El viernes por la mañana me desperté a eso de las seis, floja y derrotada. Todos mis huesos suplicaban que siguiera durmiendo, pero aparté el edredón y me puse la sudadera. Me cepillé los dientes y me pasé el peine por el pelo, cuyas puntas sobresalían en todas direcciones, como si estuviera electrizado. Me detuve en la puerta del jardín y me estiré para despejarme. Empecé con paso gimnástico y me puse a trotar cuando llegué al parque de la playa que hay en Cabana Boulevard.
El cielo matutino estaba cubierto de nubes y el aire era neblinoso. Sin la fulgurante luz del sol, los rojos y amarillos cálidos habían desaparecido del paisaje, y dejado una anodina paleta de colores fríos: azules, grises, madera, rata y verde ahumado. La brisa olía a movimiento portuario y a algas marinas. Durante la carrera noté que mi interior empezaba a animarse. El ejercicio intenso es la única droga legal que conozco, además del amor, claro. Por mal que te encuentres, corre, pasea, monta en bici, esquía o levanta pesas, y verás como recuperas el optimismo y la vida vuelve a parecerte fantástica.
Una vez recuperada de la carrera fui al gimnasio, que no suele estar atestado a esas horas, dado que los fanáticos que van antes del trabajo ya se han ido. El gimnasio es más bien espartano, de color gris pistola, con una moqueta del mismo color que el asfalto de la calle. Hay grandes espejos en las paredes. El aire huele a goma y a axilas sudadas. Los principales usuarios son hombres en diversas etapas de perfección física. Las mujeres que aparecen por allí tienden a formar dos categorías: las flaquísimas maniáticas de la forma física, que se machacan todos los días, y las fofas que se presentan después de un domingo de comilona. Estas últimas no duran, pero bien por ellas de todos modos. Es mejor hacer un poco de esfuerzo que no hacer absolutamente nada. Yo me encontraba entre ambos grupos.
Empecé con flexiones de piernas; los músculos me ardían mientras los trabajaba. Abdominales, lumbares, plataforma de los pectorales y luego los hombros y los brazos. Al principio de un ejercicio resulta deprimente pensar en números: la cantidad de partes corporales multiplicada por el número de ejercicios y la serie de repeticiones, pero el proceso es extrañamente fascinante, a pesar de que duele. De repente me encontré dándole a dos máquinas, alternando bíceps y tríceps. Salí poco después, sudorosa y estimulada. Más de una vez he estado a punto de dislocarme el brazo por darme después palmaditas en la espalda.
Una vez en casa, puse la cafetera eléctrica, hice la cama, me duché, me vestí y me comí un tazón de cereales con leche desnatada. Luego me senté con el café y leí el periódico local. Normalmente, y conforme pasan los días, mi tendencia a maltratarme, sobre todo con comida basura, acaba con mi flirteo con la salud. La grasa es mi perdición, cualquier cosa que contenga sal, aditivos, colesterol o nitratos. Rebozados, fritos o salteados en mantequilla, cubiertos de queso, con mahonesa, goteando jugo de carne… ¿Qué comestible no puede mejorarse con la preparación adecuada? Cuando terminé de leer el periódico, estaba casi muerta de hambre y tuve que echarme más café para engañar el estómago. Lo único que tomé luego fue una cucharada de crema de cacahuete, que chupeteé directamente de la cuchara mientras me sentaba ante el escritorio. Había decidido no ir al despacho, ya que el día anterior había puesto al corriente mis asuntos administrativos.
Saqué la tarjeta del agente Aldo, me la puse delante y llamé a Mark Bethel. La verdad es que ya había abandonado la esperanza de hablar con él en persona. Seguramente había ido a Los Angeles para hacer alguna aparición política. Le conté a Judy lo de Mickey y me endosó el habitual repertorio de expresiones de preocupación, asombro y consternación ante las incertidumbres de la vida.
—¿Crees que Mark podría ayudarte? —preguntó.
