que no me había ofendido.

—Me han contado que le concedieron una patente que le hizo ganar mucho dinero. He sabido que antes lo consideraban un poco excéntrico.

—¿Y qué si lo era? Ve al grano.

—Sólo pensaba que su fortuna debió de cambiar la opinión que los demás tenían de ti. Sobre todo Duncan. —Guardó silencio—. ¿Sí? ¿No?

—Supongo —dijo.

—Desde su punto de vista, pasaste de ser nadie a ser alguien. Me parece que era de los que disfrutan haciendo una conquista…, aunque sólo fuera para demostrar que podía.

—¿Tratas de defender algo?

—Sólo trato de imaginarme la clase de persona que era.

—Una persona muerta.

—Antes de eso. ¿Nunca tuviste una aventura con él?

—Por favor. No seas tonta. No estuvimos liados.

—Eh, eh. Un lío dura seis semanas o más. Una aventura oscila entre una noche y media docena.

—No tuve ninguna aventura con él.

—¿Cuándo se fue Mark a Vietnam? Sé que os casasteis en junio. El llamamiento a filas lo recibió…

—El 26 de julio —dijo, mordiendo las palabras.

—Tal como yo veo la situación, Duncan se encontraba en Louisville cuando Mark se fue. Y allí estabas tú, una recién casada con el marido en el frente. Estoy segura de que te sentías sola…, necesitada…

—Eso es una grosería. Estás comportándote de un modo muy ofensivo, no sólo para mí, sino también para Mark.

—¿Ofensivo en qué? —preguntó Mark desde el pasillo. Se quitó el abrigo y lo dejó en el respaldo de una silla. Tenía que haber entrado por la cocina. La frente despejada y las entradas del pelo le daban el mismo aire de inocencia que tienen los niños antes de aprender a morder y a ser respondones. Laddie se levantó a recibirlo. Los miré mientras él la besaba en la mejilla.

—Esperad a que haga una llamada —dijo. Se dirigió al teléfono y marcó el 911.

—¿Qué pasa? —inquirió Laddie.

Mark levantó un dedo para indicar que habían atendido al teléfono.

—Hola, soy Mark Bethel. Vivo en Savanna Lañe, 448. Hay un par de sujetos en un coche aparcado cerca de mi puerta. ¿Podrían enviar un coche patrulla? No me gusta su aspecto. Gracias. Muchas gracias. —Colgó y se volvió hacia nosotras cabeceando—. Probablemente sean inofensivos, un encuentro de amor…, pero podrían estar reconociendo el terreno… —Se frotó las manos—. Me tomaría un vaso de vino.

Me esforcé por imaginar a los agentes Claas y Aldo acusados de escándalo público y detenidos por los policías locales.

Laddie sirvió chardonnay en una copa, sujetándola por el pie para no ensuciar el borde con los dedos. Como le temblaba la mano, el vino bailaba. Mark no pareció darse cuenta. Recogió la copa, tomó asiento, y me dedicó toda su atención.

—Espero no haberos interrumpido.

—Estábamos hablando de Benny Quintero —dijo Laddie—. Acaba de llegar de Louisville, de hacer una investigación.

—Benny. Pobre hombre.

—No me había dado cuenta de que todos erais de la misma ciudad —dije.

—Bueno, eso no es totalmente cierto. Yo nací en Dayton, Ohio. Mi familia se mudó a Louisville cuando yo tenía seis años. Viví allí hasta que fui a la Universidad de Kentucky.

—¿Conociste a Benny entonces?

—Lo conocía de oídas, igual que él a mí, supongo, por el rugby.

—No sabía que jugaras al rugby.

—Más o menos —dijo con pesar—. Yo fui a Atherton, que había sido exclusivamente femenino durante años y no fue mixto hasta 1954. Incluso entonces, pocas veces ganábamos a los del Manual o el Masculino. Los jugadores nos conocíamos sobre todo por la reputación. Recuerdo a uno que se llamaba Byck Snell, del Eastern…

—Así que Benny vino a California y te buscó —dije.

