18

Entré en el aparcamiento de la finca de los Hightower poco después de las seis. La casa parecía un ascua de luz, aunque todavía faltaba una hora para que oscureciera. La tarde era fresca, diecisiete grados centígrados según el parte que había oído en la radio del coche. Estacioné el del 74 entre un Jaguar rojo y un Rolls negro y cromado, y me dio un poco de pena verlo allí, semejante a una ballenita jorobada nadando juguetonamente en un banco de tiburones. En un arranque final de ingenio había resuelto el dilema de la indumentaria con unos zapatos negros sin tacón, unos pantis negros, una falda negra cortísima y una camiseta negra de manga larga. Incluso me había dado un toque cosmético: polvos, brillo de labios y una sucia raya negra en el borde de los párpados.

Respondió al timbre de la puerta una criada de uniforme negro, cuarentona y blanca, que me introdujo en el vestíbulo y quiso quedarse con mi bolso. Decliné el ofrecimiento, ya que prefería llevarlo conmigo por si se presentaba la oportunidad de huir de allí. Oía un rumor de conversaciones y las típicas carcajadas que sugieren un rato largo de consumo de alcohol. La criada me murmuró con discreción cómo orientarme y se dispuso a cruzar la salita calzada con sus zapatos de doncella, especialmente silenciosos. La seguí por el comedor y accedimos al patio cubierto, donde deambulaban unas quince o veinte personas con bebidas y servilletas de cóctel. Un mozo del servicio se desplazaba entre ellas con una bandeja de entremeses, que consistían en unas deliciosas costillitas de cordero con sendas caperuzas de papel en las puntas.

Como es habitual en las fiestas de California, unos vestían muchísimo mejor que yo y otros parecían pordioseros. Los muy ricos parecían particularmente expertos en lo segundo, con sus pantalones anchos de faena, sus informes camisas de algodón y sus zapatos náuticos sin calcetines. Los menos ricos tenían que trabajárselo un poco más, añadiendo un montón de joyas de oro que podían ser falsas o no. Metí el bolso entre la pared y el respaldo de una silla y me quedé donde estaba, con la esperanza de ponerme a la altura de las circunstancias antes de que me invadiera el pánico. No conocía a nadie y ya coqueteaba con la idea de salir corriendo. Si no veía a Eric o a Dixie antes de veinte segundos, me iría por la puerta.

Un camarero negro con chaqueta blanca apareció junto a mi hombro y me preguntó si quería beber algo. Era alto y con manchas en la cara, cuarentón, de voz educada y expresión indiferente. Su tarjetita de identificación decía STEWART. Me pregunté qué pensaría Stewart de la set de Montebello y esperé sinceramente que no me tomara por un miembro de la tribu. Pensándolo bien, no había muchas probabilidades de que cometiera el error.

—¿Podría traerme un chardonnay?

—Desde luego. Tenemos Kistler, Sonoma-Cutrer y Beringèr Reserva Privada.

—Sorpréndame —dije ladeando la cabeza—. ¿No lo he visto antes en alguna parte?

—En el local de Rosie. Casi todos los domingos.

Lo señalé con el dedo al reconocerlo.

—Tercer reservado del fondo. Siempre leyendo un libro.

—Exactamente. En la actualidad tengo dos empleos y el domingo es mi único día libre. Tengo tres chicos en la universidad y el cuarto irá el año que viene. En 1991 volveré a ser un hombre libre.

—¿Cuál es el otro empleo?

—Ventas por teléfono. El propietario de la empresa es amigo mío y me deja trabajar entre horas. El servicio es rápido y yo soy un hacha soltando el rollo. Vuelvo enseguida. No se vaya.

—Aquí estaré.

