23

Fue todo lo que pude sacarle. He de decir que admiraba su lealtad, pero fue frustrante. La noche no fue completamente improductiva. Henry había hecho una buena observación. Si los celos habían sido el motivo de la agresión, el número de sospechosos acababa de aumentar. Eric Hightower estaba en el ajo y Thea era otra candidata, aunque no muy firme. Se había arriesgado mucho por Mickey y, aunque afirmaba que estaba preocupada por él, podía haber fingido ante mí. Dixie era otra posibilidad. ¿Qué habría hecho si hubiera descubierto la aventura de Mickey y Thea?

El problema era que todo parecía muy melodramático. Se trataba de personas maduras. Me costaba imaginar a cualquiera de ellas deslizándose en las sombras y disparando a Mickey con mi pistola. Ya sé que en la prensa aparecen casos parecidos, pero el guión dejaba demasiados puntos sin explicar. Por ejemplo, ¿quién era Duncan Oaks? ¿Qué tenía que ver con los sucesos? ¿Estaba siguiendo Mickey la pista de la persona o personas responsables de la paliza que había precipitado la muerte de Benny?

Henry y yo nos fuimos del local de Rosie a las ocho y volvimos paseando en la oscuridad y sin hablar apenas. Cuando llegué a mi casa, me senté al escritorio una vez más y repasé las notas. Al poco rato me di cuenta de que no ponía el alma en el trabajo.

Coloqué las fichas en un montón y las fui descubriendo sobre la mesa, para enfocar los datos como si fueran cartas de tarot. No apareció ninguna intuición y acabé guardándolas. Quizás al día siguiente mejorase mi perspicacia. Siempre quedaba esa remota posibilidad.

Seis en punto del lunes por la mañana. Salí de la cama, me puse ropa de deporte, me cepillé los dientes y me fui a correr los cinco kilómetros. El alba era fastuosa: el océano de un azul luminoso, el horizonte de un naranja que se disolvía en una fina capa de amarillo, y un cielo azul claro encima. Las plataformas petrolíferas brillaban en alta mar como una línea irregular de alfileres de diamantes. La ausencia de nubes eliminó los efectos especiales cuando al final salió el sol, pero el día prometía estar despejado y aquello me bastaba. Terminado el footing, fui al gimnasio a estirarme, doblarme, abrirme, cerrarme, desplegarme, apisonarme, hociquearme, tirarme, convulsionarme, izarme, y subir y bajar pesas. Cuando acabé me sentía como nueva.

Volví a casa, me duché y salí a las nueve en tejanos, lista para afrontar otro día. Fui hacia el norte por la 101 y tomé la rampa de salida que conducía a las oficinas administrativas del condado y a las de la Administración de Veteranos. Aparqué y entré en la Oficina de Urbanismo; di la dirección del Honky-Tonk y pedí ver todos los planos y proyectos que tuvieran. Me dieron una colección de fotocopias en serie donde se veían el plano de la zona, el plano del solar, el proyecto de demolición, el plano de los cimientos y la estructura, las alturas y el croquis del tendido eléctrico. No tardé en descubrir lo que estaba buscando. Devolví las fotocopias y fui al aparcamiento en busca de un teléfono que había visto.

Marqué el número de información y pedí el teléfono del Servicio Secreto de Los Angeles, cuyas oficinas figuraban entre las dependencias del Ministerio de Hacienda. Además de este número me dieron el de la delegación de Perdido. Cargué la llamada en mi tarjeta de crédito y marqué el número de Perdido. El teléfono sonó una vez.

—Servicio Secreto —dijo una mujer.

¿Cómo podía ser secreto si lo decían directamente al contestar?

Pedí hablar con un agente y me dejó a la espera. Miré el aparcamiento y escuché el rumor del tráfico de la autopista. La mañana estaba despejada y el termómetro marcaba diez grados. Por la tarde habría subido a los veintitantos de costumbre. Me pusieron al habla momentos después y me habló una voz masculina y monocorde.

—Soy Wallace Burkhoff.

