Subí las escaleras y recorrí la galería, iluminando el camino con la linterna grande. Los dos apartamentos ante los que pasé estaban a oscuras y tenían abiertas las ventanas de lo que supuse que eran dormitorios. Doblé la esquina y me dirigí a la puerta trasera de Mickey, que abrí con la llave que me había llevado. No supe si dejar la puerta abierta o cerrada y decidí cerrarla. Normalmente habría optado por dejarla abierta, por si tenía que salir corriendo, pero estaba nerviosa y no me gustaba la posibilidad de que entrara alguien sin que lo oyese. Fui a la salita. La única luz que vi era un delgado haz que llegaba de la galería por las cortinas de la L del comedor. Empuñé la linterna como si fuera una espada que cortara las sombras. Después de mi primera visita, el técnico en huellas dactilares le había dado a los cepillos y las brochas, y había dejado restos de polvo en todas las superficies. Hice una rápida incursión en la zona del comedor y la cocina, y luego en el dormitorio y el cuarto de baño, para convencerme de que estaba sola.
Volví a la salita y cerré las ranuras que dejaban las cortinas. Me puse los guantes de goma. Aunque la policía ya había estado allí y se había ido, no quería dejar rastros de mi paso. Me gusta pensar que había aprendido algo de mi pequeño vía crucis por la gatera de la puerta de Ted Rich. Encendí la luz y cambié la bombilla de sesenta vatios por otra de doscientos que llevaba conmigo. Incluso mirando por encima se notaba que el agente Aldo había estado allí. Los armarios de la cocina estaban abiertos. El correo había desaparecido y la pecera de las cajas de cerillas estaba volcada en la mesa del comedor. Imaginé a los polizontes inspeccionando la colección en busca de pistas, tomando nota de los bares y restaurantes que frecuentaba Mickey. Lo más probable era que sólo la mitad de las cajas correspondiese a lugares en los que había estado. El resto serían cajas que le habrían dado otras personas; era una afición que tenía desde pequeño, recortar carátulas de estuches y cajas y pegarlas en álbumes. ¿Quién sabe por qué a los niños les gustan estas tonterías?
Me puse a trabajar y vacié metódicamente los pequeños escondites que había hecho tras los interruptores. Los tres juegos de documentos falsos, tarjetas de crédito y dinero fueron a parar a mi petate. Pasé un rato largo en la cocina, revisando todos los envases con un peine de púas finas, y mirando dentro, detrás y debajo de todos los cajones. Volví a sacar las garrafas de debajo del fregadero y desatornillé la plancha del fondo. Esta vez me llevé las pistolas de los estantes y las metí en el petate con los documentos falsos.
Entré en el dormitorio y quité la colcha y las sábanas de la cama. Morbosa como soy, me entretuve mirando si había señales de recientes actos sexuales, pero no encontré nada. Tiré del colchón y lo examiné con atención, buscando indicios de que lo hubieran abierto y vuelto a coser. Buena teoría; cero resultados. Me metí boca arriba debajo de la cama y aparté el tejido transparente que cubría el fondo del somier. Encendí la linterna, pero nada tampoco. Puse el colchón en su sitio e hice la cama. Era peor que trabajar de camarera de hotel, cosa que ya había hecho en mi época. Me arrastré por todo el perímetro de la moqueta, levantándola de vez en cuando y sin encontrar más que un ciempiés que me dio un susto de muerte. Me dediqué al cajón de la mesilla de noche. El diafragma había desaparecido, así como el frasco de colonia y el pañuelo de papel con el corazón esmaltado y la cadena de oro. Vaya, vaya, vaya. Su última conquista debía de haberse enterado de lo del tiroteo. Se había dado mucha prisa en borrar los rastros de la relación. Debía de tener llave propia y habría entrado después de mi primera visita. ¿Viviría en el mismo edificio? Era una idea que valía la pena investigar.
