11

Camino de casa me detuve en un McDonald’s a comprar una hamburguesa con queso, patatas fritas y una Coca-Cola pequeña. Cuando conseguí quitarme el pelo felino del labio, conduje con una mano mientras comía con la otra, gimiendo de placer. Es vergonzoso tener una vida en que a la comida basura se le otorga la misma puntuación que al sexo. También es cierto que obtengo más lo primero que lo segundo. A las cuatro y cuarto estaba en Santa Teresa. El único mensaje del contestador era de Mark Bethel, que el miércoles, a las once y media de la mañana, me devolvía por fin la llamada del lunes por la tarde.

Marqué su número mientras me bajaba la cremallera de los vaqueros y sacaba de las bragas la correspondencia bancaria de Mickey. Naturalmente, Mark no estaba, así que terminé hablando con Judy.

—Casi lo pillas. Se ha ido hace un cuarto de hora.

—Jolín. Bueno, siento que se me haya escapado. Acabo de llegar de Los Ángeles. Tengo noticias de Mickey y puede que necesite su ayuda. Estaré en casa toda la tarde. Si puede llamarme, me gustaría hablar con él.

—Me temo que no volverá en todo el día, Kinsey, pero si quieres puedes localizarlo a las siete en El Lampara —dijo. El Lampara es un teatro y está en el centro de Los Angeles.

—¿Haciendo qué? —pregunté, aunque se me ocurrió una buena razón. Mark Bethel estaba entre los catorce candidatos republicanos que batallarían en las primarias que iban a celebrarse el 3 de junio, doce días después. Había oído en alguna parte que la Liga por un Gobierno Justo o una organización parecida había invitado a cuatro a defender su programa en un acto organizado por ella.

—Es un debate público… Robert Naylor, Mike Antonovich, Bobbi Fiedler y Mark hablarán de temas electorales.

—Suena emocionante —comenté, mientras me preguntaba quién estaba engañando a quién. El secretario de estado de California, March Fong Eu, había predicho que iban a obtener el resultado más bajo de los últimos cuarenta y seis años. Entre los candidatos que Judy había mencionado, sólo Mike Antonovich, el diputado conservador que representaba al condado de Los Ángeles, tenía una leve posibilidad de ganar. Naylor era diputado por Menlo Park y el único del norte de California hasta que había aparecido Ed Zschau. Zschau era el que más probabilidades tenía de ganar. Corrían rumores que decían que lo apoyaban el San Diego Union, el San Francisco Chronick, el San Francisco Examiner y el Contra Costa Times. Mientras tanto, a Bobbi Fiedler, diputada por el valle de San Fernando y política experimentada, le habían parado los pies cuando la habían acusado oficialmente de haber sobornado a otro candidato para que abandonara. La acusación resultó infundada y se había desestimado, pero los partidarios de Fiedler habían perdido entusiasmo y ella tenía problemas para recuperar el impulso. En cuanto a Mark, era su segundo intento en unas elecciones autonómicas y estaba muy ocupado gastando el dinero de su señora en espacios de televisión en los que se echaba incienso por llevar una campaña tan limpia. Como si a alguien le importara. La idea de asistir a un aburrido debate político bastaba para ponerme en coma.

Judy decía mientras tanto:

—Mark se ha estado preparando durante días, sobre todo en el Punto 51…, la Iniciativa de los Fondos.

—Ya.

—Y los Puntos 42 y 48. Está firmemente convencido de los dos.

—Bueno, ¿y quién no? —pregunté. Moví los papeles del escritorio y vi una papeleta electoral debajo del periódico y de un montón de correspondencia. El Punto 48 limitaría las pensiones de los funcionarios. Bostezo, ronquido. El Punto 42 autorizaría al gobierno autonómico a emitir bonos por valor de ochocientos cincuenta millones de dólares para continuar la granja de Veteranos de California y el programa de créditos familiares—. No sabía que Mark fuera veterano de guerra —comenté por decir algo.

—Pues sí, se alistó nada más licenciarse. Te enviaré una fotocopia de su carnet.

—No tienes por qué hacerlo —dije.

—No es molestia. Ya he echado un montón al correo. Ya sabes que ganó el Corazón Púrpura.

—¿De veras? No lo sabía.

Mientras Judy parloteaba encontré las tiras cómicas del periódico y leí Rex Morgan, doctor en medicina, que era por lo menos igual de interesante. Judy se interrumpió:

—Vaya. Está sonando el otro teléfono. Será mejor que responda por si es él.

—No hay problema.

