21

La noche era fría. Ni siquiera eran las diez y la calle principal de Colgate estaba abarrotada de coches con la música a todo volumen. Todos los vehículos llevaban las ventanillas bajadas y cuatro o cinco pasajeros, todos buscando acción del género desinhibido. Oí un coro de bocinazos y por mi derecha apareció una limusina rosa con dos recién casados. Iban de pie en el asiento de atrás, asomando la cabeza por el tragaluz del techo. La novia se sujetaba con una mano el velo, que ondeaba tras ella como una estela de humo. En la otra mano llevaba el ramo de flores, con el brazo estirado, como si quisiera imitar la estatua de la Libertad. El novio parecía más bajo, tendría unos dieciocho años y llevaba un esmoquin de color verdoso, camisa blanca con chorreras, pajarita morada, faja, el pelo muy corto y las orejas enrojecidas de frío. Varios coches seguían a la limusina, todos tocando el claxon y casi todos con flores de papel, serpentinas y ristras de latas estrepitosas. Parecían dirigirse al restaurante mexicano que había al final de la manzana donde estaba el Tonk. Otros conductores y peatones tocaban el claxon y gritaban alegremente para saludar al desfile.

Encontré el coche, me puse al volante y me metí en la cola de vehículos que seguía al cortejo. Tuve que ir despacio a la fuerza mientras un coche tras otro giraba a la izquierda y entraba en el aparcamiento del restaurante, aprovechando los huecos del tráfico. Miré a la derecha y vi a Carlin Duffy andando con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos de la cazadora. Sólo lo había visto dos veces, pero su estatura y su pelo de panocha eran inconfundibles. ¿Había estado en el Tonk y no lo había visto? Al parecer, se dirigía al vivero, que quedaba a un par de kilómetros de allí. Con actitud de experto, dio media vuelta y estiró el brazo con el pulgar levantado.

Reduje la velocidad, me detuve y me incliné sobre el asiento del copiloto para abrir la puerta. Pareció sorprendido de que alguien, y en especial una mujer, quisiera llevarlo a aquellas horas.

—Te puedo llevar por la 101 hasta Peterson. ¿Te vale?

—Perfecto.

Con las espuelas tintineando, se deslizó en el asiento del copiloto y cerró la puerta. Miró por encima del hombro con desdén.

—¿Has visto a esos frijoleros? Pandilla de chicanos. El novio parece que tenga trece años. Seguro que la ha dejado preñada. Tendría que haber dejado el pájaro quieto en el bolsillo.

—Bonita conversación —dije.

Me miró con curiosidad. Sus rasgos eran muy poco atractivos de cerca: cara estrecha, ojos claros y una nariz larga y afilada. Tenía un incisivo salido y el resto de los dientes era un acordeón de bordes que se superponían entre vislumbres de oro. El color del pelo se debía al agua oxigenada, aunque se veía una capa más oscura en las raíces. Olía a rayos, como a madera chamuscada y calcetines sucios.

—Yo te he visto antes —dijo.

—En el Honky-Tonk. Vengo de allí.

—Yo también. He ganado al billar un montón de dinero a unos morenos. ¿Cómo te llamas?

—Kinsey. Y tú Carlin Duffy. Te he estado buscando.

Se volvió para dedicarme una mirada rápida y luego clavó la vista en el parabrisas con cara impenetrable.

—¿Para qué?

—Conoces a Mickey Magruder.

Me midió con los ojos y se volvió para mirar por su ventanilla. Su voz sonó entre hosca y a la defensiva.

—No tengo nada que ver con ese asunto de Los Angeles.

—Ya lo sé. Pensé que entre los dos descubriríamos de qué se trataba. ¿Tus amigos te llaman Carlin?

—Duffy. No soy una fruta —dijo, mirándome con picardía—. Eres poli, ¿verdad?

—Lo fui. Ahora soy investigadora privada y trabajo por mi cuenta.

—¿Qué quieres de mí?

—Que hablemos de Mickey. ¿Cómo os conocisteis?

