13

Me saltaré la conversación del desayuno. No hay nada más aburrido que ver cómo se conocen otras personas. Hablamos. Intercambiamos breves esbozos biográficos, anécdotas sobre Mickey y teorías sobre el motivo de los disparos. En el ínterin descubrí que Wary Beason me resultaba simpático, aunque no tardé en borrar sus datos personales de mi memoria. Parecerá grosero, pero no esperaba volver a verlo. Era como el pasajero que se sienta a nuestro lado en el avión; podemos contactar con él, aunque el encuentro no tenga sentido ni consecuencias.

Agradecí que me enseñara el lugar en que habían disparado a Mick, un tramo de acera sin nada en particular, delante de una casa de joyas y numismática. El cartel del escaparate anunciaba monedas raras, sellos raros, relojes de bolsillo, antigüedades y monedas de todas clases. TAMBIÉN SE HACEN PRÉSTAMOS A BAJO INTERÉS. No creía que Mickey hubiera estado allí a las tres de la madrugada para negociar un préstamo.

Wary guardó silencio mientras yo miraba las tiendas cercanas. Había unos billares al otro lado de la calle. Supuse que la policía ya se habría presentado allí, y en un bar llamado McNalley que estaba a media manzana.

—Dijiste que solías beber con Mickey en el Lionel. ¿Está cerca?

—Por allí —indicó Wary, señalando con la mano.

—¿Hay alguna posibilidad de que Mickey hubiera estado allí aquella noche?

—Ninguna. Le habían prohibido entrar en el Lionel hasta que pagara lo que debía.

Se quitó las gafas y limpió los cristales amarillos con el borde de la camiseta. Las levantó para observarlas a contraluz y comprobar que no hubiera manchas. Volvió a ponérselas y esperó a ver qué más le preguntaba.

—¿Dónde estuvo entonces? ¿Se te ocurre algo?

—Bueno, no estuvo en el McNalley porque yo estaba allí. Sé que la policía ha preguntado en todos los bares de la calle. No averiguaron nada…, o eso dijeron.

—Andaba detrás de algo y se desplazaba a pie.

—No necesariamente. Que vendiera el coche no significa que fuera andando. Alguien podía llevarlo y traerlo de donde fuera. A tomar copas o a cenar. Podría haber estado en cualquier parte.

—Espera un poco. ¿Recuerdas cuándo vendió el coche?

—Hace un par de meses.

—¿Quieres decir a finales de marzo?

—Sí. En fin, el caso es que nadie lo vio salir de su casa aquella noche.

—¿Cuál es tu teoría entonces?

—Bueno, digamos, para ser fiel a lo dicho, que iba en el coche de otra persona. Salieron a cenar o a beber y terminaron cerrando el garito. A las dos de la madrugada volvieron a Culver City. El tío…

—O la tía.

Wary sonrió.

—Exacto… Quien disparó pudo haber dejado a Mickey en la esquina y alejarse una manzana como si se fuera a su casa. Detiene el coche. Espera en la oscuridad mientras Mickey recorre la manzana que los separa. En cuanto Mickey se pone a tiro, ¡pum!, le dispara dos veces. Luego tira la pistola y se larga antes de que alguien se dé cuenta de lo que ha pasado.

—¿De verdad crees que ocurrió así?

Se encogió de hombros.

—Yo sólo digo que podría haber sido así. La policía peinó todos los bares y billares en un radio de diez manzanas. Mickey no había estado en ninguno, pero saben que estuvo bebiendo en alguna parte porque tenía 0,14 de alcohol en sangre.

—¿Cómo te has enterado de eso?

—El policía, el moreno, lo comentó de pasada.

—¿De verdad? Qué interesante. ¿Cómo lo interpretaron? ¿Lo dijo alguien?

—No, y no se me ocurrió preguntar. Mickey llevaba siempre una copa de más. Seguro que su nivel de alcohol superaba el 0,1 cualquier día de la semana.

—¿Era oficialmente alcohólico?

—Suena mejor oficialmente borracho. Durante un tiempo dejó de beber, pero no aguantó mucho. En febrero se corrió una buena juerga, y creo que fue cuando lo echaron del trabajo. Quiso dejarlo otra vez, aunque no tuvo suerte. Aguantó un par de días y volvió a caer. Yo confiaba en él. Lo intentó. Pero no era bastante fuerte para conseguirlo solo.

