16

Nada más llegar a casa llamé al agente Aldo, deseosa de hacer valer mi inocencia al menos en aquel pequeño punto. En cuanto descolgó el teléfono y se identificó, fui directa al grano.

—Hola, agente Aldo. Soy Kinsey Millhone, de Santa Teresa… —Doña Simpatía haciendo amistad con la policía.

Estaba en mitad del asunto de la llamada cuando me cortó por lo sano.

—Hace días que trato de localizarla —dijo secamente—. Es para notificarle que sé a ciencia cierta que cruzó usted el precinto policial y entró en el apartamento. Todavía no puedo demostrarlo, pero si encuentro una sola prueba, le aplicaré el artículo 135: destrucción u ocultamiento de pruebas. Y el 148, que, por si no lo sabe, es obstaculizar el cumplimiento del deber de un agente del orden, punible con una multa inferior a mil dólares o con un periodo inferior a un año en la penitenciaría del condado, o con las dos cosas. ¿Lo ha entendido bien?

Abrí la boca para defenderme, pero colgó. Yo también colgué, y con la lengua tan seca como la lija. Me sentía tan culpable y avergonzada que pensé que iba a darme una menopausia precoz. Me llevé la mano a la ardiente mejilla, preguntándome cómo habría sabido que fui yo. En realidad, no era la única culpable de allanamiento de morada. La novia fantasma de Mickey había entrado en su casa entre mis dos visitas y se había llevado el diafragma, la cadena y el frasco de colonia. Por desgracia, aparte de no saber quién era, no podía acusarla sin acusarme a mí misma.

Pasé el resto del día con el rabo entre las piernas. No me daban un varapalo así desde que tenía ocho años y tía Gin me pilló fumando un Viceroy experimental. En el presente caso, me había involucrado tanto en los problemas de Mickey que no podía permitir que me impidieran el acceso a su vida. Al llamar a Aldo para corroborarle mi inocencia había esperado enterarme del estado de la investigación. Lejos de ello, él me había corroborado que nunca me diría nada.

Dediqué la caída de la tarde a dar cuenta de un plato de rollos de ternera en el local de Rosie. Ella era partidaria de una vese porkolt, que en húngaro quiere decir cazuela de vísceras. Sentía tanto remordimiento que me habría comido mis propias entrañas, pero mi estómago se rebeló al pensar en corazones y riñones gordezuelos y cocidos con comino. Pasé la sobremesa nocturna sentada a mi escritorio, expiando pecados con el trabajo. Cuando todo lo demás falla, limpiar la casa es el remedio perfecto para casi todos los achaques de la vida.

Esperé a que llegara la medianoche y volví al HonkyTonk. Llevaba la misma ropa que la víspera, que ya estaba sucia de mucho antes y necesitaba pasar por la lavadora. Tendría que dejar la cazadora de Mickey en el tendedero durante días. Era viernes por la noche y, si la memoria no me fallaba, el bar estaría abarrotado de marchosos de fin de semana. Cuando llegué vi el aparcamiento lleno hasta los topes. Di vueltas alrededor de las manzanas contiguas hasta que encontré un hueco que dejaba en aquellos instantes un Ford descapotable. Anduve manzana y media por el oscuro barrio de Colgate. Antaño había sido exclusivamente una zona de casas unifamiliares. La tercera parte albergaba ahora pequeñas empresas: una tapicería, una tienda de recambios de automóvil, un salón de belleza. No había aceras y tuve que ir por el centro de la calle y luego entrar por el aparcamiento de empleados que había al lado de la puerta trasera.

Rodeé el edificio para llegar a la puerta principal, donde había una cola de ciudadanos, la mitad solteros y la mitad parejas, esperando que los admitiesen. Enseñé al gorila el permiso de conducir y vi que lo pasaba por el escáner. Pagué los cinco dólares que costaba entrar y recibí la bendición de tinta en el dorso de la mano.

