5

No había visitado la casa de Chapel Street durante quince años. Aparqué delante y entré en el patio por una pequeña verja de hierro. La casa era de madera blanca, un feo edificio de planta y media, con un mirador en una esquina y un estrecho porche lateral. Las dos ventanas del primer piso parecían apoyarse en el mirador y había un sencillo adorno de madera en el tejado a dos aguas. Construida en 1875, la casa era sosa, y le faltaba encanto y detalles de época para que los conservacionistas de la historia local la protegieran. En la calle, el flujo de tráfico de dirección única impedía olvidarse del centro de Santa Teresa, que estaba sólo a dos manzanas. La finca se vendería probablemente en unos años y la casa terminaría su existencia como tienda de muebles de segunda mano o como pequeño negocio familiar. Al final la derribarían y la parcela se pondría a la venta como solar comercial de primera clase. Supongo que no todas las viviendas unifamiliares antiguas se pueden librar de la bola de hierro de la demolición, pero no tardará en llegar el día en que la historia de la gente normal se borrará totalmente. Las mansiones de los ricos quedarán donde están, las más impresionantes reconvertidas para uso de museos, academias de arte e instituciones de beneficencia. Una casa de clase media como aquella tenía pocas probabilidades de aguantar otro cambio de siglo. Por lo pronto se hallaba a salvo. El jardín estaba bien cuidado y la pintura exterior parecía nueva. Sabía por experiencia que el patio trasero era espacioso, con una sección de suelo de ladrillo, una barbacoa y árboles frutales.

Pulsé el timbre. En la casa resonó con aspereza una nota chirriante. Peter Shackelford, llamado «Shack», y su mujer, Bundy, habían sido amigos íntimos de Mickey desde mucho antes de que nos conociéramos. Los dos se habían casado dos veces; Shack estaba divorciado y Bundy era viuda. Shack había adoptado a los cuatro hijos de Bundy y los había criado como si fueran propios. En aquellos tiempos, la pareja celebraba fiestas a menudo y con lo primero que se les ocurría: pizzas, comida preparada por cada uno de los comensales, barbacoas, platos de cartón y de plástico, y todo el mundo ayudaba a limpiar. Solía haber niños de pañales y criaturas correteando por el césped. Los niños mayores jugaban al Frisbee o corrían por el patio haciendo el gamberro. Con los padres en escena, la disciplina era informal y democrática. Cualquiera que estuviese cerca de un vándalo estaba autorizado a intervenir. En aquellos tiempos no me felicitaba tanto como ahora por no tener hijos y de vez en cuando me quedaba mirando a los pequeños mientras sus padres soltaban amarras.

Mickey y Shack habían ingresado en la policía de Santa Teresa casi al mismo tiempo y habían trabajado muy unidos. No fueron compañeros en sentido estricto, pero a ambos, más otro policía llamado Roy Littenberg, «Lit», los llamaban los Tres Mosqueteros. Lit y Shack formaban parte del grupo del Honky-Tonk el año que se hundió Mickey. Yo esperaba que uno u otro supiera su paradero y su situación actuales. También necesitaba que me confirmasen el contenido de la carta. Tenía el convencimiento de que Mickey era responsable de la paliza que había causado la muerte de Benny. No estaba segura de lo que haría si a la postre resultaba que tenía una coartada verídica para aquella noche. La idea me encogía el estómago de ansiedad.

Shack abrió la puerta medio minuto después, aunque tardó otros diez segundos en reconocerme. El retraso me permitió fijarme en los cambios que había experimentado. En la época en que nos tratábamos debía de andar cerca de los cuarenta. Ahora rondaba los cincuenta y le sobraban más de diez kilos. La fuerza de gravedad había tirado de todas las superficies de su cara, determinada ahora por una serie de arrugas orientadas hacia abajo; cejas espesas sobre párpados caídos, mejillas abolsadas, bigote poblado y una boca grande cuyas comisuras le caían hacia la papada. El pelo, abundante y entrecano, lo llevaba muy corto, como si todavía estuviera sujeto a las normas del departamento.

