La arteria principal de Colgate tiene cuatro carriles y gran variedad de tiendas, desde casas de alfombras hasta peluquerías, con una gasolinera en cada cruce y un concesionario de automóviles en cada manzana. En Colgate, comunidad en expansión, ecléctica y sin pretensiones, vive la gente que trabaja en Santa Teresa pero no puede permitirse el lujo de vivir en esta última. La población de las dos comunidades es casi la misma, pero su talante es diferente, como hermanas cuya personalidad reflejara su posición relativa en el seno familiar. Santa Teresa es la más antigua: sobria y con estilo. Colgate es la más juguetona, más inconformista, más dispuesta a tolerar diferencias entre sus residentes. Todos los establecimientos cierran a las seis de la tarde menos los bares, los billares, los autocines y las boleras.
El aparcamiento del Honky-Tonk estaba casi igual que hacía quince años. Los coches habían cambiado. Mientras en los años setenta los clientes llevaban Mustangs y furgonetas pintadas con matices psicodélicos, las luces de la calle iluminaban ahora Porches, BMW y caravanas. Al cruzar el aparcamiento experimenté la misma curiosidad y excitación que cuando estaba soltera y salía de noche. Con mi presente nivel de sabiduría ni se me ocurriría repetir aquellas aventuras («cerrar bares», lo llamábamos nosotros), pero en aquellos tiempos las acometía. En los años sesenta y setenta es lo que se hacía para pasarlo bien. Así se conocía a los chicos. Así te colocabas. Lo que la Liberación de la Mujer «liberó» fue nuestra actitud hacia el sexo. Si antaño lo usábamos para negociar, ahora lo regalábamos. No sé a cuántas prostitutas dejamos sin trabajo por repartir «favores» sexuales en nombre de la libertad. ¿En qué estaríamos pensando? Lo único que conseguíamos al final eran borrachos llenos de ladillas.
El Honky-Tonk se había ampliado absorbiendo un local adjunto, un antigua tienda de muebles que anunciaba liquidaciones cada seis o siete meses. Había cola en la puerta, donde un gorila comprobaba los documentos de identidad con un escáner. A cada cliente, una vez dado el visto bueno, le estampaba con un sello una H y una T en el dorso de la mano, el logotipo del Honky-Tonk que por lo visto autorizaba a beber. Así los camareros no tenían que pedir la documentación a todos los clientes con cara infantil que pedían ron con Coca-Cola, el equivalente alcohólico del primer sostén.
Ya con el sello puesto, atravesé una nube de humo de tabaco tratando de hacerme una idea de la edad y la condición económica de los clientes. Había muchos universitarios desinhibidos y de aspecto sano, cuya ingenuidad y poco juicio todavía no tenían consecuencias graves. Los demás eran los pájaros solitarios de toda la vida, los mismos solteros y divorciados cuarentones que se medían con la mirada desde la primera vez que había pisado aquel bar.
Había serrín en el suelo. Las paredes, desde los zócalos pintados de oscuro hasta el techo de metal, estaban cubiertas de viejas fotos en blanco y negro que mostraban cómo había sido Colgate sesenta años antes: bucólico e intacto, con montañas que se veían desde cualquier lugar. Las imágenes estaban iluminadas por anuncios chillones de cerveza, luces de neón rojas y verdes que teñían los campos y ocasos ya desaparecidos.
También había innumerables fotografías de famosos del lugar y de clientes habituales, fotos tomadas el día de San Patricio, en Nochevieja y otras ocasiones en que el Tonk cerraba las puertas al público y acogía fiestas privadas. Vi dos fotos de veinte centímetros por veinticinco en las que aparecían Mickey, Pete Shackelford y Roy Littenberg. En una vestían el uniforme de policía y estaban en posición de firmes: aspecto solemne, rígidos, responsables de la ley y el orden. En la otra estaban ya más curtidos, se habían vuelto escépticos, tíos de ojos cansados que sonreían con el cigarrillo en la boca y el vaso en la mano, y pasaban el brazo con indiferencia por los hombros de los otros. Roy Littenberg tenía por lo menos diez años más que sus compañeros. Ahora estaba muerto y Mickey a punto de morir. Me pregunté si habría alguna manera de invocarlos entre los recuerdos y el humo: tres policías, semejantes a fantasmas, visibles mientras no volviese la cabeza para mirarlos de frente.