—¿Por qué he de decírtelo?

—¿Por qué no has de hacerlo?

—No sé nada.

—Quizá sepas más de lo que crees.

Meditó lo que le había dicho y casi llegué a ver su cerebro moviéndose. Duffy era de los que no dan nada gratis.

—¿Estás casada?

—Divorciada.

—Te diré lo que vamos a hacer. Compraremos un paquete de seis cervezas e iremos a tu casa. Hablaremos todo lo que quieras.

—Si estás en libertad condicional, lo que menos necesitas es saltarte la prohibición de beber alcohol.

Duffy me miró con recelo.

—¿Quién está en libertad condicional? Ya cumplí y soy libre como un pájaro.

—Entonces vamos a tu casa. Tengo compañera de piso y no puedo llevar amigos a estas horas.

—No tengo casa.

—Claro que sí. Vives en el cobertizo del vivero de Bernie Himes.

Dio una patada en el suelo y se pasó una agitada mano por el cabello.

—¡Maldita sea! ¿Cómo lo sabes?

Me toqué la sien.

—También sé que eres hermano de Benny Quintero. ¿Quieres hablar de él?

Habíamos pasado de largo la salida que conducía al vivero y seguíamos por la autovía, rumbo a las montañas.

—¿Adónde vas?

—A la tienda de licores —contesté y paré en una antigua estación de servicio reconvertida en pequeño supermercado. Saqué un billete de veinte dólares del bolso y dije—: Yo invito. Compra lo que quieras.

Miró el billete, se lo guardó y bajó del coche con agitación mal contenida. Lo miré a través del cristal mientras recorría un pasillo tras otro. Yo no podría hacer nada si optaba por dirigirse a la puerta trasera e irse andando. Pero debió de pensar que no valía la pena. A mí me bastaría con ir al vivero y esperarlo allí.

El dependiente no le quitaba los ojos de encima. Seguramente esperaba que robase algo o sacara una pistola y pidiera todo el dinero de la caja. Duffy sacó del frigorífico dos paquetes de botellas de cerveza y mientras volvía por el pasillo cargó con una bolsa grande de patatas fritas y un par de chucherías. Fue al mostrador, pagó con mi billete de veinte dólares y se metió el cambio en el bolsillo.

Cuando volvió al coche, su humor parecía haber mejorado.

—¿Has probado el regaliz con cerveza? He comprado patatas, ganchitos y otras porquerías.

—Se me hace la boca agua —dije—. Oye, ¿de dónde es tu acento? ¿De Kentucky?

—Sí, señora.

—Apuesto a que es de Louisville, ¿me equivoco?

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo instinto para esas cosas.

—Eso parece.

Una vez confirmadas mis prodigiosas facultades, volví a la autovía, giré a la derecha por la travesía y entré en el aparcamiento del vivero. Estacioné el coche delante del centro de jardinería, que estaba cerrado y bañado por una luz fluorescente. Cerré el coche, me colgué el bolso del hombro y seguí a Carlin Duffy por el sendero cubierto de mantillo. Era como pasear por un bosque denso y ordenado, con amplias avenidas perfectamente trazadas entre árboles plantados en macetones, equidistantes y de todas las clases imaginables. Apenas podía reconocerse alguno en la oscuridad, pero algunas formas eran inconfundibles. Identifiqué palmeras y sauces, enebros, robles y pinos. Los otros árboles no los conocía por el nombre y para mí sólo eran figuras colgantes dispuestas en filas y que susurraban movidas por el viento.

Duffy parecía indiferente a lo que nos rodeaba. Iba de sendero en sendero, encorvado para protegerse del aire nocturno, y yo detrás, a unos diez pasos de distancia. Al llegar al cobertizo se detuvo y buscó las llaves. Estaba construido con tablas pintadas de verde oscuro. El tejado era plano y sólo se veía una ventana. Abrió el candado y entró. Esperé a que encendiera la luz y lo seguí. El interior medía unos nueve metros por doce y estaba dividido en cuatro cuartos pequeños que contenían dos carretillas elevadoras, un minitractor y una grúa que debía de utilizarse para plantar árboles jóvenes. Cualquier trabajo más complicado exigiría un equipo mayor, y probablemente se alquilaba cuando hacía falta.

