25

Retrasé la vuelta, cambié la reserva del miércoles por la tarde a un vuelo matutino del jueves, para poder recabar más información. Había revisado los anuarios de 1958, 1959, 1960, 1961 y 1962, en busca de alguna mención de Mark Bethel, pero no había encontrado nada. Si Laddie lo había conocido entonces, no había sido porque fuera alumno del Instituto Masculino de Louisville. Fotocopié las páginas en que salían Laddie y Duncan, juntos o separados, empezando por el último año y terminando por el primero. En muchas fotos improvisadas estaban el uno al lado del otro.

Dejé los anuarios en la mesa de la señora Calloway. Salí del instituto y fui con el coche hasta que encontré una tienda; compré un paquete de fichas y un plano de la ciudad más completo que el que me habían dado en el mostrador de Frugal Rents. Volví al coche y me dirigí a la biblioteca municipal, que no quedaba muy lejos. Pregunté en recepción y me enviaron a la sala de consulta. Entonces me puse a trabajar. Comparando directorios municipales antiguos con las guías telefónicas de la misma época, encontré un LaDestro y anoté la dirección. Según las páginas amarillas de 1959, 1960 y 1961, el padre de Laddie, Harold LaDestro, había sido propietario de un taller en Market y en el listado de profesiones figuraba como mecánico de precisión e inventor. Había dado por supuesto que Laddie, por su pose, su elegancia y su aire aristocrático, venía de familia acomodada, pero por lo visto me había equivocado. En aquella época, su padre era un pequeño empresario y no había nada que indicara que sus inversiones económicas se extendieran más allá de lo que se veía. Por el anuario sabía que le habían concedido un premio honorífico al terminar el bachillerato, pero la lista de sus hazañas no hablaba de planes universitarios. Puede que hubiera ido a la universidad de Louisville, que no sería muy cara para los estudiantes locales. También era posible que hubiera asistido a alguna academia de comercio cercana para realizar un curso de secretariado y poder trabajar con su padre. Eran la clase de cosas que una buena hija habría hecho por entonces.

Pero ¿dónde había conocido a Mark? Por hacer algo, abrí la guía telefónica de 1961 y encontré veintiuna familias apellidadas Bethel y cuatro apellidadas Oaks. Sólo había un Revel Oaks y apunté la dirección. En cuanto a los Bethel, se me ocurrió una idea para saber cuál era la familia de Mark. Hice fotocopias de las páginas de las guías y directorios que me interesaban y las puse con las que había hecho de los anuarios. No estaba segura del camino que seguía, pero ¿por qué no dejarse guiar por el olfato? Me había gastado todo el dinero en el pasaje de avión. Estaba empantanada hasta que tomase el vuelo de la mañana siguiente. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Puse en marcha el coche y empecé por la casa de la familia Oaks que vivía en la calle Cuarta, siempre en el centro de la ciudad. El edificio era impresionante: una estructura colosal de tres plantas de piedra y superficies estucadas, construida probablemente a finales del siglo XIX. El estilo se situaba entre el renacimiento y el barroco, con frisos, columnas acanaladas, contrafuertes, balaustrada y ventanas de arco. El color exterior era infrecuente: rosa oscuro, bañado en pardo, como si los años hubieran dado a la fachada varias manos de tristeza. Según el rótulo del césped, el edificio lo ocupaban ahora dos bufetes de abogados, una compañía de taquígrafos de tribunales y un contable. La propiedad era grande y el muro de piedra que la rodeaba todavía podía verse, al igual que el jambaje de la puerta primitiva. Dos robles majestuosos daban sombra a los jardines traseros y al final de un sendero empedrado se veía una cochera de coches de caballos.

El domicilio de los LaDestro estaba a menos de tres kilómetros, a una manzana de la universidad, en una estrecha travesía. Busqué el número, pero la casa había desaparecido, evidentemente para ampliar el campus universitario. Las casas que quedaban en aquella calle eran bloques ensanchados de una planta, revestidos de asfalto rojo oscuro. Deprimente. No imaginaba cómo, apoyándose en aquellos sombríos comienzos, había saltado Laddie hasta su riqueza presente. ¿Se habría casado antes? En aquella época, un marido rico era el mejor medio para que una mujer ascendiera de categoría y mejorase sus perspectivas. Y seguro que había deseado salir corriendo de allí.