Había dos salas estrechas y largas que discurrían pared con pared, flanqueadas por reservados de madera. Las dos tenían su propio sistema de sonido, con vaharadas de música que retumbaban en los sentidos mientras iba de una a otra. En una estaba la barra y en la otra había una pista de baile rodeada de mesas. Otra sala, de adquisición reciente, tenía espacio para seis mesas de billar, todas ocupadas. Ellos jugaban al futbolín y a los dardos. Ellas entraban y salían en tropel de los lavabos, toqueteándose el rímel de los ojos y estirándose los pantis. Yo también entré y corrí a un escusado vacío para hacer mis necesidades. Oí a dos mujeres en el de al lado, una vomitando la cena y la otra animándola con sus comentarios.
—Ya está bien. No hagas fuerza. Lo estás haciendo estupendo. Ya saldrá.
Si me lo hubieran dicho en mi época, habría dado por supuesto que Bulimia era la capital de una nueva república báltica.
Cuando salí del escusado había cuatro mujeres haciendo cola y otras tres frente a los espejos. Esperé a que hubiera una pila libre y me lavé las manos mientras miraba mi reflejo. La iluminación fluorescente daba a mi cutis, por lo demás inmaculado, un aspecto enfermizo, resaltando las ojeras. Mi pelo parecía de estropajo. No me ponía lápiz de labios, aunque casi era preferible, porque se habría notado más el matiz amarillento que los años me ponían en la piel. Llevaba la cazadora negra de Mickey como talismán, los mismos vaqueros viejos y el jersey negro, aunque había cambiado las botas de entonces por calzado deportivo. Estaba haciendo tiempo para retrasar el instante en que tendría que sentarme a la barra y pedir una bebida. Las de la vomitona salieron del escusado, las dos delgadas como serpientes. La que había vomitado sacó un cepillo de dientes con pasta dentífrica incorporada y se puso a frotar. En cinco años, los ácidos del estómago le habrían corroído el esmalte, si es que antes no se desplomaba muerta.
Salí del lavabo y rodeé la pista de baile por la izquierda. Me acerqué a la barra y pedí una cerveza. A falta de taburetes vacíos, me la tomé de pie, fingiendo que estaba esperando a alguien. De vez en cuando miraba el reloj como si estuviera enfadada por el retraso. Estoy convencida de que engañé a muchos. Algunos hombres me tasaban de lejos, no porque estuviera buena, sino porque era carne desconocida a la espera de clasificación y marca.
Borré mi yo y me esforcé por ver las cosas desde el punto de vista de Mickey. ¿Qué furia lo había poseído para prestarle a Tim Littenberg aquel dinero? Mickey no era de los que corrían riesgos así. Prefería tener el haber disponible, aunque ganara pocos intereses. Sin duda era más feliz haciendo ingresos en la Caja de Ahorros de Barra-Cortina. Tim Littenberg, o su padre, debía de haber tenido un pico de oro para convencerlo. La nostalgia podía haber representado un pequeño papel. Lit y su mujer nunca habían sabido administrarse. Vivían esperando el ingreso de la nómina, gastaban más de lo que ganaban, contraían deudas y desbordaban el límite de las tarjetas de crédito. Si su hijo Tim había necesitado un aval, seguramente no tenían dinero suficiente para proporcionárselo. Fuera cual fuese el motivo, Mickey había corrido el riesgo. El acuerdo se había firmado y se había entregado el dinero. No había visto ningún indicio de que se hubiera devuelto. Curioso. Mickey necesitaba el dinero, Tim había comprado el Honky-Tonk y el local había prosperado.