Las paredes carecían de aislamiento, el suelo estaba sucio y la piedra artificial crujía bajo nuestros pies. En un cuarto había lonas y mantas del ejército que colgaban del techo formando una especie de subhabitación. Dentro había un camastro de madera y lona, con un saco de dormir enrollado en un extremo. Entramos en el refugio, que iluminaba una bombilla de sesenta vatios. También había una estufa eléctrica, un hornillo de dos quemadores y una nevera portátil del tamaño de un paquete de doce cervezas. Las ropas de Duffy colgaban de una serie de clavos que había en la pared: unos vaqueros, una cazadora de aviador, una camisa de lana, unos pantalones de cuero negro, un chaleco de cuero negro y dos camisetas de tirantes. Quisquillosa como soy por naturaleza, no tuve más remedio que cavilar sobre la ausencia de ropa interior limpia y de medios para bañarse y cepillarse los dientes. Duffy no era hombre con quien resultara recomendable sostener una larga charla en un espacio pequeño y sin ventilar.

—Acogedor —dije.

—Suficiente. Siéntate en el camastro, que yo pondré esto aquí.

—Gracias.

Dejó la bolsa del supermercado en un cajón de naranjas y sacó el paquete de cervezas. Retiró dos y colocó el saldo en la nevera portátil. Rebuscó en los bolsillos, sacó un abrebotellas y abrió las dos cervezas. Apartó la suya para abrir la bolsa de patatas y una lata de salsa de judías, que me alargó. Tomé un puñado de patatas fritas y me las puse en el regazo, sujetando la lata para poder mojar las patatas.

—¿Quieres un plato de cartón?

—No hace falta —dije.

Duffy despejó el cajón de naranjas y lo utilizó de taburete para sentarse. Abrió la caja de pastillas de regaliz dulce y se metió dos en la boca, sorbiendo a continuación la cerveza con un suspiro de placer. No tardaría en tener los dientes y la lengua negros como el carbón. Se inclinó y encendió la estufa eléctrica. Las resistencias se pusieron rojas casi en el acto y el metal empezó a crujir. La estrecha franja de aire caliente hizo que, en comparación, el resto del cuarto pareciera mucho más frío. Confieso que aquello de la habitación dentro de otra habitación resultaba en cierto modo atractivo. Me recordaba las casitas que hacía de pequeña poniendo mantas encima de mesas y sillas.

—¿Cómo diste conmigo? —preguntó.

—Fue fácil. Te pararon y denunciaron por no llevar la luz trasera. Cuando comprobaron tu nombre en los ficheros, apareciste con toda tu gloria. Has pasado mucho tiempo en la cárcel.

—Vaya, ¿te das cuenta? Un montón de mentiras. De acuerdo, he hecho algunas cosas malas, pero nada terrible.

—Nunca has matado a nadie.

—Exacto. Tampoco he robado a nadie. Ni he utilizado armas de fuego… Bueno, sólo una vez. Nunca he tenido nada que ver con drogas, ni he tonteado con mujeres que no quisieran tontear conmigo, y nunca le he puesto la mano encima a ningún niño. Además, no he pasado encerrado ni un solo día por delitos nacionales. Todo ha sido municipal y del condado, lo máximo un arresto de noventa días. Imprudencia criminal, ¿qué coño quiere decir eso?

—No lo sé, Duffy. Dímelo tú.

—Disparo accidental de arma de fuego —dijo con desdén. Parecía tan descaradamente inventado que me sorprendió que lo admitiera—. Fue en Nochevieja… hace un par de años. Yo estaba en un motel, pasándomelo de maravilla y haciendo el burro, como todo el mundo. Se me escapó un tiro y, antes de darme cuenta de lo que pasaba, la bala atravesó el techo y le dio a una señora en el culo. ¿Acaso fue culpa mía?

