No recuerdo cómo soporté el resto de la conversación. Al final se fueron, me agradecieron hipócritamente toda la ayuda que les había prestado, y yo les aseguré con hipocresía que me pondría en contacto con ellos si tenía algo que aportar a su investigación. Nada más cerrarse la puerta fui al cuarto de baño y me metí en la bañera vacía para espiar con discreción por el ventanuco mientras los agentes Claas y Aldo, hablando en voz baja, subían a un coche que parecía oficial y se iban. Habría dado cualquier cosa por saber de qué hablaban…, en el caso de que la charla fuera sobre Mickey o sobre mí. Quizás hablaban de deportes, un tema que me trae completamente sin cuidado.
En cuanto se marcharon volví al escritorio y pasé las hojas del calendario de mesa hasta la página del 27 de marzo. Aquel jueves figuraba totalmente en blanco, al igual que los dos días adyacentes: ni citas, ni reuniones, ni acontecimientos profesionales o sociales. Lo más probable era que hubiese pasado el día en el despacho, haciendo Dios sabe qué. Había esperado que el calendario prendiera una chispa en mi memoria, pero hasta el momento seguía desconcertada. Sólo sabía que yo no había hablado con Mickey ni el 27 de marzo ni ningún otro día durante los últimos años. ¿Había entrado alguien en mi casa? Era una posibilidad escalofriante, pero ¿qué otra explicación podía haber? Mickey podía haber marcado mi número y hablado con otra persona. También era posible que otra persona que no fuera Mickey hubiera llamado desde su casa, estableciendo así una conexión que en realidad no existió. ¿Quién podía ir tan lejos? Una o varias personas que quisieran matar a mi exmarido y señalarme a mí.
Aquella noche llovió y fue una de las escasas tormentas tropicales que a veces vienen de Hawai sin avisar. A las dos y media me despertó el golpeteo de las gruesas gotas en el tragaluz. El aire que entraba por la ventana olía a salmuera y a gardenias. El mes de mayo suele ser frío y seco en California. Al llegar el verano, la vegetación languidece, falta de humedad, y el proceso de deshidratación vuelve los chaparros tan frágiles como los antiguos papiros. Las colinas se tiñen de dorado, los arcenes despiden un fulgor amarillo borroso y se forman nubes de color mostaza sobre las cunetas. En agosto, la temperatura sube hasta veintisiete grados centígrados y la humedad relativa desciende. Los vientos bajan a toda velocidad por las montañas y se escurren por los desfiladeros. Entre el sol que hace, los vientos que soplan del desierto y la desecación general, el paisaje está listo para la cerilla del pirómano. La lluvia representa un alivio momentáneo, pues retrasa lo inevitable durante un par de semanas. Lo paradójico es que la lluvia hace poco más que estimular el crecimiento de la vegetación, que, a su vez, provee a la naturaleza de más combustible.
Cuando volví a despertarme, a las seis menos un minuto, ya no llovía. Me puse la sudadera y el pantalón de deporte, salí a correr y volví a casa con el tiempo justo para meter un petate en el coche y partir hacia el gimnasio. Levanté pesas durante una hora, haciendo los ejercicios rutinarios. Aunque sólo llevaba dos meses de práctica, ya se veían los resultados: hombros y bíceps volvían a adquirir forma.
A las nueve me encontraba otra vez en casa. Me duché, desayuné, metí algunos objetos en la riñonera, recogí el bolso, dejé una nota en la puerta de Henry y tomé la carretera de Los Ángeles. El tráfico era rápido y los coches que se dirigían hacia el sur por la 101 pasaban como cohetes. A aquella hora del día, la carretera solía estar llena de vehículos comerciales: camionetas y furgonetas, camiones descubiertos y de mudanzas, autocares escolares vacíos y remolques cargados de coches sin estrenar que se dirigían a los concesionarios de Westlake y Thousand Oaks. Al subir la cuesta y descender hacia el valle de San Fernando, vi que el vaporoso velo de la contaminación ya había empezado a acumularse. Al menos los Montes de San Gabriel, casi siempre ocultos a la vista, eran visibles ahora. Cada vez que recorría aquel camino había más obras en curso. En lo alto de una colina podía aparecer un pueblo entero y detrás de cualquier arboleda podía surgir una comunidad de viviendas idénticas. Las vallas publicitarias pregonaban la disponibilidad de urbanizaciones desconocidas hasta entonces.
