Recorrí el aparcamiento que había enfrente del Honky-Tonk y milagrosamente encontré sitio seis plazas más allá. No eran aún las nueve y los marchosos del sábado noche empezaban a concentrarse. El Tonk no estaría en plena ebullición hasta las diez, cuando llegara el grupo de música. Crucé la calle y me detuve mientras una furgoneta roja y blanca ronroneaba en punto muerto al lado de los cubos de basura. No se veía al conductor, pero en uno de los laterales ponía PLAS-STOCK. Vi que las luces del primer piso estaban encendidas. Los desplazamientos de las sombras sugerían que alguien se movía por allí.
Acabé de cruzar la calle y me aproximé al bar por detrás. Fingiendo indiferencia, traté de abrir la puerta trasera, pero estaba cerrada con llave. Claro, sería una estupidez dejarla abierta para que los listillos se colaran sin pagar. Fui a la puerta delantera. El gorila me recordaba de la noche anterior, dio un manotazo al aire cuando fui a enseñarle la documentación y me estampó el sello. Era la tercera noche seguida que iba a aquel antro y empezaba a sentirme una cliente habitual. Durante el tiempo que Mickey y yo estuvimos casados, íbamos allí cuatro noches de cada siete y por aquel entonces no parecía extraño. Era lo que solían hacer él y sus compañeros cuando salían del trabajo. Como yo estaba con Mickey, hacía lo mismo que él. El Honky-Tonk era como la familia y proporcionaba un contexto social a quienes no teníamos vínculos personales. Al mirar atrás me doy cuenta de la enorme cantidad de tiempo que perdíamos allí, pero quizás era nuestra forma de evitarnos y de eludir la parte seria del matrimonio, que es la intimidad. Sigo siendo un desastre para las relaciones estrechas, ya que he tenido muy poca práctica en los últimos tropecientos años.
Encontré un taburete vacío en la barra y pedí una cerveza. Me senté de espaldas a la pared con espejo donde estaban las estanterías de las botellas, con un codo en la barra y moviendo el pie al ritmo de la música anónima que tal vez estuviera sonando. Vi a Thea en el mismo instante en que ella me vio a mí. Me sostuvo un momento la mirada con expresión rígida y tensa. Ya no vestía el chaleco de cuero que le dejaba al descubierto los brazos, sino un jersey de cuello alto con unos tejanos ceñidos. Llevaba un cinturón de plata con una hebilla que parecía una cerradura, con el ojo de la llave diseñado como un corazón. Con aire preocupado, tomó nota de los pedidos de una mesa de cuatro personas, fue a la barra, habló brevemente con Charlie y vino hacia mí.
—Hola, Thea —saludé. Enseguida me di cuenta de que estaba de un humor de perros—. ¿Estás enfadada?
—Mira quién pregunta. ¿Por qué no me contaste lo de Mickey? Sabías que le habían disparado y no me dijiste nada.
—¿Cómo te has enterado?
—Nos lo dijo el padre de Scottie. Has hablado al menos dos veces conmigo, podías habérmelo dicho.
—Thea, no iba a venir aquí y anunciarlo en frío. No sabía que fuerais amigos hasta que preguntaste por la cazadora. Por entonces sospechaba que pasaba algo más.
Lanzó una mirada de inquietud hacia una mesa situada junto a la puerta de la sala de billares y donde se hallaba Scottie con dos hombres que nos daban la espalda. Al parecer, Scottie nos había estado observando. En aquel momento se disculpó ante sus compañeros, se levantó de la silla y se acercó con una botella de cerveza en la mano. Era imposible no advertir el cambio que se había operado en su aspecto. Llevaba el bigote bien cortado y se había afeitado la perilla. También se había vestido mejor, nada del otro mundo, pero quedaba atractivo. Botas camperas, vaqueros y camisa vaquera azul con las mangas abotonadas en las muñecas. Pensé que se había cortado el pelo, pero al acercarse vi que se lo había recogido detrás con una goma.
—Por favor, no digas nada —murmuró Thea—. Me mataría si lo supiera.
—¿A qué hora terminas aquí? ¿Podríamos reunimos para hablar?
—¿Dónde?
—¿Qué te parece la cafetería que no cierra que hay al lado de la autovía?
—A las dos, pero no te lo prometo…
Scottie llegó a nuestra altura y callamos. Su sonrisa era agradable y su voz suave.
—Hola. ¿Qué tal? Tengo entendido que eres amiga de mi padre. Soy Scott Shackelford. —Alargó la mano y se la estreché. No vi indicios de que estuviera drogado o borracho.