—¿Tuya? —dije con idéntica indignación.

—Además, la cárcel no es tan mala. Hay limpieza y calor confortable. Hay voleibol, cuartito de baño privado y tele en color. La comida apesta, pero el médico no cuesta un centavo. De todas formas, la mitad del tiempo no sé qué hacer. Me sube la presión y estallo. La cárcel es como una especie de tiempo muerto hasta que la cabeza se me pone bien.

—¿Cuántos años tienes? —pregunté.

—Veintisiete. ¿Por qué?

—Ya eres mayorcito para que te manden a tu habitación sin postre.

—Supongo que sí. Procuro enmendar mi conducta ahora que estoy fuera. Pero es divertido saltarse las reglas. Hace que te sientas libre.

—Yo tengo algo que ver con eso —dije—. ¿Has tenido alguna vez un trabajo de verdad?

Pareció un poco ofendido.

—Soy operario de maquinaria pesada. Fui a la escuela en Tennessee y me dieron el título. Andamios, grúas, carretillas elevadoras, palas mecánicas, lo que quieras. Niveladoras, excavadoras, apisonadoras, remolcadoras, cualquier cosa que hayan hecho Caterpillar o John Deere. Tendrías que verme. Me siento en la cabina y derecho a la urbe. —Estuvo unos momentos haciendo ruido de motores con la boca, utilizando la botella de cerveza como palanca mientras maniobraba con una carga imaginaria.

—Háblame de tu hermano.

Dejó la botella vacía a sus pies, apoyó los codos en las rodillas y su cara se animó.

—Benny era el mejor. Me cuidaba mejor que mis padres. Lo hacíamos todo juntos, menos cuando se fue a la guerra. Yo sólo tenía seis años entonces. Me acuerdo de cuando volvió a casa. Había estado en el hospital y en un centro de rehabilitación, por la cabeza. A partir de entonces mamá dijo que había cambiado. Decía que se había vuelto imprevisible y brusco, y más lento de reflejos. A mí no me importaba. En 1971 compró la Triumph: motor de tres cilindros y pedal doble. Era de segunda mano, pero muy chula. Por aquel entonces casi nadie tenía una Harley Davidson. Ni motos japonesas, qué va. Todo era BSA y Triumph. —Me indicó por señas que le pasara las patatas y la lata de salsa.

—¿Qué le trajo a California?

—Fijo no lo sé. Creo que tenía que ver con el subsidio que percibía, la Administración de Veteranos que le pedía papeles.

—¿Por qué no lo arregló en Kentucky? Allí tiene que haber oficinas de la Administración de Veteranos.

Duffy agachó la cabeza, masticando patatas fritas mientras se limpiaba los labios con el dorso de la mano.

—Conocía a alguien aquí que podía ayudarle a saltarse todo el rollo burocrático. Oye, he comprado frutos secos. Alcánzame la bolsa, por favor.

Empujé la bolsa marrón hacia él. Duffy sacó una lata de cacahuetes y tiró de la anilla. Echó unos cuantos en su mano y otros pocos en la mía.

—¿Alguien de la AV? —pregunté.

—Nunca me dijo quién era, y si lo hizo no lo recuerdo. Yo era un niño entonces.

—¿Cuánto tiempo pasó Benny aquí antes de morir?

—Un par de semanas. Mamá tuvo que venir a recoger el cuerpo para enterrarlo; además, también se encargó de que llevaran la moto a casa. Yo voy a visitarlo siempre que puedo. Tienen una zona en el cementerio de Cave Hill sólo para veteranos.

—¿Qué le contaron a tu madre sobre las circunstancias de su muerte?

—Un poli le dio una paliza. Se pelearon en el Honky-Tonk y Benny murió a consecuencia de las lesiones.

—Tuvo que ser duro.

—Veo que lo entiendes. Fue entonces cuando empecé a tener problemas con la ley —dijo—. Pasé por el reformatorio hasta que crecí y me trataron como a un adulto.

—¿Cuándo viniste aquí?

