10

Mckey había sido astuto al decir que vivía en Sepulveda. Según la guía Thomas, hay infinitas variantes. Sepulveda Boulevard nace, por lo visto, en el norte del valle de San Fernando. La arteria traza luego una línea hacia el sur, a menudo pegada a la autovía de San Diego hasta Long Beach. Las denominaciones Sepulveda Norte y Sepulveda Sur saltan adelante y atrás, dando constancia de sus continuos cambios de sentido conforme atraviesa municipios del área metropolitana de Los Ángeles. Están los bulevares Sepulveda Este y Oeste, Sepulveda Lañe, Sepulveda Place, Sepulveda Street, Sepulveda Eastway, Sepulveda Fire Road Este y Sepulveda Westway. Al mezclar las cifras, Mickey se aseguraba de que nadie pudiera descubrir su situación exacta. En realidad, sus direcciones se reducían a tres variantes de cuatro dígitos: 2805, 2085 y 2580.

Ordené las direcciones de menor a mayor, 2085, 2580 y 2805. Pensé que aunque la economía le hubiera obligado a vender el coche, tenía que desplazarse. Podía haber utilizado una bicicleta o el transporte público para ir de su casa al trabajo…, a menos, claro, que también se hubiera quedado sin él. Probablemente compraría cerca de casa y frecuentaría los restaurantes próximos cuando no tuviera ganas de prepararse comida…, lo cual (si el pasado era indicativo) ocurriría casi siempre. Los agentes habían dicho que el tiroteo se había producido en un barrio comercial, con muchos bares cerca. En mi cerebro estaba formándose ya una imagen mental. Mickey nunca había tenido en propiedad ninguna casa, así que lo que yo buscaba era un piso de alquiler y, si conocía bien al hombre, sin lujos.

Recorrí las manzanas de Sepulveda que había seleccionado y que eran interminables. Aunque aquello no era lo peor de Los Ángeles, la ruta no era precisamente turística. Había vallas publicitarias por todas partes. Los postes de teléfono se perfilaban contra el cielo y los haces de cables se extendían en todas direcciones. Dejé atrás gasolineras, una copistería, tres clínicas veterinarias, un 7-Eleven y un establecimiento con neumáticos de oferta. Los numerales iban en aumento, de un lavadero de coches a una empresa de rótulos y anuncios, de un solar en construcción a un autoservicio de aceites y lubricantes, pasando por una tienda de recambios de coche. En aquella zona, si no buscabas madera ni comida rápida, podías comprar artículos de piel rebajados o satisfacer las necesidades lúdicas en el Party Smarty.

No tuve la sensación de estar en territorio de Mickey hasta llegar al número 2800, ya en Culver City. El edificio 2805 era de viviendas, tenía tres plantas y forma de H, y la fachada se había pintado de un color gris apagado. Las galerías estaban combadas y las puertas correderas de aluminio y vidrio parecían difíciles de abrir. Las manchas, semejantes a estalactitas, chorreaban por el estuco desde la azotea. Los hierbajos crecían ya en las grietas del hormigón. Por la parte sur discurría una acequia seca, llena de tierra, cascotes y desperdicios. La valla de rejilla que señalaba la frontera de la propiedad yacía apoyada contra la fachada lateral del complejo de viviendas, cubierta de matojos secos.

Pasé de largo, en busca del cruce siguiente, donde vi un establecimiento de informática, un laboratorio fotográfico, un almacén de pinturas, un mercadillo, unos billares, una cafetería que no cerraba, dos bares y un chino, los favoritos de Mickey. Vi un camino de entrada y, en cuanto el tráfico me lo permitió, doblé y pasé a la parte derecha de la calle, delante del número 2805. Encontré sitio para aparcar dos puertas más abajo, apagué el motor y me quedé sentada en el coche, palpando la atmósfera, por decir algo grandioso. El edificio se parecía al que Mickey ocupaba cuando nos conocimos. Ya entonces me sorprendió, como ahora, por su indiferencia al medio ambiente. El cartel de la fachada decía «Estudios y apartamentos de 1 y 2 habitaciones YA EN ALQUILER», como si fuera la última novedad.

El paisaje consistía en un grupo de palmeras con un follaje verde oscuro que parecía haber sufrido una agresión con machete. El tráfico de la zona era denso y cuando me di cuenta estaba mirando los coches que pasaban en ambas direcciones y preguntándome si el agente Aldo estaría en camino y me pillaría en la escena. La sola idea me puso los pelos de punta. No es que me hubiera prohibido aparecer por allí, pero no le haría ninguna gracia saberlo.