—Mucho gusto en conocerte —dije—. Tim me dijo quién eras, pero no tuve la oportunidad de presentarme.
Pasó el brazo izquierdo por los hombros de Thea y la cerveza quedó delante de la boca de la joven. El gesto fue a la vez indiferente y posesivo.
—Ya veo que conoces a Thea. ¿Cómo estás, pequeña? —preguntó. La besó con afecto en la mejilla. Los ojos de Thea no se apartaban de mí mientras murmuraba algo neutral. El abrazo de Scott no la volvía loca precisamente.
Scott se dirigió a mí con voz preocupada.
—Nos hemos enterado de lo de Mickey. Vaya putada. ¿Qué tal está?
—Está bien. He llamado esta mañana y la enfermera dijo que seguía igual.
Cabeceó.
—Lo siento por él. No lo conocía mucho, pero solía venir por aquí… ¿Cuánto? ¿Cada dos semanas?
—Más o menos —respondió Thea.
—De todas formas, hace meses que no viene.
—He oído que vendió el coche, así que quizá por eso no venía tan a menudo —dije, mientras buscaba una excusa convincente para escaparme. Había ido allí en busca de Duffy y no lo veía por ninguna parte.
—A propósito —repuso Scottie—, Tim dijo que si venías, que quiere hablar contigo.
—¿De qué?
—Ni idea.
—¿Dónde está?
Miró a su alrededor con indiferencia, con las comisuras de la boca hacia abajo.
—No estoy seguro. Lo he visto hace un rato. Estará en su despacho, a no ser que haya ido a otra parte.
—Ya lo veré luego. Ahora…
—Oye, ¿sabes qué? Mi padre y un amigo suyo están sentados ahí. ¿Por qué no vas a saludarlo? —Señaló a los dos hombres con los que le había visto antes.
Miré la hora.
—Oh, cielos. Ojalá pudiera, pero tengo una cita.
—No seas así. Le gustaría invitarte a una copa. Si pregunta alguien, Thea o Charlie le dirán dónde estás, ¿verdad, Thea?
—Tengo que volver al trabajo —replicó Thea. Se deshizo del abrazo y volvió a la barra, donde la esperaba el último pedido. Recogió la bandeja y se alejó sin mirarnos.
Scottie la siguió con los ojos.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé. Oye, estaba a punto de ir al lavabo. Volveré enseguida, aunque la verdad es que no puedo quedarme mucho rato.
—Hasta luego —dijo.
Scottie echó a andar hacia la mesa. Llegué a la conclusión de que había cambiado su aspecto por deferencia a su padre. Pete Shackelford siempre había sido muy exigente con la higiene personal. Yo me dirigí a la izquierda, hacia los lavabos. Cuando estuve fuera de su campo visual, me encaminé a la puerta trasera por el pasillo. No tenía la menor intención de tomarme una copa con Shack. Sabía demasiado de mí y, por lo que sabía yo, ya estaba preparado para tirarme de la lengua.
Me detuve al pasar por delante del breve corredor donde estaba el despacho de Tim. Pegadas a la pared había unas cajas cubiertas por una lona. Me venció la curiosidad y eché un rápido vistazo: diez cajas precintadas, con el logotipo de Plas-Stock en los lados. Estaba claro que las habían descargado de la furgoneta que había visto fuera. Volví a colocar la lona. Las cuatro puertas que había en aquel pasillo estaban cerradas, pero vi una débil raya de luz por debajo de la tercera puerta, que quedaba a la izquierda. Había estado cerrada con llave la última vez que había andado por allí y no pude sino preguntarme si seguiría cerrada. Miré alrededor con indiferencia. Me encontraba sola en el pasillo y no tardaría más de dos segundos en comprobarlo. Fui hacia la izquierda y puse la mano en el pomo, procurando que no gimiera al girarlo. Vaya. Abierta. Me pregunté qué habría allí para necesitar tantas medidas de seguridad.
Empujé la puerta y asomé la cabeza. El espacio que vi tenía el tamaño justo para albergar el pie de unas escaleras y, a la izquierda, una especie de armario empotrado, con candado en la puerta. Vi una débil luz al final de la estrecha serie de peldaños. Entré, cerré con cuidado la puerta del pasillo y empecé a subir. No era mi intención pasar inadvertida, pero me di cuenta de que subía apoyando los pies en los extremos de los peldaños para reducir las probabilidades de que crujiesen.