Mientras iba todavía por el centro de la ciudad, vi el Registro Civil del Condado de Jefferson en los juzgados, entre las calles Quinta y Sexta, en West Jefferson. El empleado no pudo ser más amable cuando le dije lo que quería: el certificado de matrimonio de Darlene LaDestro y Mark Bethel, que en mi opinión tenían que haberse casado en el verano de 1965. No podía darle la fecha exacta, pero recordaba que su secretaria, Judy, me había dicho que se había alistado en el ejército nada más terminar la universidad. ¿No habría sido lo más natural del mundo que se casara con Laddie aquel verano, antes de irse a ultramar? También partía de la hipótesis de que Laddie (también conocida por Darlene LaDestro) había sido una opción obvia para las entrevistas de Duncan. Era joven, encantadora y de allí. Al vivir en la misma ciudad y conocerla desde hacía tantos años, no habría sido difícil acercarse a ella. Las credenciales de Duncan se habían expedido el 10 de septiembre de 1965. Si había hablado con Laddie, tuvo que ser después de su boda y de la partida de Mark, y antes de irse él.

Me invadió una sensación de júbilo cuando, quince minutos después, el funcionario encontró el registro matrimonial.

—¡Guau! Es fantástico. ¿Verdad que es asombroso? —pregunté.

El funcionario tenía cara de pasar de todo.

—Estoy muy impresionado.

—Bueno, me gusta tener razón, sobre todo cuando obedezco las corazonadas.

Se reclinó sobre el mostrador y apoyó la mejilla en la mano mientras me veía sacar fichas y anotar la información del certificado. La licencia estaba expedida el 3 de junio de 1965 y caducaba a los treinta días, así que la boda había tenido que celebrarse antes de fin de mes. Darlene LaDestro, de veintidós años, de profesión contable, hija de Harold y Millicent LaDestro, domiciliada en la dirección que figuraba en la guía telefónica de 1961. Mark Charles Bethel, veintitrés años, de profesión soldado, hijo de Vernon y Shirley Bethel, domiciliado en Trevillian Way. Ninguno de los dos había estado casado antes.

El funcionario dijo con indiferencia:

—Sabe quién es el hombre, ¿verdad?

Levanté los ojos y lo miré con curiosidad.

—¿Quién? ¿Mark Bethel?

—No, LaDestro.

—No sé nada de él. ¿Cuál es la historia?

—Le concedieron la patente de un chisme que se utilizó en los vuelos espaciales a Mercurio.

—¿Así hizo fortuna?

—Sí. Aún es famoso por aquí. Autodidacta, muy suyo. Ni siquiera tenía que ver con la industria espacial. Trabajaba por su cuenta. Vi una foto suya una vez, parecía un tío sesudo. Se pasaba la vida haciendo chapuzas sin ganar un centavo. Tenía deudas y vivía en un cuchitril. Todo el mundo lo consideraba un perdedor y entonces va, compite con McDonnell-Douglas por los derechos del chisme y gana. Murió rico. O sea, riquísimo.

—Bueno, me deja usted de piedra —dije—. ¿Qué patentó?

—Pues un aparato. ¿Quién sabe? He oído que todavía se utiliza. El mundo está lleno de tipos que diseñan aparatitos que nadie sabe que son suyos. LaDestro contrató a un abogado especializado en marcas y patentes y asustó a los grandullones.

—Increíble.

—Su hija sí que tuvo suerte. He oído decir que vive en California, en una finca de película. —Señaló la licencia—. ¿Quiere una copia?

—¿Cuánto vale?

—Dos dólares la normal, cinco la certificada.

—La normal servirá —dije.