Puse en marcha el coche y me alejé de la acera. Recorrí media manzana y giré a la derecha en el primer cruce, luego otra vez a la derecha y seguí por el callejón que corría por detrás del edificio y al final se interrumpía en la acequia. Habían aplastado la valla de rejilla para poder saltar al cauce. Me detuve junto a los cubos de basura y di media vuelta para dejar el coche orientado hacia la entrada del callejón. Tardé un minuto en recoger la riñonera del asiento trasero y en meter en ella las ganzúas, la linterna de bolsillo, el juego de miniherramientas y los guantes de goma. Me até la riñonera a la cintura, cerré el coche y me puse en camino.

Recorrí con cautela el pasaje que había entre el edificio de Mickey y el complejo contiguo. Por la noche tenía que estar aquello muy oscuro, ya que las luces municipales o se habían desprendido o se las habían llevado. A un lado había una hilera de contadores del agua corriente, pintados de gris, un auténtico peligro para las espinillas. Estirándome un poco, es decir, dando brincos de zulú, conseguí echar un vistazo por las ventanas protegidas con rejas de hierro. Casi todo eran dormitorios en los que a duras penas cabía una cama de matrimonio. Los inquilinos aprovechaban los alféizares para poner objetos caseros: cajas de galletas, fotos enmarcadas o botes grandes de mahonesa rebosantes de estuches de condones. En un alféizar crecía una bonita planta de marihuana.

El edificio de Mickey carecía de vestíbulo, pero había un pequeño zaguán delante de la escalera con una serie de buzones de metal con los nombres pulcramente grabados en rectángulos de plástico rojos, azules y amarillos. Ni siquiera Mickey podía eludir las normas del servicio de correos. Conté los buzones y comprobé que había veinte viviendas distribuidas en tres plantas, pero no tenía manera de saber cuáles eran las de una y dos habitaciones ni cuáles los estudios. La vivienda de Mickey era la 2-H. El encargado vivía en la planta baja, en la 1-A, que quedaba a mi derecha. La etiqueta del buzón decía Hatfield, B & C. Decidí posponer las presentaciones hasta haber hecho un reconocimiento de la vivienda de Mickey.

Subí al primer piso por la escalera, siguiendo la sucesión de puertas y ventanales al exterior que jalonaban cada planta. Aquellas ventanas no tenían rejas. El apartamento de Mickey estaba en la esquina, en la parte trasera del edificio y a mano derecha. La puerta estaba precintada por la cinta amarilla de la policía, que formaba una gran X. Un aviso oficial advertía de las incontables y horribles consecuencias que habría si se profanaba el santuario del escenario del crimen. La galería daba la vuelta a la esquina y seguía por la parte trasera del edificio, así que las ventanas traseras de Mickey daban al callejón de abajo, con la acequia a la derecha. En aquella parte del edificio se había construido otra escalera, seguramente para cumplir las normas del departamento de incendios. Era muy probable que Mickey hubiera considerado aquello una suerte a medias. Aunque la reclusión permitía a un intruso en potencia entrar por sus ventanas, a él le permitía escapar con más facilidad. Cuando me asomé por la barandilla, vi mi VW en la calle, como un leal corcel, tan cercano que habría podido saltar y salir al galope en un abrir y cerrar de ojos.

Todas las ventanas correderas de Mickey tenían el pestillo echado. Conociéndolo como lo conocía, habría introducido listones de madera en el raíl de dentro, para que las ventanas sólo pudieran deslizarse un palmo. La cerradura de la puerta, sin embargo, parecía idéntica a las de los apartamentos contiguos. El encargado no había tenido muchas ganas de cambiar el modelo habitual por otro más efectivo. Inspeccioné los alrededores. El callejón estaba desierto y no vi rastros de ningún inquilino. Me puse los guantes de goma y comencé a trabajar con la ganzúa. Un amigo de Houston me había enviado hacía poco un juguete curioso: una ganzúa de pilas que, en cuanto se dominaba, era de una eficacia monstruosa. Me había costado un poco, pero había practicado en la puerta de Henry y ya tenía la técnica en el bote.

La puerta cedió a mi arte en menos de quince segundos y sin hacer más ruido que un cepillo dental eléctrico. Me guardé la ganzúa en la riñonera, despegué una punta de la cinta adhesiva amarilla y crucé el umbral, volviéndome el tiempo imprescindible para pegar la cinta donde había estado y cerrar la puerta. Miré el reloj y me concedí treinta minutos para hacer el registro. Supuse que si un vecino me había visto entrar, la poli de LA tardaría por lo menos ese tiempo en responder a la llamada.