—Sí. Se enteraría de que era abogado y sin saber por qué se le metió en la cabeza que podía ayudarle con el subsidio de la Administración de Veteranos. Ya se lo dije: que no por ser abogado era un experto. Por entonces yo no sabía prácticamente nada de la Administración de Veteranos. En la actualidad, como es lógico, estoy tomando conciencia del problema porque comprendo la importancia que yo…

—Parece un discurso electoral —atajé.

—Lo siento —se excusó Mark sonriendo—. El caso es que no conseguí convencer a Benny de mi ignorancia. Era ridículo, pero no podía librarme de él. Benny empezó a acosarme; aparecía por el despacho, aparecía por casa. El teléfono no dejaba de sonar por la noche. Laddie empezó a inquietarse y no puedo reprochárselo. Entonces pedí a Mickey que interviniera y viese qué se podía hacer.

—¿Qué quieres decir?

Vi que titubeaba.

—Bueno, ya sabes, Mickey era un tipo duro. Pensé que podía meterle el temor de Dios en el cuerpo. No digo que Mickey tuviera intención de hacerle daño, pero lo amenazó.

—¿Cuándo?

—Durante el incidente que se produjo en el aparcamiento del Honky-Tonk.

—¿Hablaste con Benny después?

—Claro. Me llamó y estaba furioso. Le dije que hablaría con Mickey. Hice unas cuantas llamadas, pero, como sabes, no lo localicé.

—Porque estaba con Dixie —dije para ayudarle.

—Eso afirmaron. Francamente, siempre he tenido dudas. Era demasiado perfecto, dadas las circunstancias.

—Así que estás diciendo que Mickey buscó a Benny y le dio una paliza de muerte.

—Digo que es posible. Mickey siempre tuvo muy mal genio. No soportaba que un tirado le ganara la partida.

—Yo no afirmaría que Benny le ganara la partida. Shack dice que fue una riña de empujones, sin puñetazos.

—Bueno, eso es cierto. He oído la misma declaración en boca de los demás testigos. El caso es que Mickey ya estaba en mala posición y eso es lo peor que podía pasarle a un tipo como él.

—¿Sabes que es la segunda vez que implicas a Mickey?

—Vaya, lo siento, pero tú preguntaste.

—¿Por qué no revelaste nunca que habías conocido a Benny en el instituto?

—¿Cuándo he tenido oportunidad? Por entonces tú y yo casi no nos hablábamos. Y después, créeme, he sido muy consciente de que no te entusiasmo. Si nos hemos encontrado en público, prácticamente te has escondido para evitar tener que hablar conmigo. En cualquier caso, tampoco te hablabas con Mickey, y te habría dicho lo mismo.

Su puntillosidad hizo que me ruborizase. Y yo que me creía tan sutil.

—¿Puedo preguntar otra cosa?

—¿Qué? —Mark tomó un sorbo de vino.

—Después de alistarte en el ejército, te enviaron a Vietnam. ¿Correcto?

—Totalmente. Estoy orgulloso de mi hoja de servicios.

—Estoy convencida —dije—. Benny Quintero estaba allí y también Duncan Oaks. —Le hice un resumen de lo que me había contado Porter Yount.

Su cara adquirió la expresión de quien procura prestar atención a lo que le dicen mientras su mente está en otra parte. Habría jurado que maquinaba la respuesta antes de que yo terminara de hablar. Su sonrisa final contenía un elemento de perplejidad.

—Has de entender que había cientos de hombres combatiendo en la Drang. La uno cinco, la uno siete, la dos siete, el Segundo Batallón del 19 de Artillería, la Unidad 227 de helicópteros de asalto, el Octavo Batallón de Ingenieros…

—Entiendo —dije—. Había muchos hombres. Eso lo entiendo, pero Duncan era periodista y había ido expresamente para hablar contigo por los artículos que estaba escribiendo. Debió de decirte que había hablado con Laddie. Creo que durante años Duncan representó para ti una especie de amenaza. Laddie y él habían estado muy unidos. Ella era pobre entonces y no lo bastante buena para él, pero apuesto a que sus compañeras de clase me dirían que estaba enamorada de él, que habría dado cualquier cosa por que él le hiciera caso…

—Eso es absurdo. Ridículo —interpuso Laddie.