Dos aviones amarillos trazaban círculos en lo alto, uno delante, el otro detrás, en una especie de vigilancia aérea concentrada en los que nos hallábamos abajo. El arcén estaba alfombrado de basura y en cierto momento pasé ante uno de esos sorprendentes nudos de huellas de neumáticos que desafían toda explicación. Cuando llegué a Sherman Oaks, giré a la derecha por la autovía de San Diego. La vegetación del arcén sufría el azote del viento que levantaba el tráfico incesante. Los rascacielos comerciales obstruían la vista, como espectadores de un desfile que no respetaran a los demás. Tomé la salida de Sunset y fui hacia el este, hasta que el campus de la Universidad de California-Los Angeles empezó a asomar por la derecha. Doblé en aquella dirección por Hilgard, luego a la derecha otra vez por Le Conté y a la derecha por Tiverton, donde entré en un aparcamiento. No había ninguna plaza a la vista en la planta superior. Empecé a descender por los niveles subterráneos, dando vueltas y más vueltas hasta que por fin encontré un sitio en el sótano C-l. Cerré el coche y subí en el ascensor. Por la vasta plaza de hierba y hormigón se accedía tanto a la Clínica Oftalmológica Jules Stein como al Hospital y Centro Médico de la UCLA. Fui hacia la puerta principal y entré en el vestíbulo, de paredes de granito pulido y una moqueta en dos matices de gris y con una franja salmón en el borde. La recepción, a la derecha, estaba llena de gente que esperaba información sobre amigos o familiares operados. Dos chicas con pantalón corto y camiseta jugaban a las cartas en el suelo. Había niños de pocos meses en sillas especiales y otro algo mayor que dormía en un cochecito, sudando y poniéndose colorado. Los demás adultos leían el periódico o hablaban en voz baja. El tráfico de visitantes no cesaba. Las sillas y los macetones eran cubos modulares de color gris. A la izquierda tenía la tienda de regalos, con una fachada de un curioso matiz entre malva y orquídea. En el escaparate había arreglos florales de muestra, por si a alguien se le ocurría ir de visita sin un ramillete.
Delante mismo, encima del mostrador, la palabra INFORMACIÓN destacaba con grandes letras. Esperé turno y al final pregunté a la señorita Lewis, la voluntaria de información sobre pacientes, por la habitación de Mickey Magruder. Debía de andar por los setenta años y tenía los párpados tan curtidos como una tortuga. La edad le había abierto profundos pliegues en la frágil piel de las mejillas y tenía los labios estirados y apretados, como una bolsa de cordones. Echó un rápido vistazo a los archivos y empezó a negar con la cabeza y con cara de pesar.
—No veo a nadie con ese nombre. ¿Cuándo lo ingresaron?
—El catorce. Puede que esté registrado con el nombre de Michael. Es el que figura en su partida de nacimiento.
Anotó el nombre y consultó otra posible fuente. Tenía los nudillos artríticos, pero su letra era elegante.
—Bueno, no sé qué decirle. Es posible que lo hayan dado de alta.
—Lo dudo. Me dijeron que estaba en coma en la UCI.
—Bueno, puede que lo hayan trasladado al complejo de Santa Monica, en la Calle 16. ¿Quiere que llame?
—Sí, por favor. Vengo de Santa Teresa y no soportaría volver sin haberlo encontrado.
La observé superficialmente mientras marcaba el número y hablaba por teléfono. Al poco rato colgó, al parecer sin éxito.
—Allí no lo tienen registrado. Puede probar en el Hospital St. John o en Cedars-Sinai.
—Estoy casi segura de que lo trajeron aquí. Hablé ayer con unos agentes de policía, ellos me lo dijeron. Fue ingresado a primera hora del miércoles de la semana pasada. Le habían disparado dos veces, así que puede que entrara por urgencias.
—Me temo que eso no servirá de mucho. Lo único que tengo es el nombre del paciente, el número de la habitación y el diagnóstico. No tengo información sobre ingresos.
—Si lo hubieran trasladado, ¿se lo habrían comunicado?
—Posiblemente.
—¿Hay alguna otra persona con la que pueda hablar? —pregunté.
—No se me ocurre con quién, a menos que quiera hablar con administración.
—¿Podría probar en Cuidados Intensivos? Puede que si usted describe las heridas, sepan dónde está.
—Bueno —dijo titubeando—, hay una asistenta social de Traumatología. Seguro que sabe si el paciente fue víctima de un acto de violencia. ¿Quiere que la llame?
