El avión llegó a Louisville, Kentucky, a las cinco y veinte de la tarde, y estacionó ante una puerta tan alejada que parecía abandonada o en cuarentena. Había estado una vez en Louisville, hacía seis meses, donde tras una carrera a campo traviesa acabé en un cementerio y con una herida en la cabeza sin merecerlo. En aquel caso, como en el presente, había soltado un buen montón de dinero con pocas esperanzas de recuperarlo.
Mientras cruzaba la terminal, me detuve en un teléfono público y busqué en la guía telefónica por si por una casualidad improbable encontraba el número de Yount. El apellido no era muy común y no habría muchos en la zona de Louisville. La bibliotecaria del instituto me había dicho que el Tribune había quedado en poder de un grupo empresarial hacía unos veinte años. Imaginaba a Porter Yount viejo y jubilado, en el caso de que estuviera vivo. Por una vez tuve suerte y encontré la dirección y el teléfono de un Porter Yount, que supuse que era el que estaba buscando. Según la guía telefónica, vivía en la calle Tercera, número 1500. Anoté la dirección y fui a la planta de recogida de equipajes, donde entregué la tarjeta de crédito y me dieron las llaves del coche de alquiler. La empleada de Frugal me dio un plano y me señaló una ruta: Watterson Expressway hacia el este y luego la Interestatal 65 Norte hasta el centro de la población. Encontré el coche en la plaza que me habían dicho y metí mis pertenencias. El aparcamiento estaba tachonado de charcos de un aguacero reciente. Dado lo poco que llueve en California, respiré el perfume a pleno pulmón. Hasta el aire parecía diferente: templado y húmedo, con una temperatura que andaría por los veinte grados. A pesar de que Santa Teresa está pegada al Pacífico, su clima es desértico. En Lousville soplaba una brisa húmeda que acariciaba el follaje y había azaleas rosas y blancas bordeando la hierba. Me quité la cazadora de Mickey y la guardé en el maletero con el petate.
Decidí buscar el motel después de hablar con Yount. Era casi la hora de cenar y pensé que tenía posibilidades de encontrarlo en casa. Siguiendo las instrucciones, tomé una de las salidas que se dirigían al centro de la ciudad, atajé por la Tercera, donde giré a la derecha y atravesé Broadway. Avancé despacio por la Tercera para ver los números de las casas. Por fin vi el que buscaba y aparqué en un espacio libre que había unas cuantas puertas más allá. La calle de tres carriles, con casas de tres plantas de ladrillo rojo oscuro, tuvo que ser encantadora a principios de siglo. Ahora había edificios que amenazaban ruina y los comercios empezaban a invadir la zona, adulterando su carácter. Saltaba a la vista que los vecinos habían empezado a abandonar el centro, antaño señorial, para instalarse en anodinas urbanizaciones periféricas.
La casa de Yount tenía dos plantas y media de ladrillo rojo y fachada de mampostería clara. Un ancho porche bordeaba la parte delantera. Había tres miradores grandes, uno por planta. En una ventana del ático sobresalía un aparato de aire acondicionado. La calle estaba flanqueada por casas parecidas, unas cerca de otras, con patios y callejones detrás. Delante, entre la acera y la calzada, discurría una frontera de hierba, con arces y robles que debían de llevar allí entre ochenta y cien años.
Subí tres escalones, recorrí una corta y agrietada pasarela y subí otros seis peldaños hasta llegar a la puerta de cristal que permitía ver el pequeño vestíbulo que había dentro. Al parecer, la residencia de Yount había sido antaño una vivienda unifamiliar convertida ahora en cinco apartamentos, a juzgar por los nombres que figuraban en los buzones. Cada apartamento tenía un timbre conectado con el portero automático que había al lado de la puerta. Llamé al apartamento de Yount y esperé dos minutos. Cuando quedó claro que no había nadie, llamé al timbre de un vecino. Al poco rato oí a una señora mayor que contestaba por el telefonillo.
—¿Sí?
