Eran las once y cuarto cuando llegué a mi casa, asombrada de que la conversación con Duffy sólo hubiera durado una hora. Preparé la cafetera, le di al interruptor y dejé que se hiciera el café mientras me masajeaba el cuello. Me dolía la cabeza, entre los ojos, como si tuviera el entrecejo fruncido. Deseaba meterme en la cama, pero había trabajo que hacer. Aún tenía la información fresca, así que abrí el cajón del escritorio y saqué un paquete de fichas. Luego saqué de su escondrijo los objetos que me había llevado de casa de Mickey.
Me senté en la silla giratoria y anoté todo lo que recordaba de aquella noche. Por lo visto, las actividades del Honky-Tonk eran menos siniestras de lo que había imaginado. Como había dicho Tim, es posible que Mickey sólo fuera allí a beber y a ligar con Thea. Andar detrás de las mujeres iba con su carácter, eso tenía que admitirlo. Cuando el café estuvo listo, me levanté de la silla y me serví una taza, a la que añadí un poco de leche que no estaba agria del todo. Volví al escritorio y me quedé de pie, moviendo las fichas al azar. Aún había infinitos puntos menores que no encajaban: que a Mickey le dispararan con mi pistola, el largo y susurrante mensaje dejado en mi contestador automático…, desde su casa la tarde del 27 de marzo. ¿Quién me había llamado y por qué? Si había sido Mickey, ¿por qué no se había identificado? ¿Por qué había dejado que la cinta corriera hasta el final? Si no había sido Mickey, ¿con qué fin se había efectuado la llamada? ¿Para dar a entender que había algún contacto entre nosotros? Ciertamente, el detallito me había colocado en mala posición ante la policía.
Me senté y me puse a barajar las fichas. Suponía ya que Mickey había ido tras el rastro del asesino de Benny Quintero. Aquel contencioso le perseguiría mientras viviese. La muerte de Benny no se había considerado de forma oficial un homicidio, pero Mickey sabía que se le echaba la culpa a pesar de que no se había presentado ninguna acusación formal. Dadas sus accidentadas relaciones con el departamento, su participación en el asunto había puesto en entredicho su credibilidad y dañado más aún su ya precaria reputación. Desde su punto de vista, no le quedó otra salida que abandonar la profesión que amaba. Después de aquello no había hecho gran cosa en la vida: alcohol, mujeres y un piso barato. Ni siquiera había podido conservar el triste empleo que había encontrado en Pacific Coast Security, con un uniforme que imitaba el de la policía y una insignia de cuatro cuartos. Seguramente había soñado con huir y tenía planeado algo con el dinero escondido y los falsos documentos de identidad. Puse boca arriba unas cuantas fichas, formando una columna, yuxtaponiendo datos sin ningún orden.
Para entretenerme, puse dos fichas de canto y apoyé una contra la otra. Añadí otra ficha, dejando la parte derecha de mi cerebro vacía mientras construía un laberinto. Hacer castillos de naipes era otro de mis pasatiempos cuando era niña. La planta baja era fácil, requería paciencia y destreza, pero poco más. Para construir el primer piso había que poner una fila de cartas horizontales, una especie de techo que cubriera toda la estructura inferior. Luego venía el auténtico trabajo, ya que había que comenzar desde el principio. Primero se colocaban dos cartas en equilibrio, apoyando una contra otra encima de la estructura inferior. Luego se ponía la tercera en ángulo con las dos primeras. Luego se añadía la cuarta, después la quinta. En cualquier momento, mientras aumentaba el tamaño del castillo, cabía la posibilidad de que se viniera abajo y se desplomara como…, bueno, como un castillo de naipes. A veces lo había hecho yo misma, por morbo, derribando con el dedo una esquina para ver caer los naipes igual que en una demolición programada.
Miré la ficha que tenía en la mano y la leí antes de integrarla cuidadosamente en el laberinto. Me detuve, la retiré y volví a leer los datos escritos. El corazón me dio un vuelco y parpadeé varias veces. Había encontrado una conexión, dos fichas aparecían de pronto relacionadas. Qué idiota había sido por no darme cuenta antes. Un nombre se mencionaba dos veces y mi percepción de las cosas sufrió una ligera modificación. Fue como el brusco desenfoque que produce un temblor que no se sabe de dónde llega y se desvanece enseguida. Había visto el nombre de Del Amburgey, el hombre que Shack me había presentado en el Tonk. El nombre Delbert Amburgey figuraba de igual manera en uno de los paquetes de documentaciones falsas de Mickey: permiso de conducir expedido en California, tarjetas de crédito y tarjeta de la Seguridad Social.
