Me senté en la silla giratoria y le di un puntapié a la caja. Me tentaba la idea de deshacerme de ella, quedarme los papeles personales y tirar el resto a la basura. Pero no me atrevía, después de haber pagado veinte dólares. No es que sea tacaña… pero era una razón. La verdad es que sentía curiosidad. Me dije que mirar lo que había en la caja no me responsabilizaba de nada. No me obligaba a buscar a mi ex. Mirar aquellos objetos no me instigaría a emprender acciones en su beneficio. Si Mickey pasaba una mala racha, si se había metido en algún lío, pues bueno. C’est la vie, ¿qué pasa? No tenía nada que ver conmigo.
Acerqué la papelera, abrí los laterales de la caja y me puse a revisar el contenido. En el rato que había estado fuera, los duendes y las hadas no habían puesto orden en el desorden. Empecé a tirar los artículos de aseo: un tubo de dentífrico aplastado y un frasco de champú con una delgada capa pegajosa en el fondo. Algo había goteado y lo había puesto todo perdido, pegando las cosas con un engrudo canalla. Tiré un puñado de medicamentos sin receta, un viejo diafragma, una maquinilla de afeitar y un cepillo de dientes con las cerdas orientadas en todas direcciones. Parecía que lo habían utilizado para limpiar los intersticios de las baldosas del cuarto de baño. Debajo de los artículos de aseo estaba el correo publicitario. Cuando saqué el fajo, la goma que lo sujetaba se desintegró y lo tiré todo a la papelera. Salieron entonces a la superficie algunos sobres sueltos y los saqué de entre las revistas y los catálogos de esquinas gastadas. A primera vista era basura: una carta de una cuenta corriente cancelada hacía años, una circular de unos almacenes y un aviso de Publisher’s Clearing House que decía que me habían seleccionado para concursar por un millón de dólares. El tercer sobre contenía un cargo contra mi tarjeta de crédito que esperaba haber pagado. Menuda desgracia, una mancha en mi crédito. Quizá fuera el motivo por el que American Express no me enviara ninguna tarjeta sin solicitar por aquella época. Y yo que me sentía tan superior… Puede que Mickey fuera un moroso, pero yo no. Volví la factura para abrirla. Tenía otro sobre pegado detrás, una carta que al parecer había llegado el mismo día. Abrí el segundo sobre rasgando el papel. El sobre no llevaba remite y no reconocí la letra. La escritura era apretada y angulosa, y las letras se inclinaban hacia la izquierda, como si estuvieran a punto de caerse. El matasellos decía Santa Teresa, 2 de abril de 1972. Había dejado a Mickey el día anterior. Saqué una hoja de papel rayado, que estaba escrita con la misma letra, doblada como hierba peinada por el viento.
«Kinsey,
»Mickey me izo prometer que no lo aria pero creo que deberías saberlo. Estuvo conmigo anoche, el empujo al tipo pero no fue nada importante. Lo se porque lo vi al igual que toda la gente que había allí. Benny estaba bien cuando se fue. Él y Mickey no pudieron ponerse en contacto después porque nos fuimos a mi casa y estuvo allí hasta medianoche. Le dije que testificaría pero dijo que no por Eric y su situación. Es inocente y necesita desesperadamente tu ayuda. ¿Que mas da donde estuviera si la cuestión es que no lo izo? Si le quieres deberías ponerte de su lado en lugar de ser tan pendón. Ser policía es lo único que tiene en la vida por favor no se lo quites. Si no haces nada espero que encuentres la manera de vivir con los remordimientos porque lo hundirás para siempre.
»D.»
Leí la nota dos veces, con la mente en blanco, salvo cuando reaccionaba clínicamente a las faltas de ortografía. Soy clasista en cuestión de gramática y me cuesta tomar en serio a quien no tiene tiempo de poner haches, acentos ni comas. Yo no había «hundido» a Mickey. No había estado en mi mano salvarlo de nada. Me había pedido que mintiera en su favor y me había negado en redondo. Al fallarle, es probable que hubiera preparado aquella coartada con «D», fuera quien fuese. Parecía conocerme, pero no podía recordar quién era. D. Podía ser Dee, Dee Dee, Donna, Dawn, Diane, Doreen.
Mierda. Claro que sabía quién era.