Mark le indicó con la mano que callara… La típica orden que se da a los perros cuando aprenden a obedecer. Laddie cerró la boca, pero el significado del ademán no se le escapó. Mark estaba visiblemente indignado.

—Vayamos al fondo de la cuestión. ¿Qué estás sugiriendo?

—Sugiero que los tres estabais en contacto. Benny, Duncan Oaks y tú.

—No. Estás equivocada… —dijo Mark, negando con la cabeza.

—No, no lo estoy. Tengo una foto de ellos y al fondo se te ve a ti.

—¿Y qué? —intervino Laddie.

—Yo me encargo de esto —le dijo Mark. Y volviéndose hacia mí—: Sigue. Es fascinante. Está claro que has urdido una teoría y quieres que las piezas encajen.

—Ya sé cómo encajan. Duncan entrevistó a Laddie para el periódico después de tu partida. Entonces su papi tenía dinero y Duncan no podía resistirse. Después de todo, una conquista es una conquista, por tarde que se produzca. Tuvieron una aventura y lo descubriste. O bien ella te lo confesó o él te lo dijo…

—No quiero hablar de eso —dijo Laddie—. Está terminado y olvidado. Cometí un error, pero fue hace muchos años.

—Sí, y sé quién lo pagó —atajé con sorna.

—Laddie, por el amor de Dios, ¿quieres cerrar la boca? —Mark se volvió hacia mí con expresión sombría—. ¿Y?

—Y tú lo mataste. Benny Quintero lo vio y por eso te acosaba. Tendiste una trampa a Mickey. Mataste a Benny e hiciste que le echaran la culpa a Mickey.

Habló con ligereza, pero sin convicción.

—¿Qué dices, que también disparé contra Mickey? —Sí.

Levantó las manos con desconcierto.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Porque Mickey reconstruyó lo sucedido, tal como he hecho yo.

—Un momento, Kinsey. Nunca encontraron el cuerpo de Duncan, así que, por lo que sabes, puede estar vivo y coleando. ¿Crees que puedes hacer una acusación así, sin pruebas?

—Tengo la foto. Ayudará.

—Ah, es verdad. La foto. Vaya mierda. Es un farol, pero lo voy a ver. ¿La llevas encima?

—No. Se la dejé a un amigo.

Chascó los dedos.

—Había olvidado al hermano de Benny. ¿Cómo se llama? Duffy. Carlin Duffy. Bueno, es un muchacho brillante. —No dije nada—. Mis fuentes informativas me han dicho que vive en un cobertizo del Vivero Himes —prosiguió—. Con su historial delictivo, sería fácil apretarle las clavijas.

—Pensaba que no estabas preocupado.

—Llámalo afán de limpieza —dijo.

—No me digas. Ahora que compites por un cargo público, tienes que enterrar los errores y asegurarte de que el pasado no reaparecerá para morderte en el culo cuando menos lo esperes.

—Bingo —dijo señalándome.

—¿Tanto lo odiabas?

—¿A Duncan? Te diré lo que no soportaba de aquel individuo. No fue tanto que se tirase a Laddie nada más darme la vuelta como que apareciera en la Drang, haciéndose el boina verde. Yo tenía compañeros, buenos amigos, tipos jóvenes, que habían muerto con valor, valientes que creían en lo que estaban haciendo. Los vi morir sufriendo, los vi lisiados y mutilados, sin miembros, con las tripas fuera. Duncan Oaks era un mierda. Tenía dinero y pretensiones, pero ni un gramo de dignidad. Merecía morir y me sentí contento de echarle una mano. Ya que tocamos el tema, me gustaría guardar sus efectos personales.

—¿Efectos?

—El pase de prensa, las chapas.

—No puedo serte útil. Tendrás que hablar con Duffy.