Fue un vía crucis desfilar ante los fumadores que formaban de cuatro en fondo delante de la barra, tíos de ojos furtivos que querían parecer más modernos de lo que eran. Aquella noche la música que llegaba de la otra sala era en vivo. No veía al grupo, pero la melodía, o su equivalente, tronaba por los altavoces, que distorsionaban el ritmo hasta convertirlo en una matraca tribal. La letra era ininteligible, aunque probablemente consistía en sentimientos estudiantiles, servidos en pareados que rimaban de cualquier manera. El grupo parecía local y, a juzgar por lo que oía, sólo tocaba canciones propias. Había visto actuaciones parecidas en la televisión por cable a las tres de la madrugada, una tortura para los desvelados ocasionales como yo.

Deseaba haberme quedado en casa. Habría dado media vuelta para salir corriendo si no hubiera sido porque Mickey había estado allí seis viernes seguidos. Era incapaz de imaginar qué estaba haciendo. Quizá contar las bebidas para calcular los beneficios de Tim y estimar los suyos. Tal vez Tim le hubiese jurado que era pobre y que no ganaba dinero suficiente para devolver el préstamo. Si el barman de Tim le robaba, podía ser verdad. Los camareros de la barra tienen sus métodos y un investigador con experiencia, sentado a la barra, podía a la vez charlar con otros clientes y calcular los ingresos a ojo. Si de verdad estaba robando, a Mickey le habría interesado pillarlo con las manos en la masa y denunciarlo. También era posible que la presencia de Mickey se debiese a otra razón, a una mujer, por ejemplo, o a la necesidad de evadirse de su drama económico en Los Ángeles. Además, un bebedor empedernido no necesita pretextos para entrar en un bar.

Eché un vistazo a mi alrededor. Todas las mesas estaban ocupadas y los reservados repletos, con cuatro clientes por banco. El trozo de pista de baile que quedaba dentro de mi radio visual estaba tan abarrotado de cuerpos en movimiento que casi no quedaba ningún espacio libre. No había el menor rastro de Tim, pero vi acercarse a la camarera morena, abriéndose paso entre los clientes. Llevaba en alto la bandeja de vasos vacíos para esquivar los empujones. Llevaba un chaleco de cuero negro sin nada más debajo; tenía los brazos largos y desnudos y el escote de la prenda enseñaba tanto como ocultaba. El tinte negro del pelo contrastaba con la palidez lechosa de la piel. El lápiz de labios oscuro le ponía un aire de seriedad en la boca. Se inclinó hacia el camarero de la barra para hacerse oír por encima del barullo general.

He advertido un fenómeno cuando voy por la autopista. Si te vuelves y miras a otros conductores, ellos se vuelven y te miran a ti. Quizá sea un vestigio instintivo del paleolítico, cuando el hecho de que te «comieran con los ojos» podía significar que estabas en grave peligro de que te comieran con la dentadura. Allí pasaba lo mismo. Poco después de verla y mientras la observaba, se dio la vuelta instintivamente y nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos se dirigieron a la cazadora de Mickey. Miré a otra parte, pero me di cuenta de que su expresión había cambiado.

A partir de aquel momento procuré evitarla y me fijé en lo que pasaba a mi alrededor. Percibía cierto tufillo a marihuana, pero no sabía de dónde llegaba. Me puse a observar las manos de la clientela, ya que los drogadictos no suelen sostener igual un porro que un cigarrillo. Los fumadores de tabaco suelen sujetar el cigarrillo entre el índice y el corazón, y se lo llevan a la boca con la palma de la mano abierta. El porrero forma una O con el pulgar y el índice, con el porro en medio y la palma ahuecada, para proteger la brasa. Lo que no sé es si se protege del viento o de las miradas ajenas. Mi época de drogadicta hace tiempo que pasó, pero el ceremonial parece que sigue siendo el mismo. He visto a las chicas pedir un porro formando la O de marras y acercándosela a la boca, lo que viene a significar: lía un canuto, cariño.

Di la vuelta a la barra, paseándome con indiferencia de mesa en mesa, hasta que vi al tipo con el porro entre los labios. Estaba solo en un reservado del fondo de la sala, cerca del pasillo que llevaba a los teléfonos y a los lavabos. Tendría treinta y cinco años y me resultaba vagamente familiar con aquella cara larga y estrecha. Era el clásico hombre que me atraía a los veinte años: silencioso, meditabundo y con un ligero matiz peligroso. Tenía los ojos claros y juntos. Lucía bigote y perilla, lo que contribuía a situarlo en el umbral de la dejadez. Vestía cazadora marrón y gorro negro de marinero. Un mechón de cabello claro le colgaba hasta el cuello. Se comportaba con cierta mundanidad; se veía en la caída de los hombros y en la suave sonrisa de saber demasiado que le bailoteaba en la boca.