Quedó vacío un taburete cerca de la pared y me apoderé de él. Mis ojos volvieron a las fotografías e inspeccioné la que había a mi lado. Otra vez los tres mosqueteros. En aquella estaban sentados a la barra con los vasos en alto, brindando con alguien que había a su izquierda. Dixie aparecía al fondo, con los ojos fijos en Mickey, una mirada hambrienta y posesiva. ¿Por qué no lo había comprendido entonces? ¿Era burra o qué? Entorné los ojos para concentrarme en las caras, una por una. Lit siempre había sido el más guapo de los tres. Era alto, estrecho de espaldas, de brazos y piernas largos, y dedos largos y bonitos. Tengo debilidad por las dentaduras sanas y la suya era perfecta y blanca; la única excepción era un colmillo torcido que daba a su sonrisa un atractivo infantil. Tenía la barbilla pronunciada y las quijadas anchas. La nuez de Adán se le movía al hablar. Lo había visto por última vez hacía unos cuatro años y sólo de pasada. Le habían salido canas en el pelo, tenía sesenta y tantos años y, por lo que me había contado Shack, por entonces ya estaba en las últimas.
Giré ligeramente sobre mi eje y barrí la zona con la mirada esperando ver a Tim. No conocía al hijo de Lit. Cuando me casé con Mickey y salíamos con sus padres, ya se había ido. Se había alistado en el ejército en 1970 y estaba en Vietnam. Muchos policías de Santa Teresa habían sido soldados, les entusiasmaba lo militar y apoyaban nuestra presencia en el sudeste asiático. La gente se había cansado ya de la guerra, pero aquel círculo no. Había visto fotos de Tim que los padres enseñaban a todos. Siempre aparecía sucio y contento, con un cigarrillo en los labios, el casco echado hacia atrás y el fusil apoyado en las rodillas. Lit nos leía párrafos de sus cartas en los que describía sus hazañas. A mí me parecía temerario y atrevido, demasiado entusiasta, un crío de veinte años que se pasaba el día colocado, deseoso de matar «amarillos» y de fanfarronear con los amigos al volver. Lo habían acusado después de un incidente particularmente desagradable en el que habían resultado muertos dos niños pequeños vietnamitas. Lit olvidó su locuacidad sobre el tema y, después de la expulsión con deshonor, dejó de hablar definitivamente de su hijo. Puede que Lit hubiera puesto en el Honky-Tonk sus esperanzas de que Tim se rehabilitase.
Casi en aquel preciso momento mi mirada cayó sobre un individuo que habría jurado que era él. Andaba por los treinta y cinco, como yo, y se parecía, al menos superficialmente, a Roy Littenberg. Tenía la misma cara delgada, las inconfundibles quijadas y la barbilla saltona. Llevaba una camisa morada con corbata malva, americana oscura, vaqueros y botas de ante de media caña. Estaba de charla con una camarera, probablemente de reprimenda, porque la mujer parecía agitada. Tenía el pelo liso y negro, muy brillante, cortado en ángulo y con trasquilones en el flequillo. El lápiz de ojos era de color negro y el de labios de un rojo intenso. Le eché treinta años, aunque de cerca podría haber parecido mayor. Afirmó con la cabeza, la cara inescrutable, y avanzó hacia donde yo estaba. Transmitió el pedido al camarero de la barra, manoseando mucho el cuaderno de notas para disimular su alteración. Encendió un cigarrillo con manos temblorosas, dio una larga chupada y expulsó el humo en una delgada columna. Dejó el cigarrillo en un cenicero de la barra.
Giré sobre mi eje otro poco.
—Hola —saludé—. Busco a Tim Littenberg. ¿Está por aquí?
Me miró, se fijó en la cazadora y luego volvió a mirarme a los ojos. Señaló hacia el hombre con el pulgar.
—Camisa morada —dijo.
Tim se había vuelto para saludar a un sujeto que llevaba una chaqueta de mezclilla y le vi indicar por señas al camarero que le sirviera una copa. Se estrecharon la mano y Tim le dio golpecitos en el hombro, un gesto de cordialidad que probablemente no era muy profundo. Roy Littenberg había sido rubio. Su hijo era moreno. Formaba con la boca un puchero permanente y sus ojos eran más oscuros que los de su padre, hundidos y tiznados de sombra. Su sonrisa no afectaba a sus ojos. Su atención iba de una sala a otra. Sin duda calculaba sin parar la condición social de sus clientes, su edad y su grado de embriaguez, y se fijaba en cada carcajada y en cada conversación subida de tono, en busca de síntomas de violencia. Conforme pasaba el tiempo y corría el alcohol, más relajada, desinhibida, ruidosa y agresiva se volvía la gente.