Llevaba pantalón corto, sandalias de playa y una camiseta ancha y blanca por cuyo cuello abierto asomaba una alfombra de pelo blanco. Al igual que Mickey, Shack hacía pesas tres veces por semana y el ángel de la fuerza revoloteaba todavía en su forma de moverse.

—Hola, Shack. ¿Qué tal estás? —saludé cuando comprendí que había recordado mi identidad. No me molesté en sonreír. No era una visita social y suponía que sus sentimientos hacia mí no serían ni amistosos ni cálidos.

Su voz, al contestar, fue sorprendentemente amable.

—Siempre supuse que aparecerías.

—Pues heme aquí —dije—. ¿Puedo pasar?

—¿Por qué no?

Se hizo a un lado para dejarme entrar en el pasillo antes que él. Dados los ecos del pasado, el silencio que reinaba me pareció antinatural.

—Si no tienes inconveniente, vamos detrás. No paso mucho tiempo en esta parte de la casa. —Cerró la puerta y recorrió el pasillo en dirección a la cocina.

Hasta una mirada superflua habría bastado para ver que la mitad de los muebles se había esfumado. En el salón vi una mesa de café, varias consolas y una silla de madera de respaldo recto. Los círculos del tamaño de un botón de gabardina que se veían en la moqueta indicaban el lugar donde habían estado el sofá y los sillones. La librería empotrada que flanqueaba la chimenea estaba vacía. En vez de libros había varias fotografías de sesenta centímetros por setenta y cinco, con multitud de caras sonrientes, de pequeñines, niños y adultos. Casi todas las fotos eran retratos de estudio, pero había también algunas ampliaciones de instantáneas tomadas en reuniones familiares.

—¿Te estás mudando?

Negó con la cabeza.

—Bundy murió hace seis meses —dijo—. La mayor parte de los muebles eran suyos y dejé que los chicos se los llevaran. Lo que ha quedado me basta y me sobra para lo que necesito.

—¿Están en las fotos?

—Ellos y sus críos. Nos dieron trece nietos entre los cuatro.

—Enhorabuena.

—Gracias. Jessie, la menor…, ¿la recuerdas?

—¿La de pelo moreno y rizado?

—Sí. La más salvaje de la banda. No se ha casado hasta la fecha, pero adoptó a dos niños vietnamitas.

—¿A qué se dedica?

—Es abogada en Nueva York. De empresas.

—¿Vive alguno cerca?

—Scott vive en Sherman Oaks. Los demás se han desperdigado por todas partes, pero me visitan siempre que pueden. Cada seis u ocho meses me monto en la Harley y me doy una vuelta. Son buenos chicos, todos. Bun realizó un buen trabajo. Yo soy un sustituto lamentable, pero hago lo que puedo.

—¿A qué te dedicas ahora? Oí que habías dejado la policía.

—Hace un año. La verdad es que no doy golpe.

—¿Todavía haces pesas?

—No puedo. Sufrí una lesión. Un accidente mientras estaba de servicio. Un borracho se saltó un semáforo en rojo y embistió de lado contra el coche patrulla. Él murió en el acto y a mí me dejó para el desguace. Me fracturó cinco vértebras y acabé por aceptar la baja permanente. Un derecho compensatorio de los trabajadores.

—Lástima.

—No tiene sentido quejarse de cosas que no puedes cambiar. El dinero paga las facturas y me da tiempo libre. ¿Y tú? He oído decir que eres investigadora privada.

—Llevo en ello varios años.