Fui de Jefferson a la Tercera, luego doblé a la izquierda por Broadway y seguí por esta arteria hasta que torcí hacia Bardstown Road. Recorrí esta calle por una parte de la ciudad conocida como Highlands, o Tierras Altas. Ya en Trevillian, encontré el domicilio en el que habían vivido los Bethel. La blanca casa de madera parecía confortable, no era grande, pero estaba bien conservada en una zona de sólida clase media, ciertamente superior al barrio en que había crecido Laddie. Aparqué ante la casa, recorrí el largo y empinado sendero y subí los peldaños del porche. No había nadie, pero una mirada al buzón me indicó que la casa la ocupaba ahora una familia llamada Poynter. Aquello era el país de Donna Reed: postigos verdes en las ventanas, pensamientos en los maceteros, un triciclo en la acera y un hueso de perro en el jardín. Los cristales de las ventanas centelleaban y los setos estaban podados de manera minuciosa. Un gato delgado y gris recorría delicadamente el césped recién cortado.

Volví al coche y me senté a estudiar el plano. Por la distancia a que estaban los colegios, supuse que Mark había asistido al Instituto Highland y luego a Atherton o a St. Xavier, el instituto católico de Broadway. Podía haber ido a un colegio privado, pero me daba la impresión de que había sido de los que se enorgullecían de haberse educado en los colegios públicos. Bueno, ¿y qué?

Hojeé los papeles que había acumulado, mientras dejaba vagar la mente. Había trazado multitud de puntos, pero no conseguía ver todas las líneas que los conectaban. Duncan Oaks parecía ser el centro. Sentía su presencia como si fuera el eje de una gran rueda. Podía ver la relación que había habido entre él y Benny Quintero. De la misma ciudad, de la misma edad, atletas de instituto que habían jugado en la misma posición en equipos rivales de rugby, sus caminos se habían cruzado años más tarde en el suelo ensangrentado de la Drang. Después, Duncan Oaks se había desvanecido, pero Quintero había sobrevivido y conservado las chapas de Duncan, sus credenciales de prensa y una foto. También podía relacionar a Duncan con Laddie Bethel, nacida Darlene LaDestro, que fue al instituto con él. Y aquí es donde la intriga se complicaba. Laddie ahora estaba casada con el abogado que había representado siete años antes a mi exmarido, cuando recayó sobre este la sospecha de haber matado a golpes a Quintero.

Arranqué y me fui al motel. Incluso sin eslabones se perfilaba allí una imagen, tosca y desenfocada, que Mickey también debía de haber visto. El problema era que carecía de pruebas de que se hubiera cometido un delito tan alejado en el tiempo, y menos aún de que hubiera tenido consecuencias en el presente. El asunto caía por su peso. La muerte de Benny Quintero y la agresión armada contra Mickey Magruder eran resultado de una combinación de acontecimientos. Debía imaginar una historia que incluyera a todos los actores y explicara el destino de cada uno. Si la vida es una comedia, entonces hay una explicación lógica, un argumento subyacente que lo articula todo, por confuso que parezca al principio.

Antes de tomar el avión llamé a Porter Yount y le pregunté si podía conseguir los artículos que Duncan Oaks había escrito antes de ir a Vietnam. Hubo muchos carraspeos y vacilaciones, pero dijo que vería lo que podía hacer. Le di mi dirección y un fuerte beso telefónico, y le dije que se cuidara y que estaría en contacto con él.

La vuelta a casa transcurrió sin incidencias, aunque duró casi todo el día. De Louisville a Tulsa, de Tulsa a Santa Fe, de Santa Fe a Los Angeles, de allí al motel, donde recogí el VW; hora y media más tarde entraba en mi casa. Entre las horas de vuelo, las esperas en los aeropuertos y el viaje final en coche, llegué a Santa Teresa a las cuatro y media de la tarde. Estaba irritable, cansada, hambrienta, con el pelo aplastado y la cara grasienta. También estaba deshidratada por culpa de los frutos secos que había ingerido en sustitución de las comidas. Tuve que abofetearme para no gritar.