Era una camarera que se llamaba Dixie y trabajaba en un bar de Colgate en el que se reunían Mickey y algunos colegas cuando salían de servicio. No era infrecuente que los hombres se juntaran por entonces a tomar unas copas al final de la jornada. A principios de los setenta solía haber fiestas para celebrar el fin de cada turno, veladas que a veces duraban hasta el amanecer. Tanto la embriaguez pública como la privada se consideran faltas contra la disciplina policial, al igual que los líos extramatrimoniales, contraer deudas y otras conductas indebidas. Son faltas que el departamento puede castigar porque se considera que un policía está «de servicio» las veinticuatro horas del día, ya que tiene que dar una imagen pública, y tolerar este proceder podría inducir a cometer infracciones semejantes mientras el agente está trabajando. Cuando llegaron quejas sobre las fiestas de los turnos, los agentes se trasladaron del municipio a la periferia y así desaparecieron de la atención del departamento. El Honky-Tonk, el bar donde trabajaba Dixie, era el favorito.
Cuando la conocí, Dixie debía de tener veinticinco años, cuatro o cinco más que yo. Mickey y yo llevábamos casados seis semanas. Yo era todavía una novata que trabajaba dirigiendo el tráfico, mientras que a él lo habían ascendido a inspector y lo habían destinado primero a estupefacientes y luego al grupo antiatraco, con el teniente Dolan, que más tarde pasó a homicidios. Dixie era la que organizaba las celebraciones cuando había un traslado o un ascenso, y todos entendíamos que era una excusa más para otra fiesta. Recuerdo estar sentada a la barra, charlando con ella mientras Mickey chupaba cerveza de barril y jugaba al billar con los amigotes o intercambiaba anécdotas de guerra con los veteranos de Vietnam. A los dieciocho años lo habían mandado a Corea, donde había estado catorce meses, y le gustaba hacer comparaciones entre la guerra de Corea y la que se desarrollaba en Vietnam.
Al marido de Dixie, Eric Hightower, le habían herido en Vietnam y había vuelto sin piernas. En su ausencia, Dixie había ido a una escuela de hostelería y trabajado en el Tonk desde que se marchó Eric. Ya en casa, se quedaba sentado en su silla de ruedas, con aire deprimido o de crispación histérica, según sus niveles sanguíneos de medicamentos y alcohol. Dixie lo mantenía sedado con un inquebrantable régimen a base de Bloody Mary, que parecía calmar su cólera. A mí me recordaba a una madre llena de obligaciones que no tiene más remedio que llevarse al niño al trabajo. Los demás nos comportábamos con educación, pero Eric no se esforzaba precisamente por hacerse querer. A los veintiséis años era ya un viejo y un resentido con la vida.
Yo la contemplaba con fascinación mientras preparaba un Mai Tai, ginebras con tónica, un Manhattan, Martinis secos y brebajes repugnantes como ardillas rosa y crema de menta con hielo picado. Hablaba sin cesar, sin mirar apenas lo que estaba haciendo, calculando a ojo las medidas y añadiendo sifón o agua del grifo de la barra. A veces preparaba cuatro y cinco bebidas a la vez sin perder el compás. Su risa era ronca y grave. Intercambiaba sin parar comentarios procaces con los clientes, a los que conocía de nombre y circunstancia. A mí me impresionaba su seguridad arrogante. Pero también la compadecía por el marido, con su mal humor y sus evidentes limitaciones, que debían de alcanzar a la sexualidad. Aun así, nunca se me ocurrió que Dixie le pusiera los cuernos… y menos con mi marido. Debía de tener el cerebro reseco para no darme cuenta, a menos, claro está, que hubiera inventado todo aquello para proporcionar a Mickey la coartada que yo no había querido darle.
Dixie era de mi estatura, muy delgada, con una cara larga y estrecha, y una sucia cascada de pelo castaño que le llegaba a la espalda. Llevaba las cejas tan depiladas que no eran sino un par de líneas tenues que salían como surtidores desde el entrecejo. Se pintaba los ojos de negro carbón y llevaba unas pestañas postizas que hacían que los ojos le sobresalieran del plano de la cara. Normalmente no llevaba sujetador y se ponía unas minifaldas tan cortas que casi le impedían sentarse. A veces daba un giro total y se ponía largos vestidos de abuela o túnicas hindúes con pantalones de pernera muy ancha.