En el interior reinaba la oscuridad. Las cortinas estaban echadas y el edificio de seis plantas que había al otro lado del callejón impedía la entrada de la luz solar. Mickey todavía fumaba. La nube tóxica flotaba en el aire y había impregnado la moqueta, las cortinas y los muebles tapizados. Inspeccioné las colillas que habían quedado en los ceniceros con un surtido de cerillas de madera. Todas las colillas eran de Camel, la marca que Mickey había fumado durante años, y ninguna tenía un borde rojo que sugiriese una compañía femenina. En el brazo del sofá había una novela de Elmore Leonard, abierta por la mitad. Mickey me había hecho conocer a Elmore Leonard y a Len Deighton. Yo, a cambio, le hablé de Dick Francis, aunque nunca supe si leyó a este autor británico con tanto placer como yo. Las paredes estaban cubiertas de paneles que pudieron parecer de pino, pero que ahora tenían una pegajosa película de alquitrán de tabaco. La salita y el comedor formaban una L. Los muebles eran toscos y grandes, de los que se compran en un mercadillo de ocasión o se encuentran en la acera el día de la recogida municipal de trastos viejos. Había una trituradora de papel pegada a una pared, pero la papelera estaba vacía. En la concepción del mundo de Mickey, ningún papel, ningún recibo, ninguna carta debía ir a la basura sin haberse cortado antes en pedacitos. Seguramente vaciaba la papelera con frecuencia y utilizaba más de un cubo de basura, para que los ladrones que entrasen no tuvieran forma de completar ningún documento de importancia. No cabía duda, Mickey estaba como una cabra.

Fui al comedor, para ello hube de pasar junto a cuatro sillas desiguales y una mesa alfombrada con correspondencia. Me detuve y rebusqué en el montón que había en un extremo. Me guardé de clasificar los sobres, ya que mi inclinación natural es separar las facturas de la publicidad. Vi extractos bancarios, pero no cartas personales, ni catálogos, ni cuentas de tarjeta de crédito. Las facturas de los servicios no me interesaron. ¿Qué me importaba a mí lo que gastaba en electricidad? Me moría por encontrar una factura del teléfono, pero no vi ninguna. Se las había llevado la policía. Recogí el puñado de extractos bancarios y me los metí por la cintura de los pantalones, en las bragas, donde formaron una crujiente faja de papel. Ya los miraría en casa. No había más facturas que parecieran útiles y las dejé donde estaban. Prefería mantener al mínimo las infracciones que iba cometiendo.

Salí del comedor y entré en una cocina estilo barco, tan pequeña que bastaban dos pasos para llegar a la pared del fondo. Cocina, frigorífico, fregadero y microondas. No había más entrada de luz que un ventanuco y daba al callejón. En el mármol había una pecera redonda de cristal en la que Mickey echaba las cajas de cerillas que llevaba encima al final de la noche y que eran como un plano de su recorrido por los bares. Los armarios superiores contenían una modesta colección de platos y tazas de café, más los complementos básicos: cereales deshidratados, leche en polvo, azúcar, condimentos, servilletas de papel y dos botellas precintadas de bourbon Early Times. Los armarios de abajo estaban repletos de latas: sopa, judías, carne fiambre, atún en aceite, tamales, espaguetis, compota de manzana y leche evaporada. Debajo del fregadero, en la basura, vi una botella de whisky medio vacía. Encajadas entre las cañerías, conté hasta diez garrafas de veinte litros de agua. Era el equipo de supervivencia de Mickey, por si estallaba la guerra o los extraterrestres invadían Los Ángeles. El frigorífico estaba lleno de cosas que no olían bien. Mickey había guardado sobras sin envolverlas adecuadamente y el resultado era una selección de trozos de queso duro como las piedras, una patata medio florecida y con brotes que parecían verrugas, y medio tomate seco y encogido.