Nada más colgar, puse los pies encima de la mesa y presté atención al correo que había confiscado. Busqué el abrecartas y rasgué los sobres. Los extractos mostraban ingresos regulares de nóminas hasta finales de febrero, luego nada hasta finales de marzo, momento en que empezaban pequeños ingresos cada dos semanas. ¿El subsidio de desempleo? No recordaba cómo funcionaba. Debía de haber un periodo de espera, para procesar y aprobar las peticiones. En cualquier caso, el dinero ingresado no era suficiente para cubrir sus gastos mensuales y tenía que tirar de la cuenta de ahorros. El último balance daba unos mil quinientos dólares. Había encontrado dinero escondido en su casa, pero ni rastro de la libreta de ahorros. Me habría gustado encontrarla. Me extrañaba no haber topado con ella durante el registro. Tendría que contentarme con los extractos mensuales.

Comparando la actividad entre la cuenta de ahorros y la cuenta corriente, vi que el dinero saltaba de una a otra y luego desaparecía por la puerta. Los cheques extendidos indicaban que había seguido pagando facturas. El alquiler del apartamento era de ochocientos cincuenta dólares al mes, y el último recibo se había pagado el 1 de marzo, según el cheque que se había cargado en la cuenta. Entre la segunda mitad de febrero y las tres primeras semanas de marzo había sacado dinero de la cuenta en tres ocasiones, en total mil ochocientos dólares. Parecía extraño dadas sus dificultades económicas, que ya eran bastante preocupantes de por sí para ponerse a derrochar el dinero. La policía debía de tener el extracto de abril, así que no se me ocurría la forma de saber si había pagado el alquiler o no el primero de aquel mes. Mi teoría era que había dejado de pagar el alquiler del guardamuebles en cierto momento de abril.

En abril debía ya el teléfono y sin duda le habían cortado la línea antes de que se le hubiera presentado la ocasión de ponerse al día. El dinero que había escondido era con bastante probabilidad el último recurso, calderilla que no quería gastar a menos que la situación se volviera desesperada. Quizá tuviera intención de desaparecer cuando hubiera agotado todos los fondos.

El 25 de marzo había un ingreso de novecientos dólares. Probablemente habían salido de la venta del coche. Un par de días después, el 27, había un modesto ingreso de doscientos dólares que le permitió pagar el gas y la luz. Reparé en que se había hecho el mismo día que me habían llamado por teléfono desde su casa. ¿Le habría pagado alguien para utilizar su teléfono? Habría sido muy raro. En cualquier caso, seguramente había imaginado que así evitaría el desahucio durante otro par de meses, transcurridos los cuales ¿qué pasaría? ¿Se iría del estado con la calderilla y la documentación falsa? Allí había algo que no me dejaba tranquila. Mickey era un fanático de los ahorros. Opinaba que todo el mundo debía guardar en el banco dinero suficiente para vivir seis meses…, en el banco o debajo del colchón, si parecía más seguro. Estaba tan obsesionado por el tema que hasta yo lo había convertido en costumbre desde entonces. Tenía que haber abierto otra cuenta de ahorros en alguna parte. ¿Había depositado el dinero en una cuenta a plazo fijo o en un fondo de pensiones de su trabajo? Ni siquiera sabía por qué lo habían despedido. ¿Se había emborrachado estando de servicio? Medité aquello y llamé al servicio de información del ayuntamiento de Los Ángeles para que me dieran el número de Pacific Coast Security de Culver City. Tenía datos de sobra para fingir algo creíble. Sabía su fecha de nacimiento y su última dirección. Su número de la Seguridad Social habría sido una buena baza, pero sólo recordaba las últimas cuatro cifras: 1776. Mickey señalaba siempre que era el año en que se había firmado la Declaración de Independencia.

Marqué el número de Pacific Coast Security y oí los timbrazos mientras reflexionaba sobre lo que iba a decir; seguro que la verdad no. Cuando descolgaron, pedí que me pusieran con Personal. La mujer que respondió parecía a punto de irse a casa. Ya eran casi las cinco y probablemente estaría ordenando la mesa.

—Personal. Señora Bird —dijo.

—Sí, hola. Soy la señora Weston, del departamento de contabilidad del centro médico de la UCLA. Es a propósito de un paciente que ha ingresado en la UCI. Tenemos entendido que trabaja para Pacific Coast Security y nos preguntábamos si serían ustedes tan amables de comprobar la cobertura de su seguro.

—Por supuesto —contestó—. ¿Cómo se llama el empleado?