—¿Podría hacerme un favor? —dije—. Estoy buscando a Porter Yount.
—Más alto.
—A Porter Yount, del apartamento tres.
—¿Qué hora es?
Miré el reloj.
—Las seis y cuarto.
—Estará allí, en la esquina. En Buttercup Tavern.
—Gracias.
Volví a la acera y observé la calle en ambas direcciones. Aunque no vi ningún rótulo, había algo parecido a un bar a media manzana. Dejé el coche donde estaba y recorrí a pie la corta distancia, respirando el aire primaveral.
En Buttercup Tavern había poca luz y el ambiente estaba cargado de humo de tabaco y olor a cerveza. En un extremo de la sala un televisor en color daba las noticias locales a todo volumen. Las luces de neón de una serie de anuncios de distintas cervezas, Fehr’s, Stroh’s y Rolling Rock, acentuaban la oscuridad general. Las paredes estaban revestidas de lienzos de madera muy barnizada y delante de la barra había taburetes de cuero rojo. Casi todos los clientes parecían solos; todos eran hombres, todos fumaban y todos estaban separados por tantos taburetes vacíos como permitía el espacio. Todos sin excepción se volvieron a mirarme cuando entré.
Me detuve nada más cruzar la puerta y dije:
—Estoy buscando a Porter Yount.
Un hombre que había al final de la barra levantó la mano.
A juzgar por el giro de las cabezas, mi llegada había sido el acontecimiento más interesante desde el desbordamiento del río Ohio, en 1937. Cuando llegué a su altura, alargué la mano y dije:
—Soy Kinsey Millhone.
—Mucho gusto en conocerla —contestó.
Nos estrechamos la mano y me subí al taburete contiguo al suyo.
—¿Qué tal está? —dije.
—No muy mal, gracias. —Porter Yount era corpulento y de voz cascada, y andaba por los ochenta. Estaba casi calvo, pero sus cejas eran todavía oscuras, un ingobernable matorral encima de unos ojos de un verde extraordinario. En aquel momento tenía los ojos acuosos por el bourbon y el aliento le olía a pastel de frutas. El camarero vino hacia nosotros y se detuvo delante.
Yount encendió un cigarrillo y me miró. Le costaba centrar la mirada en los objetos. Su boca funcionaba, pero sus ojos se movían como dos aceitunas en un platito vacío.
—¿Qué vas a tomar?
—¿Qué tal una Fehr’s?
—No quieres una Fehr’s —contestó. Y al camarero—: La señora quiere una ración de Early Times con agua.
—Prefiero la cerveza —le corregí.
El camarero buscó la cerveza en el frigorífico, la abrió y la dejó en el mostrador, delante de mí.
Yount le recriminó con brusquedad:
—Dale un vaso a la señora. ¿Dónde están tus modales? —El camarero puso un vaso en la barra y Yount volvió a dirigirse a él—: ¿Quién cocina esta noche?
—Patsy. ¿Quieres ver la carta?
—¿He dicho eso? Esta señora y yo necesitamos intimidad.
—Por supuesto. —El camarero fue al otro extremo de la barra, al parecer acostumbrado al comportamiento de Yount.
Yount cabeceó con exasperación y su mirada resbaló hacia mí. Tenía el cráneo redondo como un balón y descansaba en los hombros sin que apenas hubiera cuello por medio. Llevaba una camisa oscura de poliéster, que sin duda había seleccionado porque podían camuflarse las manchas y era fácil de lavar. Un par de tirantes oscuros le sostenía los pantalones por encima de la cintura. Calzaba sandalias y calcetines oscuros, y se le veían tres centímetros de pantorrilla.
—¿Te gusta el traje? Si hubiera sabido que venías me habría puesto el de los domingos —dijo.
Tuve que echarme a reír.
—Perdone —dije—. Siempre me fijo en todo lo que veo.
—No es mala costumbre. ¿Eres periodista?
Negué con la cabeza.
—Investigadora privada. Estoy siguiendo la pista de Duncan Oaks. ¿Lo recuerda?