En las profundidades de mi bolso sonó un ligero pero claro chasquido cuando se acabó la cinta y la grabadora se apagó sola.

Mark bajó la vista durante un segundo y me miró a los ojos. Su sonrisa se desvaneció y oí el jadeo de Laddie. Mark alargó la mano.

—¿Quieres dármelo?

—Oye, papá.

Los tres nos volvimos al mismo tiempo. Malcolm, el hijo de Bethel, estaba en la puerta del comedor.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mark, procurando no parecer irritado con el chico.

—¿Me prestas el Mercedes? Salgo con una chica.

—Desde luego.

Malcolm no se movió.

—Necesito las llaves.

—Bueno, pues llévatelas. Estamos en medio de una conversación —dijo Mark, indicándole por señas que entrase.

Malcolm me dirigió una mirada de turbación al entrar en la sala. Con movimientos impacientes, Mark sacó las 11aves del bolsillo, corriendo la llave por el llavero para desengancharla. Yo miraba al chico. No me extrañaba que el Duncan Oaks de las fotos me resultara vagamente conocido. Lo había visto ya, a él o a su reencarnación, en el hijo de Laddie. La misma juventud, el mismo aspecto, moreno, no podía negarse que atractivo. Malcolm, a los veinte años, era el vivo retrato de Duncan a los diecisiete y de Duncan a los veintitrés. Me volví a mirar a Laddie, que sin duda se dio cuenta de que la última pieza del rompecabezas acababa de encajar.

—Mark —dijo. La miró y cambiaron un rápido mensaje silencioso.

—¿Adónde vas, Malcolm? —dije, siempre desbordando alegría.

—Voy a llevar a mi amiga a una fiesta del campus.

—Estupendo. Yo ya me iba. Te seguiré. Casi me pierdo al venir aquí. ¿Puedes guiarme con el coche?

—Claro. No hay problema. Será un placer —dijo.

No aparté la vista del maletero del Mercedes negro de Mark Bethel mientras seguía a Malcolm por el camino que recorría la finca. Por el espejo retrovisor vi otro par de faros. Al parecer, Mark había tardado poco en subir al BMW de Laddie, un modelo deportivo de color rojo, perfecto para atropellar a alguien y salir corriendo o para emprender una persecución a altas velocidades. Malcolm llegó a la verja y puso en funcionamiento el mecanismo que la abría, enterrado en el camino. Las puertas se abrieron despacio. Al otro lado, aparcados en el arcén, vi dos coches de la comisaría del sheriff de Santa Teresa, con las luces destellantes girando. Había cuatro ayudantes hablando con los agentes Aldo y Claas, que en aquel momento estaban identificándose. Malcolm giró a la izquierda, por Savanna, y fui tras él. Aldo me vio, pero no podía hacer nada hasta que los ayudantes del sheriff hubieran terminado. Fin del plan A.

Miré por el retrovisor. Mark iba tan pegado a mi popa que podía ver su cara sonriente. Me acerqué todo lo que pude al Mercedes, pensando que Mark no cargaría contra mí ni me dispararía estando Malcolm tan cerca. Quizás acompañara a Malcolm y a su amiga a la fiesta del campus, me tomara una cerveza, charlara un rato con la gente, cualquier cosa para eludir a Mark. Pasamos ante un cementerio y redujimos la velocidad en el cruce que hay junto al refugio de los pájaros. Malcolm tocó el claxon, se despidió con la mano y dobló a la izquierda por Cabana mientras yo giraba a la derecha en dirección a la autovía.

Salí a la 101, en dirección norte, manteniendo una velocidad estable de noventa y cinco kilómetros por hora. Vi que Mark hacía lo mismo. El tráfico era escaso. Ningún policía a la vista. Busqué a tientas en el bolso mientras conducía con la otra mano. Abrí la grabadora, saqué la cinta gastada y la metí en la guantera. Luego saqué una cinta virgen del paquete que llevaba en el asiento del copiloto y la introduje en la grabadora. No llevaba la pistola. Soy investigadora privada, no Harry el Sucio. Hago casi todo el trabajo en la biblioteca municipal y en el registro civil. En términos generales, estos lugares no son peligrosos y pocas veces necesito una automática para protegerme.