De repente me sentí inquieta y tuve necesidad de moverme. Eché a andar y Wary me siguió, poniéndose a mi altura.

—¿Y la mujer a la que veía? —pregunté.

Me lanzó una extraña mirada, entre sorprendida y titubeante.

—¿Cómo lo sabes?

Me di un golpecito en la sien.

—Me lo dijo un pajarito. ¿La conoces?

—No. No me la presentó. Mickey se aseguró de eso.

—¿Por qué?

—Quizá pensó que podía quitársela.

—¿La viste alguna vez?

—De pasada. No para reconocerla. Siempre subía por la escalera de atrás y se iba por allí.

—¿Tenía llave?

—Debía de tenerla. Mickey nunca se iba sin echar la llave. Algunos días aparecía antes de que él volviera del trabajo.

—¿Tenía coche? ¿Viste algún vehículo aparcado detrás?

—No me fijé. Era asunto suyo. ¿Por qué iba a meterme?

—¿Con qué frecuencia aparecía?

—Yo diría que cada dos o tres semanas. No quiero ser grosero, pero estos pisos no están insonorizados. Y debo decir que el hecho de que Mickey consumiera alcohol no entorpecía el cumplimiento de su deber.

—¿Cómo sabes que era él? ¿No es posible que dejara el apartamento a otra persona?

Quizá tenía un amigo que necesitaba un lugar para ser malo.

—Ah, no. Era él. Lo juraría. Llevaba liado con esa mujer al menos un año.

—¿Cómo sabes que sólo había una mujer? Podía haber habido toda una colección.

—Sí, supongo que sí.

—¿Hay alguna posibilidad de que viviera en el edificio? —pregunté.

—¿En este edificio? Lo dudo. Mickey se habría sentido agobiado si hubiera vivido tan cerca. Le gustaba su libertad. No quería que nadie lo vigilara. Por ejemplo, a veces se iba fuera el fin de semana; yo le habría preguntado, ya sabes, ¿qué tal el fin de semana? ¿Adónde has ido? Esas tonterías. A Mickey no le gustaban las preguntas. Si insistías, cambiaba de conversación.

—¿Y después del tiroteo? ¿Crees que la mujer ha estado aquí desde entonces?

—No podría asegurarlo. Entro a trabajar a las cuatro y no vuelvo hasta después de medianoche. Podría haber venido mientras yo me encontraba fuera. En realidad, ahora que lo pienso, creo que la oí ayer. Y anoche también…, antes de que llegara el burro motorizado. Vaya cretino. El cristalero dice que me costará cien dólares.

—Wary, fue a mí a quien oíste anoche. Entré y me llevé sus efectos personales antes de que cambiaran la cerradura. Sospecho que su novia estuvo antes, porque faltaba un par de cosas.

Llegamos al edificio. Era hora de ponerse en camino. Le di las gracias por su ayuda. Anoté su teléfono y le alcancé mi tarjeta con el número de mi casa en el dorso. Nos separamos en la escalera.

Esperé a que Wary subiera y fui a casa de las Hatfield a recoger los petates. Me invitaron a almorzar, pero acababa de desayunar y tenía ganas de irme. Nos despedimos. Les di las más efusivas gracias, sin olvidarme de Dort. No me atreví a ser maleducada por si era realmente una reencarnación.

Iba ya a buscar el coche cuando me fijé en la fila de buzones que había debajo de las escaleras. El de Mickey estaba abarrotado. Me quedé traspuesta mirándolo. Por lo visto, la policía había descuidado el correo que llegaba. Me pregunté cuántos artículos del código civil y penal había violado hasta el momento. Seguro que una transgresión más no añadiría mucho a la sentencia. Rebusqué en el fondo del bolso, saqué las ganzúas y empecé a trabajar la cerradura. Era tan sencilla que habría podido abrirla con una horquilla del pelo, pero no llevaba ninguna. Saqué el correo y lo examiné a toda prisa. Lo que más abultaba era una revista barata y de formato grande, dedicada al arte de la supervivencia: anuncios para mercenarios, artículos sobre la nueva legislación sobre armas, tapaderas gubernamentales y derechos de los ciudadanos. Devolví la revista al buzón procurando que pareciera intacta. Los dos sobres que quedaban me los guardé en el bolso para mirarlos después. Aclaro ya que no contenían nada importante, lo que me decepcionó mucho. No tengo por qué ir a la cárcel por culpa de unas cartas de mala muerte.

