Salí del lavabo y me detuve en la entrada del bar mirando a la izquierda. Scott Shackelford ya no estaba en el reservado. Lo vi en la barra, hablando con Charlie, el camarero. Los clientes habían empezado a desertar. El grupo de música había recogido los trastos y se había ido. Eran casi las dos menos cuarto y los que aspiraban a dormir acompañados no tenían más remedio que fijarse en las pocas mujeres solas que quedaban. Los mozos recogían los vasos sucios y los metían en cajas de plástico. Thea estaba en la barra con Scott, sumando las propinas con una calculadora. Me subí la cremallera de la cazadora. Mientras me dirigía a la puerta, me di cuenta de que me observaba.
El aire frío fue un alivio después del humo estancado del bar. Olía a pino y a tierra. La calle principal de Colgate estaba desierta y las tiendas habían cerrado hacía rato. Fui en busca del coche, atajando por el aparcamiento, con las manos en los bolsillos y el bolso colgando del hombro derecho. Las farolas dibujaban círculos pálidos en el suelo, acentuando la oscuridad circundante. A mis espaldas oí el rugido de una moto. Miré por encima del hombro y vi que el conductor entraba en el callejón que había detrás del bar. Me quedé mirando, andando de espaldas, sin dar crédito a mis ojos. Aunque sólo lo había visto de paso, habría jurado que era el mismo tipo que había aparecido por casa de Mickey el miércoles por la noche. Apagó el motor y, sin bajarse, empujó la moto hacia los cubos de basura. La débil bombilla de la puerta trasera le iluminó el pelo de panocha y se reflejó en el cromo de la moto. Izó la moto para dejarla apoyada en el soporte central. Echó la llave, desmontó y rodeó el edificio hacia la puerta delantera, con un tintineo y la cazadora abierta. La constitución física era la misma; alto, delgado, con hombros huesudos y pecho hundido.
Lo seguí al trote, reduciendo la velocidad cuando llegué a la esquina, para no tropezar con él. Al parecer ya había entrado en el bar. El gorila me vio y miró su reloj con afectación teatral. Era cuarentón, medio calvo, barrigudo y llevaba una chaqueta muy ceñida. Le enseñé el sello del dorso de la mano para indicarle que ya me habían autorizado a entrar.
—He olvidado algo —dije—. ¿Te importa si entro un momento?
—Lo siento, señora. Hemos cerrado.
—Sólo son las dos menos diez. Hay un montón de gente dentro todavía. Cinco minutos, lo juro.
—El último aviso fue a la una y media. No se puede.
—No voy a tomar nada. Es que me he dejado una cosa. No tardaré más de dos minutos en salir. Por favor, por favor. ¿Por favor? —Junté las rodillas y las manos como si fuera una niña rezando.
Le vi contener una sonrisa y me indicó que entrara levantando los ojos al cielo. Es alucinante lo que puedes conseguir de un hombre haciéndote la infantil. Me detuve y me volví a mirarlo como si acabara de ocurrírseme la pregunta.
—Por cierto…, ¿quién es el tipo que acaba de entrar?
Me miró sin expresión, sin ganas de ceder ni un ápice más.
Levanté una mano por encima de la cabeza.
—Más o menos así de alto. Cazadora vaquera y espuelas. Ha llegado en moto hace menos de un minuto.
—¿Qué pasa con él?
—¿Sabes cómo se llama? Lo conocí hace un par de noches y lo he olvidado. Me da vergüenza preguntarle y he pensado que a lo mejor lo sabías tú.
—Es amigo del propietario. Un mierda total. No sacarás nada saliendo con un gilipollas así.
—¿Y Tim? ¿Qué tiene que ver con él?
Miró el reloj otra vez y habló con voz exasperada.
—¿Vas a entrar? Porque técnicamente está cerrado. En teoría no puedo dejar entrar a nadie después del último aviso.
—Ya voy, ya voy. Saldré enseguida. Perdona que sea tan plasta.
—Duffy no sé qué —murmuró—. Una buena chica como tú debería avergonzarse.
—Lo estoy. No sabes cuánto.
Una vez dentro, me quité la máscara y observé las caras que me rodeaban. Las luces del techo estaban encendidas y los mozos ponían las sillas encima de las mesas. El camarero de la barra estaba cerrando la caja y parecía que los últimos marchosos pescaban la indirecta. Thea y Scott se habían sentado en un reservado. Tenían un cigarrillo en la mano y un vaso recién servido delante; para el camino, para elevar el nivel de alcohol. Crucé la sala delantera tratando de no llamar la atención. Tuve suerte. Tres hombres me escrutaron de arriba abajo y apartaron la vista sin interés, lo cual me pareció una grosería.