—¿Podrían hacerme un favor? —pregunté—. Llamo porque creo que en un bar de Colgate se cometen estafas con tarjetas de crédito.

—¿Qué clase de estafas?

—No lo sé con exactitud. Un amigo mío, en realidad mi exmarido, le compró allí unos documentos falsos a un tipo. Creo que el propietario del bar dirige una pequeña industria.

Le hablé del Honky-Tonk, del escaneo de los permisos de conducir y mis suposiciones sobre la comparación de los resguardos de las tarjetas de crédito con los nombres de los permisos. Explicado así, no parecía tener mucho fundamento, pero me escuchó con educación.

—Hace un par de días vi una furgoneta al lado del bar —añadí—. Habían descargado diez cajas y las habían puesto en un pasillo. Las cajas llevaban la marca Plas-Stock. El propietario me dijo que era vajilla y cubertería de plástico.

—Nada de eso —replicó—. Plas-Stock vende equipo para fabricar tarjetas plastificadas para instituciones médicas y gimnasios.

—¿En serio? Mi exmarido tenía tres juegos de documentos de identidad falsos: permisos de conducir, tarjetas de la Seguridad Social y diversas tarjetas de crédito. Estoy razonablemente convencida de que algunos datos pertenecen a un cliente habitual del bar, porque me lo presentaron y el nombre y la fecha aproximada de nacimiento coinciden.

—¿Por qué adquirió su exmarido documentos falsos?

—Fue policía, de la brigada de estupefacientes, y sospecho que empezó a investigar hace tres o cuatro meses. No puedo jurar que todo esto sea cierto, pero tengo los tiques de caja de sus visitas al bar y los documentos falsos con su foto encima.

—¿Estaría su exmarido dispuesto a hablar con nosotros?

—Mi exmarido no está disponible en este momento. —Puse al corriente al agente Burkhoff sobre la situación de Mickey.

—¿Y usted?

—Oiga, yo ya he dicho todo lo que sé. Lo otro queda fuera de mi especialidad. Yo me limito a hacer la llamada. Ustedes hagan lo que quieran.

—¿Dónde se encuentra la base de operaciones?

—Creo que en alguna parte del edificio. Ayer, el propietario hizo una maniobra para que yo echara un vistazo al primer piso. Por supuesto, estaba vacío, pero vi multitud de enchufes. No sé qué clase de equipo se necesita para…

—Eso se lo puedo decir yo —dijo—. Escáneres, máquinas codificadoras, trituradoras de papel, troqueladoras, punzones para poner el oro en los números en relieve, laminadoras y aparatos para grabar hologramas. ¿Vio algo parecido?

—No, pero sospecho que estuvieron trabajando allí hasta hace un par de días. He comprobado los archivos de la Oficina de Urbanismo y he echado un vistazo a los planos que se presentaron cuando el propietario solicitó el permiso de obras. La estructura es de las pocas de la ciudad que tiene sótano. Yo creo que han trasladado abajo todos los aparatos.

—Déme los detalles. Los comprobaremos —dijo.

Di el nombre y dirección del Honky-Tonk y de Tim. Añadí el nombre de Scottie al paquete, junto con las fechas en que Mickey había estado allí y los nombres que figuraban en los documentos falsos.

—¿Necesita algo más?

—Su nombre, dirección y teléfono.

—Preferiría no dárselos —dije—. Pero haré copias de los documentos falsos y se los mandaré por correo.

—Se lo agradeceríamos.

Colgué, abrí la guía telefónica, busqué el número de mi agencia de viajes y metí un par de monedas. Le expuse que necesitaba unos pasajes de avión para Louisville y le conté mis limitaciones presupuestarias.

—¿Cuánto?

—Quinientos dólares —contesté yo.

—Está bromeando —dijo ella.

Le juré que no. Tecleó la información en el ordenador. Después de un rato de silencio, muchos suspiros y algunos clics, me comunicó que lo mejor que había encontrado era una compañía aérea que operaba desde hacía menos de dos años y ofrecía vuelos sin pretensiones a Louisville desde el aeropuerto internacional de Los Ángeles, con sólo dos escalas: Santa Fe y Tulsa. No había reserva de asiento, ni película ni servicio de comidas. Me aseguró que la compañía no estaba en bancarrota (todavía) y que hasta la fecha no había notificado ningún accidente importante. La cuestión era que me transportaba por 577 dólares.