—Por eso llamo. ¿Te importaría preguntarle si podría hablar con el agente Aldo y averiguar qué está pasando? A mí no me lo van a decir, pero puede que hablen con él, ya que es el abogado de Mickey… Bueno, por lo menos lo era.
—Estoy segura de que lo hará. ¿Tienes el número?
Le recité el número y además le di el nombre del agente Félix Claas. También le dicté la verdadera dirección de Mickey en el municipio de Culver City, en el área metropolitana de Los Angeles.
—Tomo nota —dijo—. Mark tiene que llamar cuando termine. Tal vez pueda ponerse en contacto con el agente Aldo mientras está en Los Angeles.
—Gracias. Eso sería estupendo.
—¿Es todo?
—Sólo una cosa más. ¿Puedes preguntar a Mark qué pasará con las facturas de Mickey? Estoy segura de que están acumulándose y no me gustaría que su situación se pusiera peor de lo que está.
—Muy bien. Preguntaré. Ya se le ocurrirá alguna cosa. Le diré que te llame cuando llegue.
—No hace falta, a menos que quiera preguntar algo concreto. Bastará con que le cuentes lo que hemos hablado, le servirá como punto de partida.
Seguí sentada, preguntándome qué hacer a continuación. Una vez más, amontoné ante mí los objetos que me había llevado de casa de Mickey y los inspeccioné uno por uno. Factura del teléfono, el pasaje de Delta Airlines, los tiques de caja del Honky-Tonk, las libretas de ahorro, los documentos falsos. Emmett Vanover, Delbert Amburgey, Clyde Byler, todos con datos personales falsos y la foto de Mickey pegada en el lugar correspondiente. Volví al pasaje de avión, que estaba a nombre de Magruder. Los billetes de vuelo no estaban, suponía que porque se habían hecho efectivos, pero el tíquet de ruta y el resguardo para el usuario todavía estaban en el sobre. Era un viaje muy caro para haberlo efectuado un hombre sin trabajo. ¿Tenía importancia? ¿Hasta qué punto? El viaje a Louisville podía haber sido personal. Era difícil saberlo, ya que no habíamos hablado durante años. Puse el pasaje en el escritorio, al lado de los demás objetos, y estuve alineándolos de diversas maneras, como si de la sucesión correcta de los hechos pudiera salir una historia.
Cuando era niña, mi tía Gin me surtía de cuadernos de pasatiempos. El papel siempre era barato y los juegos y rompecabezas servían para tenerme callada un rato; así ella podía leer durante una hora sin que la interrumpiera. Yo me tiraba en el suelo con mi lápiz del número dos y una caja de pinturas. Unas veces tenía que encontrar palabras en una sopa de letras y encerrarlas en una figura informal. Otras tenía que buscar objetos concretos en un dibujo intrincado. Mi favorito era «de punto a punto», en el que salía un dibujo uniendo con el lápiz una constelación de números seguidos, en cada uno de los cuales había un punto. Con la lengua entre los dientes, iba de un número a otro hasta que salía el dibujo. Era tan hábil que me bastaba mirar los espacios que había entre los puntos numerados para ver el dibujo sin haberlo hecho con el lápiz. No hacía falta mucho cerebro para aquello, pues solía ser un dibujo sencillo, un osito, un carro, un patito, en fin, bobadas. Sin embargo, aún recuerdo la alegría desbordante que sentía en el momento de la identificación. Con lo poco que sabía a los cinco años, ya me estaba entrenando para la futura profesión.
Lo que miraba en aquellos instantes era sólo una versión más compleja del «de punto a punto». Si conseguía averiguar el orden en que estaban relacionados los objetos, era probable que entendiera parte de lo que estaba ocurriendo en la vida de Mickey. Por el momento no encontraba los eslabones que encadenaban los sucesos. ¿A qué se dedicaba los meses antes del tiroteo? Los polis estarían preguntándose lo mismo, pero cabía la posibilidad de que a ellos les faltara la información que tenía yo…, por haberla robado. En la rudimentaria conciencia que parecía estar desarrollándose en mi interior sabía que siempre podría optar por la Medalla al Buen Ciudadano si «me confiaba» al agente Aldo. Por lo general no escondo nada a la policía. Pero si profundizaba un poco, podía averiguar por mi cuenta lo que pasaba y disfrutar de la emoción del descubrimiento. No hay nada como el momento en que todo encaja por fin. ¿Por qué renunciar a él cuando con un pequeño esfuerzo podía conseguirlo? (Tales son las razones que se le ocurren a la señorita Millhone cuando incumple sus obligaciones civiles).