Llegué a Santa Teresa a eso de la una y media, recogí el periódico y entré en casa. Lo dejé en el mostrador de la cocina, deposité los petates en el suelo y fui al escritorio. Había varios mensajes en el con testador. Los oí mientras tomaba notas, consciente de que ya iba siendo hora de volver al trabajo remunerado. Puse rumbo a la oficina y dediqué el resto de la tarde a atender casos pendientes. Podía encargarme al mes de unos quince o veinte casos, siempre que no todos fueran urgentes. A pesar de tener dinero en el banco, no podía permitirme el lujo de descuidar los asuntos que ya estaba tramitando. Había pasado los tres últimos días investigando la situación de Mickey. Ya era hora de poner en orden los casos profesionales. Tenía que devolver llamadas, comprobar recibos y registrarlos en los libros de contabilidad. Había multitud de minutas que preparar y presentar, e informes que redactar aprovechando que mis notas eran recientes. Además tenía que escribir unas cuantas cartas serias a propósito de clientes que aún no me habían pagado (todos abogados, ojo) y de facturas que todavía no había pagado yo.

Mientras miraba en el calendario los días que tenía por delante recordé la llamada que había recibido desde el teléfono de Mickey el 27 de marzo. Aún no había mirado la agenda de la oficina para saber dónde había estado aquel día. Al igual que en la agenda que tenía en casa, la página de aquel jueves estaba en blanco. El 26 y el 28 de marzo aparecían igualmente en blanco, así que tampoco podía utilizarlos como trampolín de la memoria.

A las cinco y media cerré el despacho y volví a casa en medio de un tráfico que en Santa Teresa se considera de hora punta, lo que significa que en vez de tardar diez minutos en llegar tardé quince. El sol había evaporado por fin la recalcitrante niebla marina y el calor del coche me daba sueño. En el fondo creo que mis actividades nocturnas me pasaban factura. Aparqué a unos metros de mi domicilio y crucé la puerta del jardín. Mi casa estaba acogedora y encontrarme bajo su techo me confortó. El tiovivo emocional de los tres últimos días había generado en mi ánimo una extraña fatiga que se presentaba disfrazada de depresión. Fuera cual fuese el origen, me sentía como desnuda. Dejé el bolso en un taburete y doblé el mostrador para acceder al espacio de la cocina. No había comido nada desde el desayuno. Abrí la nevera y miré los estantes vacíos. Al pensar en los armarios de Mickey, me di cuenta de que mis provisiones no tenían mejor aspecto que las suyas. Qué absurdo que nos casáramos siendo tan iguales y tan diferentes al mismo tiempo.

Poco después de la boda, empecé a darme cuenta de que Mickey estaba fuera de control, al menos desde el punto de vista de una joven básicamente miedosa como yo. No me sentía a gusto con una conducta que a mí me parecía disoluta e inmoderada. Tía Gin me había enseñado a contenerme, por lo menos en las obras, ya que no en mi tendencia a las palabrotas. Al principio me había atraído el hedonismo de Mickey. Recordaba que había experimentado una alegría casi delirante al conocer su glotonería, su amor por la bebida y su insaciable deseo sexual. Lo que Mickey me ofreció fue un permiso tácito para explorar mi sexualidad, dormida hasta entonces. Conecté con su desdén por la autoridad y me fascinó su indiferencia ante el sistema, aunque su trabajo consistía en mantener la ley y el orden. Yo también había tendido a moverme fuera de las reglas aceptadas socialmente. En la escuela primaria, y después en el instituto, llegaba tarde o hacía novillos, atraída por los estudiantes de mala vida, en parte porque simbolizaban mi propia actitud desafiante y beligerante. Por desgracia, a los veinte años, cuando conocí a Mickey, había abandonado ya mis coqueteos con la conducta reprobable. Mientras Mickey empezaba a invocar sus demonios internos, yo ya estaba exorcizando los míos.

En la actualidad, quince años después, es imposible describir lo viva que me sentí durante aquel breve periodo.