Me dirigí al pasillo trasero partiendo de la base de que Duffy no sé qué estaría en la oficina de Tim, ya que no lo veía en ningún otro sitio. Pasé por delante del lavabo de señoras y de los teléfonos y giré a la derecha por el pasillo. La puerta de las dependencias de los empleados estaba abierta y vi a un par de camareras sentadas en un sofá, fumando y cambiándose los zapatos. Me miraron y una se quitó el cigarrillo de los labios.
—¿Quieres algo? —El humo le salió de la boca como un SOS.
—Estoy buscando a Tim.
—Ahí enfrente.
—Gracias. —Retrocedí preguntándome qué haría a continuación. No podía llamar a la puerta sin más. Ni tenía razones para interrumpir ni quería que me viera el de la moto. Miré la puerta y volví a mirar a las dos camareras—. ¿Hay alguien con él?
—Nadie importante.
—Detesto interrumpir.
—Pues sí que somos finas. Abre de un puntapié y entra. No es tan difícil.
—No es tan importante. Prefiero no entrar.
—Mierda. Dime cómo te llamas y le diré que estás aquí.
—Es igual. No pasa nada. Ya lo veré luego. —Retrocedí a toda prisa y doblé pitando la esquina, en busca de la puerta trasera. Anduve unos pasos y me di la vuelta para mirar. Aunque la parte delantera del edificio sólo constaba de una planta, la parte trasera tenía dos. Vi luces encendidas en la de arriba. Me pareció que las sombras se movían, pero no estaba segura. ¿Qué pasaría allí arriba? La única manera de saberlo era crear la ocasión para colarme.
Habría dado un ojo de la cara por saber de qué estaba hablando el motero con Tim. Por la situación del despacho de Tim, las ventanas tenían que estar doblando la esquina a la izquierda. Me quedé quieta, meditando si era prudente escuchar a escondidas. Aquella esquina del edificio estaba bañada en sombras y todo auguraba que tendría que introducirme en el estrecho espacio que había entre el Honky-Tonk y el edificio contiguo. Era una hazaña que garantizaba no sólo un poco de claustrofobia, sino también un ataque de hordas de arañas peludas, grandes como mi mano. Con mi suerte, el alféizar estaría demasiado alto para asomarme y la conversación se desarrollaría en voz demasiado baja para oírla. La idea de las arañas fue lo que inclinó la balanza.
A cambio, decidí inspeccionar la moto a conciencia. Saqué la linterna y la iluminé. Era una Triumph. No llevaba matrícula, aunque según el código de circulación debía llevar el número en alguna parte visible. Recorrí el asiento con la mano, con la esperanza de que se levantara y dejase al descubierto un compartimento secreto. Estaba buscando cuando se abrió la puerta de atrás y salieron las dos camareras. Me metí la linterna en el bolsillo y miré la calle como si estuviera esperando a alguien. Se alejaron por la derecha, absortas en su conversación, y desaparecieron de mi campo visual sin manifestar curiosidad alguna por lo que yo hiciera. En cuanto las perdí de vista, apagué la linterna y la guardé en el bolso.
En la calle, los últimos clientes buscaban sus vehículos. Oí cómo iban cerrándose las puertas y encendiéndose los motores. Abandoné la búsqueda y decidí volver a mi coche.
Recorrí las dos manzanas corriendo, con el bolso golpeándome la cadera. Cuando llegué al VW, abrí la puerta y me puse al volante. Metí la llave en el contacto, arranqué y encendí los faros. Hice una maniobra prohibida y fui hacia el Tonk.
Al llegar apagué las luces y aparqué a la derecha, al lado de un enebro. Me deslicé en el asiento sin apartar los ojos del espejo retrovisor, por el que se veía la puerta trasera del bar. El motero apareció a los diez minutos. Montó en la máquina, subió el soporte central y cargó todo su peso en el pedal de arranque, para poner la moto en marcha. Giró el acelerador con una mano hasta que el motor protestó con un rugido de ferocidad. Mantuvo el pie derecho en el suelo mientras la moto giraba sobre su eje; la parte trasera trazó un arco salvaje. Pasó despacio junto a la señal de stop y dobló a la izquierda, por la calle principal. Cuando estuve lista para seguirlo ya estaba a unas cinco manzanas de distancia. Al poco rato lo perdí de vista.
Seguí conduciendo y preguntándome si habría girado por alguna calle cercana. Era una zona que consistía sobre todo en casas unifamiliares. Las calles que discurrían entre las parcelas y los centros comerciales estaban flanqueadas por huertecillos de naranjos. El Hospital de Colgate quedaba a mi derecha. Giré a la izquierda, hacia la autovía, pero no vi el menor rastro del piloto trasero del motorista. Si ya había tomado la 101, estaría muy lejos y no existía ni la más remota posibilidad de que fuera a alcanzarlo. Aparqué junto a la acera y apagué el motor. Bajé la ventanilla y saqué la cabeza, buscando el petardeo de la moto en el silencio de la noche. Al principio no oí nada; luego, débilmente, percibí el run-run-run, a velocidad lenta. Era imposible adivinar de dónde venía el sonido, pero no podía ser de muy lejos. Suponiendo que fuera él, claro.