—Hace cinco o seis meses. Mi padre murió en septiembre. De un enfisema, fumaba tres paquetes al día. Incluso al final seguía fumando, conectado a la botella de oxígeno y arriesgándose a saltar por los aires. Mamá murió un mes después. Creo que le falló el corazón mientras recogía hojas secas. Yo me encontraba en la cárcel del condado de Shelby por conducir en estado de embriaguez. Eso sí que fue una injusticia. Al hacerme la prueba del alcohol, sólo me pasaba un par de puntos por encima del límite. Una mierda, eso es lo que yo digo. En todo caso, cuando me soltaron, me fui para casa en autostop, y allí estaba, toda la casa para mí, además de los muebles, la moto y un montón de trastos. Me costó arreglar la moto.

—Te sentirías raro.

—Pues sí. Me movía por la casa haciendo lo que me daba la gana, pero no era divertido. Me sentía solo. Cuando pasas un tiempo en la cárcel, te acostumbras a tener gente alrededor.

—¿Y después?

—Bueno, mamá siempre conservó la habitación de Benny como estaba. Ropa en el suelo y la cama igual de revuelta que cuando la dejó el día que vino a California. Recogí las cosas, limpié, ordené y tiré lo que no hacía falta. Por una parte tenía curiosidad y por otra necesitaba hacer algo. Entonces encontré la caja fuerte de Benny.

—¿Qué clase de caja era?

—De metal gris, de este tamaño. —Abrió las manos para indicar una caja de unos treinta centímetros por quince—. Estaba debajo de la cama, metida entre los muelles del somier.

—¿Todavía la tienes?

—No. El señor Magruder se la llevó y debió de esconderla en algún sitio.

—¿Qué había en la caja?

—Veamos. Un pase de prensa que pertenecía a un tal Duncan Oaks. Las chapas de identificación de Oaks y una foto en blanco y negro de Benny con un tipo que supusimos que sería Oaks.

Otra vez Duncan Oaks. Me pregunté si Mickey habría guardado los objetos en algún banco. Tomé nota mentalmente. La próxima vez que fuera volvería a intentarlo. Hasta el momento no había encontrado ninguna llave de ninguna caja de seguridad, pero quizás otro registro diera resultado.

—Háblame de tu relación con Mickey.

—El señor Magruder es buen tipo. Me cae bien. Es perro viejo. Una vez me dio en el culo una patada tan fuerte que nunca la olvidaré. Me atizó en la mandíbula y todavía se me mueve un diente. —Me enseñó un incisivo para ilustrar el argumento.

—¿Por qué viniste a California? ¿Para seguirle la pista?

—Sí, señora.

—¿Cómo lo encontraste? Se fue a vivir a Culver City hace catorce años. Era muy reservado con su teléfono y su dirección.

—Joder, ya lo sé. Me los consiguió Tim, el propietario del Tonk. Fui al bar nada más llegar, porque allí fue donde había ocurrido la pelea entre él y mi hermano. Supuse que alguien lo recordaría y me diría dónde estaba.

—¿Qué intenciones tenías?

—Matarlo, ¿qué si no? Había oído que había sido quien había zurrado a mi hermano. Después de hablar con él vi las cosas de otra forma.

—¿De qué forma?

—Él pensaba que le habían tendido una trampa y yo estuve de acuerdo.

—¿Cómo es eso?

—Tenía una coartada. Le estaba poniendo los cuernos a su mujer y no quería que se enterase, por eso tuvo que cerrar la boca. Hablé con un poli que decía que lo había visto todo. La pelea había consistido en insultos y empujones. No cruzaron ni un puñetazo. Supongo que alguien llegó después y le dio a Benny una somanta. Lo que lo mató fue la placa de metal que llevaba en la cabeza. La sangre se le metió en el cerebro y se le hinchó como si fuera una esponja.

—¿Recuerdas el nombre del policía?

—Shackelford. Lo he visto esta noche en el Honky-Tonk.

—¿Y la foto de la caja?