—Desde luego. Eres el segundo detective que viene preguntando por él este mes.
—¿Habló usted con Mickey Magruder?
—Sí, así se llamaba —dijo.
—Me lo imaginaba.
—¿Por qué te ha enviado? ¿No se creyó lo que le dije?
—No llegamos a hablar. Le dispararon la semana pasada y está en coma desde entonces.
—Me entristece saberlo. Me cayó bien. Es listo. El primer tipo que conozco que aguanta la bebida tanto como yo.
—Tiene mucho talento para eso. El caso es que estoy haciendo lo que puedo para continuar su investigación. Es difícil, porque no sé qué había conseguido él exactamente. Espero no hacerle perder el tiempo.
—Beber es una pérdida de tiempo, hablar con mujeres guapas no. ¿A qué viene este súbito interés por Oaks?
—Su nombre ha surgido relacionado con otro asunto, en California, que es de donde vengo. Sé que trabajó para el Tribune. El nombre de usted figuraba en su pase de prensa, por eso se me ocurrió venir.
—El viaje más tonto que se pueda hacer. Lleva muerto veinte años.
—Eso he oído. Perdóneme por la repetición, pero si me cuenta lo que le dijo a Mickey, quizás averigüemos si Oaks era importante.
Yount tomó un trago de whisky y sacudió la ceniza del cigarrillo.
—Era «corresponsal de guerra»…, un cargo de fantasía para un periódico como el Tribune. Creo que ni siquiera el Courier-Journal tenía un corresponsal por entonces. Era a principios de los sesenta.
—¿Lo contrató usted?
—Sí. Era de aquí, de sangre azul, alta sociedad: buen aspecto, ambición y una vanidad tan grande como tu cabeza. Más carisma que carácter. —Se le salió el codo de la barra y se irguió con una sacudida que los dos pasamos por alto. Mentalmente parecía agudo. Era su cuerpo el que no funcionaba bien.
—¿Qué quiere decir?
—No es por hablar mal de los muertos, pero sospecho que ya había tocado fondo. Tú tienes que conocer gente así. Los días gloriosos del instituto y después poco más. No es que hiciera mal las cosas, sino que nunca las hacía bien. Iba siempre por la vía rápida, nunca se ganó realmente los galones, por decirlo de alguna manera.
—¿A qué universidad fue?
—A ninguna. Duncan no era un empollón. Era un muchacho brillante y sacaba buenas notas, pero no le preocupaban los títulos académicos. Tenía empuje y aspiraciones. Supuso que aprendería más en el mundo real y rechazó la idea.
—¿Acertó en eso?
—Resulta difícil decirlo. Al muchacho le gustaba pisar a fondo. Me dijo que le diera setenta y cinco dólares por semana… Un dinero que francamente no teníamos. Incluso entonces su salario era una miseria, pero no le importaba.
—¿Porque venía de familia adinerada?
—Exacto. Revel Oaks, su padre, amasó una fortuna con el estraperlo, whisky y tabaco. Eso y especulación inmobiliaria. Duncan creció en un ambiente privilegiado. Maldita sea, su padre le habría dado lo que hubiera querido…, viajes, las mejores escuelas, un puesto en los negocios familiares. Pero Duncan pensaba en otros horizontes.
—¿Por ejemplo?
Sacudió el cigarrillo en el aire.
—Como he dicho, consiguió un trabajo en el Trib, en gran parte gracias a la influencia de su padre.
—¿Y qué quería?
—Aventura, reconocimiento. A Duncan le gustaba vivir al límite. Deseaba ser el centro de atención, deseaba el riesgo. Quería ir a Vietnam a informar sobre la guerra. No paró hasta salirse con la suya.
—¿Y por qué no se alistó? Si deseaba vivir al límite, ¿por qué no se alistó en infantería? Creo que no hay nada más al límite.