Volví sobre mis pasos. A la izquierda de la salita una puerta daba al dormitorio, con un cuartito que hacía de armario ropero y un lavabo detrás. La cómoda estaba llena de calzoncillos, camisetas, calcetines y pañuelos. En el cajón de la mesita de noche vi objetos interesantes: un diafragma y un pequeño frasco de colonia con pulverizador, y con la mitad de la etiqueta del precio pegada a la base. Al parecer, se había comprado la colonia en los almacenes Robinson, puesto que todavía se veía una parte del nombre. Quité el tapón y olí. Aquello se parecía una barbaridad a los lirios del valle de los primeros días de nuestro romance. La madre de Mickey debía de haber usado un perfume parecido. Recordé que pegaba los labios a mi cuello cuando me lo ponía. Dejé el frasco. Había un paquetito hecho con un pañuelo de papel del tamaño de una barra de chicles. Desdoblé el papel y saqué una delgada cadena de oro de la que colgaba un corazoncito del mismo metal, con una rosa pequeñísima esmaltada en el centro. No es por hacerme la cínica, pero Mickey me había regalado una cosa así a la semana de liarnos. Algunos hombres lo hacen: encuentran un mecanismo que funciona una vez (regalar una rosa roja) y lo repiten con todas las mujeres que aparecen en su vida.

En el cuarto ropero vi colgados dos uniformes azul oscuro con insignias en las mangas, dentro de una bolsa de lavandería. Metí la mano dentro de la bolsa y toqué la insignia, de un azul más claro. Las palabras Pacific Coast Security (Servicio de Seguridad de la Costa del Pacífico) estaban bordadas en oro siguiendo el contorno. También vi un par de chaquetas deportivas, seis camisas de vestir, cuatro pantalones vaqueros, dos pantalones anchos, un pantalón oscuro y una cazadora de cuero negro que conocía muy bien. Era la que llevaba la primera vez que salimos, la misma que llevaba la primera vez que me besó. Yo todavía vivía con tía Gin, así que no había manera de meternos en casa para portarnos mal. Mickey me arrastró contra la puerta de la caravana y la piel de su cazadora emitía un crujido característico. El beso duró tanto que resbalamos hasta el suelo. Yo era Eva Marie Saint con Marlon Brando en La ley del silencio de Elia Kazan, un beso que sigue estando entre los mejores del cine de todos los tiempos. No como las escenas de amor de la actualidad, en las que el chico le mete la lengua a la chica hasta la campanilla, como si quisiera hacerla vomitar. Habríamos hecho el amor allí mismo, en la puerta, si no hubiéramos estado a la vista de todo el parque de caravanas; además, no era de buena educación y podían detenernos.

Cabeceé y cerré el armario mientras un escalofrío sexual me recorría la columna. Fui a abrir la puerta contigua, que parecía dar a la galería trasera. La cerradura era nueva. No había llave en la cerradura, pero no debía de andar lejos. Mickey no facilitaba los allanamientos de morada, pero querría tener la llave a mano si había un incendio o un terremoto. Paseé la mirada por la habitación mientras recordaba sus trucos. Me arrodillé y fui palpando el borde de la moqueta. Cuando llegué al rincón, tiré de la punta, que estaba suelta. Saqué la llave del escondite. Abrí la puerta trasera y la dejé entornada por el momento. Volví al dormitorio y me quedé mirando hacia la salita. Sin duda la policía había pasado ya por allí y precintado el apartamento después, en espera de hacer una inspección más concienzuda. Procuré mirar la casa con los ojos de la policía y luego con los de mi experiencia personal. En el caso de Mickey, la cuestión no era cuánto se veía, sino cuánto estaba oculto. Era un hombre que vivía en estado de disposición crónica y, por lo que yo sabía, sus miedos no habían hecho más que aumentar en aquellos catorce años. A falta de un conflicto mundial, vivía con anticipación la insurrección civil: hordas incontroladas que invadirían el edificio, entrarían a la fuerza en todos los domicilios en busca de comida, agua y otros objetos de valor, como el papel higiénico. Sin embargo, ¿dónde tenía las armas? ¿Cómo había pensado defenderse?

Primero busqué en la cocina, dando golpecitos en los zócalos, por si alguno sonaba a hueco. Le había visto preparar otras «cajas de caudales», agujeros con delantera falsa en los que podía esconder dinero, pistolas y munición. Seguí con el fregadero. Saqué todas las garrafas de agua para dejar libre el suelo y la sucia plancha de madera que había al fondo. Moví la linterna de arriba abajo y de izquierda a derecha. Vi cuatro tornillos, uno en cada rincón, oscurecidos para que hicieran juego con la plancha. Metí la mano en la riñonera, abrí el estuche de miniherramientas, saqué un destornillador de pilas y me puse a extraer los tornillos. Te puedes agujerear la mano si lo haces como en los antiguos tiempos. Cuando quité los tornillos, la plancha salió con facilidad y dejó a la vista un espacio de quince centímetros de anchura por veinte de profundidad. Había cuatro pistolas en pequeños estantes pegados al fondo, y cajas de munición. Volví a colocar la plancha con cuidado y continué la búsqueda. Enfocaba aquello como una búsqueda de datos. Al igual que la policía, mi principal objetivo era averiguar por qué habían disparado contra Mickey. No quería llevarme nada suyo si no hacía falta. Y era mejor no tocar nada si podía evitarlo.