Vi que se aproximaba a la barra y se quedaba a unos pasos. La camarera, que estaba muy cerca, se dio la vuelta de forma brusca con la bandeja, para no verlo. La mirada de Tim resbaló por la mujer, cambió de rumbo, se cruzó con la mía, se alejó y volvió. Esta vez se quedó fija.
—Hola. ¿Eres Tim? —pregunté, sonriendo.
—Sí.
—Soy Kinsey —dije, alargándole la mano—. Conocí a tu padre hace años. Lamenté enterarme de su muerte.
Nos estrechamos la mano. La sonrisa de Tim fue breve, quizá dolorida, aunque era imposible saberlo. Era delgado como su padre, pero si el semblante de Lit era abierto y despejado, el del hijo era reservado.
—Pide lo que quieras.
—Gracias, tengo bastante por ahora. Este lugar está muy animado. ¿Siempre está así?
—El jueves es un buen día. Los fines de semana aún hay más gente. ¿Es la primera vez que vienes? —Sabía guiar la conversación sin comprometerse. Tenía la cara medio vuelta y la mirada puesta en otra parte: educado pero no ferviente partidario de las relaciones con el prójimo.
—Venía hace años. Así conocí a tu padre. Era un gran tipo. —El comentario no pareció suscitar ninguna respuesta—. ¿Eres el administrador?
—El propietario.
—¿En serio? Perdona, no quería ofenderte —dije—. Es que he visto que estás pendiente de todo. —Se encogió de hombros—. Seguro que conoces a Mickey Magruder —añadí.
—Sí, conozco a Mickey.
—Oí decir que había comprado una parte del negocio, así que esperaba encontrarlo aquí. Es otro poli de los viejos tiempos. Tu padre y él eran colegas.
Tim parecía distraído.
—Los Tres Mosqueteros, ¿no? Hace semanas que no lo veo. ¿Me disculpas?
—Claro —dije. Cruzó la sala hasta la pista de baile para terciar en una discusión entre una mujer y su ligue. El hombre se le echaba encima y ella forcejeaba para mantenerlo erguido. Las demás parejas se habían apartado. Al final, la mujer le dio un empujón, enfadada y abochornada al mismo tiempo. Cuando llegó Tim ya había aparecido un gorila y ayudaba al borracho a llegar a la puerta atenazándole el brazo, como suelen hacer los patrulleros y las madres de los niños que alborotan en los grandes almacenes. La mujer se desvió hacia una mesa y recogió la cazadora y el bolso de mano con intención de seguirlo. Tim le interceptó el paso. Hubo una breve conversación. Esperaba que estuviera convenciéndola de que llamase un taxi y volviera a su casa.
Al rato volvió a mi lado.
—Disculpa —se excusó.
—Espero que no lo hayan metido en su coche.
—El de seguridad le ha quitado las llaves —dijo—. Dejaremos que se enfríe en la parte de atrás y nos encargaremos de que llegue entero a casa. Tiende a fastidiar a la gente cuando está así. Es malo para los negocios.
—Apuesto a que sí.
Dirigió una sonrisa a mi izquierda y me dio un golpecito en el brazo.
—Será mejor que vaya a comprobar qué tal se encuentra. Espero volver a verte.
—Puedes darlo por hecho —dije.
No hubo más que un ligero titubeo en su despedida.
—Que te vaya bien. Si quieres algo, sólo tienes que pedírselo a Charlie. —Miró al camarero y me señaló. El camarero asintió con la cabeza y Tim se fue.
Esperé un minuto, dejé la cerveza a medio tomar en la barra y fui a los teléfonos públicos que había en la salida trasera, cerca de la oficina. Quería saber dónde encontrarlo en las horas libres. Podía quedarme por allí hasta que cerraran el bar y seguirlo a casa, pero prefería algo más directo. Abrí la guía telefónica y busqué la dirección y el número de Littenberg, Tim y Melissa.