Bueno ¿y ahora qué? Que Mark se veía al fondo de la foto en la que aparecían Duncan y Benny era una invención. Si existía una foto así, yo no la tenía…, ni Duffy, para el caso. Me estremecí. La sola idea había sacado a Mark de sus casillas, creyendo que teníamos pruebas de su encuentro. Maldita sea. Aunque hubiéramos tenido una foto así, ¿qué habría probado? Debería haber mantenido la boca cerrada. El pobre Duffy no tenía ni idea de la desgracia que le iba a caer encima. La última vez que lo había visto estaba borracho como una cuba, tirado en su camastro.

Salí por la rampa de Peterson y giré a la izquierda en el semáforo. No me molesté en acelerar ni en despistarlo. Mark tampoco parecía tener mucha prisa. Sabía adonde iba y, aunque me dirigiese a otra parte, él iría a Himes de todos modos. Creo que le gustaba aquella persecución lenta en la que podía tomarse su tiempo mientras yo buscaba ayuda frenéticamente. Giré a la derecha, por la travesía, y entré en el aparcamiento del vivero. Mi coche era el único que había. El centro de jardinería estaba cerrado y el interior del edificio oscuro, con la excepción de alguna que otra luz para disuadir a los ladrones insólitos con sensibilidad botánica o con una necesidad apremiante de macetas. El resto de la parcela estaba sumido en tinieblas.

Aparqué, cerré el coche y seguí a pie. Confieso que corría, ya que había abandonado toda pretensión de hacerme la indiferente. Al mirar hacia atrás vi los faros del Beamer entrando en el aparcamiento. Esperé a oír el ruido de la portezuela al cerrarse, pero Mark había saltado la barrera de cemento y conducía por los anchos callejones que formaban los árboles enmacetados. Corrí en zigzag, sujetando el bolso para que no diera botes. Advertí por encima que el laberinto de árboles había cambiado. Los callejones que había visto en anteriores ocasiones habían desaparecido o girado sobre su eje, formando ahora caminos paralelos. No sabía si había más árboles o menos, ni si se habían limitado a cambiarlos de sitio. Puede que Himes estuviera metido en negocios paisajísticos que requiriesen árboles jóvenes.

Grité el nombre de Duffy, para alertarlo antes de llegar, pero el bosque portátil que me rodeaba ahogó el sonido.

Mark seguía corriendo detrás de mí, aunque las apuradas vueltas y revueltas que tenía que dar le obligaban a reducir la velocidad. Me sentía como si hubiera fumado marihuana, todo se movía más despacio, incluida yo. Llegué al cobertizo de mantenimiento con el corazón latiéndome con fuerza y la respiración entrecortada. La carretilla elevadora bloqueaba el sendero, aparcada al lado del cobertizo, con un árbol de cinco metros en los dientes. La puerta estaba abierta y una pálida luz bañaba el umbral como si fuera agua.

—¿Duffy? —llamé.

En el refugio de mantas estaban las luces encendidas, pero no había ni rastro de él. Sus zapatos habían desaparecido y la manta que le había echado encima estaba tirada en el suelo. Sobre el hornillo había una sartén barata con una especie de puré beis de judías refritas. En el quemador libre había un envase de plástico, sin abrir, con tortillas de harina. La sartén todavía estaba caliente, así que cabía la posibilidad de que hubiera salido a mear. Oí detenerse el BMW.

—¡Duffy!

Miré el cajón de naranjas. El pase de prensa, las chapas y la foto de Duncan Oaks estaban todavía donde yo los había dejado. Oí fuera el portazo del coche, el rumor de alguien dando zancadas hacia mí. Recogí a toda prisa las cosas de Duncan, buscando un lugar donde esconderlas antes de que apareciera Bethel. Medité y descarté en un segundo la idea de ponerlas entre las ropas de Duffy. El cobertizo era austero, pocos muebles y nada de rincones o grietas. A falta de material aislante, no había más que tablas desnudas y ni siquiera una caja de herramientas donde meter los objetos. Me los guardé en el bolsillo trasero del pantalón en el momento en que Mark aparecía en la puerta con una pistola en la mano.