En el centro del patio vi a Mark Bethel, agachado junto a la silla de ruedas de Eric, hablando con él. Eric me daba la espalda y Mark estaba a su izquierda, de cara a mí. Mark era de facciones alargadas y las entradas del pelo daban a su cabeza una forma de cúpula, además de ampliarle la frente. Las gafas de montura de concha protegían sus ojos de un gris luminoso. Aunque en el aspecto técnico no era bien parecido, las cámaras de televisión lo acariciaban de un modo increíble. Se había quitado el abrigo y lo vi aflojarse la corbata y arremangarse la impecable camisa de vestir. El gesto sugería que, a pesar de ir de punta en blanco, estaba preparado para trabajar por los electores. Era la típica imagen difusa que seguramente aparecería más tarde en sus publirreportajes. La ofensiva de su campaña se había orquestado sin la menor vergüenza: niños de pecho, ancianos, la bandera estadounidense ondeando al viento y música patriótica. Sus rivales aparecían en imágenes granuladas en blanco y negro, debajo de frases propias de la prensa amarilla y que describían su mala fe. Me abofetee mentalmente por ser tan cínica. La mujer de Mark, Laddie, y su hijo Malcolm estaban a unos pasos de mí, charlando con una pareja.

Laddie era la compañera política ejemplar: sensible, humanitaria y con tanta sutileza en sus manifestaciones de simpatía que pocos imaginaban el poder que tenía. Sus ojos eran de un frío color avellana y su pelo oscuro tenía mechas rubias, lo más probable que para disimular las primeras canas. Su nariz era más grande de lo normal, lo que la salvaba de la perfección y despertaba cierta ternura. Como nunca había necesitado trabajar, empleaba el tiempo dedicándose a causas dignas: la filarmónica, la sociedad humana, la comisaría de bellas artes y numerosas obras benéficas. Ya que su cara era de las pocas conocidas que había allí, pensé en acercarme para iniciar una conversación con ella. Sabía que por lo menos fingiría estar interesada, aunque no me recordara en absoluto.

Malcolm, con cinco años más, llegaría a ser un buen mozo; Poseía ya cierta belleza juvenil: pelo y ojos oscuros, boca carnosa y postura indolente. Me fascina esta clase de hombres, aunque procuro tener cuidado con los ejemplares tan guapos, pues suelen ser traicioneros. Parecía pendiente de las señoras, que, a su vez, estaban más que pendientes de él. Llevaba botas de ante, vaqueros desteñidos, camisa de vestir azul pálido y chaqueta azul marino. Parecía seguro, desenvuelto, acostumbrado a asistir a las fiestas que daban los amigos pijos de sus padres. Tenía el aspecto de un corredor de bolsa en acción o un analista de mercado. Terminaría en un programa económico de televisión hablando de déficits, mercados emergentes y crecimiento de ataque. Terminado el programa, la presentadora, siempre provocativa, lo acosaría tomando unas copas y luego se lo jodería a conciencia, totalmente libre de responsabilidades si todo terminaba allí.

—Disculpa, querida.

Me volví. La mujer de mi derecha me dio su vaso vacío y lo acepté sin pensar. Aunque estaba claro que hablaba conmigo, se las arregló para evitar el contacto visual. Era una cincuentona delgada y flamante, con una cara alargada y sin arrugas, y el cabello cardado y rojo. Llevaba una blusa de seda negra y manga larga, y unos tejanos tan ceñidos que me sorprendió que pudiera respirar. Con su estómago plano, su delgada cintura y sus minúsculas caderas, deduje que le habían hecho liposucciones suficientes para fabricar otro ser humano.

—Me apetece repetir. Ginebra con tónica. Bombay Saffire y esta vez sin hielo, por favor.

—Bombay Saffire. Sin hielo.

—Por cierto —dijo acercándoseme—, ¿dónde está el servicio más cercano? Me voy a mear en las bragas.

—¿El servicio? Veamos. —Señalé las puertas correderas de cristal que daban al comedor—. Cruce aquella puerta, gire a la izquierda, la primera puerta a la derecha.

—Muchas gracias.

Dejé el vaso vacío en una maceta con palmera y la vi alejarse correteando, con sus tacones de diez centímetros. Hizo lo que le había dicho y entró en el comedor por las puertas de cristal. Dobló a la izquierda, en dirección a la primera puerta, acercó la cabeza, llamó con suavidad, giró el pomo y entró. Resultó que era un armario de ropa blanca, y salió ligeramente avergonzada y confusa. Vio otra puerta y purgó su equivocación echando un rápido vistazo alrededor, para ver si alguien se había dado cuenta. Llamó, entró y salió al instante del cuartito donde estaba el equipo de música. En fin. Creo que sé tanto de servicios como de ginebras caras.