Aparté las fichas y saqué los documentos que ostentaban la foto de Mickey, plastificada encima de estadísticas vitales que sin duda correspondían a Delbert. Giré en la silla y analicé el efecto. ¿Pertenecían aquellos documentos a Delbert o se habían copiado sus datos? ¿Era auténtica la fecha de nacimiento o falsa? ¿Se había copiado o inventado? ¿Y cómo lo habían hecho? Sabía que los manipuladores de tarjetas de crédito solían bucear en los contenedores de basura, y que encontraban resguardos o copias de recibos, incluso extractos bancarios que se habían tirado al terminar de pagar las deudas mensuales. La información de los extractos podía utilizarse para generar otro crédito. El manipulador solicita tarjetas basadas en modalidades de crédito previamente establecidas por el titular. Se pueden abrir muchas cuentas adicionales de esta forma. Con un nombre, una dirección y el número de la Seguridad Social pueden obtenerse tarjetas de débito, además de talonarios de cheques y beneficios de pólizas de seguros. El manipulador facilita a la compañía de crédito una dirección distinta para que la existencia de la tarjeta no se note mientras se cargan ventas y servicios al titular de la cuenta. Las tarjetas también pueden explotarse retirando dinero en los cajeros automáticos. Cuando se llega al límite del crédito, el manipulador puede hacer dos cosas, retirar lo poco que queda o seguir adelante, guardando los objetos adquiridos o vendiéndolos para embolsarse los beneficios. En realidad, los documentos falsificados como los de Mickey valían mucho en el mercado abierto en el que los bellacos, los inmigrantes ilegales y los arruinados crónicos podían comprar un nuevo comienzo en la vida, con miles de dólares de crédito inmaculado a su disposición.
Volví a mirar los extractos bancarios de Mickey. Examiné las libretas de ahorros y empecé a entender por qué coincidían las fechas en que sacaban regularmente seiscientos dólares con sus viajes al Tonk. Pensé en Tim y en la conversación que habíamos tenido sobre el primer piso, donde iba a poner más mesas. Entonces me di cuenta de lo bien que me había engañado. Me había puesto un cebo, la puerta sin cerrar y la posibilidad de echar un vistazo furtivo a un lugar que parecía desaprovechado. El gorila de la puerta del Tonk escaneaba el permiso de conducir de los que entraban en el bar. Como el bar se quedaba con una copia de cada transacción efectuada con tarjeta de crédito, no costaba buscar los números de las tarjetas que correspondían con los datos de los permisos de conducir. Yo no podía entenderlo del todo, pero había gente que sí.
Volví a mirar el reloj. Las dos menos cinco. Mierda. Le había dicho a Thea que me reuniría con ella a las dos, cuando saliera del trabajo. Di un salto, guardé las fichas en el cajón, lo cerré con llave y metí los documentos falsos de Mickey en su escondite secreto. Recogí la cazadora y las llaves del coche y a los pocos minutos estaba en la 101, otra vez rumbo al norte y a Colgate, y conteniendo el impulso de pisar el acelerador a fondo. La autovía estaba casi desierta, pero sabía que era la hora en que circulaba la policía de tráfico. No quería que me parasen ni que me pusieran una multa por exceso de velocidad. Sin darme cuenta hablaba en voz alta, animando al VW y rezando para que Thea me esperase en la cafetería. El local compartía el aparcamiento con la bolera de al lado. Todas las plazas estaban ocupadas y gruñí mientras daba vueltas buscando sitio. Por fin dejé el coche en un lugar no del todo lícito. Apagué las luces y el motor mientras abría la puerta y bajaba. Eran las dos y trece minutos. Cerré el coche con llave y eché a correr hacia el restaurante, sólo cuando abrí la puerta me detuve a respirar y me puse a buscarla.
Localicé a Thea en un reservado, al fondo, fumando un cigarrillo. Las luces fluorescentes le lavaban los rasgos faciales, dejando su expresión tan neutral como el maquillaje kabuki.