—Mierda —dije.

—Te agradecería que me dieras la grabadora y la cinta.

—Claro. —Busqué en el bolso, saqué la grabadora y se la alargué. Se la apoyó en el pecho, pulsó el botón de EJECT con la mano libre y extrajo la cinta. Dejó caer la grabadora en el sucio suelo y la aplastó con el pie. Vi que algo se movía detrás de él, Duffy apareció en la puerta y desapareció—. No lo entiendo —dije, enfocando a Mark para no delatar la presencia de Duffy con la mirada.

—¿Qué no entiendes? —Mark estaba distraído. Procuraba mantener los ojos fijos en mí mientras con una mano sujetaba la pistola y la cinta y con la otra la sacaba del carrete. Los bucles de cinta plana y brillante se enredaban en sus dedos, cayendo al suelo poco a poco.

—No entiendo por qué te preocupa tanto. Ahí no hay nada que te incrimine.

—No sé lo que te contó Laddie antes de llegar yo.

—Fue el espíritu de la discreción —dije secamente.

Mark sonrió a pesar suyo.

—Es maestra en eso.

—¿Por qué mataste a Benny?

—Para quitármelo de encima. ¿Qué pensabas?

—Que sabía que mataste a Duncan.

—Me vio hacerlo.

—¿Así de sencillo?

—Así de sencillo. Llámalo golpe de inspiración. Al helicóptero subimos seis con las bolsas de los cadáveres. Duncan se quejaba y lloriqueaba, pero era evidente que no tenía ninguna herida grave. Maldito niñato. Antes de despegar, alcanzaron al oficial médico con fuego de ametralladora. Benny parecía inconsciente. Yo había recibido un balazo en la pierna y tenía metralla en la espalda y en el costado. Nos elevamos. Recuerdo que el helicóptero daba bandazos y no creí que lo consiguiéramos con todo aquel fuego de armas pequeñas. En cuanto estuvimos en el aire, me arrastré hasta Duncan, le quité el pase y las chapas del cuello y lo tiré todo a un lado. El helicóptero se movía y vibraba como si un loco lo zarandease. Duncan me miraba, aunque no creo que llegara a entender lo que estaba haciendo hasta que lo tiré de un empujón. Benny me vio, el muy mierda. Fingía estar inconsciente, pero lo vio todo. Encogido de costado y cubierto de sudor, me sentía mareado. Entonces Benny recogió las chapas y las escondió…

—Y te presionó demasiado.

—Oye, hice por él lo que pude. Lo maté tanto por idiota como por querer joderme cuando debería haberse contentado con lo que ya tenía.

—¿Y Mickey?

—Dejémonos de cháchara y vayamos a eso. —Chascó los dedos y señaló el bolso.

—No llevo pistola.

—Lo que quiero son las chapas de Duncan.

—Lo dejé todo en el cajón de naranjas. Debió de llevárselo Duffy.

Chascó los dedos, indicándome por señas que le diera el bolso.

—Te mentí en lo de la fotografía.

—¡DAME EL PUTO BOLSO!

Se lo di y lo miré mientras lo registraba. Como no podía dejar la pistola, tenía que apoyarse el bolso en el pecho. Costaba un poco inspeccionar el interior y vigilarme al mismo tiempo. Lleno de impaciencia, puso el bolso boca abajo y tiró todo el contenido al suelo. En algún lugar próximo oí el zumbido de una máquina pesada y sin darme cuenta me puse a rezar: por favor, por favor, por favor.