Le dije que me reservara plaza en un vuelo temprano y que dejara la vuelta abierta, ya que no sabía cuánto iba a durar mi investigación. Básicamente, lo sabría sobre la marcha. Además del pasaje, reservé un coche de alquiler en el aeropuerto de Louisville. Ya buscaría un motel cuando llegara, preferiblemente barato. Cuando terminara todo, por lo menos habría saldado por completo mi deuda de culpabilidad con Mickey. Me fui a casa, preparé un petate y hablé un instante con Henry para que supiera que estaría fuera durante un periodo indeterminado. También llamé a Cordia Hatfield, para decirle que pasaría por su casa a última hora de la tarde.

Me detuve en la agencia de viajes y recogí el pasaje, luego enfilé a la oficina, donde pasé el resto de la mañana poniendo en orden mi vida, por si no volvía con ella. El viaje a Culver City fue tranquilo y a las cinco menos cinco aparcaba en el callejón que había detrás del edificio de Mickey. Dejé el petate en el coche para no dar la impresión de que quería quedarme a pasar la noche. Cordia me había invitado, pero no creo que le entusiasmara la idea.

Llamé a la puerta de las Hatfield, preguntándome si me oirían con el ruido del televisor. Esperé un momento y volví a llamar. Abrió Cordia.

Había visto por última vez a las dos hermanas el jueves, hacía sólo cuatro días, pero vi algo raro en su conducta. Retrocedió para dejarme entrar. La calefacción, como la otra vez, estaba demasiado alta, casi a treinta grados, y las ventanas estaban empañadas de vaho. De un puchero que hervía en la cocina salían chorros de vapor. El líquido burbujeante era turbio y tenía una corona de espuma en la superficie. El aire olía a carne de cerdo chamuscada y a algo que no conseguía reconocer, aunque recordaba a la bosta de vacuno. El televisor había enmudecido, pero proseguía el desfile de imágenes: las noticias de la tarde con su inquebrantable dieta de calamidades. Belmira parecía en trance. Estaba sentada a la mesa de la cocina con una baraja de tarot en la mano, mientras Dorothy, debajo de la silla, masticaba una masa huesuda de algo crujiente y muerto.

—¿Es mal momento? —pregunté.

—Tan bueno como cualquier otro —dijo Cordia.

—Puedo venir más tarde si lo prefieren.

—No importa. —Llevaba una bata casera de algodón y manga larga, con estampados malvas y grises, y encima un delantal que parecía un guardapolvo y casi le llegaba al suelo. Se volvió hacia la cocina y con un cucharón perforado añadió ingredientes al agua hirviendo. Algo flotaba en la superficie: un cráneo en forma de corazón y un tronco pequeñito con poca carne. Habría jurado que era una ardilla.

—¿Y cómo están? —dije, y esperé una respuesta que me permitiera adaptarme al ambiente.

—Bien. Estamos bien. Dinos qué quieres.

Parcas, al grano y no totalmente cordiales.

—Me marcho fuera y tengo que encontrar algo que se dejó alguien en el piso de Mickey.

—¿Otra vez? —preguntó con voz de ofendida—. Pero si ya estuviste anoche. Vimos luces hasta cerca de medianoche.

—¿En casa de Mickey? No era yo. He estado en Santa Teresa todo el fin de semana. No vengo por aquí desde el jueves por la mañana —dije. Me miró—. Se lo juro, Cordia. Si hubiera querido entrar, habría pedido la llave. No quiero entrar sin permiso.

—La primera vez lo hiciste.

—Pero eso fue antes de que nos conociéramos. Me han ayudado ustedes mucho. No haría nada a sus espaldas.

—Di lo que te parezca. No voy a discutir. No puedo probarlo.

—Pero ¿por qué iba a estar aquí ahora si ya hubiera estado anoche? Es absurdo.

Buscó en el bolsillo y sacó una llave.