Pasé media hora larga en el cuarto de baño; levanté la tapa de la cisterna y utilicé el espejo de dentista y la linterna articulada para buscar objetos escondidos. Nada. Saqué todos los objetos del botiquín y descolgué este de la pared para ver si Mickey había abierto otro agujero detrás. Nada. Miré dentro de la barra de la ducha e inspeccioné el barato armario de los útiles de aseo en busca de puertas falsas o paneles ocultos. Desatornillé la rejilla de la calefacción y di golpecitos en el zócalo para comprobar si sonaba a hueco. Desgajé la sección de tubería de debajo del lavabo. Las monedas de oro seguían allí. Las guardé en el petate y volví a empotrar el tubo. No hacía falta decir lo que habría hecho el siguiente inquilino cuando hubiera descubierto la falsa cañería. En el hueco eje del papel higiénico encontré un billete de cien dólares.
Pasé al cuarto ropero, registré bolsillos y miré detrás de la fila de ropa colgada, en busca de una posible pared falsa. Nada. Los mil bolsillos de la cazadora de cuero estaban vacíos. Pegado a la pared encontré el contestador automático, que probablemente había desenchufado después de que dejaran su teléfono «desconectado o dado de baja». Levanté la cubierta, pero la policía, por lo visto, ya se había llevado la cinta. Descubrí otro escondite detrás del interruptor de la luz. En una estrecha ranura que descubrí junto a un remache había un sobre cerrado. Lo metí en el petate para analizarlo después.
Había otro alijo por descubrir que había dejado para el final. Volví a la salita y apagué la luz. Fui de ventana en ventana, escrutando la oscuridad exterior. Eran las dos y media de la madrugada y casi todas las ventanas de los edificios cercanos estaban a oscuras. De vez en cuando se veía alguna luz, pero las cortinas estaban echadas y no había nadie mirando por las rendijas. No vi movimiento en las cercanías. El ruido del tráfico era prácticamente inexistente.
Descolgué las cortinas y bajé las barras. Quité los topes e iluminé el interior. Saqué el dinero. Volví a colocar las barras y colgué las cortinas, presa de un repentino nerviosismo. Erguí la cabeza. ¿Había oído un ruido? Quizás habían quitado el precinto policial para tentarme y el agente Aldo estaba esperándome fuera. Le daría un ataque si me encontraba con un petate lleno de herramientas de robar, con las pistolas y los documentos falsos. Dejé apagada la luz del techo y me limité a utilizar la linterna de bolsillo mientras recorría el apartamento recogiendo herramientas y asegurándome de que no dejaba ningún rastro personal. Me daba la sensación de que me olvidaba de algo importante, pero sabía que abusaría de mi suerte si volvía para averiguarlo. Tenía tantas ganas de salir que casi no me enteré de los crujidos de la piedra artificial ni del carraspeo de una moto que se detenía en el callejón.
Con unos segundos de retraso comprendí que lo que había oído era una moto procedente de la calle delantera. El conductor debía de haber apagado el motor al entrar en el callejón y dejado que recorriera el resto del camino movida por su propio impulso. Fui a la ventana trasera y miré por la rendija de las cortinas. Desde aquel ángulo no se veía mucho, pero estaba casi segura de que alguien se movía en el callejón. Cerré los ojos y escuché. Al cabo de treinta segundos oí ruido de botas en los peldaños, con un tintineo a cada paso. Aquel hombre subía por detrás. Sin duda un inquilino o un vecino. Apagué la linterna y seguí el rumor de los pasos mientras el individuo doblaba por la galería trasera del edificio y llegaba a la puerta delantera de Mickey. Deseaba oírlo pasar de largo, pero lo que oí fue un golpe en la puerta y un susurro áspero.
—Eh, Magruder. Abre. Soy yo.
Crucé el dormitorio y fui a la puerta trasera, buscando la llave en el bolsillo de los vaqueros. Mi pulso era firme, pero el resto del cuerpo me temblaba tanto que no atinaba con la cerradura. Tenía miedo de utilizar la linterna, ya que el hombre había ido a la ventana del dormitorio y estaba llamando con impaciencia, con un golpeteo seco y resonante, como si diera en el cristal con un anillo.
—Abre y sal de una puta vez.