Abrí el bolso y revolví el contenido hasta que encontré el teléfono de Wary Beason en el dorso de una tarjeta. Puede que Mickey le hubiera dicho algo del viaje en avión. Descolgué el teléfono y llamé a Culver City. Eran sólo las diez y cuarto. Quizá lo pillara antes de que saliese a desayunar. Volví a ver ante mí las gafas metálicas de Wary y su cabellera hasta la cintura. Dos timbrazos. Tres. Cuando por fin contestó, habría jurado que acababa de despertar de un profundo sueño.
—Hola, Wary. ¿Qué tal te va? ¿Te he despertado?
—No, no —dijo con buena voluntad—. ¿Quién es?
—Kinsey, de Santa Teresa. —Silencio—. La ex de Mickey.
—Ah, sí, sí. Ya sé. Perdona que no haya reconocido tu voz. ¿Qué tal estás?
—Bien. ¿Y tú?
—Fantástico. ¿Qué pasa? —Le oí cerrar la boca para reprimir un bostezo.
—Una pregunta rápida. ¿Te dijo algo Mickey del viaje que hizo a Louisville, Kentucky?
—¿Qué viaje?
—Fue la semana pasada. Salió el 8 de mayo y volvió el 12.
—Ah, sí. Sabía que se había ido, pero no me dijo adonde. ¿Por qué fue?
—¿Cómo voy a saberlo? Esperaba que tú me lo dijeras. Dada su situación económica, me cuesta entender por qué se fue durante cinco días. El billete de avión cuesta una fortuna y hay que añadir las comidas y el alojamiento.
—No puedo ayudarte. Lo único que sé es que fue a alguna parte, pero no me dijo por qué. Ni siquiera sabía que hubiera salido de California. A nuestro amigo no le gustaba volar. Me extraña que fuera en avión a alguna parte.
—¿Se lo dijo a alguien más? ¿A un vecino del edificio tal vez?
—Podría ser, pero lo dudo. No parecía confiar en nadie. Mira, ¿sabes qué podría servirte? Se me acaba de ocurrir. Cuando le cortaron el teléfono venía a mi casa a llamar. Me pagaba cuando podía, pero no me estafaba. Si quieres puedo buscar los números.
Cerré los ojos y murmuré unas breves oraciones.
—Wary, estaré en deuda contigo toda la vida.
—Cojonudo. Espera mientras miro en el escritorio.
Oí un golpe seco y supuse que había dejado el teléfono en la mesita de noche mientras recorría la casa en cueros. Pasó un minuto hasta que volvió a empuñar el teléfono.
—¿Estás ahí todavía?
—Desde luego.
—Tengo la carta aquí mismo. Mandan la factura el quince, así que llegó en el correo de ayer. Aún no la he abierto. Sé que llamó varias veces fuera del estado porque me dio diez dólares y dijo que pagaría la diferencia cuando llegara la factura.
—Vaya. ¿Oíste alguna vez lo que decía?
—No. Siempre me iba de la habitación. Entendía que era privado. Ya lo conoces. Nunca explicaba nada, sobre todo cuando se trataba del trabajo. Y si daba alguna información, era mínima.
—¿Por qué crees que tenía que ver con su trabajo?
—Supongo que por su actitud. Modalidad policía, por decirlo de algún modo. Se podía ver en su cuerpo y en su forma de comportarse. Incluso borracho sabía el terreno que pisaba. —Oí que revolvía papeles—. Sigo mirando —añadió con la atención dividida—. ¿Has sabido algo?
—¿De Mickey? No. Podría llamar a Aldo, pero me da miedo preguntar.