Puse en marcha el VW y arranqué otra vez. La calle tenía cuatro carriles y la única travesía visible estaba a la izquierda. Había unos jardines en el cruce. El cartel decía VIVERO BERNARD HIMES: ÁRBOLES DE SOMBRA, ROSALES, ÁRBOLES FRUTALES, ARBUSTOS DECORATIVOS. La calle se curvaba hacia la derecha, bordeando el vivero, y luego a la derecha otra vez. Yo sabía que no tenía otra salida y cualquiera que entrase por allí debía dar la vuelta por narices. La Asociación Humana de Santa Teresa tenía su sede al final de aquel callejón sin salida, así como la Inspección Veterinaria del Condado. Los demás establecimientos eran empresas particulares: una constructora, almacenes y un depósito de maquinaria pesada.
Giré a la izquierda despacio, inspeccionando las aceras por si veía al motorista. Mientras avanzaba con el vivero a mi derecha me pareció ver un destello, una especie de reflejo, en la espesura de los árboles. Miré con atención, dudando, pero la oscuridad parecía total y no se oía nada. Recorrí algo menos de un kilómetro, hasta el final de la calle. Casi todas las propiedades ante las que pasé estaban a oscuras o iluminadas con las luces imprescindibles para ahuyentar a los ladrones. En dos ocasiones vi vehículos de seguridad privada aparcados a un lado. Imaginé guardias de uniforme vigilando, posiblemente con perros adiestrados para atacar. Volví a la calle principal sin haber recogido ningún indicio de que el motorista hubiera pasado por allí. Eran más de las dos. Tomé la rampa que llevaba a la 101 en dirección sur. Casi no había tráfico y regresé a casa sin volver a verlo.
Por fortuna, el día siguiente era sábado y no me tocaba hacer ejercicio. Me puse la almohada encima de la cabeza para no oír ni ver nada. Permanecí yerta bajo el edredón, rodeada de oscuridad artificial, sintiéndome como un animal de peluche. A las nueve salí de la madriguera. Me cepillé los dientes, me duché y me lavé la cabeza para quitarme el olor a tabaco. Luego bajé las escaleras de caracol y preparé una cafetera antes de recoger el periódico matutino.
Terminado al desayuno, llamé a casa de Jonah Robb. Había conocido a Jonah cuatro años antes, cuando trabajaba en el departamento de personas desaparecidas de Santa Teresa. Yo andaba buscando a una mujer que al final resultó que estaba muerta. Jonah se había separado de su media naranja después de muchas peleas por estabilizar su extraña relación, que había empezado en el instituto y desde entonces siempre había ido de mal en peor. Durante los años que habían pasado juntos se habían separado tantas veces que habían perdido la cuenta. Camilla lo manejaba como a un yoyó. Primero le daba la patada, luego lo hacía volver o lo abandonaba meses enteros durante los cuales ni siquiera podía ver a sus hijas. Nos conocimos durante una de aquellas largas separaciones y nos liamos. En cierto momento comprendí que nunca se libraría de ella. Rompí el contacto íntimo y pasamos a ser amigos.
Desde entonces había ascendido a teniente y ahora trabajaba en homicidios. Nuestra amistad continuaba, pero hacía meses que no lo veía. La última vez había sido en el escenario de un homicidio; allí me había confiado que Camilla estaba embarazada… de otro, desde luego.
—¿Ocurre algo? —preguntó cuando le dije quién era.
Le resumí la situación. Los agentes de Los Ángeles le habían puesto al corriente del tiroteo, así que ya lo sabía. Le di una versión abreviada de mis negociaciones con ellos y luego más detalles: el dinero que Tim debía a Mickey y la aparición del motorista en el apartamento de Culver City y en el Honky-Tonk.
—¿Tomaste el número de la matrícula? —dijo Jonah.
—No llevaba —dije—. A lo mejor la ha robado, pero no estoy segura. No puedo jurar que tenga algo que ver con el tiroteo, pero es mucha casualidad que aparezca en los dos sitios, entre otras cosas porque dicen que es amigo de Tim. ¿Puedes pedir a Tráfico que echen un vistazo? Me gustaría saber quién es y qué pinta en todo esto.
—Veré qué puedo hacer y te llamaré —dijo—. ¿Qué pasa con la pistola que encontraron en el escenario del crimen? ¿De verdad era tuya?