—Se apellida Magruder. M-A-G-R-U-D-E-R. Nombre de pila, Mickey. Puede que lo tengan registrado como Michael. La inicial del segundo nombre es B. Dirección, Sepulveda Boulevard número 2805; fecha de nacimiento, 16 de septiembre de 1933. Ingresado en urgencias el 14 de mayo. No tenemos el número completo de la Seguridad Social y nos gustaría que nos lo proporcionaran ustedes.

Oí la respiración de la mujer.

—Ya nos hemos enterado. Pobre hombre. Por desgracia, como ya dije a la policía, el señor Magruder ya no trabaja con nosotros. Terminó el 28 de febrero.

—¿Terminó significa que fue despedido?

—Exacto.

—Vaya por Dios. ¿Por qué?

Guardó silencio un momento.

—No estoy autorizada a decirlo, pero tuvo que ver con la b-e-b-i-d-a.

—Lástima. ¿Y su seguro médico? ¿Hay alguna posibilidad de que le prolongaran la cobertura?

—Según nuestros archivos, no.

—Vaya, sí que es raro. Tenía una tarjeta del seguro en la cartera cuando lo trajeron y pensábamos que estaba en vigor. ¿Sabe si lo contrató alguna otra compañía de la zona?

—Lo dudo. Nadie nos ha pedido referencias.

—¿Y el desempleo? ¿Solicitó el subsidio? Porque podría tener el SDI[1]. —Sí, SDI, eso dije; como si estuviéramos tan acostumbrados a hablar del «Seguro De Incapacidad» que ni siquiera necesitáramos explicar qué era.

—No sabría decirle. Tendrá que llamar allí.

—¿Y el dinero del fondo de pensiones? ¿Podía utilizar como crédito los descuentos de la nómina?

—No alcanzo a entender la importancia de lo que me explica. —Empezaba a inquietarse, como si se preguntara si no sería aquello una trampa o algo parecido.

—Lo entendería si supiera a cuánto suben sus gastos —repliqué con aspereza.

—Me temo que no puedo hablar de eso. Mucho menos con la policía por medio. Lo especificaron claramente. No debemos hablar con nadie sobre lo que tenga relación con él.

—Aquí pasa lo mismo. Nos han dicho que avisemos al agente Aldo si alguien pregunta por su habitación.

—¿De veras? Con nosotros no tuvieron ese detalle. Quizá porque no trabajó aquí mucho tiempo.

—Considérese afortunada. Estamos en alerta roja. ¿Conocía personalmente al señor Magruder?

—Claro. Esta empresa no es muy grande.

—Debe de sentirse fatal.

—Pues sí. Es un hombre de verdad encantador. No me imagino por qué alguien querría hacerle eso.

—Es terrible —dije—. ¿Y su número de la Seguridad Social? Tenemos las cuatro últimas cifras, uno, siete, siete, seis…, pero la enfermera de urgencias no entendió bien lo que decía el herido. Necesito las cinco primeras cifras para los archivos. El jefe es muy quisquilloso.

Pareció sorprenderse.

—¿Estaba consciente?

—Bueno, ahora que lo dice, la verdad es que no lo sé. Debía de estarlo, al menos unos instantes. De otro modo, ¿cómo íbamos a saber lo que sabemos? —Advertí que vacilaba—. Es por él —añadí piadosamente.

—Un momento. —Oí que tecleaba en el ordenador y al poco me recitó las cinco primeras cifras.

Tomé nota.

—Gracias. Es usted un cielo. Muchas gracias.

Hubo una pausa y su curiosidad consiguió imponerse.

—¿Cómo está?

—Lo siento, pero no se me permite difundir esa información. Tendrá que preguntar al personal médico. Estoy segura de que sabrá usted apreciar la confidencialidad de estos asuntos…, sobre todo tratándose de la UCLA.

—Claro. Por supuesto. Bueno, espero que se encuentre bien. Déle recuerdos de parte de Ingrid.

—Se los daré.

En cuanto colgamos, abrí el cajón del escritorio y saqué un paquete nuevo de fichas rayadas de cartulina. Era el momento del trabajo administrativo. Comencé a tomar notas con rapidez, un detalle por ficha, y a ponerlas en un montón cuando las terminaba. Tenía mucho trabajo por hacer, días de preguntas acumuladas. Sabía algunas respuestas, pero no me quedó más remedio que dejar varias líneas en blanco. Antes imaginaba que podía guardarlo todo en la cabeza, pero la memoria corrige el estilo de los datos de un modo que elimina cualquier cosa que no parezca importante en el momento. Después son los detalles aislados y sin relación aparente los que a veces hacen que las piezas del rompecabezas encajen como por arte de magia. El solo acto de ponerlo por escrito estimula de alguna manera las conexiones del cerebro. No siempre ocurre en el mismo momento, pero sin la nota escrita, los datos desaparecen.

Miré el reloj. Eran las seis y cinco y estaba tan rota de cansancio que me dolía hasta la ropa. Silencié el timbre del teléfono, subí las escaleras de caracol, me desnudé, me quité los zapatos con los pies, me envolví en el edredón y me dormí.

Me desperté a las nueve y cuarto, aunque parecía medianoche. Me senté en la cama bostezando y procuré orientarme. Sentía encima una losa de cansancio. Aparté el edredón y fui a la barandilla. Abajo, en el escritorio, vi la luz del contestador automático parpadeando con alegría. Mierda. Si no hubiera sido por eso, habría vuelto a la cama para dormir hasta la mañana siguiente.

Me puse una bata y bajé las escaleras descalza. Apreté la tecla y escuché un mensaje de Cordia Hatfield, la encargada del edificio de Mickey.

—Kinsey, llámenos en cuanto llegue. Hay algo que debería saber.

Había llamado a las nueve menos cuarto y pensé que era buen momento para devolver la llamada. Marqué el número y Cordia descolgó antes de que sonara el primer timbrazo.

—¿Hola?

—¿Cordia? ¿Es usted? Soy Kinsey Millhone, de Santa Teresa. El teléfono ni siquiera ha sonado.

—Pues aquí sí. Escuche, querida, el motivo de mi llamada es que aquel policía volvió poco después de irse usted. Estuvo un rato largo en la 2-H y, cuando terminó, vino directamente aquí. Parecía nervioso y preguntó si había entrado alguien. Nos hicimos las tontas. Insistió mucho, pero ninguna de nosotras soltó una palabra.

—Ya. ¿Era ese alto y moreno, el agente Aldo?

—El mismo. Somos viejas. ¿Qué sabemos nosotras, si ya no nos quedan ni neuronas? No le mentimos exactamente, pero me temo que esquivamos un poco la verdad. Le dije que era muy capaz de cobrar los alquileres y de llamar al fontanero si se estropeaba un inodoro, pero que no me dedicaba a fisgar ni a espiar a los inquilinos. Lo que hagan es asunto suyo. Luego le enseñé el pie y le dije: «Con este juanete, suerte tengo de moverme por casa. Pero no puedo estar subiendo y bajando escaleras». Y el agente cambió de conversación.

—¿Qué lo puso nervioso?

—Contó que había desaparecido algo, aunque no quiso aclarar qué. Llevaba una caja llena de chismes y me dijo que había quitado el precinto policial. «Para lo que ha servido…», dijo textualmente. Estaba cabreado por aquello, de eso me di cuenta.

—Gracias por el aviso.

—No hay en absoluto por qué darlas. Ha sido un placer. La principal razón de mi llamada es que ya es usted libre de entrar, aunque no durará mucho. Los propietarios están presionando para echar al señor Magruder. Creo que el agente habló con la gestoría, así que ya saben que se halla en coma. Se han lanzado como fieras, aprovechándose de su estado de salud. Qué vergüenza. De todas formas, si a usted le interesa alquilar el apartamento, debería verlo antes.

—Puede que lo haga. Sí, me gustaría. ¿Cuándo iría bien?

—Cuanto antes mejor. Sólo está a dos horas de aquí.

—¿Se refiere a esta noche?

—Creía que era usted lista. Los propietarios le han enviado ya una notificación de que o paga en tres días o se marcha, así que teóricamente el sheriff podría cambiar la cerradura mañana por la mañana.

—¿No puede hacerse nada para impedirlo?

—Que yo sepa no.

—¿Y si pago lo que debe y el alquiler del próximo mes? ¿Impediría la intervención oficial?

—Lo dudo. Cuando un inquilino paga tarde o no paga, los propietarios pueden disponer del inmueble y alquilarlo a otra persona.

Pensé en el viajecito, cerrando los ojos con desesperación.

—Ojalá lo hubiera sabido mientras estaba allí.

—Si va a venir, dese prisa. Claro que es asunto suyo.

—Cordia, son casi las nueve y media. Si voy esta noche, tendré que hacer el equipaje y echar gasolina, lo que quiere decir que es probable que no llegue hasta la medianoche. —No dije que además estaba casi desnuda.

—Para nosotras no es tarde. Bel y yo sólo necesitamos dormir cuatro horas, así que estamos levantadas hasta tarde. La ventaja de venir ahora es que dispondrá de todo el tiempo que quiera y no habrá por allí ni un alma.

—¿No verán los vecinos de Mickey que sus luces están encendidas?

—Nadie presta atención. Muchos trabajan y suelen acostarse a las diez. Y si se le hace muy tarde, puede pasar la noche con nosotras. Tenemos el único piso de tres dormitorios de toda la finca. La habitación de invitados es la de Dort, pero estoy segura de que no le importará tener compañía. Tuvimos una larga charla cuando se fue usted.

Dejé de oponer resistencia y respiré hondo.

—Está bien. Iré. Hasta luego.

Nada más colgar, me puse los vaqueros, el jersey de cuello alto y las zapatillas de tenis, que eran ligeras y silenciosas, útiles para trabajos de madrugada. Al menos había estado en el piso de Mickey y sabía qué me esperaba. Todavía tenía la llave de la puerta trasera, aunque me llevaría la ganzúa por si la necesitaba. Como no pensaba volver a las tantas de la madrugada, busqué el petate y metí la camiseta de tamaño extragrande que utilizaba de camisón. Siempre llevaba un cepillo de dientes, dentífrico y ropa interior limpia en el fondo del bolso. El espacio sobrante del petate lo llené con herramientas: guantes de goma, la ganzúa de pilas, el taladro y las brocas, el destornillador, bombillas, alicates, alicates de punta fina, lupa, espejito de dentista y dos linternas, una normal y otra con un brazo articulado por si había que mirar en aquellos lugares difíciles que a Mickey le gustaban tanto. Sospechaba que había descubierto casi todos sus escondites, pero no quería correr riesgos, ya que era mi última oportunidad de fisgar. Metí también otro petate, pero vacío y plegado. Pensaba confiscar todos los objetos ilegales de Mickey y llevármelos a casa hasta que él mismo me dijera qué quería que hiciera con ellos.

Me detuve en una gasolinera para llenar el depósito. Mientras el mozo limpiaba el parabrisas y comprobaba el aceite, entré en la tienda y saqué de una máquina un bocadillo grande y asqueroso (queso y carne de origen desconocido) y un ancho recipiente de plástico con un café que olía a recalentado. Adquirí un envase de leche, derramé parte del líquido negro y eché leche hasta el borde del vaso, más dos sobres de azúcar para asegurarme de que mi cerebro estaría activo.

A las diez y diez estaba ya en camino, con las ventanillas del VW bajadas y a una velocidad constante de noventa y cinco kilómetros por hora que hacía gemir el motor. Comí mientras conducía y me las arreglé para no derramarme el café encima. Había una sorprendente cantidad de coches en la carretera, y algunos camiones y furgonetas familiares, todos corriendo como el rayo. La oscuridad que nos rodeaba aumentaba la sensación de prisa, con faros y pilotos formando dibujos en constante cambio. En el tramo entre Santa Teresa y Olvidado se veía la luna encima del mar, semejante a una esfera de alabastro apoyada en una pirámide de luz. Las olas eran como perlas rumorosas que corrieran libremente hacia la playa. El primigenio olor de las algas impregnaba el aire nocturno como si fuera niebla. Las poblaciones y urbanizaciones costeras aparecían y desaparecían conforme se acumulaban los kilómetros. Las faldas de las colinas, perfectamente visibles de día, se habían reducido a puntos de luz que correteaban por lejanas murallas de oscuridad.

Subí la cuesta de Camarillo y seguí hasta el extremo occidental del valle de San Fernando. No había estrellas. La luz que se reflejaba en la contaminación de Los Ángeles daba al cielo nocturno una iluminación fantasmal. Doblé hacia al sur por la 405 hasta National y luego hacia el este. Ya en Sepulveda, tiré a la izquierda y reduje la marcha, buscando el edificio de Mickey en el extraño paisaje nocturno. Aparqué en la calle y recogí el petate y el bolso. Cerré el coche con llave y recé para que el chasis, las ruedas y el motor siguieran allí por la mañana.

La luz de la cocina de las Hatfield estaba encendida. Llamé a la puerta y me abrió Cordia. Bel se había dormido sentada en la silla, por lo que Cordia y yo hablamos susurrando mientras me enseñaba la habitación de los huéspedes con cuarto de baño adjunto. Dorothy nos siguió como una huérfana, haciendo todo lo posible por situarse en el centro de la conversación. Tuve que detenerme más de una vez para acariciarle las orejas. Dejé el bolso sobre la cama. Dorothy tardó muy poco en decir que era suyo, aplastándolo con sus diez kilos. La última vez que la vi, parecía una clueca empollando huevos.