Para cenar me preparé un bocadillo con ese divino ungüento de queso, pimiento y aceitunas de la casa Kraft que se vende en tarros. Corté limpiamente el pan en dos mitades y utilicé un trozo de papel de cocina como servilleta y como plato. Tras aquellos entremeses integrales, engullí un vaso de chardonnay y mi felicidad fue completa. Arrugué la vajilla y la tiré a la basura. Una vez cenada y con la mesa recogida, puse los dos petates en el mostrador de la cocina y saqué las herramientas y el botín que me había llevado de casa de Mickey. Dejé los objetos en el mostrador, esperando que su vista despertara una nueva interpretación.

Llamaron a la puerta. Abrí el periódico y lo puse encima de los objetos, como si lo estuviera leyendo con interés, para ponerme al día. Fui a la puerta, escruté por la mirilla y vi a mi casero, con una bandeja de dulces cubiertos por un plástico transparente. Henry es panadero retirado y se entretiene abasteciendo a las viudas del barrio cuando celebran reuniones. También provee al local de Rosie de una serie de productos de panadería y repostería: pan de molde, panecillos, tartas y pasteles. Confieso que no salté de alegría al verlo. Lo adoro, pero no siempre soy franca con él cuando se trata de mis correrías nocturnas.

Abrí la puerta y cambiamos plácemes y parabienes mientras Henry entraba. Quise llevarlo hacia el sofá para encauzar su atención, pero antes de darme tiempo a protestar apartó el periódico para hacer sitio a la bandeja. Allí estaban las cuatro pistolas, los documentos falsos, las tarjetas de crédito y el dinero. A juzgar por las apariencias, ahora me ganaba la vida atracando bancos.

Dejó la bandeja en el mostrador. Su sonrisa se desvaneció.

—¿Qué es esto?

Le puse la mano en el brazo.

—No pregunte. Cuanto menos sepa, mejor. Tiene que confiar en mí.

Me miró con desconcierto, con una expresión que no había visto antes: confianza y desconfianza, curiosidad, alarma.

—Pero quiero saber.

Me decidí en un segundo.

—Es todo de Mickey. Me lo llevé de su casa porque un ayudante del sheriff iba a cambiar la cerradura de la puerta.

—¿Por qué?

—Lo han desahuciado. Se me presentó la oportunidad de buscar y la aproveché.

—Pero ¿cuál es la historia?

—No lo sé. Mire, sé cómo funciona su cerebro. Mickey es un paranoico. Tiende a esconder cualquier cosa que tenga valor. Lo registré todo sistemáticamente y eso es lo que encontré. No podía dejarlo allí.

—¿Las pistolas son robadas?

—Lo dudo. Mickey siempre ha tenido pistolas. Lo más probable es que sean legales.

—Pero no lo sabes con seguridad. Mickey no te autorizó a hacer esto. ¿No tendrás problemas?

—Bueno, sí, pero ahora no puedo preocuparme por eso. No sabía qué más hacer. Lo estaban dejando en la calle. Esto estaba escondido en las paredes, detrás de paneles, en cañerías falsas. Y él está en el hospital, totalmente grogui.

—¿Qué pasa con sus pertenencias? ¿No tiene muebles?

—Toneladas. Probablemente encargaré que los lleven a un guardamuebles hasta que veamos cómo sale de esta.

—¿Has hablado con los médicos?

—Ellos no pueden hablar conmigo. La policía se lo impide. En cualquier caso, remaché que no nos habíamos visto durante años, así que no puedo pedir citas diarias como si estuviera muy preocupada. No me creerían.

—Pero dijiste que no ibas a mezclarte en esto.

—Lo sé. Y no lo he hecho. Bueno, un poco sí. Por el momento ni siquiera sé lo que está pasando.

—Pues déjalo.

—Es demasiado tarde. Además, fue usted quien dijo que tenía que enterarme.

—Pero si nunca escuchas.

—Pues esta vez sí.

—¿Me escucharás si te digo que lo dejes?

—Desde luego. En cuanto sepa lo que pasa.

—Kinsey, esto es asunto de la policía. No puedes callar lo de este arsenal. Tienes que llamar a esos agentes…

—No, no quiero. No voy a hacerlo. No me son simpáticos.

—Al menos ellos pueden ser objetivos.

—Yo también.

—¿De veras?

—Sí, de veras. No haga eso, Henry.

—¿Qué es lo que hago?

—Censurar mi conducta. Me parte el corazón.

—Quizá debería partírtelo.

