Volví al despacho y pasé el resto del día pagando facturas, devolviendo llamadas y ocupándome de la correspondencia. No había ningún mensaje de Bethel. Si no tenía pronto noticias suyas, insistiría. Cerré el despacho a las cuatro y media y metí un plano de Los Ángeles en el bolsillo exterior del bolso. Dejé el coche por el momento y fui andando a la biblioteca pública, donde abrí el plano y miré la zona de los distintos números de Sepulveda que había ido dando Mickey. A simple vista era imposible determinar el más probable. Tendría que ir a echar un vistazo. Ya era hora de conocer su situación presente y quizá de que habláramos. Guardaba una buena cantidad de dinero en el banco. Estaba deseosa de ofrecer ayuda a Mickey si no era demasiado orgulloso para aceptarla. Volví al despacho, recogí el coche y recorrí el corto camino hasta mi casa. Ni siquiera sabía los detalles y ya me sentía mal por el papel que había representado en su caída.
Al llegar vi a dos caballeros esperando en la puerta. Supe en el acto que eran policías; correctamente vestidos, bien afeitados y con expresión amable y atenta, la ley y el orden en cuerpo y alma en aquella tarde de mayo. Sentí un escalofrío en todo el esqueleto y un hormigueo en las manos, y la piel de la espalda se me iluminó de repente, como si fuera un parpadeante anuncio de neón que dijera CULPABLE, CULPABLE, CULPABLE. Lo primero que se me ocurrió fue que Teddy Rich había denunciado el allanamiento de morada y que habían enviado a un técnico para que comprobara las huellas digitales. Las mías habrían aparecido en la parte interior y exterior de la gatera, en el borde del escritorio, en el tirador de la puerta trasera y en tantos sitios que me resultaba imposible recordarlos. Había sido policía durante dos años e investigadora privada desde entonces. (También había sido detenida una vez, pero ahora no me apetece hablar de eso, gracias).
El caso es que mis huellas estaban en las bases de datos de la policía y el ordenador me habría situado en casa de Teddy Rich. Los policías me preguntarían qué había estado haciendo allí. ¿Qué podía decirles? ¿Había una explicación inocente? No se me ocurría ninguna que pudiera salvarme. El perro, desde luego, me identificaría en una rueda de reconocimiento, tirándome de la pernera del pantalón, ladrando alegremente, saltando y babeándome los zapatos mientras los agentes me esposaban y se me llevaban. Podía negociar mi confesión allí mismo o esperar a la sentencia y ponerme a merced del tribunal.
Vacilé en el sendero del jardín, con las llaves en la mano. Seguro que la policía tenía casos más urgentes que atender. ¿Por qué iban a molestarse en enviar un técnico? La idea era ridícula. Aquellos individuos podían no ser policías a fin de cuentas. Quizá Teddy había averiguado lo que yo había hecho y había enviado a dos matones para que me rompieran los codos, las rodillas y otras articulaciones de interés. Saludé con voz cantarina:
—Hola, ¿me buscan a mí?
Debían de tener una edad parecida, treinta y tantos; eran esbeltos y complementarios, uno moreno y el otro rubio. El rubio llevaba un maletín en la mano izquierda, como si se dedicara a las ventas a domicilio. Fue el primero en hablar.
—¿La señorita Millhone? —Vestía una camisa de cuadros rojos bajo una chaqueta deportiva de mezclilla y el nudo de la corbata, también de color rojo, le oprimía la nuez. Los pantalones eran de algodón oscuro, arrugados en la entrepierna por haber estado demasiado rato en el coche.
—La misma.
Alargó la mano derecha.
—Soy Félix Claas. Este es mi compañero, John Aldo. Somos agentes del Departamento de Policía de Los Angeles. ¿Podemos hablar con usted?
Aldo me alcanzó dos tarjetas y abrió la cartera para enseñarme la placa. El agente Aldo era un grandullón musculoso, de metro noventa y ciento diez kilos, si no me equivocaba. Llevaba algo grasiento el pelo negro y sus ojos oscuros estaban hundidos bajo unas espesas cejas negras que se le juntaban en el puente de la nariz. Vestía pantalones de poliéster y una americana colgada del brazo, cuidadosamente doblada. La camisa de algodón de manga corta dejaba al descubierto una esterilla de pelo sedoso en los antebrazos. Parecía un hombre que prefiriese llevar sudadera. Había oído que se llamaba John, pero en su tarjeta ponía Gian, que es lo mismo pero en italiano, así que rectifiqué mentalmente. Con el sofoco y el miedo se me había olvidado el nombre del primer agente. Miré de nuevo las tarjetas. Félix Claas era el rubio, Gian Aldo el moreno.
Claas volvió a hablar, sonriendo de forma agradable. Su cabello rubio parecía húmedo y lo llevaba peinado hacia atrás y con raya a un lado. Sus cejas y pestañas eran de un pajizo casi invisible, así que sus ojos azules parecían pelados. Tenía los labios gordezuelos y de un rosa inusual, y un hoyuelo en la mejilla.
—Gran ciudad la que tienen aquí. Nada más cruzar la frontera del condado, la presión sanguínea me bajó varios puntos.
—Gracias. Somos afortunados. No varía en todo el año. A veces tenemos algo de bruma marina en verano, pero desaparece hacia el mediodía, así que es difícil quejarse. —Puede que aquello tuviera que ver con alguno de mis antiguos casos.
El agente Aldo intervino.
—Hemos tenido una charla con el teniente Robb. Espero que no sea un mal momento para usted.
—En absoluto. Es perfecto. ¿Son amigos del teniente?
—Bueno, no, señora, no lo somos. Habíamos hablado con él por teléfono, pero no lo hemos conocido personalmente hasta hoy. Parece simpático.
—Jonah es estupendo. Hace años que lo conozco —dije—. ¿De qué se trata?
—Es un caso en el que estamos trabajando. Nos gustaría hablar con usted dentro, si no tiene inconveniente.
—No tardaremos mucho —dijo el agente Claas—. Quince o veinte minutos. Seremos lo más rápidos que podamos.
—Por supuesto. Pasen. —Abrí la puerta y les hablé por encima del hombro—. ¿Cuándo han llegado?
—Hace una hora más o menos. Llamamos a su oficina, pero nos dijeron que no estaba. Sin duda acababa usted de salir.
—Tenía que hacer unos recados —dije, preguntándome por qué me sentía obligada a darles explicaciones. Crucé el umbral y me siguieron. En los últimos años había tenido que ir a Los Ángeles en el curso de varias investigaciones. Un caso que había investigado para La Fidelidad de California me había puesto en evidencia ante unos granujas. Era muy probable que tuviera que ver con aquello. El elemento delictivo forma un subconjunto especial, ya que los mismos nombres aparecen una y otra vez. Siempre es interesante saber en qué andan los malos.
Hice una fotografía mental de mi casa, vagamente consciente del aspecto que tendría para unos extraños. Pequeña, inmaculada, tan compacta como el interior de un barco, con armarios empotrados y todo. La cocina a la derecha; el escritorio y el tresillo a la izquierda. Moqueta deshilachada azul oscuro y una pequeña escalera de caracol que conducía al altillo. Dejé el bolso en un taburete del mostrador de la cocina, di seis pasos y accedí a la salita.
Los dos policías esperaban en el umbral, con educación.
—Siéntense —dije.
—Gracias —dijo Aldo—. Bonito lugar. ¿Vive sola?
—En realidad, sí.
—Suerte que tiene. Mi novia es una dejada. No hay manera de que mi casa tenga un aspecto tan limpio.
Claas se sentó en el pequeño sofá empotrado en el entrante de la ventana, con el maletín delante, en el suelo. Aunque Claas y Aldo parecían igual de locuaces, Claas era más reservado, casi estirado en el hablar, mientras que Aldo parecía relajado. El agente Aldo tomó asiento en una silla de director de cine y yo lo hice en la otra. Me senté, sintiéndome ligeramente manipulada, aunque no sabía por qué. Aldo se arrellanó en la silla con las piernas abiertas y las manos colgando entre las rodillas. La lona de la silla se combó y todo el armazón crujió bajo su peso. Tenía los muslos muy gordos y su postura parecía a la vez indolente y amenazadora. Claas le dirigió una mirada y se sentó bien, con el tórax erguido.
Claas se volvió hacia mí.
—Sabemos que estuvo casada con un antiguo subinspector de policía llamado Magruder.
Aquello me pilló desprevenida.
—¿Mickey? Es verdad. ¿Esta visita tiene que ver con él? —Sentí un poco de miedo. Las conexiones formaban ahora una figura que no era capaz de reconocer. Fuera lo que fuese, tenía que estar relacionado con sus últimos apuros financieros. A lo mejor había atracado un banco, o chantajeado a alguien, o desaparecido por arte de magia. A lo mejor había pendiente alguna orden judicial y habían encargado a aquellos dos que le siguieran la pista. Oculté mi incomodidad con una carcajada—. ¿Qué ha hecho?
La expresión de Claas se mantuvo lejana.
—Por desgracia, el señor Magruder fue víctima de un tiroteo. Pudo escapar…, está vivo, pero no muy bien. Ayer conseguimos identificarlo. En el momento de la agresión no llevaba papeles encima, así que figuró como persona indocumentada hasta que investigamos sus huellas dactilares.
—¿Le han disparado? —Sentí que yo misma volvía al comienzo de la línea con la punta del lápiz. ¿Había oído bien?
—Sí, señora.
—Pero está fuera de peligro, ¿verdad?
El tono de Claas se situó entre la neutralidad y el pesar.
—A decir verdad, no está muy bien. Los médicos dicen que se ha estabilizado, pero permanece conectado a una máquina. No ha recuperado la conciencia y, cuanto más dure este estado, menos probable es que se recupere del todo.
O que no se recupere, entendí. Parpadeé. ¿Mickey agonizando o muerto? El agente seguía hablando, pero yo sufría sordera temporal. Levanté la mano.
—Un momento. Lo siento, pero no acabo de comprenderlo.
—No hay prisa. Tómese su tiempo —dijo Aldo.
Tragué un par de bocanadas de aire.
—Todo esto es muy extraño. ¿Dónde está Mickey?
—En el hospital de la Universidad de California-Los Angeles. Ahora está en la UCI, pero puede que lo trasladen al Provincial, según cómo se encuentre.
—Siempre tuvo un buen seguro de vida, si es cuestión de dinero. —La idea de que Mickey fuera al Provincial no me cuadraba. Yo seguía respirando profundamente, arriesgándome a sufrir una hiperventilación por conservar la compostura—. ¿Puedo verlo?
Se hizo un silencio momentáneo y Claas dijo:
—Todavía no, pero creo que podremos hacer algo al respecto. —La posibilidad no parecía entusiasmarle y no insistí.
Aldo me observaba con preocupación.
—¿Le ocurre algo?
—Estoy bien. Pero sorprendida —contesté—. No sé lo que pensé sobre el motivo de su visita, pero no era esto. Nunca se me habría ocurrido que le hubiera sucedido nada malo. Siempre fue muy combativo y parecía invencible…, al menos a mí me lo parecía. ¿Qué ocurrió?
—Es lo que intentamos aclarar —dijo Claas—. Le dispararon dos veces, en la cabeza y en el pecho. Un patrullero lo descubrió tirado en la acera poco después de las tres de la madrugada. El arma, una pistola semiautomática, apareció pegada al bordillo, a unos tres metros de él. Era un barrio comercial, con muchos bares, así que es posible que el señor Magruder se viera envuelto en alguna discusión. Tenemos un par de hombres peinando la zona. De momento no hay testigos y estamos procediendo hacia atrás, para averiguar sus actividades anteriores al tiroteo.
—¿Cuándo fue?
—La madrugada del 14 de mayo. El miércoles de la semana pasada.
—¿Nos permite que le hagamos un par de preguntas? —dijo Claas.
—Desde luego. Por favor.
Casi esperaba que uno sacara un cuaderno, pero no apareció nada. Miré el maletín y me pregunté si estarían grabando la conversación. Claas seguía hablando.
—Estamos eliminando posibilidades. Es sobre todo para llenar lagunas, si puede ayudarnos.
—Lo intentaré, por supuesto. No estoy segura, pero dispare —dije. Di un respingo por dentro, por la expresión que había elegido.
Claas se aclaró la garganta. La voz le salió más ligera y aflautada.
—La última vez que habló con su ex marido, ¿le mencionó algún problema? ¿Amenazas, conflictos laborales? Algo de ese estilo.
Relajé los hombros con alivio.
—Hace catorce años que no hablo con él.
Entre los dos fluyó algo, una de esas conversaciones silenciosas que los matrimonios aprenden a sostener con la mirada. El agente Aldo prosiguió.
—¿Posee usted una Smith & Wesson de nueve milímetros?
—Poseí una hace mucho. —Estaba a punto de decir más, pero decidí contener la lengua hasta descubrir adonde conducía aquello. La caja vacía que había albergado inicialmente la pistola seguía en el contenedor de cartón que estaba junto al escritorio, a tres metros de los agentes.
—¿Podría decirnos cuándo la compró?
—No la compré. Mickey la adquirió y me la dio como regalo de bodas. Fue en agosto de 1971.
—Extraño regalo de bodas —dijo Aldo.
—Mickey es un tipo extraño —expliqué.
—¿Dónde está la pistola en este momento? ¿En alguna parte de la casa?
—Ni idea. No la veo hace años —dije—. Di por hecho que Mickey se la llevó cuando se mudó a Los Ángeles.
—Así que no ve la pistola aproximadamente desde…
Miré a uno y otro conforme se perfilaban las consecuencias de lo que hablábamos. Había sido un poco lenta de reflejos.
—Un momento, ¿le dispararon con esa arma?
—Digámoslo del siguiente modo: la pistola encontrada en el escenario del crimen era la suya. Todavía estamos esperando el informe de balística.
—No creerán que tengo algo que ver.
—Su nombre apareció en el ordenador en calidad de propietaria. Estamos buscando un punto de partida y este tenía sentido. Si el señor Magruder llevaba la pistola, es posible que alguien se la quitara y le disparara con ella.
—Eso me deja fuera de sospecha —dije en tono de burla. Ojalá me hubiera mordido la lengua. El sarcasmo es la peor táctica que se puede adoptar con la policía. Es mejor hacerse la humilde y la cooperadora.
Se produjo un silencio entre los dos. Parecían cordiales y de confianza, pero sabía por experiencia que habría diferencias apreciables entre la versión que me daban y la que sostendrían. Aldo sacó del bolsillo una barra de chicle y la partió por la mitad. Se guardó una mitad y desenvolvió la otra. Se metió el chicle en la boca. Parecía desinteresado por el momento, pero yo sabía que pasarían el viaje de regreso cotejando notas, comparando sus reacciones e intuiciones con la información que les había dado.
Claas se removió en el sofá.
—¿Puede decirnos cuándo fue la última vez que habló con el señor Magruder?
—Es Mickey. Por favor, utilicen el nombre de pila. Aun así es muy duro. Se fue de Santa Teresa en 1972. No recuerdo haber hablado con él después del divorcio.
—¿Puede decirnos qué contactos ha tenido con él desde entonces?
—Acaba de preguntarlo. Ninguno.
Claas me miró fijamente a los ojos, creo que con alguna intención.
—No ha hablado con él en los últimos meses —dijo; no era una pregunta, sino una afirmación bañada en escepticismo.
—No. Definitivamente no. No he hablado con él.
Mientras el agente Claas intentaba atraer mi atención, vi que Aldo observaba la salita con discreción. Su mirada iba de objeto en objeto, evaluando de forma metódica todo lo que estaba a la vista. Escritorio, carpetas, caja, contestador automático, estanterías de libros. Casi oí lo que pensaba: ¿cuál de estos objetos no pega aquí? Vi que su mirada volvía al envase de cartón. Hasta el momento yo no había dicho una palabra sobre los problemas de Mickey para pagar el guardamuebles. En principio no me parecía que ocultar la información supusiera cometer nada ilegal. ¿Qué justicia estaba obstruyendo? ¿A quién estaba ayudando y protegiendo? Yo no había disparado a mi ex. No estaba detenida ni bajo juramento. Si me parecía aconsejable, hablaría después con los agentes, cuando «recordara» algo pertinente. Todo esto me pasó por la cabeza en una fracción de segundo, mientras procuraba cubrirme el trasero. Si los agentes se dieron cuenta de mi inquietud, no dijeron nada. Tampoco esperaba que se quedaran con la boca abierta ni que cambiaran miradas significativas.
El agente Claas volvió a carraspear.
—¿Y él? ¿Se ha puesto en contacto con usted?
Confieso que en mi respuesta se coló una ligera irritación.
—Seguimos con lo mismo, ¿no?, yo hablo con él, él habla conmigo. Nos divorciamos hace años. No tenemos ninguna razón para seguir en contacto. Si hubiera llamado, habría colgado el teléfono. No quiero hablar con él.
El tono de Aldo fue ligero, casi humorístico.
—No se enfade, mujer. El pobre hombre está fuera de combate.
Noté que me ruborizaba.
—Disculpen. Pero así están las cosas. No somos de esas parejas que se vuelven cariñosas después de firmar los papeles. No tengo nada contra él, pero nunca me ha interesado ser su mejor amiga…, ni que él fuera mi mejor amigo, desde luego.
—A mí me ocurre lo mismo con mi ex —dijo—. Sin embargo, a veces surge algo…, ya sabe, una carta certificada o noticias de un viejo conocido. Hay que enviarle la correspondencia al excónyuge, aunque no puedas ni verlo. No es infrecuente que un ex envíe al otro una nota si se produce algo que les afecta.
—Mickey no escribe notas.
Claas se removió en el asiento.
—¿Qué hace entonces? ¿Llamar por teléfono?
Cada vez me ponía más tensa. ¿Por qué insistía?
—Miren. Lo digo por cuarta o quinta vez. Mickey y yo no nos hablamos. En serio. Lo juro. Palabra de girl scout y todo eso. No somos enemigos. No sentimos hostilidad hacia el otro. Pero no tenemos esa clase de relación.
—¿De verdad? ¿Cómo la llamaría usted? ¿Amistosa? ¿Distante? ¿Cordial?
—¿Qué es esto? —pregunté—. ¿Qué importancia tiene? En otras palabras, vamos, por favor. No pueden ustedes hablar en serio. ¿Por qué iba a disparar a mi ex marido con mi propia pistola y dejarla allí? Tendría que estar loca.
Aldo sonrió para sí.
—Las personas pierden los estribos. Nunca se sabe de qué son capaces. Sólo buscamos información. Le agradeceríamos cualquier cosa que pudiera decirnos.
—Cuéntenme su teoría —pedí.
—Aún no tenemos teoría —dijo Claas—. Queremos descartar ciertas hipótesis. Si usted cooperase, nos ahorraría mucho tiempo.
—Estoy cooperando. Esto es cooperación, por si no están acostumbrados a verla. Pero le están ladrando al árbol que no es. Ni siquiera sé dónde vivía Mickey últimamente. —Me miraron con fijeza—. Es la verdad.
El agente Claas formuló la siguiente pregunta sin consultar notas.
—¿Puede decirnos dónde estaba el 27 de marzo?
La mente se me quedó en blanco.
—No tengo ni la más remota idea. ¿Dónde estaban ustedes? —dije. Habría jurado que mis manos estaban a punto de temblar. Tenía los dedos fríos y, sin pensarlo siquiera, crucé los brazos y me metí las manos en las axilas. Sabía que daba la impresión de ser testaruda y estar a la defensiva, pero de repente me había puesto nerviosa.
—¿No tendría una agenda que pudiera consultar?
—¿Saben qué? Creo que deberíamos dejar esta conversación. Si han venido aquí porque piensan que estoy complicada en un tiroteo, tendrán que hablar con mi abogado, porque ya estoy harta de esta basura.
El agente Aldo pareció sorprendido.
—Ah, por favor. No es para tanto. No la estamos acusando de nada. Es un intercambio de información.
—¿Qué intercambio? Yo les cuento cosas, pero y ustedes, ¿qué me han dicho ustedes a mí? ¿O es que me he perdido esa parte?
Aldo sonrió, impasible ante mi quisquillosidad.
—Le hemos dicho que ha resultado herido y usted nos ha dicho que no se hablaba con él. ¿Lo ve? Nosotros contamos y luego cuenta usted. Es como un diálogo. Estamos negociando.
—¿Por qué me han preguntado dónde estaba el 27 de marzo? ¿A qué ha venido eso?
Contestó Claas.
—Hemos investigado sus cuentas telefónicas. Había una llamada a este número que duró treinta minutos. Supusimos que habían estado hablando ustedes dos. A menos que aquí viva otra persona, cosa que ha negado.
—Que se vea —repliqué, alargando la mano.
Se inclinó para buscar en el maletín, que estaba entreabierto, y sacó un fajo de facturas de teléfono que me tendió sin decir palabra. En primer lugar estaba la factura de abril del teléfono de Mickey, con las llamadas de marzo desglosadas. Miré la cabecera y vi que el teléfono de la cuenta era el mismo que tenía yo. Por entonces seguía sin haber pagado el mes de febrero. El aviso de la compañía telefónica advertía que si no pagaba en el plazo de diez días, le cortarían la línea. Recorrí con la mirada la lista de las llamadas de tarifa especial y las interprovinciales. Sólo había dos, ambas a Santa Teresa. La primera había sido el 13 de marzo, al bufete de Mark Bethel. Judy lo había mencionado. La segunda había sido a mi número. No cabía la menor duda, habían efectuado aquella llamada el 27 de marzo a la una y veintisiete minutos, y había durado media hora exacta.