—Devuélvemela cuando hayas terminado y esperemos que sea la última vez.

—Claro. —Me quedé la llave, consciente de la frialdad que persistía en su actitud. Me sentía fatal.

—¡Oh, querida! —exclamó Belmira. Volvió cuatro cartas. La primera era la sota de espadas, que ya sabía que era yo. Las otras tres eran el Diablo, la Luna y la Muerte. Bueno, era estimulante. Bel me miró consternada.

Cordia fue inmediatamente a la mesa y recogió las cartas. Luego se dirigió al fregadero, abrió el armario inferior y tiró la baraja a la basura.

—Te dije que no echaras más las cartas. Ella no cree en el tarot. Te lo dijo la semana pasada.

—Cordia, de verdad…, —comencé.

—Sube y termina de una vez —me ordenó.

La tristeza de Belmira era palpable, pero no se atrevió a desafiar a Cordia. Yo tampoco.

Me guardé la llave en el bolsillo y salí. Antes de cerrar la puerta oí que Belmira se quejaba por la baraja perdida.

Abrí la puerta delantera de Mickey y entré en el apartamento. Las cortinas seguían corridas, impidiendo la entrada de la luz, excepción hecha de un último destello de sol vespertino que se filtraba como si fuera un láser por una estrecha abertura y calentaba el interior. El aire estaba cargado de motas de polvo y tenía ese olor mohoso que despiden los domicilios vacíos. Me detuve un momento para contemplar el escenario. Como nadie limpiaba el piso, en muchas superficies quedaba todavía el polvo de los expertos en huellas dactilares. No había indicios de que hubiera entrado nadie la noche anterior. No quise ponerme los guantes de goma e hice un recorrido rápido. En principio estaba igual que lo había dejado. Me detuve en la puerta del dormitorio. De debajo de la cama salía una tela transparente. Me puse a gatas, levanté el borde del edredón y miré. Habían arrancado el tejido que cubría la parte inferior del somier, que estaba tirado en la moqueta como la camisa de una serpiente. Me arrodillé junto a la cama y levanté una punta del colchón. Habían rasgado el tejido con algo punzante. Levanté el colchón entero y lo doblé sin quitar las sábanas. Lo habían destripado por abajo, con cortes cada veinticinco centímetros en sentido longitudinal. El relleno colgaba y puñados de borra rodeaban los puntos sometidos a registro. Había algo deliberado y feroz en aquel destripamiento. Hice lo que pude por restaurar el orden de la cama.

Miré en el armario. Habían tratado las ropas de Mickey de forma parecida: costuras y bolsillos rotos, forros rasgados; sin embargo, habían dejado la ropa colgada como estaba, como si no la hubieran tocado. Todo estaría en su sitio para un observador superficial. Seguramente no se habrían descubierto los daños hasta que Mickey hubiera regresado o hasta que hubieran llevado sus pertenencias a algún almacén. Volví al salón y, por primera vez, me di cuenta de que los cojines del sofá no estaban bien puestos. Les di la vuelta y vi que los habían abierto. También la tela del sofá presentaba multitud de pinchazos en la costura. Los daños se verían en el momento en que movieran el sofá, pero a primera vista no se notaba nada.

Inspeccioné los macizos sillones tapizados y los volqué para mirarlos por debajo. Levanté las sillas una por una, inclinándolas para comprobar la armazón. En la parte inferior de la segunda, en el acolchado, había un corte rectangular. Quité el tapón de espuma. En el agujero había una caja de metal gris de quince centímetros por treinta, como la que había descrito Duffy. La cerradura estaba en pésimo estado y cedió nada más tocarla. Abrí la tapa con cautela. Vacía. Me quedé en cuclillas y dije: «¡Mickey, cabrón!».

¡Qué escondrijo más bobo! Con su ingenio y su paranoia podía haber buscado otro mejor. Desde luego, yo había registrado el piso dos veces y no había encontrado el maldito chisme, pero otra persona sí. Me moría de desilusión, aunque estaba claro que ya no había remedio. Ni siquiera había oído hablar de la caja hasta el sábado por la noche. Entonces no se me había ocurrido dejarlo todo y ponerme en camino. Quizá si lo hubiera hecho me habría adelantado a la «otra persona».