En lo alto de la escalera había un descansillo de unos tres metros cuadrados, con una escalera de mano pegada a una pared y que probablemente conducía al tejado. La única puerta que daba al descansillo estaba entornada y de dentro salía luz. La abrí del todo. La habitación era inmensa, ya que se perdía en las sombras del fondo y sin duda abarcaba a lo largo y a lo ancho las cuatro grandes salas de abajo. El suelo era de linóleo y estaba desgastado por donde multitud de pies sucios lo habían desteñido. Vi muchos enchufes a lo largo de las paredes y media docena de espacios vacíos y grandes. El ambiente estaba cargado con el calor seco que produce el mal aislamiento. Las paredes eran de contrachapado sin barnizar. Vi una mesa de madera, dos docenas de sillas plegables y un gran cubo de basura lleno. Había supuesto que por allí habría cajas de vino y cerveza, pero no había nada. ¿Qué había imaginado? ¿Drogas, inmigrantes ilegales, pornografía infantil, prostitución? En el peor de los casos, material de restaurante roto y anticuado, la vieja máquina de discos, recuerdos de Nocheviejas y San Patricios celebrados hacía años. Pero allí no había nada.
Recorrí la estancia procurando no hacer ruido. No quería que me oyeran abajo y se preguntaran quién andaba por allí. Seguía sin ver nada interesante. Dejé las luces como estaban y bajé por las escaleras. Volví a poner cuidadosamente la mano en el pomo y lo giré con el mayor sigilo. El pequeño corredor parecía vacío. Salí y cerré la puerta, amortiguando el chasquido con la palma de la mano.
—¿Puedo ayudarte?
Tim me habló desde las sombras que bañaban la parte izquierda de la puerta.
Di un chillido. Levanté las manos y se me cayó el bolso, todo su contenido se desparramó por el suelo.
—¡Mierda!
Tim se echó a reír.
—Perdona. Creía que me habías visto. ¿Qué estabas haciendo?
Llevaba ropa informal, vaqueros y un jersey de punto con escote de pico.
—Nada. Me equivoqué de puerta —respondí. Me puse de rodillas para recoger los objetos del bolso, que se habían ido por todas partes—. Scottie me dijo que querías verme. Fui a tu despacho, pero no estabas allí. Esta puerta no estaba cerrada con llave, así que la abrí y entré. Supuse que estarías dentro y grité «¡yuju!».
—¿De veras? Pues no te oí.
Se agachó y puso derecho el bolso. Empezó a meter el contenido mientras yo lo observaba con fascinación. Por suerte, yo no llevaba ninguna pistola encima y él no pareció percatarse de la presencia de las ganzúas.
—No sé cómo os apañáis las mujeres —dijo—. Fíjate. ¿Qué es esto?
—Cepillo dental de viaje. Soy algo fanática.
—¿Y esto? —dijo sonriendo y levantando una caja de plástico.
—Tampones.
Al recoger mi billetera, se abrió por donde tengo el permiso de conducir y lo miró con indiferencia. Al otro lado estaba la fotocopia de la licencia de investigadora privada, pero no dio a entender si se había fijado o no. Metió la billetera en el bolso. De todas formas, Shack había tenido que contarles a qué me dedicaba.
—Oye, déjame a mí —dije, con ganas de moverme para que no viera que me temblaban las manos. Cuando ya lo habíamos recogido todo, me puse en pie—. Gracias.
—¿Quieres ver lo que hay arriba? Vamos. Te lo enseñaré.
—La verdad es que no. Ha sido suficiente. Ya eché un vistazo hace unos minutos. Esperaba que todavía conservases la vieja máquina de discos.
—Por desgracia, no. La vendí poco después de que compráramos el bar. Hay mucho espacio arriba, ¿verdad? Estamos pensando en ampliarlo. Lo utilizábamos de almacén hasta que se me ocurrió que podía darle un uso mejor a un sitio tan grande. Lo único que tengo que hacer es cumplir las normas del departamento de bomberos, entre otras cosas.
—¿Y qué harás? ¿Poner más mesas?
—Otra barra y una pista de baile. Pero primero tenemos que negociar con el ayuntamiento de Colgate y con la comisión urbanística del condado. Pero no era de esto de lo que quería hablarte. ¿Quieres venir a mi despacho? No tenemos por qué quedarnos aquí, hablando a oscuras.
—Estamos bien aquí. Le dije a Scottie que me acercaría a su mesa para tomar una copa con su padre.
—Nos hemos enterado de lo de Mickey.
—Las noticias vuelan.
—No tan rápido como crees. Shack nos ha dicho que fuiste policía hace tiempo…
—¿Y qué?