—El ejército no le tentaba. Tenía un soplo en el corazón que sonaba como el agua cayendo por un canalón. Entonces acudió a nosotros. No había manera de que el Trib pudiera pagarle el pasaje a Saigón, pero le dio igual. Se lo pagó él. Mientras pudiera ir, era más feliz que un ocho. Era la época de Neil Sheehan, David Halberstam, Mal Browne y Homer Bigart. Duncan imaginaba su firma en los periódicos de todo el país. Realizó una serie de entrevistas locales a recién casadas cuyos maridos habían ido al frente. La idea era hablar después con los maridos y ver la contienda desde su punto de vista.
—No era mala idea.
—Pensamos que prometía, sobre todo porque muchos de sus compañeros de estudios se habían alistado. El caso es que consiguió las credenciales de prensa y el pasaporte. Voló de Hong Kong a Saigón y de allí a Pleiku. Durante un tiempo le fue bien, se desplazaba en transportes militares a donde quisieran llevarlo. He de decir en su honor que habría podido ser un periodista cojonudo. Sabía manejar las palabras, pero le faltaba experiencia.
—¿Cuánto tiempo estuvo allí?
—Un par de meses en total. Se enteró de que iba a haber un ataque en un lugar llamado la Drang. Creo que lo supo moviendo algunos hilos, puede que por su viejo otra vez, o por su encanto personal. Fue una batalla terrible, dicen que la peor de la guerra. Después vino LZ Albany; alrededor de trescientos muertos en cuatro días. Debió de encontrarse en lo más gordo sin manera de salir. Más tarde supimos que había resultado herido, pero no imaginábamos la gravedad de la herida.
—¿Y luego qué pasó?
Yount hizo una pausa para apagar el cigarrillo. No acertó a dar con el cenicero y lo aplastó en el mostrador.
—Es todo lo que sé. Se cree que lo evacuaron, pero no llegó a su punto de destino. El helicóptero despegó con unas cuantas bolsas de cadáveres y un montón de heridos. Aterrizó cuarenta minutos después sin ningún Duncan a bordo. Su padre removió cielo y tierra y consiguió que un alto funcionario del Pentágono iniciara una investigación, pero no se sacó nada en claro.
—¿Y eso es todo?
—Me temo que sí. ¿Tienes hambre? Yo sí, es hora de comer.
—Me parece bien —dije.
Porter hizo una seña al camarero y este se acercó.
—Dile a Patsy que nos haga un par de Hot Brown.
—Muy bien —dijo el hombre. Dejó el trapo a un lado, salió de detrás de la barra y entró por una puerta que supuse que conducía a la cocina y hasta Patsy.
—Apuesto a que nunca los has comido —dijo Yount.
—¿Qué es un Hot Brown?
—Lo inventaron en el Brown Hotel. Espera y verás. ¿Por dónde iba?
—Trataba usted de adivinar el destino de Duncan Oaks —le recordé.
—Está muerto —dijo, encendiendo otro cigarrillo.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque desde entonces no se ha sabido nada de él.
—¿No es posible que le entrara el pánico y saliera corriendo?
—A falta de cadáver, supongo que cualquier cosa es posible.
—¿Pero no probable?
—Yo diría que no. Los norvietnamitas estuvieron en todas partes y peinaron la zona en busca de heridos, los mataban por deporte. Duncan carecía de adiestramiento. No habría podido recorrer ni cien metros él solo.
—¿Podría echar un vistazo a esto? —Recogí el bolso del suelo y saqué la foto, el pase de prensa y las chapas con el nombre de Duncan en relieve.
Yount se llevó el cigarrillo a la comisura de la boca e inspeccionó los objetos a través de una espiral de humo.
—Es lo mismo que me enseñó Magruder. ¿Cómo los consiguió él?
—Los tenía un sujeto llamado Benny Quintero. ¿Lo conoce?
—Me suena el nombre.
—Es el de la foto. Y supongo que el otro es Duncan.
—Sí, es él. ¿Cuándo se hizo?
—El hermano de Quintero cree que en la Drang. Benny fue herido el 17 de noviembre.