Me senté enfrente de ella.
—Gracias por esperar —dije—. Estaba liada con los papeles y perdí la noción del tiempo.
—No importa —dijo—. Mi vida está convirtiéndose en una mierda de todas formas. ¿Hay algo más?
Parecía extrañamente retraída y supuse que había tenido mucho tiempo para recapacitar. Cuando la había visto en el Honky-Tonk, habría jurado que confiaría en mí. La gente con problemas suele sentirse aliviada cuando tiene la oportunidad de desahogarse. Si la pillas en el momento oportuno, te contará todo lo que quieras. Me habría dado de bofetadas por no haber hablado con ella entonces. Ahora podía ser demasiado tarde.
—Mira, ya sé que estás cabreada porque no te expliqué quién era yo… —dije.
—Entre otras cosas —replicó con acritud—. Dame un respiro, por favor. Eres investigadora privada y además la exmujer de Mickey.
—Pero Thea, seamos serias. Si te lo hubiera dicho al principio, ¿me habrías contado algo?
—No —concedió—. Pero no tenías por qué mentir.
—Claro que sí. Era la única manera de llegar a la verdad.
—¿Qué tiene de malo ser sincera? ¿O es superior a tus fuerzas?
—¡Yo, sincera! ¿Y tú? Tú te has tirado a Mickey a espaldas de Scott.
—¡También tú te lo has estado tirando!
—No. Lo siento. No he sido yo.
Me miró sin expresión.
—Pero dijiste…
—No. Puede que llegaras a esa conclusión, pero yo nunca dije nada parecido.
—¿No? —Negué con la cabeza. Thea empezó a parpadear, desconcertada—. Entonces ¿de quién era el diafragma?
—Buena pregunta. Y acabo de averiguar la respuesta. Parece que nuestro querido Mickey jodía con otra.
—¿Con quién?
—Creo que es mejor que me lo calle por el momento.
—No te creo.
—¿Qué parte no crees? Sabes que se veía con alguien. Tú misma viste las pruebas. Desde luego, si no estuvieras traicionando de forma sistemática a Scottie, no tendrías que preocuparte por esas cosas. —Me miró fijamente—. No tienes por qué ponerte triste —añadí—. Mickey también me lo hizo a mí. Es su forma de ser.
—No es eso. Acabo de darme cuenta de que no me importaba mientras pensaba que eras tú. Al menos habías estado casada con él, así que no parecía tan mal. ¿Está enamorado de esa otra mujer?
—Si lo está, no le impidió buscarte a ti.
—Fui yo quien lo buscó a él.
—Vaya por Dios. Detesto decirlo, pero ¿eres idiota o qué? Mickey es un borracho. Está en el paro y es más viejo que tú. ¿Cuánto te lleva? ¿Quince años?
—Parecía…, no sé…, sexualmente atractivo y protector. Es un hombre maduro. Scottie es temperamental y está muy pendiente de sí mismo. Con Mickey me sentía a salvo. Ama a las mujeres.
—Eso sí. Por eso nos traiciona siempre que puede. Nos ama a todas más que a la última, a menudo a la vez, pero nunca mucho tiempo. Así es de maduro.
—¿Crees que se pondrá bien? He estado preocupadísima, pero en el hospital no me dicen nada.
—Espero que sí, pero en realidad no lo sé.
—Pero a ti también te tira, ¿verdad?
—Supongo. Lo raro es que me lo había quitado de la cabeza. Si soy sincera, no había pensado en él durante años. Ahora que está hundido, parece que lo veo por todas partes.
—Yo siento lo mismo. No dejo de buscarlo. Cada vez que se abre la puerta del Tonk, creo que es él quien entra.
—¿Por qué seguía yendo? ¿Era por ti o andaba metido en otra cosa?
—No preguntes. No puedo ayudarte. Me preocupa Mickey, pero no tanto como para poner en juego mi vida.
—¿No es posible que Scottie lo sepa?
—¿Lo de Mickey y yo?
—De eso estamos hablando —dije con paciencia.
—¿Por qué lo preguntas?
—¿Cómo sabes que no fue Scott quien disparó a Mickey?
—Scott no haría eso. Además, su padre nos dijo que a Mickey le habían disparado a dos manzanas de su casa. Scottie ni siquiera sabe dónde vive Mickey.