Respondió de inmediato.
—Pensamos que estás investigando por tu cuenta. —«Gracias», me dije, «gracias, Pete Shackelford Cabrón». Me esforcé por concretar mi respuesta. Tim añadió—: Tenemos un amigo en Los Ángeles que podría ayudarte.
—Ah, ¿sí? ¿Quién?
—Un músico de Culver City que se llama Wary Beason. Es vecino de Mickey.
Las orejas se me enderezaron como a un perdiguero.
—¿Cómo es que lo conoces?
—Por su banda de jazz. Ha actuado aquí un par de veces. Tiene mucho talento.
—El mundo es un pañuelo.
—No. Mickey le dijo que aquí actuaban grupos, Wary se puso en contacto con nosotros e hizo una prueba. Nos gustó cómo sonaba.
—Me sorprende que Wary no te llamara para contarte lo del tiroteo.
—Sí, a nosotros también. Hemos tratado de localizarlo, pero hasta ahora no ha habido suerte. Pensamos que si ibas a Los Ángeles, querrías hablar con él.
—Quizá lo haga. ¿Te importa si te hago un par de preguntas?
—En absoluto. No hay problema.
—¿Qué es Plas-Stock?
—Platos, cubiertos y vasos de plástico, esas cosas. Vamos a organizar un bufé libre el puente del Día de los Caídos. Si te interesa, estás invitada. ¿Algo más?
—¿Llegaste a pagarle a Mickey los diez de los grandes que le debías?
Su sonrisa perdió brillo.
—¿Cómo te has enterado?
—Lo vi en sus papeles; la nota decía que el plazo de la devolución vencía el 15 de enero.
—Exacto, pero entonces andaba justo de dinero y me dio una prórroga. Le pagaré en julio.
—Si está vivo —dije—. ¿Por eso venía tan a menudo? ¿Para negociar las condiciones?
—A Mickey le gusta el alcohol.
—Me extraña que te prorrogara el plazo cuando tenía tantos problemas económicos.
Tim pareció sorprendido.
—¿Mickey tenía problemas de dinero? Eso es nuevo para mí. La última vez que lo vi no parecía un hombre en apuros. ¿Crees que el tiroteo tuvo que ver con la economía?
—La verdad es que no lo sé. Yo quería saber por qué pasaba tanto tiempo aquí.
Tim cruzó los brazos y se apoyó en la pared.
—No digas a nadie que te lo he dicho, y menos a Scottie, pero si quieres saber mi opinión, Mickey quería tirarse a Thea.
—¿Y ella? ¿Sentía interés por él?
—Digámoslo de este modo: no, si es inteligente. Scottie no es de los tipos con los que se puede jugar. —Vi que levantaba los ojos para mirar a alguien que había en el pasillo—. ¿Me estás buscando?
—Charlie necesita tu firma en una factura. El tipo quiere un cheque antes de volver a Los Ángeles.
—Enseguida voy.
Miré hacia atrás. La camarera ya había girado sobre sus talones y desaparecido.
Tim me dio unas palmaditas en el brazo.
—Será mejor que me ocupe de eso. Cualquier cosa que te apetezca, seguro que está en la casa.
—Gracias.
Lo seguí y entré en el bar mientras echaba un vistazo alrededor, por si veía a Duffy.
Seguía sin haber el menor rastro de él. Shack, en la mesa de Scottie, me vio y me hizo un saludo con la mano. No había forma de librarme esta vez. Shack disfrutaba sin duda con la oportunidad de quemarme profesionalmente. Scottie se volvió para ver a quién saludaba su padre y me indicó por señas que me acercara. Me sentía como una mula, resistiéndome con obstinación aunque tirasen de mí.
Shack estaba sentado al otro lado de la mesa y se puso en pie.
—Vaya, vaya. Mira quién llega aquí. Precisamente estábamos hablando de ti.
—No lo dudo.
—Siéntate, siéntate. Acerca una silla.
El otro comensal se levantó y se sentó de forma respetuosa, el equivalente físico del caballero que se levanta el sombrero al ver a una señora.
—No puedo quedarme mucho rato —dije.
—Claro que puedes —replicó Shack. Arrastró una silla de una mesa próxima y me la acercó. Me senté con el ánimo resignado. La mirada de Shack no se apartaba de su hijo, y la satisfacción y el orgullo aligeraban sus facciones, por lo general mustias. Vestía una camisa de cuadros, sin cerrar del todo, a causa del grosor de su cuello. Su compañero andaba por los cincuenta, llevaba el pelo gris muy corto y su piel curtida sugería muchos años pasados al sol. Al igual que Shack, era corpulento, de hombros musculosos y con una barriga que le sobresalía como si estuviera embarazado de seis meses.