Me asomé por la izquierda y miré el pasillo en sombras en el que distinguí tres puertas sin distintivos, además de la que conducía a la oficina. Un camarero entró arrastrando una ráfaga de aire frío. Me erguí, introduje una moneda en el teléfono, marqué un número y escuché una grabación con una voz femenina que me puso al corriente de la hora, los minutos y los segundos. Yo decía «ajá, ajá», como si estuviera interesadísima. Esperé hasta que el camarero dobló la esquina, en dirección al bar.
Ya no había moros en la costa. Colgué y recorrí el pasillo, abriendo las puertas una por una. La primera daba a un cuarto de limpieza: cepillos, garrafas con desinfectante y trapos de cocina. La segunda puerta daba a las dependencias de los empleados; pegados a las paredes había taquillas metálicas, dos pilas, sofás pequeños y una colección de ceniceros, la mayoría llenos. No había el menor rastro del borracho y me pregunté adonde habría ido. La tercera puerta estaba cerrada con llave. Acerqué la oreja, pero no percibí ruido alguno.
El despacho de Tim estaba delante mismo. Crucé el pasillo y sujeté el pomo con cuidado. Lo giré poco a poco a la derecha y entreabrí la puerta. Tim estaba ante el escritorio, dándome la espalda, hablando por teléfono. No pude oír lo que decía. Esperaba fervientemente que no estuviera poniendo precio a mi cabeza. Cerré la puerta con suavidad y retiré la mano del pomo para evitar chasquidos y vibraciones. Hora de irse. No quería que me pillaran allí. Volví al pasillo principal y miré en ambas direcciones. No vi indicios de que hubiera sistema de alarma: ni células de infrarrojos, ni teclado numérico junto a la puerta trasera. Interesante.
Volví a casa sin apartar la mirada del espejo retrovisor. No había ninguna razón para pensar que la llamada de Tim tuviera que ver conmigo. Había ido derecho a la oficina después de que yo mencionara a Mickey, pero aquello sólo pasaba en las películas de serie B. ¿Por qué iba a querer deshacerse de mí? Yo no había hecho nada. No había dicho una palabra sobre los diez billetes que debía a Mickey. Me lo había guardado para la próxima vez. Por lo que sabía, Tim podía haberle devuelto el dinero.
Eran sólo las diez de la noche y había muchos coches en la carretera, pero ninguno de aspecto siniestro. Tim no tenía ni idea de quién era yo, así que no podía saber dónde vivía ni qué coche llevaba. Además, en Santa Teresa no hay bandas organizadas, al menos que yo sepa.
Cuando llegué a mi barrio, recorrí la manzana buscando un aparcamiento que no estuviera a oscuras. Sólo vi un coche desconocido, un Jaguar oscuro estacionado delante de mi casa, al otro lado de la calle. Doblé por Bay y esperé hasta convencerme de que no me había seguido nadie. Cerré el coche y recorrí andando media manzana. Me sentía idiota, pero quería escuchar a mi intuición. Sabía que los goznes de la puerta del jardín chirriarían, así que en lugar de entrar por allí, fui por el patio del vecino, siguiendo la valla de madera. Puede que fuera una imbécil, pero no podía evitarlo.
Cuando llegué al otro lado del garaje de Henry asomé la cabeza y miré por encima de la valla. Había dejado encendida la luz trasera, pero el pequeño porche estaba ahora a oscuras. Las luces de Henry también estaban apagadas. Una capa de niebla parecía planear sobre el césped como si fuera humo. Esperé sin moverme hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Como suele suceder, hasta la noche más oscura tiene su pequeña iluminación. La luna asomaba entre las ramas de un árbol. La luz caía formando un dibujo irregular. Escuché hasta que los grillos empezaron otra vez a cantar.
Dividí el patio trasero de Henry en secciones y las escruté una por una. Nada a mi izquierda. Nada cerca de los escalones traseros. Nada junto al árbol. La sombra del garaje formaba un triángulo en el patio, así que no podía ver las sillas al completo. Aun así habría jurado que había visto algo…, la cabeza y los hombros de alguien sentado en una tumbona. Podía ser Henry, pero no lo creía. Me agaché tras la valla. Di media vuelta y crucé el jardín del vecino hasta la calle. Las botas de cuero que llevaba no estaban pensadas para andar de puntillas por el césped mojado y resbalaba mientras avanzaba esperando no caerme de culo.