Me condujo por la cocina hasta el porche acristalado que recorría la parte trasera de la casa. Parecía vivir como yo, confinado a una zona como un animal doméstico que se queda solo mientras sus dueños se encuentran en el trabajo. La cocina estaba totalmente en orden. En el escurreplatos sólo había un plato, un tazón para los cereales, una cuchara y una taza de café. Probablemente empleaba siempre los mismos utensilios y los fregaba entre una comida y otra. ¿Para qué guardar nada si vas a tener que utilizarlo? Había algo acogedor en la imagen de aquellos utensilios. Por lo visto, vivía casi de forma exclusiva entre la cocina y el porche trasero. A un lado había un futón, plegado como si fuera un sofá, y con las mantas bien dobladas y las almohadas encima. Había un televisor en el suelo. El resto del porche estaba lleno de herramientas de bricolaje: un banco de carpintero, un taladrador, una lijadora, un par de abrazaderas en forma de C, un torno, una sierra de mesa y un surtido de cepillos de carpintero. Estaba repasando dos muebles. Había una cómoda desmantelada, esperando que le hicieran más caso. Se había volcado una silla de cocina y las patas sobresalían con la misma rigidez que las de una comadreja muerta. Shack debía de dormir todas las noches con el embriagador perfume de la trementina, la cola, el aceite y las virutas de madera. Vio mi expresión y dijo:

—Ventajas de estar soltero. Puedes hacer lo que quieras.

—Amén —dije.

Bundy había cosido las cortinas y las había colgado de varillas puestas a media altura ante la fila de ventanas. El algodón a cuadros verdes y blancos, que probablemente no se arrugaba, parecía nuevo todavía: impecable, bien lavado, con anillas pequeñas para colgarlo. Los ojos se me llenaron inexplicablemente de lágrimas y tuve que fingir que miraba el patio trasero, visible a través de los cristales. Quedaban muchos árboles de entonces, inclinados como la espalda de un anciano, buscando la tierra desde una altura antaño orgullosa de sí misma. La valla estaba coronada por una capa de campanillas moradas y la tela metálica cedía bajo el peso de las plantas. La parrilla de la barbacoa se había oxidado y para sustituirla había una parrilla portátil cerca de los peldaños traseros.

Shack se apoyó en la pared con los brazos cruzados.

—¿Cuál es el motivo de la visita?

—Estoy buscando a Mickey. El único número que tengo está fuera de servicio.

—¿Tienes algún asunto con él?

—Quizá. No estoy segura. ¿Necesito tu aprobación para llamarlo?

Shack parecía pasárselo bien. Bundy le había dado siempre mucha caña. Tal vez añorase el ruido y movimiento de la conversación. Vive solo mucho tiempo y olvidarás cómo es. La sonrisa se le aflojó un poco.

—No te ofendas, enana, pero ¿por qué no lo dejas en paz?

—Quiero saber si está bien. No es mi intención molestarlo. ¿Cuándo hablasteis por última vez?

—Estoy seguro de que está bien. Mickey es un gran tipo. No necesita a nadie que le ronde.

—Es justo —dije—, pero me gustaría asegurarme. Nada más. ¿Tienes su teléfono o su dirección actual?

Shack negó con la cabeza y su boca se curvó hacia abajo.

—No. Me llama cuando le viene bien. Entre llamadas, lo dejo en paz. Es el trato que hicimos.

—¿Y Lit?

—Roy Littenberg murió. El cáncer se lo llevó en menos de seis semanas. Hace tres años.

—Lamento saberlo. Me caía bien.

—Y a mí. Veo a su hijo de vez en cuando. Tim. Nunca imaginarías a qué se dedica.

—Me rindo.

—Compró el Honky-Tonk. Él y Scottie, el chico de Bundy, salen juntos cada vez que Scottie aparece por la ciudad.

—La verdad es que no recuerdo haber conocido a ninguno de los dos —dije—. Creo que estaban en Vietnam cuando Mickey y yo veníamos por aquí. —El mundo de Santa Teresa era un pañuelo y la siguiente generación se estaba incorporando al tejido—. ¿Conoces a alguien que pueda saber en qué está Mickey?

Shack me observó.

—¿Qué interés podía tener yo en ello?

—Podrías estar ayudándolo.

—¿Y el tuyo?

—Quiero la respuesta a algunas preguntas que habría tenido que formular entonces.

—¿Sobre Benny?

—Exacto.

Esbozó una sonrisa de astucia. Se llevó la mano a la oreja.

—¿He oído culpa?

—Si lo prefieres…

—Un poco tarde, ¿no crees?