Shack lo señaló con el pulgar y dijo:
—Este es Del. Kinsey Millhone.
—Hola.
Del asintió con la cabeza y se levantó a medias para estrecharme la mano por encima de la mesa.
—Del Amburgey. Mucho gusto —dijo.
Intercambiamos las habituales tonterías de «¿qué tal?» y «¿cómo estamos?», mientras me estrujaba por dentro para que se me ocurriera algo bonito.
—¿Está de visita o es de aquí?
—Vivo en Lompoc, así que las dos cosas. Vengo de vez en cuando a ver qué hacen ustedes, los de las grandes ciudades.
—Pues no hacemos mucho.
—Eso no es del todo cierto —dijo Shack—. Esta criatura era policía cuando yo vestía el uniforme. Ahora es I. P.
—¿Qué es I. P.? —preguntó Del.
—Investigadora privada —contestó Shack.
Pensé que me estaba quedando sorda. Shack hablaba. Veía cómo se movía su boca, pero el sonido había desaparecido. Yo no miraba a Scott, pero me daba cuenta de que estaba recibiendo la información con algo parecido a la alarma. Su actitud no cambió, pero sus facciones se volvieron impenetrables. Con el rabillo del ojo vi sus manos apoyadas en la mesa, relajadas, los dedos en la botella de cerveza, que se acercó a la boca. A pesar de la indiferencia del gesto, su cuerpo estaba totalmente rígido. Volví a fijarme en lo que decía Shack y me pregunté si habría alguna manera de detener el daño que estaba haciendo.
—… en la época en que Magruder dejó el cuerpo. ¿Cuándo fue? ¿En el 71?
—En la primavera del 72 —dije, aunque él sabía con exactitud cuándo había sido. Nos miramos a los ojos durante un instante y habría jurado que hacer añicos mi tapadera le hacía gozar de un momento de venganza. Fueran cuales fuesen mis motivos para estar allí, tenía intención de dejarme en cueros vivos. Me dije que había que recuperar el control y dar un salto para no pisar la mierda—. Fue cuando Mickey y yo nos separamos. No volví a saber de él desde entonces.
—Hasta hace poco —corrigió Shack. Lo miré sin decir nada. Continuó alegremente—: Creo que esos dos polis de Los Angeles vinieron para hablar contigo. Ayer pasaron por mi casa. Por lo visto creían que habías intervenido en el asunto, pero les dije que era imposible. Pasaste por mi casa el lunes. No creo que quisieras llamar la atención si le hubieras disparado la semana anterior. No eres tan tonta.
—Fue una trampa y caíste —dije. Sonreía, pero mi tono de voz era malicioso.
—¿Qué te trae por Colgate?
—Mickey prestó a Tim diez de los grandes. Fue un préstamo sin intereses, a cinco años. Tenía curiosidad por saber si había sido puntual al devolverle el dinero. —Scottie empezó a mover un pie, cosa que provocó que su rodilla saltara. Cruzó las piernas para ocultar la inquietud.
—¿Cuándo vencía el plazo? —preguntó Shack, expolicía a fin de cuentas.
—El 15 de enero. Aproximadamente cuando Mickey empezó a venir por aquí —dije—. ¿No sabías lo del préstamo?
—¿Queréis tomar algo? Voy a la barra —preguntó Scottie. Estaba de pie y con los ojos clavados en mí.
—Yo no quiero nada, gracias.
—¿Y tú, papá? ¿Del?
—Otra ronda. Esta vez pago yo —dijo, adelantándose para sacar la cartera del bolsillo trasero.
Scottie lo contuvo agitando la mano.
—Ya pago yo. ¿Qué quieres? ¿Lo mismo?
—Sí, estupendo.
—Que sean dos —dijo Shack.
Cuando Scottie se fue, Shack cambió de tema y se puso a hablar de cosas tan superficiales que estuve a punto de gritar. Soporté unos tres minutos de conversación necia y aproveché la ausencia de Scott para levantarme.
—¿Nos dejas? —dijo Shack.
—Tengo un compromiso. Me alegro de haberte visto.
—No huyas —dijo.
No contesté. Del y yo intercambiamos un movimiento de cabeza. Recogí el bolso y di media vuelta, observando a la multitud mientras salía. Seguía sin ver el menor rastro de Duffy. Mejor. No quería que Tim o Scottie me vieran hablando con él.