Se acercó de nuevo a la puerta principal y siguió llamando. Esta vez la aporreó con ganas y temblaron hasta los tabiques.
El vecino más próximo, cuyo dormitorio debía de estar pegado al de Mickey, gritó por su ventana:
—¡Calla, cabrón! ¡Que hay gente durmiendo!
El tipo de la puerta dijo algo más soez que no quiero repetir. Lo oí andar cascabeleando hacia la ventana del dormitorio del vecino, donde me lo imaginé reventándola con el puño. Dicho y hecho, porque al instante oí el puñetazo y estrépito de cristales, seguido por el asombrado grito del vecino. Aproveché el conmovedor episodio de fraternidad humana para encender la linterna e iluminar la cerradura. Giré la llave y ya casi había salido cuando me detuve. No volvería por allí en toda mi vida. A la mañana siguiente, llegaría el sheriff y cambiaría las cerraduras. Aunque podría entrar otra vez con la ganzúa, no quería correr el riesgo. Había limpiado todos los escondites, pero aún quedaba una cosa de valor. Dejé en el suelo los dos petates y volví al ropero de Mickey, saqué la cazadora de cuero y me la puse. Recogí las dos bolsas y salí por la puerta trasera, deteniéndome apenas lo imprescindible para cerrarla.
Estaba en mitad de la escalera cuando apareció una cara un poco más arriba. Por encima de la barandilla de hierro vi un revuelto pelo de panocha, una cara larga y huesuda, unos hombros estrechos y un pecho hundido dentro de una cazadora tejana sin mangas. Me eché un petate al hombro, me apreté el otro contra el costado y me puse a bajar los peldaños de dos en dos mientras el tipo de la cazadora corría hacia al rellano. Llegué al final de la escalera en el mismo momento en que él empezaba a bajarla. Reconocía cada paso que daba por el tintineo de sus botas, que debían de llevar cadenitas de adorno. Corrí de puntillas, procurando no darme con los contadores del agua que había a un lado.
El piso de las encargadas estaba completamente a oscuras, pero Cordia, tal como había prometido, había dejado abierta la puerta trasera. Giré el pomo y abrí. Sufrí una leve demora cuando el petate que llevaba al hombro tropezó con el dintel de la puerta. Di un tirón y conseguí meter los dos petates. Iba a cerrar cuando Dorothy salió por la puerta. Debía de haber llegado corriendo para ver qué pasaba y seguramente no había podido resistir la tentación de salir a dar una vuelta. Se detuvo nada más salir, sorprendida de encontrarse sola en la fría oscuridad a aquellas horas. Oí un golpe sordo y una maldición. El hombre debía de haberse enganchado el pie en un contador de agua y haber caído de bruces. Oí sus tacos y maldiciones mientras recuperaba la vertical y se dirigía cojeando hacia donde estábamos, con furia creciente. Si tropezaba con Dorothy, le retorcería el pescuezo y la tiraría por encima de la valla, lo que la obligaría a reencarnarse con otro aspecto. La sujeté por la cola y tiré de ella mientras la pobre intentaba asirse al cemento con las garras. La llevé maullando hasta la cocina a oscuras, cerré la puerta y eché el cerrojo.
Me desplomé en el suelo, abrazando a la gata con el corazón en la boca y jadeando. Oí que los pasos tintineantes se acercaban y se detenían en la puerta de las Hatfield. El tipo dio una patada a la puerta tan fuerte que tuvo que hacerse daño. Debía de llevar linterna porque vi pasar por la pared del fondo un haz de luz que iluminó por un breve instante la mesa de la cocina. La luz se movió adelante y atrás. Hubo un momento en que habría jurado que se había puesto de puntillas para iluminar la zona donde yo me encontraba. Mientras, Dorothy protestó por mi abrazo y consiguió liberarse. Quise atraparla, pero me esquivó. Me lanzó una mirada hosca y fue contoneándose hacia el comedor, derecha al haz de la linterna. Hubo un silencio largo y pesado. Temí que el tipo echara la puerta abajo, pero debió de pensárselo mejor. Finalmente oí el chirrido y tintineo de las botas mientras se alejaba por la galería.