—Un argumento débil. Quiero decir que lo medites, Thea. ¿Dónde estaba Scottie el miércoles de la semana pasada?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—¿Estaba contigo?
—Creo que no —contestó. Se quedó mirando la mesa para concentrarse—. El martes no fui a trabajar. No me encontraba bien.
—¿Hablaste con Scott por teléfono?
—No. Llamé y no estaba, le dejé un recado y me llamó al día siguiente.
—En otras palabras, no estuvo contigo el martes por la noche ni el miércoles por la mañana. Hablamos del 14 de mayo.
Thea negó con la cabeza.
—¿Y el día siguiente? ¿Lo viste?
Apagó el cigarrillo.
—No recuerdo todos los días.
—Empieza por lo que recuerdes. ¿Cuándo fue la última vez que viste a Scottie?
—El lunes —dijo a regañadientes—. Tim y él se reunieron el domingo. Cuando se fue, ya no volvió y al día siguiente se marchó a Los Ángeles. No volví a verlo hasta el fin de semana. Es decir, el sábado pasado. Vino ayer y mañana regresa a Los Ángeles.
—¿Y tú? ¿Estuviste con Mickey la noche que le dispararon?
Vaciló.
—Fui a su apartamento, pero no estaba.
—¿Pudo haberte seguido Scottie? Pudo haberse quedado en la ciudad y haberte seguido cuando fuiste a casa de Mickey.
Me miró fijamente.
—No habría hecho eso. Ya sé que no te cae bien, pero eso no lo convierte en mala persona.
—¿De veras? Me dijiste que te mataría si alguna vez lo averiguaba.
—Cuando dije que me mataría fue…, cómo se dice…
—En sentido figurado.
—En sentido figurado —repitió—. Scottie nunca dispararía contra nadie.
—Quizá tuviera razones más serias.
—¿Por ejemplo?
—Negocios sucios.
Su cara cambió.
—No quiero hablar de eso.
—Entonces cambiemos de conversación. Cuando llegué al Tonk el jueves, Tim estaba enfadado contigo. ¿Por qué?
—No es asunto tuyo.
—¿Son socios Tim y Scottie?
—Tendrás que preguntárselo a ellos.
—¿Qué se traen entre manos?
—Sin comentarios.
—¿Por qué? ¿Tú también estás metida?
—Debo irme —dijo bruscamente. Recogió la cazadora y el bolso sin mirarme y salió del reservado.
Eran las tres menos cuarto cuando me metí por fin en la cama. Me levanté a las seis, siguiendo una larga costumbre, y cuando iba a salir a correr recordé que era domingo. Me quedé acostada, mirando al tragaluz. El sol debía de estar a punto de salir porque el cielo se iluminaba como si estuvieran subiendo la intensidad de la luz con un potenciómetro. Me sentía demasiado resacosa para haber bebido tan poco. Tenía que ser por el humo del bar, la conversación con Duffy y la tensión entre Thea y yo, por no hablar de las especulaciones de madrugada ni de los innumerables paseos en coche. Me levanté, me cepillé los dientes, me tomé un par de aspirinas con un gran vaso de agua y me volví a la cama. Al minuto estaba dormida. La vejiga me despertó a las diez. Me hice un rápido chequeo corporal, buscando síntomas de dolor de cabeza, náuseas y debilidad. Todo parecía estar bien y decidí que podía enfrentarme a la vida, con la promesa, eso sí, de dormir una siesta más tarde.
Hice la rutina cotidiana: me duché, me puse la sudadera y preparé una cafetera. Leí el periódico dominical casi entero, me envolví en un edredón y me acomodé en el sofá con un libro. Me puse a dar cabezadas a la una y no desperté hasta las cinco. Subí la escalera de caracol y me miré en el espejo del cuarto de baño. Como sospechaba, tenía el pelo aplastado por un lado y de punta por el otro, como hojas de palmera. Me mojé la cabeza debajo del grifo y mi look mejoró notablemente. Me quité la ropa de deporte y me puse unos vaqueros, un jersey de cuello alto, calcetines de gimnasia, las Saucony y la cazadora de Mickey. Recogí el bolso, cerré la puerta y crucé el patio hacia la casa de Henry. Llamé a su puerta trasera. No hubo respuesta, pero vi que la ventana del cuarto de baño estaba entreabierta y oía el rumor de la ducha. El vapor que salía olía a jabón y a champú. Golpeé la ventana con un repique amistoso.