Tim Littenberg salió del pasillo trasero y se detuvo en la entrada para ajustarse los puños de la camisa. El porrero y el propietario del bar se ignoraron con una indiferencia que me pareció fingida. Su conducta me recordó esas ocasiones en que dos amantes adulterinos se encuentran en una reunión social. Observados por sus respectivos cónyuges, se esfuerzan por evitar el contacto, pregonando su inocencia a los cuatro vientos, o eso creen ellos. El único problema es el aura de alerta exagerada que hay en la conducta de ambos. Cualquiera que los conozca detectará la farsa. Entre el hombre del reservado y Tim Littenberg corría una inconfundible brisa de reconocimiento. Los dos parecían mirar a la camarera morena, que a su vez era consciente de la presencia de ambos.

Minutos más tarde, la camarera daba la vuelta y llegaba al reservado. Tim echó a andar sin mirarla. El del porro se apoyó en los codos. Alargó el brazo, puso una mano en la cadera de la mujer y la atrajo para que se sentara. La camarera tomó asiento en el banco de enfrente, con la bandeja en medio, como para que el hombre, al ver los vasos vacíos, recordara que ella tenía otras cosas que hacer. El hombre le tomó la mano libre y empezó a hablarle con seriedad. No le veía la cara, pero no me pareció, desde donde yo estaba, que ella estuviera relajada ni con ganas de escucharlo.

—¿Conoces a ese? —preguntó una voz en mi oído derecho.

Me di la vuelta y vi que era Tim; me sorprendió la calidez de su voz entre el estruendo de la música y las agudas notas de las voces.

—¿A quién? —dije.

—Al hombre al que observas, el que está sentado en aquel reservado.

—Me resulta vagamente conocido —dije—. Pero la verdad es que trato de recordar dónde están los lavabos.

—Entiendo.

Lo miré un segundo a la cara y luego aparté los ojos, para despejar la intensidad con que se había fijado en mí.

—¿Recuerdas a Shack, el amigo de Mickey? —dijo.

—Claro. Hablé con él a principios de semana.

—Es su hijo Scottie. Thea, la camarera, es su novia. Te lo digo por si te lo estabas preguntando —añadió con un dejo de ironía.

—Bromeas. ¿Ese es Scott? No me extraña que me resultara conocido. He visto fotos suyas. Entiendo entonces que seguís siendo amigos.

—Desde luego. Hace años que conozco a Scott. No me gusta que haya droga en el establecimiento, pero tampoco quiero líos, así que hago la vista gorda cuando enciende un canuto.

—Ya.

—Me sorprende que hayas vuelto. ¿Estás buscando a alguien en particular o te sirvo yo?

—Esperaba encontrar a Mickey. Te lo dije la otra noche.

—Cierto. Me lo dijiste. ¿Quieres tomar algo?

—Quizá cuando termine la cerveza. De momento no.

Alargó la mano, me quitó el vaso y tomó un sorbo.

—Está caliente. Te traeré otra en una jarra helada. —Miró al camarero y levantó el vaso para indicar que quería más. Tim vestía un traje azul oscuro y una camisa de color sangre de toro. La corbata era azul claro, con una serie de tibias azules y rojas inclinadas. El penetrante olor del almizcle de su loción para después del afeitado llenaba el aire que nos separaba. Sus pupilas eran como cabezas de alfiler y había en su piel una tersura saludable. Aquella noche, en vez de parecer inquieto y con la cabeza en otra parte, se movía a un ritmo más lento, meditando cada ademán, como si anduviera pisando barro. Vaya, vaya, vaya. ¿En qué estaría metido? Sentí un escalofrío de miedo en la columna vertebral, como si fuera una gata en presencia de extraños.