Al cabo de media hora había descubierto otros tres agujeros detrás de los interruptores de la luz de la salita. Los tres contenían documentos de identidad: partida de nacimiento, permiso de conducir, tarjeta de la Seguridad Social, tarjetas de crédito y dinero. Emmett Vanover. Delbert Amburgey. Clyde Byler. No reconocí ningún nombre y supuse que los había inventado o tomado de personas muertas cuyos datos había copiado del registro civil. En todos los documentos falsos aparecía la foto de Mickey. Por el momento lo dejé todo donde estaba. Había comprobado también que el respaldo del sillón podía quitarse y que en el hueco podían esconderse cosas. Los paneles de las paredes, aunque baratos, estaban firmemente fijados a las paredes, pero encontré prietos rollos de crujientes billetes de veinte dólares en los extremos de las barras metálicas de las cortinas de la salita y del comedor. Contando por encima calculé que había unos mil doscientos dólares.

En el cuarto de baño, debajo de la pila, desgajé un trozo de cañería, un tubo de cinco centímetros de diámetro que se había empotrado en la pared, cerca de los conductos del agua. Contenía monedas de oro. Volví a meterlas en el tubo y a poner este en su sitio. El único lugar donde me llevé un chasco era de los favoritos de Mickey, el desagüe de la bañera. Hacía un agujero en el tapón de caucho y pasaba una cadena por él. Enganchaba el objeto a la cadena y lo dejaba colgando dentro del desagüe, con todos los pelos pegajosos y la espuma del jabón. En este escondite era donde solía guardar la llave de su caja fuerte. Tardé un minuto en doblarme por el borde de la bañera. El tapón estaba enganchado por una cadena a la ranura de seguridad que había debajo del grifo, pero cuando enfoqué el desagüe con la linterna, no vi nada colgando por el agujero. Pues qué bien. Me consolé pensando que al menos lo demás había salido bien. Lo más probable era que hubiese más escondites secretos, quizá de invención reciente y en los que ni siquiera había pensado, pero no podía haber hecho nada mejor en el tiempo que me había concedido. Y ya era hora de emprender la retirada.

Salí por la puerta trasera y cerré con la llave de Mickey. Me guardé la llave en el bolsillo, me quité los guantes de goma y los metí en la riñonera. Bajé las escaleras y llamé a la puerta del encargado. Había dado por supuesto que B. y C. Hatfield eran un matrimonio, pero resultó que eran dos hermanas. La que abrió la puerta debía de andar por los ochenta años.

—¿Sí?

Era gruesa de cintura y tenía el pecho grande. Llevaba un vestido de algodón sin mangas que había perdido casi todo el color. La tela, con flores estampadas en rosa y azul pálidos, me recordó los edredones antiguos. Tenía los pechos algodonosos, espolvoreados con talco, y parecían dos cúpulas de masa de pan sobresaliendo del molde. Sus antebrazos eran blandos y vi que llevaba las medias enrolladas hasta debajo de las rodillas. Calzaba zapatillas y, a causa de un juanete, le había cortado la punta a una.

—¿La señora Hatfield? —pregunté.

—Soy Cordia —dijo con cautela—. ¿Puedo ayudarla?

—Eso espero. Me gustaría hablar con usted sobre Mickey Magruder, el inquilino de la 2-H.

Me observó con unos ojos azules y acuosos.

—Le dispararon la semana pasada.

—Ya lo sé. Vengo del hospital, de visitarlo.

—¿Es usted policía?

—Soy una vieja amiga. —Me fulminó con la mirada—. Bueno, en realidad soy su exmujer —rectifiqué, reaccionando a la mirada.

—La he visto dejar el coche en el callejón mientras barría el lavadero.

—Ah —dije.

—¿Estaba todo en orden?

—¿El qué?

—La 2-H. La casa del señor Magruder. Ha estado usted allí un rato largo. Treinta y dos minutos según mi reloj.