Henry gritó dentro:
—¡Qué!
—Eh, Henry. Soy yo. Me voy a cenar al local de Rosie. ¿Quiere venir?
—Estaré allí enseguida. En cuanto me vista.
Recorrí la media manzana que había hasta el local de Rosie y llegué a las cinco y media, en el momento en que abría el establecimiento. Cambiamos plácemes y parabienes, que en su caso fueron comentarios desagradables sobre mi peso, mi pelo y mi estado civil. Supongo que Rosie es una figura maternal, sobre todo si te gustan las que aparecen en los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Su intención declarada era engordarme, que me hicieran una buena permanente y conseguirme un marido. Sabe muy bien que nunca he tenido suerte en este apartado, pero dice que al final de todo (es decir, cuando sea una vieja chiflada y achacosa) necesitaré a alguien que me cuide. Yo sugerí una enfermera, pero no le vio la gracia. ¿Y por qué iba a vérsela? Yo hablaba en serio.
Me senté en el reservado de siempre con un vaso de vino blanco. Es un asco aprender la diferencia entre el vino bueno y el malo. Henry llegó al poco rato y dejamos que Rosie nos intimidara con una cena dominguera que consistía en savanyu marhakus (ternera en escabeche caliente para mis «colegas») y kirantott karfiol tejfolos martassal, que es coliflor rebozada en crema agria y muy frita. Mientras rebañábamos el plato con el pan casero de Henry, lo puse al corriente de los sucesos de los últimos días. He de confesar que la situación no me pareció más clara cuando se la expuse.
—Si Mickey y la señora Hightower están liados, su marido tenía tantas razones para dispararle como el novio de Thea —señaló.
—Quizá sí —dije—, pero me dio la impresión de que Eric la había perdonado. No dejo de pensar que hay algo más, algo que todavía no se me ha ocurrido.
—¿Puedo hacer algo para ayudarte?
—No que yo sepa, pero gracias. —Levanté los ojos cuando se abrió la puerta y entró el camarero de la fiesta de los Hightower, con un libro bajo el brazo. Llevaba una chaqueta de mezclilla y un jersey negro de cuello alto, pantalones oscuros y unos zapatos náuticos impecablemente cepillados. Después de haberlo visto con la chaqueta blanca y sirviendo bebidas, tardé un momento en recordar su nombre.
Me volví a Henry.
—¿Me disculpa un momento? Tengo que hablar con alguien.
—No hay problema. Estaba deseando poder terminar esto —dijo. Sacó un bolígrafo y un ejemplar del New York Times del domingo, perfectamente doblado por la página del crucigrama. Vi que estaba a medio hacer, que sus respuestas seguían una línea espiral, empezando por los bordes y avanzando hacia el centro. A veces ponía las respuestas omitiendo tal o cual letra, porque le gustaba más cómo quedaba.
Stewart pasó junto al reservado y me vio.
—Vaya, hola. ¿Qué tal? Me preguntaba si estarías aquí.
—¿Podemos hablar?
—Eres mi invitada —dijo, señalando el reservado donde solía instalarse. Me levanté y di a Henry un apretón en el brazo, pero apenas se percató a causa de la concentración. Stewart esperó a que estuviera sentada y se sentó frente a mí, en el asiento de al lado dejó el libro.
—¿Qué libro es? —pregunté.
Lo alcanzó y me puso el lomo delante para que leyera el título, The conjure-man dies, de Rudolph Fisher.
—En general leo biografías, pero se me ocurrió leer algo distinto. Es una novela policíaca de principios de los años treinta. Protagonista negro.
—¿Es buena?
—Todavía no lo sé. Acabo de empezarla. Es interesante.
Apareció Rosie. Se quedó al lado de la mesa con los ojos fijos en la pared del fondo, evitando mirarnos. Combinaba la vistosa saya hawaiana de color azul con unas zapatillas de estar por casa.
Stewart recogió la carta y dijo:
—Buenas noches, Rosie. ¿Qué tal está usted? ¿Tenemos hoy algún plato especial?