Bueno. Qué le íbamos a hacer. Tendría que arreglármelas sin ella. Ya encontraría una foto de Duncan Oaks en el anuario del instituto, pero me habría gustado tener las chapas de identificación y el pase de prensa que había mencionado Duffy. Los documentos auténticos tienen algo que los convierte en talismanes, en objetos totémicos investidos con el poder del primer propietario. Quizá fuera superstición por mi parte, pero lamentaba la pérdida.

Volví a meter la caja en el agujero, enderecé la silla, salí por la parte delantera y cerré la puerta a mis espaldas. Bajé y llamé a la vivienda de Cordia. Entreabrió y le devolví la llave. La recogió sin hacer comentarios y volvió a cerrar. No era precisamente una invitación a pasar la noche con ellas.

Fui al callejón, subí al coche y me dirigí al aeropuerto. Encontré cerca un motel del que cada hora salía un autobús al aeropuerto. Tomé una olvidable cena en un restaurante anónimo que había a un extremo del edificio. A las nueve estaba en la cama y dormí hasta las seis menos cuarto; me levanté, me duché, me puse la misma ropa del día anterior, dejé el VW en el aparcamiento del motel y tomé el autobús del aeropuerto internacional de Los Ángeles, donde embarqué en el avión de las siete. Cuando se apagó el aviso de prohibido fumar, todos los pasajeros de los asientos posteriores encendieron los cigarrillos.

Me encontraba en el aeropuerto de Tulsa esperando el trasbordo cuando hice un descubrimiento que fue definitivo para levantarme el ánimo. Tenía una hora por delante, así que me arrellané en el asiento, con las piernas estiradas hacia el centro del pasillo en que estaba. La postura, pese a su anormalidad, permitía echar una siesta, aunque luego seguramente necesitaría múltiples sesiones quiroprácticas por valor de cientos de dólares. Utilizaba la cazadora de cuero de Mickey como almohada, para no forzar el cuello. Me puse de lado, pues no es fácil dormir sentada y con el torso recto. Mientras me acomodaba noté un bulto bajo la cara, la cremallera de metal, tal vez un botón. No sabía lo que era, sólo que llevaba la incomodidad a un nivel inaceptable. Me incorporé y palpé aquella parte de la cazadora. No se veía ningún objeto, pero al apretar noté que había algo en el forro. Me puse la cazadora abierta en el regazo e inspeccioné la costura hasta que vi una variación en las puntadas. Abrí el bolso y saqué las tijeras de uñas (las mismas que utilizo para los cortes de pelo de urgencia). Solté algunos puntos y utilicé los dedos para ensanchar la abertura. Cayeron las chapas de Duncan Oaks, la foto en blanco y negro y el pase de prensa. La verdad es que el escondite tenía su lógica. Era muy probable que Mickey llevara puesta aquella misma cazadora cuando hizo el viaje.

Las chapas llevaban el nombre de Duncan Oaks y la fecha de nacimiento. Incluso después de tantos años, la cadena estaba oxidada o manchada de sangre. La foto era tal como la había descrito Duffy. Dejé los objetos a un lado y presté atención al pase de prensa, expedido por el Ministerio de Defensa. La impresión del borde decía: «Infórmese inmediatamente de la pérdida de este documento. Propiedad del Gobierno de Estados Unidos». Bajo la línea que decía «certificado de identidad del desmovilizado» estaba el nombre de Duncan Oaks y a la izquierda su foto. Cabello oscuro, serio, parecía muy joven, y lo era, como es lógico. La fecha de expedición del documento era el 10 de septiembre de 1965. Cuatro años después del instituto, no tendría más de veintitrés años. Observé su cara. Me resultaba extrañamente conocida, aunque no se me ocurría por qué. Le di la vuelta. En el dorso había pegado un trozo de papel en el que había escrito: «En caso de emergencia, por favor notifíquese a Porter Yount, redactor jefe del Louisville Tribune».