—Probablemente. No estoy segura. El caso es que no necesito tu permiso. ¿Me vas a ayudar o no?

Meditó un instante.

—¿Qué me dices del abogado que lo representó?

—¿Bethel? Puedo intentarlo. Debería haber pensado en él. Es una buena idea.

—Estoy lleno de buenas ideas.

—¿Crees que Mickey era inocente?

—Desde luego. Me encontraba allí y lo vi. Aquel tipo estaba bien cuando se fue.

—Shack, tenía una placa en la cabeza.

—Mickey no le pegó. No le dio ningún puñetazo.

—¿Cómo sabes que no fue en su busca? Puede que los dos volvieran a encontrarse en otro lugar. Mickey no era precisamente famoso por su autodominio. Era una de mis quejas.

Shack negó con la cabeza. El gesto se convirtió en torsión de cuello, con crujido y todo.

—Disculpa. Tengo que ir al quiromasajista más tarde para que me vea este maldito cuello. Sí, es posible. ¿Por qué no? Quizá fuera más importante de lo que dijo Mickey. Te estoy contando lo que vi y no fue nada.

—De acuerdo.

—A propósito…, no es que sea asunto mío…, pero deberías haber estado con él. Es lo menos que podías haber hecho. Y no soy el único que lo piensa. Hay muchos que están resentidos contigo por aquello.

—Bueno, y yo me resentí de que Mickey me dijera que mintiese por él. Quería que dijera al fiscal del distrito que estaba en casa a las nueve de aquella noche y no a medianoche o a la una, o cuando llegara.

—Ah, es verdad —dijo con malicia—. Tú nunca mientes.

—No sobre asesinatos. Decididamente no.

—Y un cuerno. ¿De verdad crees que Magruder mató a un hombre a golpes?

—¿Cómo voy a saberlo? Es lo que quiero averiguar. Mickey se había salido de madre. Estaba obsesionado por el Poder y el Derecho de la ley y no le importaban los medios con tal de cumplir su trabajo.

—Sí, y si quieres mi opinión, debería haber habido más como él. Además, por lo que sé, no eres la más indicada para tirar la primera piedra.

—Eso te lo garantizo. Por eso ya no llevo uniforme. Pero no era mi culo el que estaba en peligro entonces, sino el suyo. Si Mickey tenía una coartada, debería habérmelo dicho claramente en lugar de pedirme que mintiera.

La expresión de Shack cambió y dejó de mirarme a los ojos.

—Vamos, Shack —añadí—. Sabes muy bien dónde estaba. ¿Por qué no me pones al corriente para que podamos terminar con esto?

—¿Por eso has venido aquí?

—Principalmente —contesté.

—Sólo puedo decirte una cosa: no estaba en la 154 incordiando a un veterano. Estaba a varios kilómetros de distancia.

—De acuerdo. Te creo. ¿Probamos otra cosa? Mickey tenía una amante. ¿Te acuerdas de Dixie Hightower? Según ella, aquella noche estaban los dos «montándoselo», por utilizar la expresión de entonces.

—Así que se tiraba a Dixie. Jooope. ¿Y qué pasa? Entonces todo el mundo jodía con todo el mundo.

—Yo no.

—Quizá no después de casarte, pero eras igual que todos…, quizá no tan abierta ni tan sincera.

Pasé por alto el comentario y volví al tema en cuestión.

—Alguien podría haberme avisado.

—Creíamos que lo sabías. Ninguno de los dos se molestaba mucho en ocultarlo. Recuerda todas las veces que te fuiste del Honky-Tonk antes que él. ¿Qué creías que hacía? ¿Ir a la escuela nocturna? Se la pulía. Vaya problema. Dixie era una camarera promiscua. No representaba ninguna amenaza para ti.

Me tragué la indignación, desechándola por improductiva. Necesitaba información, no explicaciones. La traición es la traición y el momento en que se sabe carece de importancia. Que Dixie fuera o no una amenaza para aquel matrimonio no tenía nada que ver. Incluso quince años después, me sentía humillada e indignada. Cerré los ojos para desengancharme emocionalmente, como si estuviera en el escenario de un homicidio.