Me acerqué a la puerta con la esperanza de oír que ponía la moto en marcha y se perdía rugiendo en la noche. Pero no hubo ningún ruido así. Me incorporé, recogí los petates y crucé el comedor, camino de la habitación de los huéspedes. La luz nocturna del pasillo iluminaba mi trayecto. Las puertas de los otros dormitorios estaban cerradas, y Cordia y Belmira estarían durmiendo sin enterarse, perdidas en el silencio envolvente de la semisordera, del jaleo que se había organizado. Ya en el cuarto de huéspedes, me quité los zapatos y me tendí en la cama, todavía con la cazadora puesta. Dorothy estaba ya en la cama. La almohada resultó que era suya y no me dejó utilizarla entera, sólo unos centímetros junto al extremo. La gata, todavía indignada, optó por lavarse de arriba abajo para consolarse de la ofensa que había supuesto que le tiraran de la cola con tanta brusquedad. Las cortinas del dormitorio estaban corridas, y cuando me di cuenta, estaba mirándolas y temiendo que un puño rompiera y atravesara el cristal. Los lengüetazos de Dorothy adquirieron una cualidad tranquilizadora. El calor de mi cuerpo había activado el aroma de Mickey que había en la cazadora. Humo de tabaco y Aqua Velva. Dejé de temblar y caí dormida con las patas de Dorothy en mi pelo.
Me despertó el olor del café. Todavía llevaba la cazadora de Mickey, pero me habían puesto en las piernas una pesada manta de pelo. Levanté la mano por encima de la cabeza para palpar la almohada, pero Dorothy se había ido. La puerta estaba entornada. La luz del sol llenaba de brillo las cortinas. Miré el reloj y vi que eran cerca de las ocho. Bajé los pies de la cama, me alisé el pelo y bostecé. Era ya demasiado mayor para andar de picos pardos por la noche. Fui al cuarto de baño y me cepillé los dientes, me duché y me volví a vestir. Al final tenía el mismo aspecto que cuando había llegado.
Belmira estaba sentada a la mesa de la cocina, viendo en la tele un programa de entrevistas. Era muy poquita cosa, delgadísima y tan baja que casi no llegaba al suelo con los pies. Aquel día se había puesto un delantal blanco con peto encima de una bata con estampados rojos y blancos. Estaba pelando guisantes, con el escurridor en el regazo y una bolsa de papel al lado. Dorothy se encontraba en el mostrador, lamiendo el plato de la mantequilla.
Bel me sonrió tímidamente.
—El café está ahí —indicó—. El ayudante del sheriff ha llegado hace un momento con el cerrajero y Cordia ha subido a abrirles la puerta. ¿Ha dormido bien?
—No lo bastante, pero sí profundamente. —Fui hacia la cafetera, un modelo italiano pasado de moda que estaba en la encimera de la cocina. Había una taza en el mostrador, al lado de un cartón de leche. Me serví café y le añadí leche.
—¿Le apetece un huevo? También tenemos cereales. Cordi ha preparado avena con pasas. Es lo que hay. También tenemos azúcar moreno, ahí en ese bote.
—Voy a subir, a ver si pillo a algún vecino de Mickey antes de que se vaya a trabajar. Ya desayunaré cuando se haya ido el ayudante del sheriff. —Me volví en la puerta—. ¿Le ha hablado su hermana de una moto aparcada en el callejón?
Belmira negó con la cabeza.
Me dirigí a las escaleras con la taza de café. Vi el coche patrulla aparcado en la calle, no muy lejos de mi VW, que al parecer seguía intacto. El día era soleado y frío, y el aire olía ya a la concentración matutina de tubos de escape. Recorrí la galería del primer piso. Unos cuantos vecinos se habían reunido para ver trabajar al cerrajero. Quizá lo estuvieran enfocando como una fábula moral sobre lo que pasa cuando se deja de pagar el alquiler. Todos parecían vestidos de calle, menos una mujer con bata y zapatillas que también llevaba una taza de café en la mano. Como curiosos que pasaran junto a un accidente de carretera, parecían a la vez atraídos y repelidos por la imagen de la desgracia ajena. Me recordaba vagamente los incendios que habían pelado las colinas de Santa Teresa en 1964. Durante las largas tardes ahumadas, la gente formaba corrillos en la calle y se ponía a beber cerveza y a charlar mientras las llamas danzaban en los montes. Al parecer, la catástrofe derribaba las barreras sociales hasta el punto de crear un ambiente casi festivo.
Cordia Hatfield no quitaba ojo de la situación; estaba bajo el dintel con un jersey blanco sobre los hombros. La abultada bata de cuadros azules y blancos le llegaba hasta los tobillos y llevaba las zapatillas que dejaban el juanete al aire. Se volvió cuando me acerqué.
—Veo que ha encontrado el café. ¿Qué tal ha dormido?
—Dorothy no me dejó tocar la almohada, pero por lo demás, divinamente.
—Nunca le gustó compartir nada con los demás. Cuando volvió, quiso que su antigua habitación fuera para ella sola. Queríamos reservarla para los huéspedes, pero se negó a utilizar el cajón de sus necesidades hasta que se salió con la suya.
El vecino de Mickey, un cuarentón, salió de su apartamento poniéndose una chaqueta de mezclilla encima de una camiseta azul de Supermán. El brillante pelo castaño le llegaba hasta la cintura. Llevaba gafas grandes de metal con los cristales amarillos. El bigote y la barba de tres días enmarcaban una dentadura blanca y completa. Llevaba los tejanos rasgados y desteñidos, y calzaba unas botas vaqueras con una suela de siete centímetros. Detrás de él se veía la ventana rota del dormitorio, cubierta ahora con un cartón y una red de cinta adhesiva plateada.
—Hola, señora Hatfield —dijo—. ¿Cómo está usted?
—Buenos días. Estoy de película. ¿Qué le ha pasado a su ventana? Habrá que repararla.
—Lo siento. Ya me ocuparé yo. He llamado a un cristalero de Olympic y ha dicho que vendrá a echar un vistazo. ¿Han desahuciado a Mickey?
—Me temo que sí.
Estaba claro que el ayudante del sheriff sobraba allí, así que volvió al coche y se fue a lo suyo. El cerrajero hizo una seña a Cordia, que se disculpó, y los dos entraron a conferenciar. El vecino se había detenido para ver lo que había y saludaba ya a una pareja que salía del tercer apartamento de aquella parte. Los dos iban vestidos de calle. La mujer murmuró algo al marido y los dos siguieron hacia las escaleras. El vecino de Mickey reconoció mi presencia con un educado movimiento de cabeza.
—Hola, ¿qué tal? —murmuré.
—Bien, gracias. ¿Qué mierda está pasando aquí? ¿Este desgraciado está en coma y le cambian la cerradura?
—Creo que los propietarios son muy testarudos.
—Tienen que serlo —dijo—. ¿Qué tal está Mickey? ¿Es amiga suya?
—Supongo que se puede llamar así. Estuvimos casados.
—No joda. ¿Cuándo?
—A principios de los setenta. No duró mucho. Por cierto, me llamo Kinsey, y usted es…
—Ware Beason —dijo—. Pero todo el mundo me llama Wary. —Vi que aún estaba asimilando la información sobre mi relación conyugal con Mickey—. ¿Su exmujer? No me lo creo. Nunca dijo nada.
—No estábamos en contacto. ¿Y usted? ¿Lo conoce desde hace mucho?
—Mickey ha vivido en este apartamento casi quince años. Yo llevo seis en el mío. Lo conocí en el Lionel’s Pub, nos tomamos unas cervezas y empezamos a charlar. Le daba de comer a mi pez cuando me salía un concierto en alguna parte.
—¿Es usted músico?
Wary se encogió de hombros.
—Toco el teclado en un conjunto. Sobre todo los fines de semana, aquí, en plan local, pero a veces lo hago fuera de la ciudad. También soy camarero en un bar naturista de National. ¿Te has enterado de lo que le pasó?