Cuando llegué a la calle, tuve que quitarme una cagarruta de perro del tacón, no fuera a ser que el olor me delatara. Busqué en el bolso hasta que encontré la linterna de bolsillo. Tapé el delgado haz de luz con la palma de la mano y lo orienté hacia el Jaguar. Las cuatro puertas estaban cerradas. Medio había esperado que la matrícula personalizada dijese AQUÍ ESTAMOS. Pero decía DIXIE. Bueno, aquello era interesante. Volví al patio trasero, esta vez por la casa del vecino de la izquierda de Henry, primero recorriendo con paso firme su camino de entrada y luego trazando un amplio círculo por el patio de Henry, pegada a los arriates. Desde aquella posición distinguía el perfil del pelo alborotado de Dixie. Debía de morirse por fumar. La sed de tabaco se impuso a la precaución mientras la observaba. Oí el chasquido de un encendedor. Levantó una mano para ocultar la llama y la acercó al extremo del cigarrillo, dando una chupada con un suspiro audible. Ningún arma a la vista, a menos que empuñara una con el pie.
Me acerqué por detrás de la tumbona.
—Hola, Dixie. Nunca enciendas luces. Todos los francotiradores del barrio podrían tenerte ya en el punto de mira.
Dio un respingo y casi se levantó del asiento mientras giraba la cabeza. Se sujetó al brazo de la tumbona y se le cayó el bolso del regazo. Vi que el cigarrillo volaba en la oscuridad y la brasa trazaba un arco precioso antes de caer y apagarse en la hierba mojada. Tuvo suerte de no tragárselo y de no morir asfixiada.
—¡Mierda, mierda! Me has dado un susto de muerte —susurró.
—¿Qué puñetas estás haciendo aquí?
Se puso una mano en el pecho para calmar los latidos del corazón. Se dobló por la cintura, hiperventilándose. No me impresionó particularmente la posibilidad de que sufriera un ataque al corazón. Si le daba, estaba lista. Yo no iba a hacerle la resucitación cardiopulmonar. Llevaba una especie de mono de mecánico, de una sola pieza y con cremallera delante. El look extragrande y ancho no surtía efecto, porque llevaba las mangas subidas hasta medio antebrazo, revelando lo canija que era. Se inclinó para recoger el bolso, que era de piel curtida y parecía de cartero.
Se lo puso bajo el brazo, se llevó una mano a la frente y luego a la mejilla.
—Tengo que hablar contigo —dijo, aún agitada.
—¿No se te ocurrió llamar antes?
—Pensé que no querrías verme.
—¿Por eso me esperabas a oscuras? ¿Te has vuelto loca?
—Lo siento. No quería asustarte. El anciano caballero de la casa estaba levantado cuando llegué, hace ya una hora. Lo vi en la cocina cuando entré en el patio, así que desenrosqué la bombilla dé tu porche. No quería que se diera cuenta de mi presencia ni que se preguntara qué hacía aquí.
—¿Y qué haces aquí? Sigo sin enterarme.
—¿Podemos entrar? Te prometo que no estaré mucho rato. No he traído la cazadora y tengo frío.
Sentí un ramalazo de fastidio.
—Anda, vamos —dije.
Atravesé el patio. Cuando llegué al porche, giré la bombilla y se encendió la luz. Me seguía dócilmente. Saqué las llaves y abrí la puerta.
Lo primero que hice fue descalzarme.
—Límpiate los pies —dije enfadada antes de entrar en la salita.
—Perdona. Claro.
Le acerqué un taburete, entré en el espacio de la cocina y saqué una botella de whisky del armario de los licores. Alineé dos vasos largos, abrí la botella y puse un par de dedos en cada uno. Eché la cabeza hacia atrás y me metí el mío entre pecho y espalda. Tragué fuego líquido, la boca se me abrió y echó llamas invisibles. Joder, era una guarrería, pero me alivió. Sentí un escalofrío, el mismo que me da cuando engullo un antitusígeno. La vi más tranquila cuando la miré. También ella se lo había zampado con ganas, pero el whisky parecía impresionarla menos que a mí.
—Gracias. Lo necesitaba. Espero que no te importe que fume —dijo, buscando en el bolso como si ya le hubiera dado permiso.
—Puedes fumar en el jardín, pero aquí dentro no.
—Vaya, perdona —dijo, y dejó a un lado el paquete.
—Y deja de disculparte —la amonesté. Dixie había venido por algo y ya era hora de ir al grano—. Habla —añadí, como si fuera un perro a punto de hacer una pirueta.
Cerró los ojos.
—Lo que Mickey y yo hicimos fue imperdonable. Tienes todo el derecho del mundo a estar enfadada. El lunes, cuando viniste a casa, estuve muy desagradable. Te pido perdón, pero tu visita me desconcertó. Siempre pensé que habías recibido mi carta y que habías optado por no hacer nada. Supongo que disfruté culpándote por haber sido desleal. La tentación era fuerte. —Abrió los ojos y me miró.
—Sigue.
—Ya está.
—No, no está. ¿Qué más? Si eso es todo lo que tenías que decir, podías haberme escrito una nota.
Vaciló.
—Sé que te cruzaste con Eric al salir de mi casa. Te agradezco que guardaras silencio sobre lo de Mickey y yo. Podías haberme causado muchos problemas.
—Tú causaste los problemas. Yo no tuve nada que ver.
—Me doy cuenta. Lo sé. Pero nunca he estado segura de si Eric sabía algo.
—¿Nunca lo ha sacado a relucir?
—No.
—Considérate afortunada. Yo lo dejaría como está, si fuera tú.
—Lo haré, puedes creerme.
Me sentí dividida: una parte de mí estaba presente y la otra mirando de lejos. Lo que había dicho hasta el momento era verdad, pero había más. Puesto que carecía de la experiencia que tenía yo en el arte de mentir con las bragas puestas, fue inevitable que las mejillas se le colorearan ligeramente.
—Bueno ¿y qué? —pregunté—. ¿Quieres garantías de que tendré la boca cerrada en adelante?
—Sé que no te lo puedo pedir.
—No, no puedes. Por otra parte, no sé para qué iba a servir. Lo creas o no, que tú «me hicieras daño» no significa que tenga que imitarte. ¿Algo más?
Negó con la cabeza.
—Será mejor que me vaya. —Recogió el bolso y se puso a buscar las llaves—. Sé que te invitó a cenar. Eric siempre te ha apreciado…
¿De verdad?, pensé.
—Está deseando que vayas y yo espero que aceptes la invitación. Si la rechazas, pensará que es extraño.
—Déjate de tonterías. No os he visto desde hace catorce años, ¿por qué iba a parecer raro?
—Piénsalo, por favor. Dijo que probablemente te llamaría a mitad de semana.
—Muy bien. Lo pensaré, pero no te aseguro nada. Me sentiría incómoda.
—No tienes por qué. —Se levantó y alargó la mano—. Gracias.
Se la estreché y en aquel momento me pregunté si no estaríamos haciendo un pacto tácito. Fue hacia la puerta y se volvió cuando tenía la mano en el pomo.
—¿Cómo va la búsqueda de Mickey? ¿Ha habido suerte? —preguntó.
—Al día siguiente de ir a verte, vinieron por aquí dos policías. Le pegaron un tiro la semana pasada.
Dixie palideció.
—¿Ha muerto?
—Está vivo, pero muy mal. Puede que no salga.
—Qué horror. Es terrible. —Le costó trabajo, al igual que a mí, hacerse a la idea—. ¿Qué pasó?
—¿Quién sabe? Por eso vinieron a hablar conmigo.
—Pero tienen que saber algo. ¿Han detenido a alguien?
—Todavía no. Sólo sé lo que me dijeron. Lo encontraron en la calle, a un par de manzanas de su casa. Fue el miércoles de la semana pasada. Desde entonces está en coma.
—Yo…, no sé qué decir.
—No tienes que decir nada.
—¿Podrías tenerme al tanto de lo que sepas?
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—Por favor —dijo con voz frágil.
No me molesté en contestar. De pronto se fue, dejándome con los ojos clavados en la puerta. Me molestaba que pensase que teníamos el mismo derecho a la tristeza. Más aún: me pregunté qué quería Dixie en realidad.