—Estupendo. No pasa nada. No entré, como es lógico.

—¿No?

—Hay un precinto de la policía en la puerta —repliqué.

—Y también un aviso muy grande que advierte de lo que le puede pasar a los infractores.

—Sí, lo he visto.

Esperó. Yo habría seguido hablando, pero tenía la mente en blanco. Mi plomos mentales habían saltado mientras me encontraba entre la verdad y la mentira. Me sentía como una actriz que hubiera olvidado el texto. No se me ocurría nada en absoluto.

—¿Quiere alquilarla? —preguntó.

—¿Alquilar qué?

—La 2-H. Creía que había venido por eso.

—Ah. Ah, sí. No es mala idea. Me gusta la zona.

—Hace bien. Bueno, podríamos comunicárselo cuando esté disponible. ¿Quiere pasar y rellenar una solicitud? Parece usted algo alterada. ¿Le apetece un vaso de agua?

—Se lo agradecería.

Al franquear la puerta entré directamente en la cocina. Me sentí como en otro mundo. Había un pollo guisándose en el fuego. Otra mujer de edad parecida estaba sentada a una mesa redonda de roble, con un mazo de cartas. A mi derecha vi un comedor formal: mesa y sillas de caoba y un aparador a juego con muchos platos. La distribución era completamente diferente de la del piso de Mickey. La calefacción debía de estar casi a treinta grados y el televisor que había sobre el mostrador de la cocina bombardeaba cotizaciones de bolsa a todo volumen. Ni Cordia ni su hermana le prestaban atención.

—Le traeré el impreso —dijo—. Esta es mi hermana Belmira.

—Pensándolo bien, creo que será mejor que me lleve el impreso a casa. Lo rellenaré y se lo enviaré después. Será más sencillo.

—Como quiera. Siéntese, por favor.

Acerqué una silla y me senté enfrente de Belmira, que manoseaba una baraja de tarot. Cordia fue al fregadero, abrió el grifo y llenó un vaso. Me dio el agua y luego abrió un cajón de la cocina para sacar un impreso. Volvió a su asiento, me dio el papel y recogió una labor de punto de varios colores, de quince centímetros de anchura y al menos cuarenta de largo.

Bebí el agua sin prisas. Miré el impreso mientras me esforzaba por recuperarme. ¿Qué me pasaba? Mi reputación de mentirosa estaba a punto de venirse abajo. Y ninguna de las dos hermanas se extrañaba de mi prolongada presencia.

—Belmira dice que es bruja, pero yo del asunto sé tanto como usted. —Miró hacia el comedor—, Dorothy tiene que estar por ahí. ¿Adónde ha ido, Bel? Hace una hora que no la veo.

—Está en el cuarto de baño —dijo Bel, que se volvió hacia mí—. No he oído su nombre, querida.

—Perdón. Me llamo Kinsey. Mucho gusto en conocerla.

—Encantada. —El poco pelo que le quedaba era de un blanco transparente que permitía ver fragmentos rosados del cráneo. Llevaba una bata oscura con estampados, sus hombros eran estrechos y huesudos, y sus muñecas tan planas y estrechas como el mango de un cazo—. ¿Cómo está usted? —preguntó tímidamente, mientras recogía las cartas. Tenía cuatro dientes de oro.

—Bien, gracias. ¿Y usted?

—Fantástica. —Sacó una carta y la puso boca arriba—. La sota de espadas. Es usted.

—Bel —dijo Cordia.

—Pero si es verdad. Es la segunda vez que me sale. Barajé en cuanto entró y saqué esta carta, y ahora vuelve a salir la misma.

—Pues saca otra. A Kinsey no le interesa.

—Háblenme de sus nombres —pedí—. Nunca los había oído.

—Se los inventó nuestra madre —dijo Bel—. Eramos seis chicas y nos puso el nombre por orden alfabético: Amelia, Belmira, Cordia, Dorothy, Edith y Faye. Cordia y yo somos las únicas que quedamos.

—¿Y Dorothy?

—Vendrá enseguida. Le gusta la compañía.

—Bel le echará las cartas en cualquier momento —dijo Cordia—. Le advierto que cuando empieza es difícil que lo deje. No le haga caso. Es lo que hago yo. No se preocupe, no herirá sus sentimientos.

—Yo sí me preocuparía —intervino Bel con voz débil.

—¿Es buena echando las cartas?