Me deslicé entre la multitud, cortándole el paso a Stewart, que volvía con mi vino. Cuando volví a ver a la mujer, ella también me evitó, aunque probablemente insinuó a Dixie que me despidiera. En el ínterin apareció una joven con más entremeses, que esta vez eran patatas partidas y cubiertas de salsa agria y un montoncito de caviar. El aliento de todo el mundo no tardaría en oler a pescado.

La conversación de Eric y Mark había llegado a su fin. Llamé la atención de Mark desde el otro lado del patio y vino hacia mí, deteniéndose por el camino para estrechar algunas manos. Cuando llegó donde yo estaba, había cambiado la expresión pública por otra de auténtica preocupación.

—Kinsey. Qué bien. Me pareció que eras tú. He estado buscándote —dijo—. ¿Cuándo has llegado?

—Hace poco. Supuse que nos veríamos.

—Bueno, no tenemos mucho tiempo. Laddie ha quedado para ir a otra fiesta y estamos a punto de marcharnos. Judy me ha contado todo lo de Mickey. Es terrible. ¿Qué tal está?

—No muy bien.

Cabeceó.

—Vaya mierda de mundo. Como si no tuviera ya suficientes problemas.

—Judy me dijo que hablaste con él en marzo.

—Sí. Me pidió ayuda de un modo indirecto. Ya sabes cómo es. Por cierto, hablé con el agente Claas cuando estuve en Los Angeles, aunque no me contó mucho. Son muy reservados.

—Y que lo digas. Decididamente, no les gusta mi presencia.

—Eso he oído.

Imaginaba los comentarios que le habrían hecho en el Departamento de Policía de Los Ángeles.

—Lo que me preocupa ahora son los gastos médicos de Mickey —dije—. Por lo que sé, perdió la cobertura del seguro cuando lo despidieron.

—Estoy seguro de que no será un problema. Las facturas puede pagarlas la fundación Víctimas del Delito a través de la fiscalía del distrito. Probablemente ya esté en marcha la operación, pero lo comprobaré. A propósito, pasé por el apartamento de Mickey al volver de Los Ángeles. Me pareció oportuno conocer a su casera por si se presentaba luego la necesidad.

—Ah, estupendo. Porque el otro tema que me preocupa es su desahucio. El sheriff ya ha pasado por la casa y cambiado la cerradura.

—Eso parece —dijo—. Francamente, me sorprende que te tomes tanto interés. Tenía la impresión de que no habíais hablado durante años.

—Y así es, pero tengo la sensación de que le debo una.

—¿Por qué?

—Sabes que lo responsabilicé de la muerte de Benny Quintero. Y ahora me entero de que Mickey estuvo con Dixie aquella noche.

—También he oído esa historia, pero nunca le di crédito.

—¿Estás diciendo que mintieron?

—¿Quién sabe? No me gusta especular. Mickey no me confió nada y yo no le obligué a informarme. Por suerte no tuvimos que litigar por el asunto en ningún sentido.

Vi que miraba a Laddie, calculando el momento de irse, que era inminente. Laddie había encontrado a Dixie y se despedía con expresiones de pesar, intercambiando abrazos, besos al aire y cumplidos.

—Será mejor que me vaya —dijo Mark—. Dame un par de días y te informaré sobre sus gastos. Me alegro de que hayamos tenido ocasión de hablar. —Me dio un apretón en el hombro y se reunió con Laddie y Malcolm, que esperaban en el comedor. Dixie los siguió, seguro que para verlos salir.

Eric había girado la silla de ruedas y su cara se iluminó al verme. Señaló una silla que había en un rincón y se dirigió hacia allí. Asentí y fui tras él, admirando su físico. La ceñida camisa de punto le resaltaba los hombros, el pecho y los musculosos brazos. Parecía un anuncio de un equipo de culturista. Cuando giró la silla, vi el punto donde terminaban sus muslos, unos quince centímetros más allá de las rodillas. Me tendió la mano. Me incliné sobre él y le besuqueé la mejilla antes de sentarme. Usaba una loción de afeitado con olor a cítrico y su piel parecía de raso.

—Pensaba que no vendrías —dijo.