—Dos tíos en la quinta puñeta, supongo que en Vietnam. Palmeras al fondo. Benny lleva el uniforme y el casco grande y viejo que él mismo decoró con el símbolo de la paz. Ya lo conoces. Es como un esternón de pollo con una cosa que sale por el extremo. Benny sonríe como si hubiera comido mierda y apoya el brazo en los hombros del otro tío, que está desnudo hasta la cintura. El otro tiene un cigarrillo en los labios. Parece que la chapa que lleva es como las que hay en la caja.

—¿Qué aspecto tiene?

—Joven, sin afeitar, con cejas grandes y oscuras y bigote negro; pinta sucia, de soldadito que trabaja. Sin pelo en el pecho. Algo amariconado en este aspecto.

—¿Había nombres o fechas en el dorso de la foto?

—No, pero está claro que es Benny. Tenía que ser en 1965, entre el 10 de agosto, que fue el día que embarcó, y el 17 de noviembre, que es cuando lo hirieron. Benny se hallaba en la Drang con el dos siete cuando un francotirador le dio en la cabeza. Tenían que evacuarlo de inmediato, pero los helicópteros no pudieron aterrizar debido al tiroteo. Cuando se lo llevaron, dijo que los muertos y los heridos estaban amontonados como troncos de leña.

—¿Cuál era la teoría de Mickey?

—No me contó nada. Dijo que investigaría, es todo lo que sé.

—¿Dónde está ahora la caja? Me gustaría ver su contenido.

—Dijo que tenía un sitio donde guardarla. Aprendí a no meterme en sus asuntos. Él es el que manda.

—Volvamos a Duncan Oaks. ¿Qué tiene que ver en esto?

—Ni idea. Supongo que era de la unidad de Benny.

—Es lo que Mickey estaba investigando. Sé que llamó a un instituto de Louisville…

—Al Manual, seguro. Benny estuvo en el Manual. Jugaba al rugby y a todo.

—No fue al Manual —dije—, sino al Instituto Masculino de Louisville. Habló con la bibliotecaria acerca de Duncan Oaks. Al día siguiente tomó un avión y se marchó allí. ¿Hablaste con él después de su vuelta?

—No tuve oportunidad. Lo llameé un par de veces. Como no respondía, decidí ir a su casa. Es de locos. Supuse que me esquivaba.

—¿No sabías que le habían disparado?

—No. Entonces no. Me lo dijo un tipo de allí. El que vive al lado. He olvidado su nombre, sonaba raro.

—¿Wary Beason?

—Ese es. Le rompí la ventana y así nos conocimos. —Duffy tuvo el detalle de hacer como que se avergonzaba por lo de la ventana. Sin embargo, no parecía entender que era yo quien había estado allí aquella noche.

Cuando me di cuenta, estaba mirando al suelo y dando vueltas a lo que estaba pasando. ¿Cómo encajaban las piezas? Tim Littenberg y Scott Shackelford habían combatido en Vietnam, pero más tarde. Benny había estado al principio de la guerra y por poco tiempo. Tim y Scottie fueron después, a principios de los años setenta. También estuvo Eric Hightower, cuya segunda excursión se interrumpió cuando pisó una mina y perdió las dos piernas. También esto había ocurrido mucho después de que Benny volviera a casa. ¿Y qué tenía que ver todo aquello con los dos tiros que le habían disparado a Mickey? Lo conocía lo bastante para saber que andaba detrás de algo, pero ¿qué era?

—¿Estás aquí?

Levanté los ojos y vi a Duffy mirándome con preocupación. Dejé a un lado la cerveza, ya caliente.

—Creo que por hoy renuncio. Necesito tiempo para asimilar la información. Por el momento no se me ocurre cómo encaja nada de esto…, si es que encaja de alguna manera —dije—. Puede que vuelva a hablar contigo cuando haya meditado. ¿Estarás por aquí?

—Aquí o en el Tonk. ¿Quieres que te acompañe hasta el coche?

—Sí, por favor —dije—. Está oscuro como boca de lobo.