—No especialmente —terció Cordia—, pero hasta los asnos tocan la flauta por casualidad. —Había levantado la labor para que le diera la luz y seguía con la cabeza algo inclinada mientras las agujas tintineaban al chocar. El tejido le caía hasta el regazo—. Estoy haciendo una manta para las rodillas, por si quiere saberlo.

Mi tía Gin me había enseñado a hacer punto cuando tenía seis años, seguramente para que me distrajera cuando caía la noche. Aseguraba que era una habilidad que fomentaba la paciencia y la coordinación entre el ojo y la mano. Vi que Cordia se había saltado unos puntos unas seis filas atrás. Los nudos, como marineritos que hubieran caído al agua, se alejaban conforme aumentaban las filas de puntos. Iba a decírselo cuando apareció un gatazo blanco en el umbral. Tenía la cara aplastada de los persas. Se detuvo al verme y me miró con desconcierto. Había visto uno igual antes: pelo largo y blanco como la nieve, un ojo verde y el otro azul.

Bel sonrió al verlo.

—Aquí está.

—Es Dorothy —me informó Cordia—. La llamamos Dort para abreviar. ¿Cree usted en la reencarnación?

—No me lo había planteado hasta ahora.

—Nosotras tampoco hasta que apareció esta monada. Dorothy juraba siempre que se pondría en contacto con nosotras desde el Más Allá. Durante años aseguró que encontraría la forma de volver. Y hete aquí el milagro, que la gata del vecino parió el mismo día de su muerte. Esta fue la única hembra y era exactamente igual que nuestra Dorothy. El pelo blanco, un ojo azul y otro verde. La misma personalidad y la misma conducta. Sociable, avasalladora e independiente.

—Incluso se tira los pedos igual que Dorothy —dijo Bel—. Silenciosos pero mortales. A veces tenemos que salir de la habitación.

Señalé la labor de punto.

—Me parece que se ha dejado unos puntos. —Me adelanté y los toqué con el dedo—. Si tiene un ganchillo por ahí, puedo arreglárselos.

—¿En serio? No estaría mal. Su vista parece mejor que la mía. —Cordia rebuscó en la bolsa de costura—. Veamos qué hay aquí. ¿Servirá esto? —dijo, alargándome una aguja de gancho.

—Perfecto. —Mientras empezaba la lenta tarea de arreglar los puntos, la gata saltó a mi regazo. Tiré la labor y exclamé—: ¡Uaaah!

Dorothy pesaba unos diez kilos. Me dio la espalda y levantó la cola como si fuera el mango de una bomba de agua, dejando al descubierto la espita mientras ponía las patas donde podía.

—Nunca hace eso. No sé qué le habrá pasado. Usted debe de caerle bien —dijo Belmira, poniendo las cartas boca arriba mientras hablaba.

—Yo estoy emocionada.

—Vaya, ¿qué le parece? El diez de bastos al revés. —Bel estaba organizando las cartas para interpretarlas después. Puso el diez de bastos junto a las otras, para formar seguramente una combinación misteriosa. La luna tapaba ahora la carta que me había asignado, la sota de espadas.

Bajé la cola de Dorothy y la inmovilicé con el antebrazo derecho mientras señalaba las cartas.

—¿Qué significa esa? —Pensaba que la Luna tenía que ser buena, pero las hermanas cambiaron una mirada que me hizo pensar lo contrario.

—Te advertí que lo haría —dijo Cordia.

—La Luna significa enemigos ocultos, querida. Peligro, oscuridad y miedo. No es buena.

—No bromee.

Señaló otra carta.

—El diez de bastos al revés representa obstáculos, dificultades e intrigas. Y esta otra, el Ahorcado, representa lo mejor que puede esperar.

—No quiere oírlo, Bel.

—Sí quiero. Puedo controlarlo.

—Esta carta le pone la corona.

—¿Y eso qué es? Me da miedo preguntar —dije.

—El Ahorcado es buena carta. Representa sabiduría, pruebas, sacrificio, intuición, adivinación y profecía. Es lo que usted quiere, pero no tiene aún.

—Me está ayudando con el punto. Al menos espera a que termine.

—Puedo afrontar las dos cosas —comenté. Aunque la verdad era que la presencia de Dorothy me lo ponía difícil. La gata había dado media vuelta y ahora parecía empeñada en olerme el aliento. Alargó delicadamente la nariz. Tragué aire y le eché una bocanada en el hocico—. ¿Qué carta es esa? —pregunté, mientras la gata me frotaba la barbilla con la cabeza.