En cuanto llegué a casa, me senté a la mesa y saqué el currículo de Mark Bethel del cajón donde lo había dejado el sábado. En la primera página constaba la fecha y el lugar de nacimiento: el 1 de agosto de 1942, en Dayton, Ohio. Se había licenciado en Filosofía y Letras en la Universidad de Kentucky en 1965. Debajo de Experiencia Militar ponía que se había alistado en el ejército y, modestamente, se silenciaba lo de su Corazón Púrpura. Para concretar todo aquello llamaría a Judy por la mañana con el paladar impregnado de mantequilla de cacahuete, y me fingiría periodista. Si Mark había estado en la Drang, habría adelantado otro paso en la terminación de la imagen, que ya tenía casi formada.

Me desnudé, me duché, me lavé la cabeza y me cepillé los dientes, volví a vestirme y subí la escalera de caracol.

Mi intención inicial había sido hablar con Carlin Duffy y contarle una versión resumida de lo que había averiguado en Louisville, pero aún no sabía muy bien qué pensar de aquellos datos. Me ceñiría a los hechos, dejando a un lado las especulaciones y suposiciones con las que aún estaba jugando. Verlo era, más que nada, una cortesía por mi parte. No me había contratado. Ni me pagaba ni yo me sentía obligada a darle explicaciones. Pero esperaba que tuviera algo útil, alguna pieza del rompecabezas que hubiera olvidado contarme. Además, recordaba la furia y contrariedad de Duffy la noche que había aparecido por casa de Mickey. No me hacía ninguna gracia que repitiese el espectáculo y aquella era mi forma de protegerme. Su hermano había muerto y él tenía una poderosa razón en el asunto.

Fui al vivero y encontré sitio para aparcar delante del centro de jardinería. Rezaba para que Duffy estuviera allí y no en el Honky-Tonk. El bar estaría ya abierto, pero no me atrevía a volver. Era mejor mantenerse a distancia, ya que Tim y Scottie podían caer en la cuenta de que había sido yo quien los había delatado. Eran casi las cinco y media, aún era de día y recorrí sin problemas los senderos que discurrían entre los árboles. Vi el tejado del cobertizo al fondo de la parcela y tracé mi ruta mentalmente. No había ningún camino directo y giré a un lado y a otro entre los árboles enmacetados.

Cuando llegué al cobertizo, vi una carretilla elevadora amarilla aparcada a la puerta. Estaba cargada con sacos de mantillo. El vehículo, alto y cuadrado, era una versión en tamaño real de los juguetes Tonka con los que jugaba yo cuando tenía seis años. La fase había durado poco, entre el Lego y la defunción de la muñeca que había atropellado con el triciclo. Entré en el cobertizo apartando la manta que Duffy había colgado para que no hubiera corrientes. Estaba tirado en el camastro, durmiendo y sin zapatos. Tenía la boca abierta y los ronquidos llenaban el recinto de olor a bourbon. Abrazaba un frasco vacío de medio litro de Early Times. Tenía un calcetín a medio quitar y se le veía el talón. Parecía absurdamente joven para haber pasado media vida en la cárcel. «Mierda», pensé. Busqué una manta y se la eché encima; luego dejé las chapas, el pase de prensa, la foto y una nota en un lugar que viera cuando despertase. La nota decía que lo llamaría al día siguiente para informarle de mi viaje. Salí del cobertizo para dejarle dormir la borrachera.

Volví al coche pensando en la frecuencia con que me identificaba con los hombres como él. A pesar de lo grosero de sus comentarios racistas y de su postura ante el delito, comprendía sus anhelos. Qué liberador era desafiar a la autoridad, burlarse de las convenciones, pasar por alto los principios corrientes de la moralidad. Yo conocía mi propia ambivalencia. Por una parte defendía la ley y el orden, era remilgada en mis juicios y me indignaban quienes transgredían las reglas de la honradez y el juego limpio. Por otra, mentía más que hablaba, espiaba conversaciones, forzaba cerraduras y allanaba moradas de cualquier manera, registraba sus bienes y me llevaba lo que me convenía. No era correcto, pero saboreaba cada momento en que era una niña mala. Luego me sentía culpable, pero no podía resistirme. Estaba dividida en dos, con mi ángela buena sentada en un hombro y Lucifer en el otro. El conflicto de Duffy era idéntico y mientras él se inclinaba en un sentido, yo tendía a inclinarme en el otro, buscando justicia en el corazón de la anarquía. Desde mi punto de vista, la moraleja venía a decir: si los malos no juegan limpio, ¿por qué han de hacerlo los buenos?

Volví a la ciudad. Eran las seis menos diez y, como es lógico, estaba muerta de hambre, así que hice un rápido desvío. Me detuve ante la ventanilla para coches del McDonald’s y pedí una hamburguesa súper con queso, una ración grande de patatas fritas y un refresco de cola para llevar. Casi gemía de emoción mientras esperaba la bolsa de manjares. Volvería a casa, me pondría cómoda y me tiraría en el sofá a ver telebasura y engullir comida basura. Mientras volvía a casa, el coche olía a gloria, como si fuera un microondas móvil. Encontré un sitio estupendo para aparcar, cerré el coche y entré por la chirriante verja del jardín. Doblé la esquina, feliz y contenta por los placeres que me esperaban. Me detuve en seco.

Los agentes Claas y Aldo estaban en el porche. Era una repetición de nuestro primer encuentro: los mismos treintañeros, el uno moreno y el otro rubio, y las mismas chaquetas. Claas llevaba un maletín, igual que la vez anterior. Gian Aldo masticaba chicle. Se había cortado el pelo, pero sus cejas seguían unidas en el seto que le sombreaba el entrecejo. Me entraron ganas de lanzarme sobre él con unas pinzas y dejarlo sin un pelo.

—¿Qué quieren? —pregunté.

El agente Claas parecía de buen humor. Aquello por lo menos había cambiado.

—Sea buena. Nos hemos desplazado hasta aquí para hablar con usted.

Pasé junto a él con las llaves en la mano y abrí la puerta. El agente Claas llevaba un producto capilar que olía como el laboratorio de química de un instituto. Ambos me siguieron. Dejé el bolso en el suelo, junto a la mesa, y miré el contestador automático. No había mensajes.

Levanté la bolsa del McDonald’s, cuyo contenido igual que mis esperanzas se enfriaba cada minuto que pasaba.

—Antes tengo que comer. Estoy medio muerta.

—A ello entonces.

Fui a la cocina y abrí la nevera. Saqué una botella de chardonnay y rebusqué en el cajón de los cubiertos hasta que encontré el sacacorchos.

—¿Quieren vino? Yo voy a tomar un vaso. Pueden unirse.

Cambiaron una mirada. Iba contra las normas, pero sin duda pensaron que sería más fácil hablar si estábamos un poco entonados.

—Será un placer. Gracias —dijo Claas.

Le alargué la botella y el sacacorchos para que la abriera, mientras yo sacaba tres vasos y un plato de cartón. Vacié las patatas del paquete y saqué del armario la botella de ketchup.

—Sírvanse —dije.

El agente Claas sirvió el vino y allí nos quedamos los tres, de pie, comiendo con los dedos patatas fritas a la francesa; ya estaban tibias y flácidas y nos las poníamos en el pico como si fuéramos tres pajaritos comiendo gusanos pálidos. Siempre generosa, corté la hamburguesa en tres partes iguales, que engullimos de igual manera. Después de cenar, dimos los seis pasos que nos separaban de la salita. Esta vez me senté en el sofá y les dejé a ellos las sillas de director de cine. Advertí que el agente Claas no se separaba del maletín, como la vez anterior. Sabía que llevaba una grabadora dentro, y tentada estuve de inclinarme y dirigir mis comentarios al agujerito.

—Y ahora ¿qué? —dije, cruzándome de brazos.

El agente Aldo sonrió.

—Tenemos algunas noticias y pensamos que le gustaría oírlas de primera mano. Descubrimos parte de una huella dactilar en la Smith & Wesson que coincide con ciertas huellas que aparecieron en el apartamento de Magruder.

—¿Recuerda una caja de metal gris escondida en el fondo de una silla? —dijo Claas.

Se me secó la boca.