Vi una jarra helada de cerveza que avanzaba hacia mí, pasando de mano en mano, como si fuera un cubo de agua durante un incendio. Tim me puso la jarra entre los dedos al tiempo que me apoyaba su otra mano en el centro de la espalda. Estaba demasiado cerca, pero con los empujones de la gente no podía quejarme. Quería apartarme, pero no había sitio.

—Gracias —dije.

Volvió a inclinarse y puso la boca cerca de mi oído.

—¿Qué pasa con Mickey? Es la segunda vez que vienes.

—Me dejó la cazadora. Quería devolvérsela.

—¿Hay algo entre vosotros?

—No es asunto tuyo.

Tim se echó a reír y apartó los ojos para posarlos en Thea, que en aquel momento salía del reservado. Scott Shackelford se quedó mirando la mesa, agotando el porro, apenas visible ya entre sus dedos. Thea recogió la bandeja y se dirigió hacia la barra, evitando mirar a Tim. Quizás estaba aún enfadada por lo que le había dicho el jefe la noche anterior. Yo no quería la cerveza, pero no veía sitio libre donde dejarla.

—Enseguida vuelvo —dije.

Tim me rozó el brazo.

—¿Adónde vas?

—A mear. ¿Te parece bien?

Volvió a reír, pero no de alegría.

Me abrí paso entre la multitud, rezando para que se olvidara de mí mientras estaba ausente. Dejé la jarra en la primera superficie libre que vi y seguí andando.

Los lavabos parecían estar en temporada baja cuando llegué, no había nadie más que yo. Me acerqué al ventanuco y lo abrí. Entró una ráfaga de aire fresco y vi salir el humo. El silencio fue como un tónico. Mi interior se resistía a la idea de abandonar aquel sitio. Si el ventanuco hubiera estado más abajo, habría salido por allí. Entré en un escusado y eché una meada, por hacer algo.

Estaba enjabonándome las manos cuando se abrió la puerta y entró Thea, que se acercó a la pila contigua y empezó a lavarse las manos como si le fuera la vida en ello. Su llegada no me pareció casual, ya que podía haber ido a las dependencias de los empleados, que estaban a la vuelta de la esquina. Me miró por el espejo y me dedicó una sonrisa desmayada, como si acabara de darse cuenta de que yo estaba allí.

—Hola —dijo, y le respondí lo mismo, dejando que definiera ella la conversación, puesto que la había iniciado.

Saqué una toalla de papel y me sequé las manos. Thea hizo lo mismo. Siguió un silencio y luego volvió a hablar.

—He oído que estás buscando a Mickey.

La miré, esperando que no se percatara de mi curiosidad.

—Me gustaría hablar con él. ¿Lo has visto esta noche?

—Hace semanas que no lo veo.

—¿De verdad? Qué raro. Me dijeron que solía venir los viernes.

—No. Últimamente no. A saber qué estará haciendo. Puede que esté fuera.

—Lo dudo. No me dijo nada.

Sacó del bolsillo un lápiz de labios, giró la base para que saliera la barra de color y se retocó los labios. Una vez leí un artículo en una revista de modas (creo que para distraerme mientras esperaba mi turno en el dentista) que analizaba la forma en que las mujeres gastaban el carmín. Si en la punta había una superficie horizontal significaba una cosa, si inclinada, otra. No recordaba la teoría, pero la punta del lápiz de la camarera era una superficie horizontal y se acercaba peligrosamente al metal del tubo.

Volvió a girar la base, le puso la tapa y se frotó los labios para igualar el color. Corrigió una imperfección en la comisura de la boca y se observó en el espejo. Se llevó el pelo detrás de las orejas; lo tenía negro como el carbón. Reanudó la charla con indiferencia, sin ayuda por mi parte.

—¿Y por qué te interesas por él? —Utilizó la lengua para quitarse de los dientes un pegote de pintura.

—Es amigo mío.

Me observó con atención.

—¿Por eso llevas su cazadora?

—Es un buen amigo —dije y bajé los ojos para mirar la prenda—. ¿La reconoces?

—Es igual que la suya. Ya me fijé cuando viniste la otra noche.

—Anoche —puntualicé, como si ella no lo supiera.

—Sí, eso —dijo—. ¿Te la dio?