—Aquí está. Fenómeno. Vaya. Sólo hizo una. El 7 de mayo. Está aquí. Tienes razón. Llamó a Louisville. —Leyó el número—. En realidad llamó dos veces al mismo número. La primera conversación fue rápida, menos de un minuto. La más larga…, diez minutos, poco después.
Arrugué el entrecejo.
—Tuvo que ser importante si tomó el avión al día siguiente.
—Un hombre de acción —dijo—. Oye, tengo que ir a vaciar la vejiga, pero te llamaré con mucho gusto si se me ocurre algo más.
—Gracias, Wary.
Colgué y me quedé mirando el teléfono tratando de «centrarme», como decimos en California. Si aquí eran las diez y veinte, en Kentucky sería la una y veinte. No sabía a quién había llamado, así que no pude idear ninguna mentira por adelantado. Tendría que inventarla sobre la marcha. Marqué el número.
—Instituto Masculino de Louisville —dijo una voz femenina—. Le habla Terry. ¿Qué desea?
¿Instituto Masculino? Terry parecía una estudiante que trabajaba en secretaría. Me quedé tan perpleja que no se me ocurrió nada.
—Vaya. Me he equivocado. —Colgué. Mi corazón empezó a galopar con un poco de retraso. ¿Qué era aquello?
Respiré hondo un par de veces y volví a marcar.
—Instituto Masculino de Louisville. Le habla Terry. ¿Qué desea?
—Bueno, por ejemplo, hablar con la secretaria del director.
—¿Con la señora Magliato? Un momento. —Terry me dejó en espera y al cabo de diez segundos se puso otra voz.
—Señora Magliato. ¿Qué desea?
—Algo muy concreto. Soy la señora Hurst, de Telefónica General de Culver City, California. El 7 de mayo efectuaron una llamada a este número desde Culver City y tenemos problemas con la factura. La llamada se cargó en la cuenta del señor Magruder, de nombre Mickey o Michael. El señor Magruder asegura que no ha hecho esa llamada y estamos averiguando la identidad de la persona que la recibió. ¿Podrían ayudarnos ustedes? Se lo agradeceríamos.
—¿Podría repetir el nombre? —Se lo deletreé—. No lo conozco —dijo—. Espere y preguntaré si alguien recuerda haber hablado con él.
Me dejó a la espera. Oí una emisora de radio local, pero el sonido era demasiado agudo para entender lo que se decía. La señora Magliato volvió al teléfono.
—Lo siento. Aquí nadie ha hablado con ese señor.
—¿Y el director? ¿No sería posible que hubiera recibido él la llamada?
—Es «ella», y ya le he preguntado. El nombre no le dice nada.
Recordé los nombres de los documentos falsos y acerqué los papeles.
—Veamos…, ¿qué me dice de Emmett Vanover, Delbert Amburgey y Clyde Byler? —Repetí los nombres antes de que me lo indicara y por lo visto se ofendió.
—Yo no hablé con ninguna de esas personas. Recordaría los nombres.
—¿Podría usted preguntar al personal de secretaría?
—Un momento —dijo suspirando. Tapó el micrófono y la oí repetir la pregunta. Siguieron unos murmullos y retiró la mano—. Nadie ha hablado con ellos.
—¿Con nadie de Culver City?
—No-oo —canturreó con dos notas.
—Bien. Gracias de todas formas. Le agradezco el tiempo que me ha dedicado. —Colgué y estuve pensando un momento. ¿Con quién había hablado Mickey durante diez minutos? Con ella no, estaba claro. Me levanté y fui a la cocina, donde busqué un cuchillo de mantequilla y el tarro de Jif extracrujiente. Saqué una porción de crema de cacahuete con la hoja y me la pegué en el paladar, lamiéndola con la lengua hasta que la masa se me extendió por toda la boca.
—Muy buenas, soy la señora Kennison —dije con fuerza y con una voz que nada tenía que ver conmigo.
Volví al teléfono y a marcar el número. Cuando contestó Terry, le pregunté el nombre de la bibliotecaria.