—Igual que Duncan —dijo—. Entonces tiene que ser de las últimas fotos que se hizo Duncan.
—No lo había pensado, pero es muy probable. —Me devolvió la foto y la guardé en el bolso—. Benny era otro cachorro de Louisville. Murió en Santa Teresa en 1972, probablemente asesinado, aunque no detuvieron a nadie. —Le conté en pocos minutos la historia de la muerte de Benny—. ¿No le habló Mickey de esto?
—Ni una palabra. ¿Cómo encaja Quintero en la historia?
—Puedo darle una respuesta superficial. Su hermano dice que fue al Manual y supongo que por entonces Duncan iba al Masculino. Es curioso que terminara con los efectos personales de Duncan.
Porter cabeceó.
—Me pregunto por qué los guardaría.
—Ni idea —dije—. Estaban en una pequeña caja de seguridad en su habitación. Su hermano la encontró hace unos seis meses y se la llevó a California. —Medité lo que estaba contando y añadí—: ¿Por qué tenía Duncan las chapas de identificación si no se había alistado en el ejército?
—Encargó que se las hicieran. Le gustaba lo teatral. Otro ejemplo de cómo funcionaba: parecer un soldado era tan fascinante como serlo. Me sorprende que no fuera con uniforme, pero supongo que habría sido apurar demasiado. No me malinterpretes. Duncan me caía bien, pero era un sujeto de principios mezquinos.
Una mujer, probablemente Patsy, salió de la cocina con dos humeantes cazuelitas en las manos, enfundadas en mitones de cocina. Puso una delante de cada uno y nos dio dos juegos de cubiertos envueltos en servilletas de papel. Yount le dio las gracias.
—De nada —respondió ella.
Miré el plato, que parecía un lago de burbujeante barro amarillo, espolvoreado con pimentón y con algo grumoso debajo.
—¿Qué es esto?
—Come y lo sabrás.
Empuñé el tenedor con recelo y probé un poco. El Hot Brown era un sándwich abierto de pavo, beicon y tomate, cocido con la crema de queso más rica que habían probado mis labios. Maullé como una gatita.
—Ya te avisé —dijo Porter con satisfacción.
Cuando terminé, me limpié la boca y tomé un sorbo de cerveza.
—¿Y los padres de Duncan? ¿Todavía viven por aquí?
Yount negó con la cabeza.
—Revel murió de un ataque al corazón hace unos años, en 1974, si la memoria no me falla. Su madre murió tres años después, de una apoplejía.
—¿Hermanos, primos?
—Nadie —contestó—. Duncan era hijo único y su padre también. Y dudo que encuentres algún pariente vivo de la madre. Su familia era de Pike County, en la frontera con Virginia Occidental. Más pobres que las ratas. Cuando se casó con Revel, cortó todos los lazos.
Miró el reloj. Eran cerca de las ocho.
—Hora de irme. Mi programa favorito empieza dentro de dos minutos.
—Gracias por su tiempo. ¿Puedo invitarlo a cenar?
Yount me miró.
—Se nota que no has vivido en el sur. Una señora nunca invita a cenar a un caballero. Es prerrogativa masculina. —Sacó un puñado de billetes del bolsillo y dejó unos cuantos en la barra.
Por sugerencia suya pasé la noche en el Leisure Inn de Broadway. Habría probado el Brown Hotel, pero parecía demasiado elegante para mi gusto. El Leisure Inn era normal: un sensato establecimiento de formica, moqueta de nylon, almohadas de espuma y una funda de plástico bajo las sábanas por si los clientes mojaban la cama. Llamé a la compañía aérea y comentamos las posibilidades de la vuelta. La primera (y única) plaza disponible era en un avión que salía a las tres de la tarde del día siguiente. Acepté, sin saber lo que haría hasta entonces. Pensé en visitar el Instituto Masculino donde Duncan había terminado el bachillerato en 1961, aunque en el fondo dudaba que me sirviera de mucho. El retrato del joven Duncan Oaks que había pintado Porter Yount era poco interesante. El individuo me parecía superficial, mimado y manipulador. Por otra parte, sólo era un niño cuando murió, veintidós años, veintitrés a lo sumo. Creo que a esa edad todos nos complicamos mucho la vida. Yo ya me había casado y divorciado a los veintidós años. A los veintitrés me había casado con Daniel, había dejado la policía y navegaba ya sin brújula. Pensaba que era una mujer madura, pero era idiota e inexperta. Tenía poco criterio y no me enteraba de casi nada. Así pues, ¿quién era yo para juzgar a Duncan? Podía haber sido un buen hombre si hubiera vivido. Al pensar aquello sentí un extraño e indirecto pesar por todas las oportunidades que Duncan había perdido, las lecciones que nunca aprendió y los sueños que no pudo cumplir por culpa de una muerte prematura. Fuera quien fuese y lo que hubiera sido, al menos le presentaría mis respetos.
A las diez de la mañana siguiente aparqué el coche de alquiler en una travesía próxima al Instituto Masculino de Louisville, que se alzaba en el cruce de Brook Street con Breckinridge. El edificio constaba de tres plantas y estaba construido con ladrillo rojo oscuro y zócalos y cenefas de hormigón blanco. El barrio consistía en estrechas casas de ladrillo rojo oscuro con pasajes estrechos entre ellas. Muchas tenían aspecto de oler por dentro de un modo característico. Subí las escaleras de hormigón. Encima de la entrada dos enanos sabios estaban metidos en hornacinas iguales, leyendo unas placas. Las fechas 1914 y 1915 aparecían cinceladas en piedra y supuse que indicaban el año de construcción del edificio. Empujé la puerta y entré.
En el interior dominaban los zócalos de mármol gris y las paredes pintadas del mismo color. El suelo del vestíbulo era de mármol gris jaspeado, con un surtido de grietas inexplicables. En el auditorio, a lo lejos, se distinguían las filas descendentes de asientos curvos de madera, y las gradas también de madera y ligeramente combadas por el tiempo.
Los alumnos debían de encontrarse en clase, porque los pasillos estaban vacíos y había poco movimiento en las escaleras. Entré en secretaría. Las ventanas eran altas. Largos tubos fluorescentes colgaban de un techo cubierto de módulos aislantes. Pregunté por la biblioteca y me enviaron al segundo piso.
La señora Calloway, la bibliotecaria, era un espíritu de aspecto fuerte y enfundado en una falda vaquera que le llegaba a la pantorrilla y en un par de indestructibles zapatos de paseo. El pelo, de color gris acero, lo llevaba cortado en un estilo libre de conmociones que probablemente cultivaba desde hacía muchos años. Cerca ya de la jubilación, parecía una ciudadana partidaria del muesli, el yoga, los linimentos, las pegatinas de SALVEMOS LAS BALLENAS, bañarse en agua helada y hacer largas excursiones en bicicleta por países extranjeros. Cuando le pedí una copia del anuario de 1961, me miró un largo rato pero no dijo nada. Me tendió el Bulldog y me senté a una mesa vacía. Volvió a su mesa y se dedicó a sus cosas, aunque habría jurado que tenía intención de vigilarme.
Hojeé durante unos minutos el Bulldog, mirando las fotos en blanco y negro del último curso. No busqué el nombre de Duncan. Sólo quería absorber el conjunto para hacerme una idea de la época, que era seis años anterior a la mía. El instituto había sido exclusivamente masculino al principio, pero en algún momento se había vuelto mixto. Los alumnos de último curso llevaban traje y corbata, y el pelo cortado a cepillo, lo que realzaba las orejas y la peculiaridad de los cráneos. Muchos llevaban gafas de montura grande y negra. Las chicas tendían a llevar el pelo corto y jersey de cuello redondo gris oscuro o negro. Todas mostraban un sencillo collar de perlas, probablemente un adorno proporcionado por el fotógrafo, para que hubiera uniformidad. En 1967, el año que terminé yo el bachillerato, estaba de moda el pelo cardado, con tanta laca y tan rígido que parecía una peluca, con las puntas vueltas hacia arriba. Los chicos se habían vuelto clónicos de Elvis Presley. Allí, en las fotos tomadas de forma improvisada, casi todos los estudiantes llevaban zapatos náuticos y mocasines con calcetines blancos, y las chicas falda recta o plisada hasta la rodilla.
Miré por encima el Club de las Buenas Noticias, el Club de Debates, el Club de Arte, el Club de Animación y el Club de Ajedrez. En las fotos de las clases de diseño industrial, economía doméstica y ciencia del mundo, los estudiantes aparecían apelotonados, señalando los mapas de las paredes o apiñados alrededor de la mesa del profesor, sonriendo y fingiendo interés. Todos los profesores parecían tener cincuenta y cinco años y ser más sosos que el polvo.
En otoño de 1960, el Día de Acción de Gracias, se jugó el partido anual Masculino-Manual. El Instituto Masculino ganó por 20 a 6. «Masculino machaca a Manual por 20 a 6 y se lleva la copa municipal y la de la AAA», decía el artículo. «Una limpia y merecida derrota de los Arietes del DuPont Manual». Los capitanes fueron Walter Morris y Joe Blankenship. Desde hacía tiempo la rivalidad entre los dos institutos era feroz; se remontaba a 1893 y sin duda continuaría en el presente. En aquella época, las estadísticas estaban en 39 victorias para el Masculino, 19 para el Manual y cinco empates. Al final de la página, en la foto del ofendido equipo de Manual, vi a un medio llamado Quintero, de setenta y tres kilos de peso.
Volví a la primera página y empecé de nuevo. Duncan Oaks aparecía en varias fotos, moreno y atractivo. Había sido elegido tercer vicepresidente, rey de la promoción y fotógrafo de la clase. El nombre y la cara aparecían en multitud de contextos: la obra de teatro de los mayores, el club literario, el coro. Era delegado de La Juventud Habla, meritorio de secretaría y ayudante de biblioteca.
No había cosechado títulos académicos, pero había jugado al rugby. Encontré su foto en el equipo del Instituto Masculino, un medio de setenta y dos kilos. Aquello era interesante. Duncan Oaks y Benny Quintero habían jugado en la misma posición en equipos enfrentados. Debían de haberse conocido, aunque sólo fuera de oídas. Recordé que Porter Yount había comentado que aquellos habían sido los días de gloria de Duncan, que no había vuelto a alcanzar semejantes niveles. Seguramente habría podido decirse lo mismo de Quintero. Visto con retrospectiva, que sus caminos se hubieran cruzado en Vietnam resultaba conmovedor.
Volví al principio del libro y observé la foto de Duncan en su papel de rey de la promoción. Iba de esmoquin; pelo corto, bien afeitado y un ramito blanco en el ojal. Volví la página y observé a la reina; me pregunté si aquellos dos eran ya pareja o si los habían elegido por separado para coronarlos juntos. Darlene LaDestro. Bueno, conocía bien el tipo. Largo pelo rubio enrollado sobre la cabeza, nariz fuerte y aire superior. Parecía educada con clase y me recordaba a alguien, a las hijas de los ricos que iban a mi instituto. Aunque no era exactamente guapa, Darlene era de las mujeres que envejecen con estilo. Asistiría a las reuniones de exalumnos tras haberse casado con alguien de su misma categoría, delgada como un pasamanos, con elegantes mechas grises en el pelo. Darlene LaDestro, vaya nombre. Cualquier otra se lo habría cambiado a la primera oportunidad para hacerse llamar Dodie, o Dessie, o…
Sentí un escalofrío y solté un grito involuntario de asombro. La señora Calloway levantó la cara y le hice una seña con la cabeza para indicarle que no pasaba nada…, aunque pasaba. Claro que Darlene me recordaba a alguien. Era la señora Laddie Bethel, vivita, coleando y en Santa Teresa.