—El rey de espadas, que está a sus pies. Es lo suyo, con lo que tiene que trabajar. Habilidad, valentía, capacidad, hostilidad, ira, guerra, destrucción.

—Lo de la ira ha estado bien.

—No total —corrigió Bel—. Si es total, está usted apañada. ¿Ve esta? Esta carta significa dolor, aflicción, lágrimas, tristeza y desolación.

—Pues vaya caca.

—Exactamente. Yo diría que está usted con el culo al aire y sin papel higiénico a mano. —Belmira volvió otra carta.

Dorothy trepó por mi pecho, ronroneando. Puso la cara delante de la mía y nos miramos. Volví los ojos a la baraja. Hasta yo, que no creía en aquello, veía el problema en que estaba metida. Aparte del Ahorcado, había un tipo cargado de porras y otro que yacía boca abajo en el suelo, con diez espadas en la espalda. La carta del Juicio tampoco me pareció de buen agüero, y además estaba el nueve de bastos, con un tío raro empuñando una porra y ocho porras alineadas detrás. A esta carta le seguía un corazón atravesado por tres espadas, con nubes y lluvia encima.

Por entonces ya había arreglado los puntos y tendí la labor a Cordia por encima de Dorothy. Pensé que ya era hora de ir al asunto, así que pregunté a Cordia qué podía contarme sobre Mickey.

—No puedo decir que sepa mucho de él. Era muy reservado. Trabajaba de guardia de seguridad en un banco hasta que perdió el empleo en febrero. Solía verlo salir con el uniforme. Le quedaba muy bien.

—¿Qué pasó?

—¿Cuándo?

—¿Cómo perdió el empleo?

—Bebía. Debería saberlo si estuvo casada con él. A las nueve de la mañana apestaba a alcohol. No creo que bebiera a esa hora. El olor era de la noche anterior, el tufo le salía por los poros. Nunca se tambaleaba ni hablaba con la lengua gorda. No daba gritos ni decía vulgaridades. Siempre se portó como un caballero, pero estaba perdiendo terreno.

—Siento oír eso. Sabía que bebía, pero me cuesta creer que llegara al extremo de que la bebida interfiriera en su trabajo. Era policía cuando me casé con él, hace ya muchos años.

—Eso concuerda —dijo.

—¿Hay algo más que pueda contarme sobre él?

—Era tranquilo, no celebraba fiestas. Pagaba el alquiler con puntualidad, menos los últimos meses. No recibía visitas, salvo un sujeto repugnante con muchas cadenas.

Aparté la atención de Dorothy.

—¿Cadenas?

—Un motorista de esos. Clavos y cuero negro. Tenía mentalidad de vaquero y andaba contoneándose. Hacía tanto ruido que parecía que llevase espuelas.

—¿Y a qué se debía su presencia?

—No lo sé. A Dort no le gustaba. Era un grosero. La apartaba de un puntapié cuando quería olisquearle las botas.

—Ay, Señor —suspiró Bel—. El rey de copas…, y está al revés. Eso no es bueno.

La miré con atención.

—¿El rey de tropas?

—De copas, querida. El rey de copas representa a un hombre falso, que se trae un doble juego; marrullería, drogas, escándalo…, de todo.

Aunque tarde, sentí un pinchazo de inquietud.

—Ya que tocamos el tema, ¿qué le hizo pensar que yo era policía cuando me abrió la puerta?

Cordia levantó los ojos.

—Esta mañana ha llamado un policía y dijo que vendría un agente a eso de las dos. Pensamos que sería usted, ya que estuvo allí tanto rato.

Sentí que el corazón me daba un vuelco y miré el reloj. Casi las dos.

—Verán…, será mejor que me ponga en camino y las deje seguir con lo suyo —dije—. Y…, me pregunto si podrían hacerme un pequeño favor…

Bel echó otra carta y entonces habló:

—No se preocupe, querida. No diremos que ha estado aquí.

—Se lo agradezco.

—La acompañaré a la puerta trasera —dijo Cordia—. Así podrá llegar al callejón sin que la vean. La policía aparca delante de la puerta…, al menos es lo que ha hecho hasta ahora.

—¿Les puedo dejar un número de teléfono? Para que puedan avisarme si sucede algo —pregunté. Anoté mi número en el reverso de una tarjeta y Cordia, a su vez, apuntó el suyo al pie de la solicitud de arrendamiento. Ninguna cuestionó mi petición. Con un tarot como el mío, seguro que daban por sentado que necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir.