7

Iba por el camino del garaje, en dirección a la puerta de la calle, cuando vi acercarse otro vehículo. Era un todoterreno de un modelo que no había visto antes: reluciente, negro y cúbico, con Eric Hightower al volante. No sé si lo habría reconocido si no hubiera medio sospechado que era él. Reduje la velocidad del VW y di un bocinazo mientras bajaba la ventanilla. Llegó a mi altura, se detuvo y abrió también la ventanilla en respuesta a mi gesto. Bajo la camiseta corta, sus abultados hombros y bíceps parecían tersos y bronceados. En la época del Honky-Tonk tenía siempre la mirada vidriosa y su piel ostentaba la palidez de un hombre que había convertido en ciencia el mezclar los medicamentos con alcohol, LSD y hierba. Por entonces su barba era rala y el pelo negro lo llevaba suelto hasta los hombros o recogido en una coleta y atado con un trapo.

El hombre que me observó con expresión interrogante desde el asiento del conductor del todoterreno había recuperado la salud. Iba afeitado y llevaba el cráneo tan pelado como un recién nacido. Ya no había barba ni mirada vidriosa. Había visto fotos de Eric con uniforme antes de partir hacia Vietnam: joven y guapo, veintiún años, con muy pocas marcas de la vida. Tras dos expediciones de servicio, había vuelto al mundo demacrado y maltratado, malhumorado y retraído. Parecía tener muchas cosas en la cabeza, pero ninguna que supiera explicarnos a los demás. Y nadie se atrevía a preguntarle. Una mirada a su cara bastaba para convencernos de que lo que había visto era infernal y no podía detallarse. Retrospectivamente, sospecho que nos consideraba jueces y censores, cuando la verdad era que estábamos asustados de lo que veíamos en sus ojos. Mejor mirar a otro lado que sufrir aquella tortura.

—¿Busca algo? —dijo.

—Hola, Eric. Soy Kinsey Millhone. Nos veíamos a menudo hace años, en el Tonk de Colgate.

Observé que sus rasgos se despejaban y se iluminaban al deducir quién era yo.

—Hola. Pues claro. No es una broma. ¿Cómo te va? —Sacó el brazo izquierdo por la ventanilla y nos rozamos las yemas, que era lo más parecido a un apretón de manos que podíamos hacer sentados al volante. Sus ojos oscuros se veían despejados. En su época de borracho había sido delgadísimo, pero el envejecimiento le había añadido los siete kilos que le faltaban entonces. El triunfo social le sentaba bien. Parecía estable y firme.

—Tienes un aspecto estupendo —dije—. ¿Qué le ha pasado a tu pelo?

Se miró en el espejo retrovisor, pasándose una mano por el cráneo pelado.

—¿Te gusta? Es una sensación rara. Me lo corté hace un mes y no acabo de decidirme.

—Yo sí. Es mejor que la coleta.

—Bueno, eso no es del todo cierto. ¿Qué te trae por aquí?

—Estoy buscando a mi exmarido y pensé que podríais saber algo. —La posibilidad parecía lejana y me pregunté si me interrogaría sobre el asunto, pero lo dejó pasar.

—¿Magruder? Hace años que no lo veo.

—Eso me ha dicho Dixie. He hablado hace un rato con el colega de Mickey, Shack, y vuestros nombres salieron a relucir. ¿Recuerdas a Pete Shackelford?

—Vagamente.

—Pensó que a lo mejor lo sabías tú, pero parece que no, ¿verdad?

—Siento no poder ayudarte —dijo Eric—. ¿Cuál es el problema?

—No estoy segura. Es como si tuviera que saldar una deuda con él y me gustaría aclararlo.

—Puedo preguntar, si quieres. Aún veo a varios de aquellos tipos en el gimnasio y es posible que alguien sepa algo.

—Gracias, pero creo que puedo arreglármelas sola. Llamaré a su abogado y, si eso también falla, tengo otros caminos. Sé cómo funciona su cerebro. Mickey es retorcido.

Me miró a los ojos y sentí correr entre los dos una comunicación silenciosa como la sombra de una nube que pasara por el cielo. Su estado de ánimo pareció cambiar y con un movimiento del brazo abarcó la propiedad llena de árboles que nos rodeaba por todas partes.

—¿Qué te parece? Cuatro hectáreas y ya está pagado…, todo mío. Bueno, con las leyes californianas sobre la propiedad, la mitad solamente.

—Es muy bonito. Te lo has trabajado bien.

—Gracias. Tuve ayuda.

—¿Dixie o Alcohólicos Anónimos?

—Yo diría que los dos.

Una furgoneta de fontanero apareció por el camino y se puso detrás del todoterreno de Eric. Este volvió la cabeza y agitó la mano para que el conductor supiera que le había visto y que nuestra charla no iba a durar todo el día. Se volvió hacia mí.

—¿Por qué no das media vuelta y regresas a la casa? Podríamos cenar todos juntos y pasar el rato recordando.

—Me encantaría, pero mejor no. Dixie tiene una entrevista y yo he de ocuparme de unas cosas. Quizás otro día. Te llamaré y pensaremos algo. —Puse una marcha sin quitar el pie del embrague.

—Estupendo. Hazlo. ¿Lo prometes?

—Palabra de honor.

El conductor de la furgoneta dio un bocinazo de impaciencia. Eric lo miró y volvió a agitar la mano.

—De todos modos, me alegro de verte. Cuídate.

—Tú también.

Subió la ventanilla y vi que aceleraba con ayuda de un aparato que había en el volante. Era el primer indicio que veía de que era paralítico. Dio un bocinazo al arrancar y yo continué por el camino, en dirección opuesta.

Fui a la ciudad, preguntándome por la naturaleza de la comedia humana. En unas horas se había dado la vuelta a dos de mis convicciones favoritas. Dada la brevedad de mi matrimonio con Mickey, siempre había creído que me había sido fiel. La idea había resultado falsa y la había tirado a la basura, junto con los restos de fe que quedaban. También sospechaba…, bueno, seamos sinceros…, estaba convencida de que Mickey había tenido que ver con la muerte de Benny Quintero. Ahora resultaba que no, así que también podía tirar aquella idea. Culpable de infidelidad, inocente de homicidio. Alguien con talento podría convertirlo en letra de canción country. Dixie lo había hecho, en cierto modo. ¿De veras me apetecía saber algo de aquella mierda? Supongo que no tenía elección. La cuestión era qué hacer con ello.

En cuanto llegué a la oficina, fui por la guía telefónica y busqué la sección de abogados en las páginas amarillas. Recorrí la columna con el dedo hasta que encontré el nombre de Mark Bethel en un pequeño recuadro. El anuncio decía DEFENSA PENAL y debajo de este encabezamiento especificaba lo siguiente: drogas, abusos de menores, armas, prevaricación, conducción con embriaguez, robos/estafas, agresión, malos tratos conyugales y delitos sexuales, lo cual me pareció que lo abarcaba todo, menos el asesinato, claro. Mark Bethel era el abogado de Mickey cuando este dimitió del departamento, acción que llevó a cabo por consejo de Mark. A mí nunca me había gustado Mark y desde la brusca partida de Mickey había pocas razones para que nuestros caminos se cruzaran. En las pocas ocasiones en que lo había visto en la ciudad habíamos sido cordiales, fingiendo una calidez que ninguno sentía. Nos unían viejas historias y era una de esas desagradables alianzas que duraban más por la forma que por el contenido. A pesar de mi tibia actitud, tenía que admitir que era un excelente abogado, aunque en los últimos años había dejado a un lado la práctica profesional para apostar por la política: un republicano entre los muchos que aspiraban al escaño de Alan Craston en el Senado en las próximas elecciones de noviembre. Sus ambiciones políticas habían salido a la superficie en los últimos diez años. Se había aliado con la maquinaria del partido local, congraciándose con los republicanos a base de trabajar incansablemente en la campaña de Deukmejian para gobernador en 1982. Había abierto su casa de Horton Ravine y celebrado incontables y brillantes fiestas para recaudar fondos. Se había presentado y había ganado una plaza en la junta de gobierno del condado; luego se había presentado para el parlamento estatal. Lógicamente, su próximo paso tendría que haber sido el Congreso, pero se lo saltó y se presentó a las primarias para el Senado de la nación. Debió de creer que su perfil político bastaba para procurarle los votos que necesitaba para derrotar a Ed Zschau. Flaca oportunidad, en mi sentir, pero ¿qué sabía yo? Odio a los políticos: mienten con mayor descaro que yo y con mucha menos imaginación. A Bethel le fue útil haberse casado con una mujer con fortuna propia.

Me había contado un ruiseñor que la señora Bethel financiaba la mayor parte de su campaña. Se había ganado cierta reputación local por su capacidad de persuasión para recaudar fondos para numerosas organizaciones benéficas. Adoptara la causa que adoptase, no tenía el menor reparo en enviar peticiones de donativos con un sobre adjunto con franqueo pagado. Inevitablemente había varias cantidades para elegir: dos mil quinientos dólares, mil, quinientos o doscientos cincuenta. Si el acontecimiento benéfico era nocturno («media etiqueta no de rigor»…, la otra media sí), se me ofrecía la posibilidad de comprar una «mesa» para mis colegas a mil dólares el plato. Qué poco sabía que yo, por naturaleza, era tan roñica que habría arrancado el sello del sobre que tenía que enviarle. Mientras tanto, Mark conservaba el antiguo bufete, con una secretaria.

Marqué el número de Mark Bethel y contestó la secretaria con un inmediato:

—¿Podría esperar un momento?

Cuando quise decir que sí ya no estaba. Me colocaron una versión jazzística de Scarborough Fair.

La secretaria de Mark volvió a la línea.

—Gracias por esperar. Soy Judy. ¿Qué desea?

—Hola, Judy. Soy Kinsey Millhone, una antigua amiga de Mark. Creo que te conocí en la fiesta navideña de los Bethel hace un par de años. ¿No estará por ahí?

—Ah, hola, Kinsey. Me acuerdo de ti —dijo—. No, está en una reunión del comité y no es probable que venga en todo el día. ¿Quieres que te llame él por la mañana o hay algo que yo pueda hacer?

—Quizá —respondí—. Trato de ponerme en contacto con mi exmarido. Mickey Magruder, fue cliente suyo.

—Ah, conozco a Mickey —dijo, e inmediatamente me pregunté si lo conocería en el sentido bíblico de la palabra.

—¿Sabes si Mark tiene su dirección y su teléfono actuales?

—Espera y lo miraré. Sé que tenemos algo porque llamó hace un par de meses y yo misma hablé con él. —Oí rumor de páginas, como si hojease un cuaderno.

—Aquí está. —Me dio una dirección de Los Ángeles, Sepulveda y un número, pero el número era diferente del que yo tenía. Las cifras eran las mismas, pero estaban en otro orden, un rasgo típico de Mickey. En su estado semiparanoico, había dado la información correcta, pero con los números cambiados para que nadie pudiera localizarlo. Pensaba que el domicilio propio era asunto personal y que los teléfonos estaban para la conveniencia de uno, no para la de los demás. Si los demás no podían llamarlo, no le importaba. No sé cómo se las arreglaba para recibir la correspondencia o una pizza. Estos asuntos le traían sin cuidado cuando su intimidad estaba en juego. Judy volvió a ponerse al habla y el número que recitó esta vez fue el mismo que yo tenía en mi agenda.

—Puedes tacharlo —dije—. Lo he marcado hace un momento y está fuera de servicio. Pensé que quizá Mickey se había mudado o cambiado el número.

Oí sus titubeos.

—Creo que no debería decirlo. Mark detesta que hable de los clientes, así que, por favor, no le digas que te lo he dicho…

—Desde luego que no.

—Cuando Mickey llamó…, debió de ser a mediados de marzo…, fue para pedir dinero. Bueno, no me lo pidió a mí. Es lo que oí después, cuando Mark habló con él. Mark dijo que Mickey había tenido que vender el coche porque no podía pagar los gastos ni el seguro, por no hablar de la gasolina. Tenía problemas económicos en los que ni siquiera Mark podía echarle una mano.

—Eso no tiene buen aspecto. ¿Le prestó dinero Mark?

—No estoy segura. Puede que sí. Mickey siempre fue un favorito de Mark.

—¿Podrías mirar las copias de los mensajes, por si Mickey dejó un número donde Mark pudiera localizarlo?

—Lo comprobaré, si quieres, pero recuerdo habérselo preguntado entonces, me dijo que Mark ya sabría cómo dar con él.

—Entonces es posible que Mark tenga otro número.

—Supongo que sí. Se lo preguntaré y también le diré que te llame.

—Te lo agradecería. Que me llame mañana y ya pensaremos algo. —Le dejé mi número y colgamos.

La noche no tuvo nada de especial: cené con Henry en el local de Rosie, que está a media manzana de mi casa, y después me acurruqué con un libro y leí hasta quedarme dormida, probablemente a los diez minutos.

Apagué el despertador segundos antes de que empezara a sonar. Me cepillé los dientes, me puse ropa de deporte y fui a correr mis cinco kilómetros. El carril de bicicletas que discurría paralelo a la playa estaba cubierto por la habitual niebla primaveral, el cielo era de un gris uniforme y el océano se mezclaba con el horizonte como si hubieran puesto un telón de plástico entre los dos. La temperatura era perfecta, un poco fresca, un poco húmeda. Me sentía ligera y fuerte, y corrí con una extraña sensación de alegría.

Ya en casa, me duché, me vestí y desayuné, subí al coche y tomé la carretera de San Felipe con el recibo del guardamuebles en el bolsillo. Hasta cierto punto, me había acicalado, lo que en mi caso no es decir mucho. Sólo tengo un vestido: negro, sin cuello y de manga larga, con un canesú sobrepuesto (una palabra cursi para decir pechera). Es sintético cien por cien, con garantía de no arrugarse (aunque seguramente inflamable) y tan versátil como todo lo que poseo. Con él puedo aceptar invitaciones para ir a casi todas las fiestas de alto copete, hacer de afligida en cualquier entierro, presentarme en los tribunales, hacer seguimientos y vigilancias, presionar a los clientes, entrevistar a testigos hostiles, negociar con delincuentes conocidos y parecer una contratada con buen sueldo y no una metomentodo independiente acostumbrada a los vaqueros, los cuellos altos y el calzado deportivo.

Antes de salir invertí unos minutos en rellenar un formulario de reclamación estándar que había copiado en la época en que trabajaba en la compañía de seguros La Fidelidad de California. Mientras me dirigía al sur por la 101, ensayé la actitud remilgada y burocrática que fingía cuando me hacía pasar por otra persona. Ser investigadora privada consiste a partes iguales en ingenio, determinación y perseverancia, con una buena dosis de habilidad interpretativa.

Tardé cuarenta y cinco minutos en llegar a San Felipe. El paisaje, visto desde la carretera, consistía básicamente en campos de naranjos y limoneros y grupos de aguacates, tierra cultivada y ocasionales puestos de venta donde ofrecían (¿qué otra cosa iban a ofrecer?) naranjas, limones y aguacates. Vi la compañía guardamuebles a un kilómetro de distancia. Estaba en un cruce de la calle principal y consistía en una serie interminable de construcciones de dos plantas que llenaban dos manzanas. El estilo arquitectónico sugería una prisión californiana recién construida, con valla metálica, reflectores y todo.

Doblé al llegar a la entrada. Los edificios eran idénticos: bloques de piedra artificial y puertas sin distintivos, con montacargas anchos y un andén de carga en cada extremo.

Cada local de almacenaje estaba señalado alfabética y numéricamente con un sistema que no pude descifrar del todo. Las puertas de cada sección parecían codificadas con colores, aunque también podía tratarse de un detalle decorativo. No podía ser divertido diseñar una instalación de servicios que parecía una pared de cajas de galletas. Pasé por delante de varios callejones anchos. Las flechas me condujeron a la oficina principal, donde aparqué y bajé del coche.

Empujé la puerta de cristal y pasé a un amplio espacio de unos seis metros por seis, con un mostrador en el centro. En la parte más alejada del mostrador había archivadores que parecían de alquiler y un escritorio normal de madera. No era una empresa estratificada en la que la parte administrativa se sitúa en el lugar más alto. El único individuo de servicio parecía ser recepcionista, secretario y jefe de planta; estaba sentado ante una máquina de escribir, con un bolígrafo en la boca, y escribía con dos dedos algún tipo de memorando. Le eché casi ochenta años; tenía la cara redonda, muy poco pelo y unas gafas de lectura apoyadas en la punta de la nariz. La barriga le sobresalía como un monito sujeto al pecho de su madre.

—En un segundo estoy con usted —dijo sin dejar de escribir.

—Tómese su tiempo.

—¿Cómo se deletrea «alambicado»?

—A-l-a-m-b-i-c-a-d-o.

—¿Está segura? No parece correcto.

—Muy segura —contesté.

Cuando terminó, se puso en pie, quitó el papel de calco y metió el original y las copias en sendas carpetas azules. Se acercó al mostrador subiéndose los pantalones.

—No quería hacerla esperar, pero estaba en plena racha —dijo—. Cuando no hay mucho trabajo, escribo cuentos para mi bisnieto. Aún no ha cumplido los dos años y ya lee como un campeón. Le encantan las historias que papuchi escribe sólo para él. Este va de un gusano que se llama Serpentín y sus correrías. Yo lo paso en grande y debería ver la carita que pone Dickie. Me imagino que un día los publicarán y estarán bien presentados. Una señora amiga mía se ha ofrecido a dibujar las ilustraciones, pero alguien me dijo que no es una buena idea. Supongo que los de Nueva York prefieren contratar a sus propios dibujantes.

—No lo sabía —dije.

Sus mejillas se colorearon ligeramente y su voz adquirió un tinte de timidez.

—Supongo que no conocerá a ningún agente que quiera echarle un vistazo.

—No, pero si oigo hablar de alguno, se lo comunicaré de inmediato.

—Eso estaría muy bien. Mientras tanto, ¿en qué puedo servirla?

Le enseñé mi carnet de La Fidelidad de California, que llevaba una vieja foto mía y el sello de conformidad de la empresa.

Su mirada fue de la foto a mi cara.

—Tendría que cambiar la foto. Esta no le hace justicia. Usted tiene mucho mejor aspecto.

—¿De verdad? Gracias. Bueno, soy Kinsey Millhone. ¿Y usted…?

—George Wedding.

—Mucho gusto en conocerlo.

—Espero que no venda pólizas. Detestaría decepcionarla, pero estoy asegurado hasta las orejas.

—No vendo nada, pero me vendría bien un poco de ayuda. —Titubeé. Había preparado una historia. Había pensado enseñarle una reclamación firmada por el propietario de un inmueble con una lista de varios objetos perdidos en una inundación provocada por la rotura de unas cañerías. Era falsa, naturalmente, pero esperaba que George Wedding reaccionara con la suficiente indignación moral para poner las cosas en su punto. Lo que quería era la dirección y el teléfono que Mickey había dado al alquilar el almacén. Compararía aquella información con la que ya poseía, y así podría descubrir dónde narices estaba Mickey. Camino de San Felipe había desarrollado la patraña hasta llevarla a un grado convincente, pero ahora que estaba allí no me decidía a contarla. He aquí la verdad sobre las mentiras: que se las endosas a un pobre crédulo y queda como un idiota por no darse cuenta del engaño. Mentir contiene los mismos elementos hostiles que una broma en la que la «víctima» termina pareciendo imbécil ante sí misma y ridícula ante los demás. Estoy dispuesta a mentir a los funcionarios engreídos, cuando los malhechores me la juegan o cuando falla todo lo demás, pero me resultaba difícil mentir a un hombre que escribía historias de aventuras de gusanos para su bisnieto. George esperaba con paciencia a que continuara. Doblé la falsa reclamación por la mitad, hasta que el final de la página estuvo a unos centímetros del principio y las únicas líneas visibles eran las que informaban del nombre, la dirección y el teléfono de «John Russell».

—¿Quiere que le cuente la verdad?

—Sería estupendo —dijo con dulzura.

—Pues bien, la verdad es que La Fidelidad de California me despidió hace unos tres años. Ahora soy investigadora privada y ando buscando a un hombre con el que estuve casada. —Señalé el nombre John Russell—. Este no es su nombre auténtico, pero sospecho que la dirección está más o menos bien. Mi ex siempre altera el orden de las cifras para protegerse.

—¿Es un caso de la policía? Porque mis archivos son confidenciales, a menos que traiga una orden del juez. Si cree que este tipo utilizó su local de almacenaje con intenciones ilícitas…, por ejemplo para fabricar drogas…, tendrá que convencerme. Si no, no hay nada que hacer.

Habría jurado que George me estaba invitando a contarle un camelo, ya que había dejado claras las condiciones en las que podía persuadirlo de que me abriera los archivos. Sin embargo, al haber comenzado por la verdad, pensé que era preferible seguir con ella.

—Me lo está poniendo difícil. Ojalá pudiera contarle otra cosa, pero esto no tiene nada que ver con el mundo del delito…, al menos que yo sepa. Mmm…, vaya…, sí que cuesta. No estoy acostumbrada a esto —dije—. Este hombre y yo nos separamos peleados y acabo de enterarme de que lo juzgué mal. La conciencia no me dejará vivir hasta que aclaremos las cosas. Ya sé que suena cursi, pero es la verdad.

—¿Qué hizo usted? —preguntó George.

—No se trata de lo que hice. Es lo que no hice. Se vio mezclado en un asesinato… Bueno, no fue un asesinato en realidad, es mejor llamarlo homicidio. El caso es que no esperé a escuchar su versión de la historia. Di por sentado que era culpable y me fui. Ahora me siento mal. Prometí «en lo bueno y en lo malo» y le di lo malo.

—¿Y ahora qué?

—Ahora trato de seguirle la pista para disculparme. Quizá pueda rectificar…, si no es demasiado tarde.

La cara de George era un estudio de cautela.

—No veo con claridad qué quiere de mí.

Le di el formulario, inclinando la cabeza para leer el encabezamiento al mismo tiempo que él. Señalé las líneas importantes.

—Creo que esto es parcialmente cierto. Tengo dos versiones de su dirección. Si la de usted concuerda con esta o si tiene además otra variante, quizá pueda averiguar cuál es la verdadera.

Leyó el nombre y la dirección.

—Recuerdo a este hombre. Era un moroso. Vaciamos su local y subastamos todo lo que había.

—Eso es lo que me preocupa. Creo que tiene problemas. ¿Cree que puede ayudarme?

Lo vi vacilar. Dejé la carpeta en el mostrador, girada hacia él. Vi que su mirada volvía a posarse en las líneas impresas. Fue hacia un archivador, miró las etiquetas de los cajones y abrió el tercero. Sacó una gruesa carpeta y la apoyó en el cajón abierto. Se chupó el pulgar y empezó a pasar hojas. Encontró la que buscaba, abrió las anillas, la sacó, copió la información y me dio el papel sin decir palabra.