—Hágalo, por favor. Le estaré muy reconocida por su ayuda.
Detrás de mí había ya varias personas haciendo cola, deseosas de información e inquietas por el retraso. La señorita Lewis no parecía decidirse, pero descolgó otra vez e hizo una llamada interna. Después de un par de frases, bajó la voz e inclinó la cara, así que no pude leer en sus labios. Casi ni me miró al colgar.
—Si no le importa esperar, dicen que enviarán a alguien.
—¿Ocurre algo?
—Que yo sepa no, querida. Por lo pronto, la asistenta social no está en su despacho…, aunque es probable que ande por allí cerca. La encargada de la UCI la está buscando y me avisará cuando la encuentre.
—¿Quiere decir que Michael está aquí?
El hombre que estaba detrás de mí protestó:
—Oiga, señora, denos una oportunidad.
La señorita Lewis enrojeció.
—Yo no he dicho eso. Lo único que sé es que la asistenta social podría informarle si usted la espera y habla con ella. Si quiere sentarse…
—Gracias. ¿No lo olvidará?
—Yo mismo se lo diré, joder —dijo el hombre.
Estaba demasiado distraída para enzarzarme en una competición de gritos y le cedí el puesto. Me dirigí a una silla vacía. Mientras iba camino de Los Ángeles no había pensado que las cosas se desarrollarían así. Me había imaginado al lado de la cama de Mickey, con algún sentimiento de redención, la oportunidad de reparar errores… Ahora se me había pegado su paranoia. ¿Le había pasado algo? ¿Me habían ocultado información los detectives Claas y Aldo? Cabía la posibilidad de que lo hubieran ingresado con un nombre falso. A las víctimas de las agresiones, como a los ricos y famosos, se les permite a menudo, como medida de precaución. Si tal era el caso, no se me ocurría la manera de convencer a nadie de que me dijera aquel alias. Sólo sabía que no iba a desistir hasta que tuviera noticias de él.
Alguien había olvidado un ejemplar manoseado de la revista Sunset. Me puse a hojearlo para olvidar la preocupación que sentía por Mickey. Necesitaba centrarme. Necesitaba serenidad, un momento de calma para calcular a quién iba a darle un puntapié y con qué fuerza. Me detuve en un artículo sobre cómo construir un patio de ladrillo, con planos y todo. Cada diez o quince segundos levantaba los ojos, miraba el reloj, observaba a los visitantes, a los pacientes y al personal del hospital que entraban en el vestíbulo, salían de la cafetería y cruzaban las puertas con ventanilla. Convenía cavar en el terreno hasta cuarenta centímetros de profundidad, y poner una capa de grava y otra de arena antes de colocar los ladrillos. Elegí el diseño de raspa para mi próximo patio. Pasaron treinta minutos. Leí todos los artículos sobre horticultura y seguí con las recetas bajas en calorías que utilizan hierbas y fruta del tiempo. No quería comer nada que tuviera que poner bajo una toalla húmeda antes de cocinarlo.
Alguien se sentó en la silla contigua. Levanté la cabeza y vi a Gian Aldo con cara de cabreo. La mujer del mostrador me había delatado.
—Imaginé que era usted —dijo Aldo—. ¿Qué cojones pasa? Me llamaron para decirme que había aquí una mujer alborotando para sonsacar el número de la habitación de Mickey a una pobre y confiada voluntaria.
Me ruboricé.
—Yo no he «alborotado». Ni siquiera he levantado la voz. He venido para saber cómo se encontraba. ¿Dónde está el problema?
—Dijimos que se nos avisara si venía alguien preguntando por la habitación de Magruder.
—¿Cómo iba a saberlo yo? Estoy preocupada, muy preocupada. ¿Va eso contra la ley?
—Depende de sus intenciones. Podría ser usted quien le disparó…, ¿no se le había ocurrido?
—Pues claro que sí, pero yo no le disparé —dije—. Estaba preocupada por él y pensé que me sentiría mejor si lo veía.
Las oscuras cejas de Aldo se juntaron y habría jurado que se esforzaba por moderar su actitud.
—Debería habernos avisado. Habríamos venido a recibirla y se habría usted ahorrado el tiempo y el alboroto.
—Su objetivo principal en la vida.
—Mire, estaba en una reunión cuando me llamaron. No tenía por qué salir corriendo. Pude haberla dejado aquí, sentada, sufriendo. Es lo que se merece. —Paseó la mirada por el vestíbulo—. En estos momentos, mi principal objetivo es proteger a Magruder. Estoy seguro de que se dará cuenta del riesgo que corre, ya que no tenemos la menor idea de quién le disparó ni por qué.
—Eso lo entiendo. —Podía ver la situación desde su punto de vista. Era una investigación activa y yo no había hecho más que estorbar al pasarme por alto el protocolo. Como Mick era mi ex y la pistola encontrada era mía, mi súbita aparición en el hospital había sido de lo más inoportuno—. Lo siento. Ardo en deseos de saber algo y tiendo a tomar atajos. Debería haberles llamado a ustedes. La culpa ha sido mía.
—No nos preocupemos por eso ahora. —Miró el reloj—. Tengo que volver al trabajo, pero antes, si le parece bien, puedo dejar que esté en la UCI un par de minutos.
—¿No puedo quedarme a solas con él?
—No —dijo—. Por dos razones: primera, que todavía está inconsciente, y segunda que soy responsable de que siga con vida. Soy responsable ante el departamento, sin condiciones, excepciones ni objeciones. No quiero parecer grosero, pero así están las cosas.
—Bueno, pues adelante —dije, reprimiendo un brote de rebeldía. Estaba claro que tenía que ceder en todo. Aquel hombre era oficialmente el guardián de la puerta. Y ver a Mickey era más importante que resistirse a la autoridad o ganar una discusión.
Me levanté al mismo tiempo que él y lo seguí por el vestíbulo como un perro amaestrado. Giramos a la derecha por el pasillo, sin decirnos nada. Llamó al ascensor. Mientras esperábamos, sacó un paquete de chicles y me ofreció uno. Decliné la invitación. Sacó una barrita, la partió por la mitad, le quitó la envoltura y se la metió en la boca. Las puertas del ascensor se abrieron. Entré detrás de él y nos pusimos cara a cara mientras subíamos. Por una vez, no me molesté en memorizar el camino. No tenía sentido urdir nada para encontrar a Mickey sola. Si cometía alguna torpeza, el agente Aldo me empapelaría, y con papel de estraza.
Entramos en el módulo 7-E de la Unidad de Cuidados Intensivos, donde al parecer conocían de vista al agente Aldo. Mientras sostenía una breve conversación con las enfermeras del mostrador de recepción, aproveché la oportunidad para orientarme. La atmósfera era curiosa, la luz tenue y el nivel sonoro estaba amortiguado por la moqueta gris y azulada. Había diez o doce camas, cada una en un cubículo que quedaba dentro del radio visual de la sala de enfermeras. Unas ligeras cortinas de color verde y blanco, casi todas echadas en aquel momento, separaban las camas. Allí tenían a los pacientes que se encontraban entre la vida y la muerte, atados a la vida por las hebras más delgadas. Sangre y bilis, orina, médula espinal, todos los ríos del cuerpo se recorrían y cartografiaban mientras el alma seguía avanzando. A veces, entre respiración y respiración, un paciente caía y entraba en la gran corriente de la que todos salimos y a la que todos hemos de volver.
Aldo se acercó a mí y me condujo al otro lado del mostrador, hasta la cama en que yacía Mickey. No lo reconocí, aunque una rápida mirada a Aldo me confirmó que era él. No respiraba por sí mismo. En la parte inferior de su cara había un esparadrapo ancho. Tenía la boca abierta, con un tubo transparente y grueso como el de una aspiradora que terminaba en un aparato de ventilación. Habían levantado la mitad superior de la cama, como si expusieran al enfermo de forma permanente. Estaba en un lado de la cama, casi tocando el lateral, parecido a la barandilla de una cuna. Le habían puesto un gorro de gasa. La herida de bala le había dejado los dos ojos negros e hinchados como si se hubiera peleado a puñetazos. La piel ofrecía un matiz grisáceo. En el dorso de la mano tenía un tubo que le proveía de fluidos procedentes de las numerosas bolsas que colgaban de una estructura metálica. Podía contar las gotas una por una, la tortura china del agua aprovechada para salvar vidas. De debajo de las mantas salía otro tubo que iba a parar a un recipiente de orina que se llenaba bajo la cama. El pelo que quedaba a la vista parecía raleante y grasiento. Una fina película de humedad le cubría la piel. Los años de exposición al sol aparecían ahora como una imagen en una película bañada en líquido de revelar. Distinguí vello en el borde de sus orejas. No tenía los ojos completamente cerrados. A través de las estrechas ranuras lo veía seguir una película invisible o quizás un texto escrito. ¿Dónde estaba su mente mientras su cuerpo yacía tan inmóvil? Desconecté mis emociones fijándome en el equipo que rodeaba la cama: un carrito, un fregadero, un cubo de basura de acero inoxidable con una tapa de presión, una silla de ruedas, una caja de guantes y un rollo de papel de cocina; artículos prácticos que difícilmente hablaban de muerte.
La presencia del agente Aldo daba un extraño aire de irrealidad al momento. El pecho de Mickey subía y bajaba con un ritmo regular, ya que un efecto fuelle obligaba a sus pulmones a hincharse. Bajo la bata del hospital se veían vendas blancas de gasa y un tubo. Cuando le conocí tenía treinta y seis años. Ahora tenía cincuenta y tres, la misma edad que Robert Dietz. Por primera vez me pregunté si mi relación con Dietz había sido un deseo inconsciente de reparar lo que le había hecho a Mickey. ¿Tan evidentes eran mis procesos internos?
Me quedé mirando a Mickey, lo vi respirar y me fijé en el esfigmómetro que llevaba en el brazo. Se inflaba y desinflaba a intervalos con un sonido quejumbroso. La lectura digital aparecía entonces en el monitor que había encima de su cabeza. Su presión arterial parecía estabilizada en 12,5 y 8,0, con el pulso a 74. Es embarazoso recordar el amor cuando el sentimiento ha muerto; toda la pasión y el romanticismo, el sentimentalismo y los excesos sexuales. Después acabas preguntándote en qué coño estabas pensando. Mickey me había parecido sólido y seguro, un hombre cuya experiencia admiraba, cuyas opiniones valoraba, cuya confianza en sí mismo envidiaba. Lo había idealizado sin darme cuenta siquiera de lo que hacía, y en él proyectaba mi sentido de la verdad pura. No entendía entonces que buscaba en él las virtudes que me faltaban o que todavía no había desarrollado. Habría negado hasta la muerte que estaba buscando una figura paterna, pero es lo que en realidad pasaba.
Volví a ser consciente de la presencia de Gian Aldo, que miraba a Mickey con un silencio parecido al mío. ¿Podíamos decir otra cosa que tópicos y convenciones? Finalmente hablé yo.
—Vuelva a su trabajo. Le agradezco lo que ha hecho.
—A mandar —dijo.
Me acompañó por el hospital y cruzamos la plaza hasta el aparcamiento. Apreté el botón del ascensor y esperó conmigo como estaba mandado.
—Está bien así, gracias —dije, dándole a entender que podía irse.
—No importa —replicó, dándome a entender que nunca jamás.
Cuando llegó el ascensor, entré, me di la vuelta y me despedí con la mano mientras las puertas se cerraban. Fui por mi coche, lo abrí, introduje la llave de contacto y puse la marcha atrás. Cuando tracé los tres círculos necesarios para llegar a la planta superior, me estaba esperando en la salida, con el motor en marcha. Salí del aparcamiento, accedí a Tiverton y cuando llegué a Le Conté, doblé a la izquierda. El agente Aldo hizo lo mismo, siguiéndome hasta que llegué a la autovía. Seguía imponiendo su autoridad y el detalle no se me escapaba. Comprendía su interés por verme lejos, aunque me sentía como la mala de una película del Oeste a la que echan del pueblo. Veía su coche por el retrovisor, ya que no hacía ningún esfuerzo por disimular el seguimiento. Al oeste por Sunset, al norte por la 405 y luego hacia la 101, formábamos un convoy de dos vehículos a cien kilómetros por hora. Empecé a preguntarme si iba a escoltarme hasta Santa Teresa.
Me fijé en las calles que cruzaba: Balboa, White Oak, Reseda… ¿Es que aquel hombre no tenía fe? ¿Qué creía que iba a hacer, dar media vuelta y volver a la UCLA? En Tampa vi que empuñaba el micrófono de la radio, al parecer para responder a una llamada. El tema debía de ser urgente porque de súbito se desvió y cruzó dos carriles para dirigirse a la salida. Mantuve la velocidad constante con la mirada fija en el retrovisor, para ver si reaparecía. El agente Aldo era listo y si yo hacía el menor intento de cambiar de dirección se daría cuenta. Dejé atrás Winnetka, DeSoto y Topanga Canyon. No vi ni rastro de él. Por una vez mis ángelas estaban de acuerdo. Una decía: nadie es perfecto, y la otra: amén.
Tomé la siguiente salida.