—Claro. —No salió ningún sonido. Me aclaré la garganta—. Claro.

—Encontramos un juego de huellas precioso en el borde interior de la tapa, como si alguien la hubieran abierto con la yema de los dedos.

Fui a hacerle una observación sobre la concordancia de sujeto y predicado, pero me mordí la lengua. Por el contrario, pregunté:

—¿Quién? —¿Fue un muelle del sofá lo que se oyó?

Aldo se encargó de responder, disfrutando a ojos vistas.

—Mark Bethel.

Lo miré parpadeando.

—Se burla de mí. Tiene que estar burlándose —dije.

—Fue allí el domingo por la noche y dejó huellas por todas partes.

—Estupendo. Me encanta. Bien por él —dije.

—No sabemos con exactitud qué buscaba…

Levanté la mano.

—Yo se lo puedo decir. —Les hice un rápido resumen de mis andanzas, sin olvidar el hallazgo de las pertenencias de Duncan Oaks en el forro de la cazadora de Mickey—. No puedo creer que sea tan bobo como para dejar sus huellas. ¿Ha perdido la cabeza?

—Está cada vez más desesperado —dijo Claas—. Vería el polvo de los técnicos por todas partes y pensaría que ya habíamos terminado.

—¿Volvieron a buscar huellas?

—Sí. El martes por la mañana —respondió Aldo.

—¿Por qué? ¿Qué les impulsó a hacerlo?

—Nos llamó Cordia Hatfield. Había visto luces el domingo por la noche. Usted le juró que no había sido y entonces sospechó que había sido él —dijo Claas.

—¿Y cómo entró?

—Con la llave que le dio Cordia. Bethel había pasado por allí la semana anterior y le había dicho que era el abogado de Magruder. Que iba a pagar los gastos de Mickey hasta que este se recuperase y que quería recoger las pólizas de seguros y los extractos bancarios. Ella le dio una llave. Él se la devolvió, desde luego, pero probablemente después de hacer una copia —dijo Claas.

El agente Aldo tomó la palabra.

—El ordenador no habría encontrado nada sin las huellas que dejó. Por supuesto, perdimos muchísimo tiempo eliminando las de usted.

Me ruboricé hasta las orejas.

—Pido disculpas por eso.

Aldo me amonestó con el dedo, pero no parecía muy enfadado.

Claas dijo:

—También podemos situar a Bethel en el lugar y a la hora del tiroteo.

—Han trabajado ustedes mucho. ¿Cómo lo han hecho?

A Claas se le notaba complacido.

—El día 13, Bethel estaba en Los Ángeles para tomar parte en un programa de televisión. La grabación terminó a las diez. Pidió una habitación en el Four Seasons, salió y volvió la madrugada del 14. Podía haberlo hecho sin que lo vieran, pero resultó que el empleado del aparcamiento era simpatizante suyo y lo reconoció.

—Dile lo otro —dijo el agente Aldo—. Alguien los vio juntos aquella noche.

—No.

—Sí. Encontramos unas cajas de cerillas que Magruder guardaba en una pecera. Había siete de un antro de Pico, cerca de las oficinas de Pacific Coast Security. Un cliente del bar recordaba haberlos visto. —El agente Aldo se arrellanó y la silla de lona crujió bajo su volumen—. ¿Y usted? ¿Qué ha descubierto por el este? Su casero nos dijo que se fue a Louisville.

—Sí. He vuelto hace poco.

—¿Se enteró de algo?

—La verdad es que sí. Estoy juntando las piezas y aún no estoy segura, pero he aquí lo que sé. Laddie Bethel fue al instituto de Louisville con un tipo llamado Duncan Oaks. Fueron rey y reina de la promoción del 61, el año en que terminaron el bachillerato. En algún momento, Laddie conoció a Mark. Se casaron en el verano de 1965, después de que él se licenciara en la Universidad de Kentucky. Mark se alistó en el ejército por la misma época en que Duncan Oaks estaba escribiendo una serie de artículos para el Louisville Tribune. Sospecho que Mark fue a Vietnam, pero no he podido comprobarlo…

—En eso podemos ayudarla. No hemos estado precisamente ociosos. —Claas rebuscó en el maletín, sacó un sobre marrón, lo abrió y hojeó el contenido—. Compañía Alfa, Primer Batallón, Quinto Regimiento de Caballería.