—Me temo que sí —contesté—. Fue un regalo de bodas de Mickey y estaba a su nombre. Más tarde la pusimos al mío. Es una bonita y pequeña Smith & Wesson que no veo desde la primavera del 72, cuando lo dejé. Quizá Mickey la llevara encima y se la quitase quien le disparó.
—¿Qué tal está?
—No lo sé. Llamaré dentro de un rato, aunque la verdad es que me da miedo preguntar y que las noticias no sean buenas.
—No te culpo. Es para asustarse. ¿Quieres algo más?
—¿Qué se dice del Honky-Tonk? ¿Pasa algo allí?
—No he oído nada. ¿Qué crees que puede pasar?
—No lo sé. Podría tratarse de drogas —respondí—. He estado un par de veces y me parece un sitio de gente colgada. En lo más profundo de mi cabeza me pregunto si Mickey no estaría también en el ajo. Es posible que la primera vez que apareciera por allí fuera para que Tim le devolviera el dinero que le debía. Pero ¿y las visitas siguientes?
—Preguntaré. Es posible que los de estupefacientes sepan algo. ¿Y tú? ¿Cómo estás?
—Muy bien, si se tiene en cuenta que soy sospechosa de querer matar a mi ex. Hablando del tema, ¿cómo está Camilla?
—Gorda. El niño tiene que nacer el 4 de julio y, según la ecografía, es un varón. Estamos muy emocionados.
—¿Vive contigo?
—Temporalmente.
—Ya.
—Pues así es. El sinvergüenza de su amante la abandonó nada más enterarse de que estaba embarazada. No tiene a nadie más.
—Pobrecita —dije, con un tonillo que no creo que entendiera.
—Bueno, así puedo pasar una temporada con las niñas.
—Eso sí —dije—. Bueno, es tu vida. Buena suerte.
—La voy a necesitar —dijo con rapidez, aunque parecía muy contento para tratarse de un tipo al que le habían pillado los huevos al cerrar la puerta del coche.
Cuando colgó, marqué el número de la UCLA y pedí que me pusieran con la UCI. Me identifiqué a la mujer que se puso al habla y pregunté por Mickey. Me dejó a la espera y, cuando contestó, una eternidad después, me di cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
—Está más o menos igual.
—Gracias —dije y colgué rápidamente, antes de que cambiara de opinión.
Pasé el resto del día limpiando, pertrechada con esponjas y trapos, un cubo de agua con detergente, un paño para el polvo y una aspiradora, además de periódicos y agua con vinagre para las ventanas a las que podía llegar. El teléfono sonó a las cuatro. Me detuve, tentada de dejar que se pusiera en marcha el contestador. Pero me venció la curiosidad.
—Hola, Kinsey. Soy Eric Hightower. Espero no pillarte en un mal momento.
—Está bien, Eric. ¿Qué tal estás?
—Perfecto —dijo—. Escucha, Dixie y yo vamos a organizar una pequeña reunión…, cócteles y entremeses. Algo totalmente improvisado, sólo dos docenas de amigos, y nos gustaría que vinieras. Cuando quieras, entre las cinco y las siete.
Aproveché el momento para abrir la correspondencia, sin olvidarme del sobre marrón que me había enviado la secretaria de Bethel. Contenía el currículo del abogado. Lo tiré a la papelera, lo recogí y lo guardé en el cajón inferior.
—¿Te refieres a esta tarde?
—Claro. Han venido unos amigos de Palm Springs y vamos a celebrarlo de todas formas. ¿Podrás venir?
—No estoy segura. Echaré un vistazo a la agenda y te volveré a llamar.
—Mentira. No vas a hacer eso. Lo que quieres es buscar una excusa. Son las cuatro. Puedes darte una ducha y estar lista en media hora. Te enviaré el coche a las cinco menos cuarto.
—No, no. No hace falta. Iré en el mío.
—Estupendo. Hasta luego.
—Haré lo que pueda, pero no te prometo nada.
—Si no estás aquí a las seis, iré a buscarte yo mismo.
Cuando colgó, lancé un gemido, imaginándome la casa con los criados y toda aquella gente de postín. Prefería tener una caries a asistir a aquellas reuniones. ¿Por qué no le había mentido y le había dicho que tenía otro compromiso? Bueno, ya era demasiado tarde. Guardé los útiles de limpieza y subí la escalera de caracol. Abrí el armario y miré el vestido. Confieso que, salvo en casos como aquel, siento un orgullo neurótico por no poseer más que uno. Lo saqué del armario y lo puse a la luz. No estaba tan mal. Entonces se me ocurrió una idea peor. ¿Y si todos los invitados se presentaban con vaqueros de diseño? ¿Y si yo era la única que aparecía con un vestido antiarrugas y de un tejido sintético que los científicos acabarían demostrando que era cancerígeno? Al final parecería lo que soy, una palurda.