—No creo que me quede mucho rato. Sólo conozco a Mark y su prole. El hijo es muy guapo.

—Y brillante. Lástima de padre. Es una pérdida de tiempo.

—Pensaba que Mark te caía bien.

—Sí y no. Es más falso que Judas, pero por lo demás es magnífico.

—Todo un elogio. ¿Qué te ha hecho?

Desestimó la cuestión con un gesto.

—Nada. Olvídalo. Me pidió que participara en un reportaje de promoción de su campaña electoral. Las primarias son dentro de diez días, pero no hay nada como un lisiado para captar los votos de los indecisos.

—Mira que eres escéptico. Peor que yo. ¿No se te ha ocurrido pensar que tal vez te vea como un brillante ejemplo de triunfo y conquistas, capaz de vencer las adversidades y las emociones inherentes?

—No. Se me ha ocurrido pensar que me quiere en su equipo con la esperanza de que otros veteranos de Vietnam sigan el ejemplo. El Punto 42 es su proyecto favorito. La verdad es que necesita una idea fuerte porque se está tambaleando. A Laddie no le gustará si lo machacan en las elecciones.

—¿Por qué? Yo creo que no tiene ninguna oportunidad de ganar.

—Una cosa es perder y otra perder estrepitosamente. No quiere quedar como un fracasado que mira desde la puerta.

—Las cosas se van como vienen. Sobrevivirán, estoy segura.

—Es posible.

—¿Posible? Eso me gusta. ¿Qué quiere decir?

Vi que desviaba la mirada, levanté la mía y vi a Dixie que entraba en aquel momento.

—Las cosas no siempre son lo que parecen.

—¿Los Bethel son desdichados?

—Yo no he dicho eso.

—¿Incompatibles?

—Tampoco he dicho eso.

—¿Entonces qué? Vamos. No se lo contaré a nadie. Me has despertado la curiosidad.

—Mark ha de ir a ciertos sitios y no podrá hacerlo si se divorcia. Necesita el dinero de Laddie para que la cosa funcione.

—¿Y ella? ¿Qué se juega?

—Es más ambiciosa que él. Sueña con la Casa Blanca.

—No hablas en serio.

—Sí. Creció en la época de Jackie O y Camelot. Mientras otras niñas jugaban con la Barbie, ella hacía la lista de las habitaciones que pensaba reformar.

—No tenía ni idea.

—Oye, Mark también quiere lo mismo. No me malinterpretes, pero él se contentaría con el Senado, mientras que ella anhela un lugar en los libros de historia. Puede que no salga elegido esta vez, la competencia es demasiado feroz, pero dentro de cuatro años, ¿quién sabe? Mientras pueda conseguir apoyo, algún día sonará la flauta. Pero si empieza a parecer un perdedor, ella le dará la patada y se irá.

—¿Y eso es suficiente para mantener un matrimonio a flote?

—Hasta cierto punto. En ausencia de pasión, la ambición desenfrenada basta. Además, el divorcio es un lujo.

—Venga ya. La gente se divorcia todos los días.

—La que no se juega nada. Esa gente puede permitirse poner la felicidad personal por encima de todo lo demás.

—¿Y qué hay que jugarse?

—La posición social. Además, ¿quién quiere volver a empezar a estas alturas de la vida? ¿Acaso estás tú deseosa de entablar una nueva relación?

—No.

Sonrió.

—A mí me pasa lo mismo. Me refiero a todas las historias que tendrías que repetir, las revelaciones personales, la aburrida historia familiar. Luego tendrías que hacer frente a los sentimientos dolorosos, al miedo y a los malentendidos absurdos mientras vas conociendo a la otra persona y la otra persona empieza a conocerte a ti. Aunque corras el riesgo y penetres en cuerpo y alma en otra persona, lo más probable es que el nuevo amor sea un clónico del que acabas de dejar.

—Me estás poniendo enferma —dije.

—No te extrañe. Has empezado tú. Crees lo contrario y a veces no tienes más remedio que morderte la lengua. Si las dos partes se comprometen, sean cuales fueren sus razones, puede funcionar.

—¿Y si no se comprometen las dos partes?

—Entonces tienes un problema y debes afrontarlo.