—Sí, aunque por pura casualidad. Ni siquiera supe que tenía problemas hasta principios de esta semana. Soy de Santa Teresa. Quise llamarlo desde allí, pero le habían cortado el teléfono. No pensé más en ello hasta que aparecieron dos policías diciendo que le habían disparado. Me quedé horrorizada.
—Sí, yo también —dijo—. Supongo que tardaron un poco en averiguar quién era Mickey. Se presentaron en mi casa el lunes a las siete de la mañana. Un tipo corpulento y creo que moreno…
—Sí. Con ese es con quien hablé yo. Pensé que era mejor venir por si podía hacer algo.
—¿Y cómo se encuentra? ¿Lo has visto?
—Bueno, todavía está en coma, así que no lo sé. Fui a verlo ayer y no tenía buen aspecto.
—Maldita sea. Es vergonzoso. Yo también debería ir, pero lo he estado retrasando.
—No te molestes. Antes tienes que decírselo a la policía. Sólo puedes visitarlo con su autorización; luego te acompañará alguien, para que no se te ocurra tirar de los tubos.
—Joder. Pobre tío. Es increíble.
—Sí que lo es —dije—. Por cierto, ¿qué fue ese jaleo de anoche? ¿Lo oíste? Fue como si alguien se hubiera vuelto loco y se hubiera puesto a aporrear las paredes.
—No jodas, tú. Era a mí a quien gritaba. Y mira lo que hizo, rompió el cristal de un puñetazo. Pensé que entraría a buscarme, pero se fue.
—¿Por qué estaba tan enfadado?
—Yo qué sé. Será algún amiguete de Mickey; al menos eso parecía por su forma de comportarse. A Mickey no le alegraba verlo.
—¿Venía a menudo?
—Cada dos semanas. Debían de tener algún negocio entre manos, pero no se me ocurre cuál.
—¿Desde cuándo venía por aquí?
—Quizá dos o tres meses. Aunque sería mejor decir que yo no lo había visto antes.
—¿Sabes cómo se llama?
Negó con la cabeza.
—No. Mickey no nos presentó. Parecía avergonzado de que lo vieran con él, y quién no, ¿verdad?
—No jodas.
—Ese tío es carne de presidio, auténtica escoria. Cada vez que veo en la tele Los Más Buscados de América, espero ver su cara.
—¿Lo dices en serio? ¿De verdad crees que lo busca la policía?
—No sé, pero ya lo buscará. Qué pajarraco.
—Es curioso. Mickey detestaba a la gente de mala vida. Estuvo en la policía, con los de estupefacientes. Así nos conocimos. Trabajábamos en el mismo departamento, en Santa Teresa.
—¿Tú también eres poli?
—Lo fui. Ahora soy I. P.
—Investigadora privada.
—Exacto.
—Ahora caigo. Estás investigando este asunto.
—Oficialmente no, pero tengo curiosidad.
—Oye, cuenta conmigo. Si puedo hacer algo, sólo tienes que decírmelo.
—Gracias. ¿Qué me dices del pajarraco? ¿Podría ser el que disparó a Mickey? A mí me pareció que estaba sonado.
—No, no creo. Si hubiera sido él no habría venido a aporrear su puerta, esperando que le abriera Mickey. Quien le disparó pensó que lo había matado. —Miró el reloj—. Tengo que irme. ¿Cuánto tiempo vas a quedarte por aquí?
—No estoy segura. Supongo que otra hora.
—¿Quieres desayunar? Yo iba a hacerlo. Hay un sitio a la vuelta de la esquina. Si tienes que volver, no tardarás más de media hora.
Dudé un momento. No quería abandonar el edificio, pero la verdad es que allí no había nada que hacer. Wary podía serme útil. Y algo más importante aún: estaba muerta de hambre. Dije que sí y hablé con Cordia para que supiera adonde iba.
Bajamos por las escaleras hablando.
—Si quieres —dijo—, después de desayunar te enseñaré dónde le dispararon. Fue a un par de manzanas de aquí.