Apreté los dientes. Me sentía obstinada y cabezota. Estaba ya en lo más profundo y no podía salir.

—Lo pensaré.

—Será mejor que hagas algo más que pensarlo. Me preocupas, Kinsey. Sé que estás agitada, pero tú no eres así.

—¿Sabe qué le digo? Que así es exactamente como soy: embustera y ladrona. ¿Quiere saber más? No me siento mal por serlo. No me arrepiento en absoluto. Más aún. Me gusta. Me hace sentir viva.

Una sombra cruzó su rostro y algo familiar pareció eclipsarse. Se quedó callado un momento y luego dijo con dulzura:

—Bien. En ese caso estoy seguro de que no necesitas mis sermones.

Se fue antes de que pudiera responderle. La puerta se cerró en silencio. La bandeja de galletas se había quedado en el mostrador. Habría jurado que estaban todavía calientes, pues el aire se había llenado de olor a chocolate y el plástico que las envolvía estaba empañado por el vapor. No me moví. No sentía nada. En mi cerebro no había más que una frase. Tenía que hacerlo y lo había hecho. En mi interior había cambiado algo. Sentía los músculos de la cara rígidos por la obstinación. No había forma de olvidarlo, de alejarme de aquello, fuera lo que fuese.

Me senté ante el mostrador y apoyé los pies en el travesaño del taburete. Doblé bien el periódico. Me hice con el sobre y lo abrí. Dentro había dos libretas de ahorros, seis tiques de caja registradora, un pasaje de Delta Airlines y un papel doblado. Primero examiné las dos libretas de ahorros. Una cuenta había llegado a tener un saldo de quince mil dólares, pero se había cancelado y se había retirado el dinero en enero de 1981. La otra cuenta se había abierto aquel mismo mes con un ingreso de cinco mil dólares. Al parecer, era el dinero del que había vivido últimamente. Vi que la cantidad de seiscientos dólares se repetía en el debe y el haber, aunque con algunas incongruencias: Mickey sacaba seiscientos pavos e ingresaba doscientos, lo que a primera vista significaba que se quedaba cuatrocientos en la cartera, dinero «para ir por ahí», como solía decir él. Imaginé que era el dinero con que pagaba las consumiciones de los bares, las comidas que hacía fuera y lo que comprase en las tiendas. Los seis tiques de caja estaban fechados en 17 de enero, 31 de enero, 7 de febrero, 21 de febrero, 7 de marzo y 21 de marzo. La tinta estaba medio borrada, pero el nombre del establecimiento no era difícil de descifrar: el Honky-Tonk. Yo pensaba que había vendido el coche en marzo, dado que había ingresado novecientos dólares en la cuenta corriente. La pérdida del medio de transporte podía explicar el súbito cese de las visitas después de aparecer por allí tantos viernes por la noche. ¿Por qué desplazarse hasta Santa Teresa para tomar una copa cuando había bares en su barrio? Arrinconé la pregunta, ya que no tenía manera de contestarla. Antes de examinar el último objeto, saqué las fichas rayadas y anoté algunas cosas. Siempre siento la tentación de saltarme esta parte, pero había información que era necesario poner por escrito mientras seguía fresca en la mente.

Tras anotar lo que recordaba, además de la cantidad de dinero, los números de las tarjetas de crédito, los de las libretas de ahorros y las fechas de los tiques, me di permiso para seguir y abrí el pasaje de la compañía Delta, que me despertaba mucha curiosidad. Los tiques de vuelo se habían utilizado. Saqué el tique de ruta y el resguardo para el usuario. Mickey había ido en avión a Louisville, Kentucky, con escala en Cincinnati, el jueves 8 de mayo y había vuelto a última hora del lunes 12. Aquella improvisada excursión de cinco días le había costado, sólo en transportes, más de ochocientos dólares.

Miré el objeto que quedaba, el papel doblado, y leí las escasas líneas que contenía y que llevaban fecha de 15 de enero de 1981. Era un sencillo documento firmado por el hijo de Roy Littenberg, Tim, en el que este reconocía haber recibido de Mickey Magruder la cantidad de diez mil dólares, sin intereses, que se comprometía a devolver en un plazo de cinco años. El plazo había vencido hacía cinco meses, el 15 de enero de 1986.

Empaqueté las pistolas y los demás objetos y los escondí en un lugar seguro. Luego fui por la cazadora y el bolso.