Mark también lo oyó. Arrojó el bolso a un lado y movió la pistola para indicarme que saliera delante de él. De repente tuve miedo. Mientras hablábamos y estábamos cara a cara, creía que no me mataría porque no tendría valor. Como si mi suerte no estuviera en mis manos. Lo que me importaba en aquel momento era saber la verdad, averiguar qué le había ocurrido a Duncan, a Benny y a Mick. Ahora no me atrevía a darle la espalda.

Me moví hacia la puerta. Oía el gruñido de un motor Diesel, de una máquina que adquiría velocidad conforme avanzaba. Me brillaba la piel. La angustia me corría por las tripas como rayos de verano. Necesitaba saber qué estaba haciendo Mark. Si me apuntaba por la espalda o si ya estaba quitando el seguro de la pistola y curvando el dedo en el gatillo para enviarme al otro mundo. Sobre todo quería saber si la bala me alcanzaría antes de oír el disparo.

Oí un impacto espantoso, me volví y me quedé mirando con estupefacción la pared del cobertizo que reventaba, las tablas que se partían conforme entraba el tractor. El camastro de Duffy quedó aplastado bajo la oruga, que por lo visto tenía el peso y el poder destructivo de un tanque en movimiento. La pala delantera golpeó la estufa, que salió volando hacia mí. Agaché la cabeza, pero me dio en la espalda con tal fuerza que me tiró de rodillas. Mientras me ponía en pie, miré por encima del hombro. Toda la pared trasera del cobertizo estaba en el suelo.

Duffy dio marcha atrás y salió del cobertizo, haciendo una maniobra en tres movimientos. Eché a correr y cuando salí pude ver a Mark subiendo de un salto al BMW e introduciendo la llave en el contacto. El motor carraspeó sin acabar de arrancar. Duffy, encaramado en la cabina del tractor, cargó contra el coche. Por su sonrisa deduje que había inutilizado el motor del BMW. Mark apuntó e hizo fuego contra Duffy. Yo me hallaba entre los dos hombres y me detuve, hipnotizada por la violencia que se desarrollaba. El corazón me ardía en el pecho y las ganas de correr eran irresistibles. Mark estaba acorralado entre las ruinas del cobertizo, una fila de árboles enmacetados y el tractor, que aceleraba otra vez. Su única vía de escape la bloqueaba yo.

Mark echó a correr hacia mí, con la esperanza de derribarme con sus ansias de libertad. Volvió a disparar a Duffy y el proyectil rebotó en la cabina con una nota musical. Duffy movió la palanca de la pala mientras el tractor cargaba contra Mark. Eché a correr hacia él. Mark se desvió en el último instante y dio media vuelta. Saltó hacia uno de los macetones con árbol, esperando cruzar la barrera y huir por el pasillo que había detrás. Lo pillé en medio del salto y le di un empujón. Mark perdió el equilibrio, trastabilló hacia atrás, cayó encima de mí y los dos caímos al suelo revueltos. Mientras forcejeaba por ponerse en pie, le agarré el tobillo y me así a él como si me fuera la vida en ello. Se tambaleó, medio arrastrándome hacia la trayectoria del tractor. Duffy pisó el acelerador. Solté a Mark y di varias vueltas de costado. El tractor cargó hacia delante, con el motor zumbando y la pala moviéndose entre chirridos. Mark giró sobre sus talones y echó a correr en dirección opuesta, pero Duffy se echó sobre él con la pala hacia arriba igual que una cuna. Mark se volvió para afrontar el tractor, calculando su velocidad para esquivarlo. Disparó otro proyectil que alcanzó la pala con un inofensivo ruido metálico. Había subestimado la habilidad de Duffy. El borde de metal golpeó el pecho de Mark con tal fuerza que casi lo levantó en el aire y lo empujó contra la pared lateral del cobertizo. Permaneció allí durante unos instantes, aprisionado entre la pared y la pala. Forcejeó y su propio peso le hizo resbalar hasta que el borde metálico de la pala quedó pegado contra su cuello. Duffy me miró y vi que su expresión se apaciguaba. Soltó el freno y la cabeza de Mark cayó limpiamente en la pala como si fuera un melón.

No era exactamente el plan B, pero serviría.