—Me la dejó. Por eso lo estoy buscando, para devolvérsela —dije—. He intentado llamarlo, pero su teléfono está desconectado.

Había sacado el rímel y se acercó al espejo para pasarse el cepillo por las pestañas, repartiendo grumos negros. Dado que trataba de sonsacarme, me dije que yo también podía hacer lo mismo.

—¿Y tú? —dije—. ¿Eres amiga suya?

Se encogió de hombros.

—No exactamente. Le sirvo cuando viene y charlamos de todo un poco.

—Nada personal.

—No. Tengo novio.

—¿Ese de ahí?

—¿Quién?

—El del gorro que está en el reservado.

Interrumpió lo que estaba haciendo.

—Pues sí. ¿Por qué lo preguntas?

—Estaba pensando en agenciarme un porro cuando vi que te sentabas. ¿Es de aquí?

Negó con la cabeza.

—De Los Ángeles. —Hubo una pausa y luego añadió—. ¿Cuánto hace que sales con Mickey?

—No es tan sencillo concretarlo.

—Entonces es un asunto reciente —dijo, convirtiendo la pregunta en afirmación, para ahorrarse el interrogatorio.

Empecé a ahuecarme el pelo tal como lo estaba haciendo ella. Me incliné hacia el espejo y repasé un imaginario maquillaje recorriéndome la cuenca del ojo con el nudillo. Thea esperaba una respuesta. La miré sin expresión.

—Perdona. ¿Me has preguntado algo?

Sacó del bolsillo un paquete de Camel sin filtro y extrajo un cigarrillo. Lo encendió con una cerilla de madera que rascó en la suela del zapato.

—No sabía que estuviera saliendo con nadie.

—¿Quién, Mickey? Por favor. Siempre está ligando. Es el cincuenta por ciento de su atractivo. —Recordé el cenicero que había visto en el piso de Mickey, las colillas de Camel sin filtro y la colección de cerillas que eran iguales que la que acababa de encender Thea—. Es tan discreto. ¡Jope! Nunca se sabe en qué está ni qué hace.

—No lo sabía —dijo. Se dio la vuelta para darme la cara, con la espalda en la pila y apoyada en una pierna.

Me estaba calentando con el tema y las mentiras salían mezcladas con algún atisbo de verdad.

—Te doy mi palabra. Mickey nunca da una respuesta directa sobre nada. Es imposible.

—¿Y eso no te molesta? —preguntó.

—Qué va. Antes era celosa, pero ¿de qué sirve? La monogamia no es lo suyo. Y me dije ¡qué demonios! A su manera sigue siendo un semental. Tómalo o déjalo. Siempre tiene a alguien esperando en los pasillos.

—¿Vives en Los Ángeles?

—Estoy casi siempre aquí. Pero cada vez que voy paso por su casa.

La información que le estaba dando pareció inquietarla.

—Tengo que volver al trabajo —dijo—. Si lo ves, dale recuerdos de Thea. —Tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó—. Si lo encuentras, dímelo. Me debe dinero.

—A mí también, rica —repliqué.

Thea salió. Confieso que me sonreí cuando cerró la puerta de golpe. Me miré en el espejo.

—Pero qué zorra eres —dije.

Me quedé un rato apoyada en la pila, tratando de recomponer lo que me había contado. Thea no sabía nada del tiroteo, de lo contrario no habría querido sonsacarme información. Seguramente pensaba que Mickey se encontraba fuera, motivo que explicaría que no se hubiera puesto en contacto con ella. No me costaba imaginarla con un buen berrinche. No hay nada tan irracional como una mujer con ambiciones. Ella podía aprovechar la oportunidad de ponerle los cuernos a su novio fijo, pero ay del novio fijo si se le ocurría ponérselos a ella. Como el teléfono de Mickey estaba desconectado, seguramente había ido a su casa a recoger sus efectos personales. Desde luego, no le había gustado la idea de que Mickey y yo estuviéramos liados. Me pregunté cómo se sentiría Scottie Shackelford si descubriera que se la estaba pegando con Mick. Quizá lo supiera. En cuyo caso me pregunté si no habría dado los pasos necesarios para poner fin a aquello.