—Di que está buena, la ternera en escabeche —respondió. Rosie es capaz de hablar a la perfección cuando quiere. Aquella noche, por alguna razón, se comportaba como si acabara de entrar en el país con un visado temporal. Raras veces se dirige directamente a los hombres, a no ser que esté coqueteando con ellos. Esta ley la aplica por igual a las mujeres desconocidas, los niños, los camareros y la gente que entra a preguntarle cualquier cosa. Contestará la pregunta, pero sin mirar a la cara.
—La ternera en escabeche está de muerte —dije—. Fabulosa. Y la coliflor frita es increíble.
—Creo que comeré eso —dijo Stewart, dejando la carta a un lado.
—¿Y para beber? —preguntó Rosie.
—Prueba el vino blanco. Es fuerte. El complemento perfecto de la ternera en escabeche —le aconsejé.
—Suena bien. Lo probaré. —Rosie asintió y se fue mientras Stewart cabeceaba—. Ojalá tuviera valor para pedir otra cosa. La comida húngara es para los pollos. Vengo porque esto es tranquilo, sobre todo los domingos. Pero luego vuelvo a casa con una indigestión que me tiene en vela la mitad de la noche. Y bien, ¿qué puedo hacer por ti?
—Necesito hacerte algunas preguntas sobre los Hightower.
—¿Qué pasa con ellos? —preguntó con una cautela que no auguraba nada bueno.
Respiré hondo.
—Ahí está el problema. A mi exmarido le dispararon en Los Ángeles. Fue la madrugada del 14 de mayo. Ahora está en coma y no se sabe si saldrá. Por diversas razones, demasiado complicadas para explicarlas ahora, quiero averiguar qué pasó. Y la policía también, por supuesto. —Observé su expresión: inteligente, atenta y sin reflejar nada. Continué—: Los Hightower conocen a Mickey y estoy tratando de determinar si hay aquí alguna conexión.
—¿Cuál es la pregunta? Porque ciertas cosas te las diré, pero otras no.
—Lo entiendo. Me parece justo. ¿Cuál es tu trabajo?
—¿Mi trabajo?
—Sí, qué haces para ellos.
—Chófer, mantenimiento. A veces sirvo a la mesa.
—¿Cuánto tiempo llevas allí?
—Hará dos años en junio. Igual que Clifton. Él se encarga del bar en fiestas como la de ayer. Si no, es el responsable de la casa y del mantenimiento general. Para las averías importantes se llama a una empresa, aunque siempre hay algo roto o que necesita arreglarse.
—¿Y Stephanie? ¿Trabaja para los dos o sólo para Dixie?
—Es la doncella personal de la señora H. Va los lunes y los jueves, de doce a cinco o cinco y media. El señor H se encarga de sus asuntos él solo. Llamadas telefónicas, cartas y compromisos. Lo lleva todo aquí —dijo, golpeándose la sien.
—También hay un cocinero, ¿no?
—Cocinera y personal de limpieza. Dos mujeres se encargan de la lavandería y otra de las flores. Además están los jardineros y el mozo de la piscina. Yo lavo los coches y el todoterreno del señor H. Clifton y la cocinera, que se llama Ima, viven en la finca. Los demás vivimos fuera y acudimos cuando se nos llama.
—¿Cuándo es eso?
—Varía. A mí no suelen necesitarme durante la semana. Los viernes y sábados estoy siempre preparado, sobre todo si van a salir los dos. Otras veces, el señor H prefiere conducir él. A la señora H le gusta el coche. Tienen una limusina para seis pasajeros y a ella le chifla.
—¿Llevaste a alguno de los dos a Los Ángeles la semana pasada?
—No, pero eso no quiere decir que no fueran.
—¿Conoces a Mickey Magruder? ¿Atractivo, cincuentón, expolicía?
—No me suena. ¿Qué tiene que ver?
—Los cuatro nos veíamos hace mucho tiempo. Más de quince años. Mickey y Dixie tenían una aventura por entonces. Tengo razones para creer que han reavivado la llama. Me pregunto si Eric lo sabe.
Stewart pensó un momento y negó con la cabeza.
—Yo no cuento chismes.
—Es de agradecer. ¿Hay algo que puedas contarme?
—Creo que es mejor que les preguntes a ellos —dijo.
—¿Y su relación matrimonial? ¿Se llevan bien?
Stewart guardó silencio y vi que había un conflicto entre su conocimiento y sus reticencias.
—Últimamente no —dijo.