—¿Estás seguro de que estaba con ella aquella noche?

—Digámoslo de otro modo; los vi salir juntos del Tonk. Ella se fue en su coche y él en el suyo detrás. Las noches en que su maridito estaba en casa, iban a aquel motel de mala muerte de la carretera del aeropuerto.

—Fantástico. Qué bien. Qué considerados. ¿Estuvieron allí aquella noche?

—Es probable. No podría jurarlo, pero apostaría a que sí.

—¿Por qué no declaraste en su favor?

—Lo habría hecho, claro. Habría llegado hasta el final, pero no tuve ocasión. Mickey devolvió la placa y allí se acabó todo. Si no lo encuentras, puedes preguntarle a ella.

—¿A Dixie?

—Claro. Anda por aquí.

—¿Dónde?

—Tú eres la investigadora. Busca en la guía. Todavía está casada con aquel no sé qué…, el tullido…

—Se llamaba Eric.

—Eso es. Dixie y él ganaron una fortuna y compraron una propiedad. Dos mil metros cuadrados o algo así. Grande.

—Bromeas.

—No. Es la verdad, te lo juro. Viven en Montebello, en una de aquellas fincas.

—¿Cómo lo hizo? La última vez que lo vi era un alcohólico sin esperanza.

—Se hizo de Alcohólicos Anónimos y se enmendó. Una vez sobrio, se puso a construir sillas de ruedas de diseño. Trabajos a medida con todos los artilugios necesarios, según la discapacidad. Ahora hace también sillas deportivas y prótesis. Tiene una empresa en Taiwan y también fabrica piezas para otras compañías. Dona una montaña de dinero a hospitales infantiles de todo el país.

—Bien por él. Me alegro de saberlo. ¿Y ella? ¿Qué hace?

—Lleva la vida de Riley, convertida en señora de Gotrocks. Miembro del club de campo y lo que haga falta. Si los ves, salúdalos de mi parte.

—Quizá lo haga.

Después de dejar a Shack, fui a la oficina y miré la correspondencia. No había nada interesante ni asuntos urgentes. Muchos de mis casos estaban en el limbo, pendientes de llamadas o respuestas a solicitudes varias. Ordené el escritorio y limpié la cafetera. Quité el polvo a las hojas del falso ficus. No tenía motivos para quedarme, pero no podía irme a casa. Estaba inquieta y el recuerdo de Mickey me asaltaba continuamente. ¿Me había equivocado? ¿Había obrado de forma apresurada, llegando a conclusiones que me convenían? Cuando murió Quintero ya estaba desencantada de Mickey. Quería escapar de aquel matrimonio, así que su participación en la muerte de Quintero me dio la excusa perfecta. Pero quizá no había más que eso. ¿Podía Mickey haber dimitido del departamento para salvar mi orgullo y, al mismo tiempo, para no poner en evidencia a Dixie? Si Mickey era inocente y yo hubiera sabido dónde se encontraba aquella noche, el asunto habría podido desarrollarse de otra forma y es posible que siguiera siendo policía. No quería creerlo, pero la idea estaba allí.

Me acosté en la moqueta y me puse un brazo sobre los ojos. ¿Tenía algún sentido obsesionarse por aquello? Todo había terminado y concluido. Habían pasado quince años. Fuera cual fuese la verdad, Mickey había optado por dimitir. Eso era un hecho. Yo lo abandoné y nuestras vidas cambiaron irremediablemente. ¿Por qué empeñarse en seguir con el asunto cuando no había ninguna manera de alterar el pasado?

Lo que estaba en juego era mi integridad…, fuera cual fuese mi sentido del honor. Conozco mis limitaciones. Conozco las faltas ocasionales de las que soy capaz, pero era imposible pasar por alto una transgresión de aquella magnitud. Mickey había perdido lo que más quería y quizá fuera su destino inevitable. Pero si yo había sido cómplice involuntaria de su caída, necesitaba admitirlo y aclarar las cosas con él.