—¿Se refiere a la señorita Calloway? —dijo.
—Exactamente. Lo había olvidado. ¿Puedes ponerme con ella?
Terry estuvo encantada de hacerme el favor y, diez segundos después, formulaba las mismas preguntas de antes, con una variación.
—Señora Calloway, soy la señora Kennison, de la fiscalía del distrito de Culver City, California. El 7 de mayo llamaron a ese número desde Culver City, la llamada se cargó a: apellido Magruder, nombre Mickey o Michael…
—Sí, yo hablé con él —dijo antes de que terminara mi historia.
—Oh, ah, fue usted. Es maravilloso.
—No sé si calificar de maravillosa la experiencia, pero fue agradable. Parecía un buen hombre…, bien hablado, educado.
—¿Recuerda usted la naturaleza de la consulta?
—Fue hace unas dos semanas. Puede que esté cerca de la jubilación, pero no sufro demencia senil…, vamos, todavía.
—¿Podría informarme al respecto?
—Podría si entendiera qué tiene que ver con esto la fiscalía del distrito. Me parece que aquí hay gato encerrado. ¿Cómo ha dicho que se llama usted? Porque tomaré nota y lo comprobaré.
Cuando a la gente le da por pensar es odioso. ¿Por qué no se ocupan de sus propios asuntos y responden a mis preguntas?
—Señora Kennison.
—¿Y la razón de su llamada?
—Lo siento, pero no estoy autorizada a decirlo. Es un asunto jurídico y hay secreto de sumario.
—Entiendo —dijo como si no entendiera.
—¿Puede decirme qué quería el señor Magruder?
—¿Por qué no se lo pregunta a él?
—Al señor Magruder le han pegado un tiro. En estos momentos está en coma. Es todo lo que puedo decirle sin que me emplacen por desacato.
Al parecer funcionó.
—Quería localizar a un antiguo alumno del Instituto —dijo.
—¿Podría decirme su nombre?
—¿Cómo ha dicho que se llama usted?
—Kathryn. Kennison. Si quiere, le doy mi número y me llama usted.
—Qué tontería. Podría ser cualquiera —dijo—. Acabemos con esto. ¿Qué es lo que quiere usted?
—Cualquier información que pueda darme.
—El alumno se llamaba Duncan Oaks, terminó el bachillerato en 1961. Fue una promoción excepcional. Todavía recordamos aquel grupo de vez en cuando.
—¿Ya era usted la bibliotecaria por entonces?
—Pues sí. Estoy aquí desde 1946.
—¿Conoció personalmente a Duncan Oaks?
—Todo el mundo conocía a Duncan. Fue ayudante mío los dos primeros años que estuvo aquí. El último año ya era fotógrafo del álbum anual, rey de la promoción y el más idóneo para triunfar por votación unánime.
—Suena a extraordinario.
—Lo era.
—¿Y dónde está ahora?
—Se hizo periodista y fotógrafo de un periódico local, el Louisville Tribune, pero me entristece decir que hace tiempo que dejó la profesión. Murió cumpliendo una misión en Vietnam. El Trib fue engullido por un grupo empresarial un año después, en 1966. Bueno, sea usted quien sea y busque lo que busque, creo que ya he dicho suficiente.
Le di las gracias y colgué, completamente a oscuras. Me puse a escribir notas mientras me quitaba la crema del paladar con el capuchón del bolígrafo. ¿Estaría buscando a un heredero? ¿Había emprendido Mickey una investigación particular para aumentar sus ingresos? Desde luego, tenía experiencia para ser detective privado, pero ¿qué investigaba exactamente y quién lo había contratado?
Oí que llamaban a la puerta, me estiré y vi a Henry con la cara pegada a la mirilla. Sentí un pinchazo de culpabilidad por lo ocurrido la noche anterior. Henry y yo no solemos discutir. En el presente caso, la razón era suya. No tenía por qué ocultar información que podía ser importante para la policía. En serio, me reformaría, estaba casi segura. Cuando abrí la puerta, me dio un puñado de sobres.