—Vaya, estupendo —dije—. No sé cómo encaja en todo esto, pero ya lo averiguaremos. En cualquier caso, Duncan concibió una serie de reportajes y se puso a entrevistar a las mujeres de los soldados. Su intención era hablar de la guerra desde dos puntos de vista, el de los que estaban en Vietnam y el de las que se quedaban en el frente doméstico. Creo que Duncan y Laddie tuvieron una aventura breve, aunque es pura conjetura. A las pocas semanas, Oaks fue a Vietnam. Su camino debió de cruzarse con el de Mark. En realidad es probable que Oaks lo buscara para hacer la segunda parte de la entrevista.

—¿Y?

—No he podido ir más lejos —dije, encogiéndome de hombros.

—Puede que Mark le diera el paseo —dijo Aldo—. A mí me parece que fue eso.

—¿Darle el paseo?

—Ya sabe, llevárselo por delante. Borrarlo del mapa. No sería muy difícil con tantas balas perdidas como habría por allí. No creo que los médicos hicieran pruebas de balística.

Medité aquello unos momentos.

—No es una mala hipótesis. Sobre todo si Mark descubrió que Duncan y su mujer se entendían.

—Suponiendo que se entendieran —intervino Claas.

—Bueno, sí.

—En fin, continúe. Perdone la interrupción.

—Aquí es donde empiezo a cojear y donde comienzan las especulaciones. Quiero decir que hay cosas que encajan, pero no tengo pruebas. Benny Quintero también era de Louisville y sé que Duncan y él estuvieron juntos en la Drang porque vi una foto de los dos. Según mi información, Duncan Oaks fue herido: por Mark, por fuego amigo o por el vietcong, pero como nunca lo sabremos, mejor nos saltamos esa parte. En cualquier caso, lo metieron en un helicóptero lleno de heridos y muertos. Cuando el helicóptero aterrizó, había desaparecido sin dejar rastro.

—Quizá Mark iba en el helicóptero y lo empujó por la puerta —dijo Aldo—. El tipo cae…, no sé, de doscientos a cuatrocientos metros de altura, y aterriza, en fin, en la jungla. Créame, a las dos semanas sólo quedarían los huesos. Por lo que usted dice, Oaks ni siquiera era militar, así que es perfecto. ¿A quién le importa un puto periodista?

—Exacto —dije—. Pero el caso es que creo que Benny lo sabía y que por eso se quedó con los objetos identificadores de Duncan. Tampoco tengo pruebas pero existe una lógica. Quizá pensara que podía sacar provecho del asunto.

—¿Qué fue de Benny? —preguntó Claas.

—Lo hirió un francotirador y terminó con una placa de metal en la cabeza. En 1971 vino a California, es todo lo que sabemos. Mickey y Benny se dieron unos cuantos empujones. Al día siguiente, Benny quedó sin sentido a causa de una paliza y murió. —Les detallé la historia de las infracciones de Mickey y por qué había parecido que era él el responsable cuando intervino Asuntos Internos.

—No veo la conexión —dijo Claas.

—Mark era el abogado de Mickey. El que le aconsejó que dejara la policía para eludir el interrogatorio.

—Entiendo.

Aldo se adelantó.

—Ya que estamos en ello, ¿cómo es que Bethel tenía la Smith & Wesson de usted? Parece una trampa.

—Creo que Mickey se la vendió. Tengo un extracto bancario de marzo y hay un ingreso de doscientos dólares. Mark me dijo que Mickey lo había llamado para pedirle dinero. Conozco demasiado a Mickey para creérmelo. Sé que escondía un pequeño tesoro de monedas de oro y billetes, aunque no es probable que quisiera tocarlo. Vendió el coche por entonces y también es posible que estuviera deshaciéndose de otras posesiones, para no gastar más de lo que tenía. Cuando Mark compró la pistola, tuvo que ver claro lo que iba a hacer, porque fue durante aquella visita cuando llamó a mi casa por el teléfono de Mickey. Sólo tenía que distraer la atención de Mickey, marcar el número y dejar que la cinta corriera cuando se puso en marcha mi contestador.

—¿Y si hubiera estado usted?

—Perdón, me he equivocado; y trataría de llamar más tarde. Sabía que Mickey y Duffy eran uña y carne por entonces. Mickey podrá tener defectos, pero siempre ha sido un policía estupendo. Mark debía de saber que sólo era cuestión de tiempo. Tenía una pistola registrada a mi nombre. Había establecido una conexión conmigo en la factura telefónica de Mickey. Se me implicaría de todos modos en cuanto se supiera a quién pertenecía la pistola.

—Muy listo el cabronazo —dijo Aldo.

Claas se frotó las manos, estiró los brazos y enlazó los dedos con las palmas hacia fuera hasta que le crujieron los nudillos.

—Bueno, chicos y chicas, lo he pasado muy bien con estos cuentos infantiles. Lástima que no sirvan para nada en un juzgado.

—Sí, sí que sirven. Lo cual nos lleva al siguiente paso —intervino Aldo en el momento justo—. ¿Le cuento el plan?

—Esto no me gusta —protesté—. Suena a preparado.

—Exacto —dijo Claas—. Vea lo que se nos ha ocurrido. Olvide Vietnam. Nunca conseguiríamos pillarlo por cargarse a Duncan Oaks. No hay arma, no hay testigos, no hay suerte.

—Quintero es otro —dijo Aldo—. Quiero decir que aunque consiga demostrarse, lo más que se puede esperar es un homicidio involuntario, y eso es caca de la vaca.

—Lo que nos lleva a Mickey —dije.

—Y a usted —dijo Claas. Rebuscó en el maletín, sacó la grabadora y la levantó para que pudiera verla.

—Sabía que estaba ahí —comenté

—Pero ¿sabía lo bien que funciona? —Apretó la tecla de rebobinado y puso la cinta en marcha; oímos claramente la conversación que acabábamos de tener—. Hemos pensado que podría usted metérsela en el bolso, ir a ver a Bethel y echarnos una mano.

—¿Tienen autorización judicial?

—No.

—¿Y no es ilegal? Pensaba que necesitaban una orden del juez. ¿Qué le pasó a la Cuarta Enmienda? —Lo decía Kinsey Millhone, puntal de la Constitución.

—Lo que haría usted sería una grabación de conformidad. Los confidentes y policías de paisano no paran de grabar de esta manera. Mientras sólo grabe comentarios que le hacen otras personas, el juzgado no pone objeciones. En el peor de los casos, suponiendo que consiga algo jugoso, puede utilizar la grabación para refrescarse la memoria cuando testifique en el juicio.

—¿Voy a testificar en un juicio?

—Si Mickey muere, lo hará. ¿De acuerdo?

Los miré, primero a Aldo y luego a Claas, que dijo:

—Mírelo de esta manera. Estamos construyendo un caso. Necesitamos algo concreto para el fiscal del distrito.

Aldo se adelantó.

—Lo que queremos es encerrar a ese mamón, y disculpe usted mi griego.

—¿Y Mark no se imaginará a qué voy? No es tan tonto —dije.

—Es el abogado de Mickey. Usted acaba de llegar de Kentucky con mucha información y quiere ponerlo al corriente. No se resistirá. Querrá saber lo que sabe usted, para poder medir la profundidad del agujero en que está metido. Desde luego, si deduce que va usted detrás de él, querrá matarla.

—Gracias. Eso ayuda. Ahora me siento realmente bien.

—Vamos. No es tan grave. No la matará en el salón de su casa.

Aldo fue al teléfono y descolgó.

—Llámelo.

—¿Ahora?

—¿Por qué no? Dígale que hay cierto asunto del que quiere hablarle.

—Sí —dije con cautela—. ¿Y luego qué?

—Esa parte no la hemos preparado todavía.