—Te traigo el correo.
—Henry, lo siento. No se enfade conmigo —me disculpé. Dejé el correo en el escritorio y le di un abrazo mientras él me daba golpecitos en la espalda.
—Fue culpa mía —dijo.
—No, no lo es. Es mía. Tenía usted toda la razón. Soy una cabezota.
—No tiene importancia. Ya sabes que me preocupo por ti. ¿Qué le pasa a tu voz? ¿Te has resfriado?
—Acabo de comer y se me ha quedado algo entre los dientes. Llamaré al agente Aldo hoy mismo y le contaré lo que sé.
—Me sentiría mejor si lo hicieras —dijo—. ¿Interrumpo? Podemos hacerlo en otro momento si tienes trabajo.
—¿Hacer qué?
—Dijiste que me llevarías. El del taller ha llamado para decir que el Chevy está listo.
—Lo siento. Claro. Cuánto ha tardado. Voy por la cazadora y las llaves.
Camino del taller, conté a Henry lo que sabía, aunque me sentía incómoda, porque ni siquiera en aquellos instantes era totalmente sincera con él. No es que mintiera, pero omitía parte de la información.
—Ahora que me acuerdo —dije—. ¿Le he hablado de la llamada a mi casa?
—¿Qué llamada?
—Creo que no se lo mencioné. No sé qué hacer con ella. —Le conté la historia de la llamada de treinta minutos que me habían hecho a fines de marzo desde casa de Mickey—. Juro que no hablé con él, pero la policía no me cree.
—¿Qué día fue?
—El 27 de marzo, primera hora de la tarde, la una y media. He visto la factura.
—Estabas conmigo —dijo de repente.
—¿Sí?
—Desde luego. Fue al día siguiente de los temblores que derribaron las latas sobre mi coche. Llamé al seguro y tú me acompañaste al taller. El agente de seguros se reunió con nosotros allí.
—¿Fue aquel día? ¿Cómo lo recuerda?
—Tengo el presupuesto —dijo, sacándolo del bolsillo—. La fecha está aquí.
El episodio me vino a la memoria de repente. Hubo varios temblores la madrugada del 27 de marzo, unas sacudidas tan ruidosas como una manada de caballos galopando por el salón. Yo dormía profundamente, pero la cama se puso a vibrar y me desperté. El despertador señalaba las 2:06. Las perchas tintineaban y los cristales de las ventanas se agitaban como si los golpeara alguien que quisiera entrar. Me levanté de un salto y me vestí para salir a correr. Al cabo de unos segundos pasó el terremoto, pero vino otro detrás. Oí un chasquido de vidrios rotos en el fregadero. La fuerza del movimiento rocoso empezaban a agrietar las paredes. En la otra punta de Santa Teresa saltó un transformador y me quedé a oscuras.
Había bajado a toda prisa por la escalera de caracol mientras revolvía el fondo del bolso en busca de la linterna de bolsillo. La encontré y la encendí. El haz de luz era débil, pero me iluminaba el camino. A lo lejos empezaban a oírse las sirenas. El temblor cesó. Aproveché el momento para recoger la cazadora vaquera y salir corriendo. Henry corría ya por el patio. Llevaba una linterna del tamaño de un radiocasete y me enfocó la cara con ella. Pasamos la hora siguiente encogidos en el patio trasero, temerosos de entrar en casa hasta saber que estábamos a salvo. Por la mañana descubrió los daños sufridos por su vehículo.
Lo seguí al taller con mi coche y volví con él. Cuando entré en casa, la luz del contestador estaba parpadeando. Pulsé la tecla de REPLAY, pero sólo oí un susurro que se prolongaba hasta el final de la cinta. Me molestó un poco, pero pensé que sería una broma y no le di más vueltas. Henry estaba a mi lado, oyó exactamente lo mismo y sugirió que podía haber sido un fallo del mecanismo producido al reanudarse el suministro eléctrico. Rebobiné la cinta para borrar el susurro y ya no volví a recordarlo. Hasta ahora.