Volví a leer la nota, pero el contenido no había cambiado. Mickey y ella habían tenido una aventura. Eso se leía entre líneas, aunque me parecía difícil de creer. Mickey nunca había dado señales de interesarse por ella; o quizá sí y yo había sido demasiado imbécil para darme cuenta. ¿Cómo podía Dixie hablar conmigo si me la estaban pegando a mis espaldas? Por otra parte, la idea no era del todo incongruente con la forma de ser de Mickey.
Antes de conocernos, Mickey había tenido muchas aventuras, pero, en fin, estaba soltero y era lo bastante sensato para evitar compromisos sentimentales. A finales de los sesenta y principios de los setenta, el sexo era espontáneo, de pasatiempo, promiscuo y sin compromiso. Las mujeres se habían liberado con el advenimiento de la píldora anticonceptiva y la droga había borrado las demás inhibiciones. Era la época del amor libre, la psicodelia, la marginación, las protestas contra la guerra, los cuerpos pintados, los magnicidios, el LSD y las voces apagadas de muchachos tan colocados que se freían los ojos mirando al sol demasiado rato.
También era la época en que las fuerzas del orden empezaron a cambiar. En 1964, el Tribunal Supremo había fallado, en el caso Escobedo contra Illinois, que la negativa de la policía a cumplir la petición de Escobedo de consultar a su abogado durante el curso de un interrogatorio constituía una violación de la Sexta Enmienda. Dos años después, en 1966, en el caso Miranda contra Arizona, el Tribunal Supremo volvió a ponerse del lado del demandante, alegando violación de los derechos de la Sexta Enmienda. Desde entonces el clima reinante en las fuerzas del orden había sufrido un cambio y Harry el Sucio fue sustituido por una imagen de moderación, al menos en apariencia.
A Mickey le fastidiaban las limitaciones impuestas por la política y, sobre todo, las restricciones legales, pues pensaba que obstaculizaban su efectividad. Era un poli a la antigua. Se identificaba con las víctimas. Según él, las suyas eran las únicas reclamaciones que contaban. Que el delincuente se las apañe solo. Detestaba proteger al culpable y no tenía paciencia con los derechos de los detenidos. A veces me asaltaba la sospecha de que su actitud procedía de las novelas de quiosco que había leído en la adolescencia. Por favor, comprended que nada de esto era evidente para mí cuando nos conocimos. Yo no sólo estaba enamorada de su actitud, sino que babeaba de admiración ante lo que tomaba por mundología. Sospechaba que, a ojos de Mickey, ciertas reglas y normas sencillamente no iban con él. Trabajaba al margen de las pautas que casi todos sus compañeros habían acabado por aceptar. Mickey estaba acostumbrado a hacer las cosas a su manera; era un experto en lo que llamaba «métodos consagrados de persuadir a un sospechoso de que sea flexible en cuestión de imputaciones». Mickey solía decir esto en un tono que hacía reír a todo el mundo.
Sus compañeros besaban el suelo que pisaba y, hasta aquel mes de marzo, sus roces internos se habían limitado a una serie de infracciones menores. Entregaba tarde los informes y a veces era insubordinado, pero parecía saber instintivamente hasta dónde podía llegar. Había sido objeto de las quejas de dos ciudadanos; una por insultos y otra por emplear la fuerza. En ambos incidentes, el departamento había investigado y fallado a su favor. Sin embargo, la cosa estaba fea. Tenía en su interior una extraña mezcla de excentricidad y convencionalismo. En su vida privada, era escrupulosamente honrado; me refiero a impuestos, facturas y deudas personales. Era leal con sus amigos y discreto respecto de otros. Siempre cumplía con sus obligaciones…, menos (al parecer) conmigo. Nunca traicionaba una confidencia ni delataba a un amigo o a un compañero. Entre los hombres era muy admirado. Entre las mujeres, la admiración bordeaba la idolatría. Lo sé porque yo también hacía aquello, elevar su inconformismo a algo digno de elogio en lugar de considerarlo ligeramente peligroso.
Al mirar atrás, veo que no quería saber la verdad sobre él. Había terminado los estudios de la academia de policía en abril de 1971 y el Departamento de Policía de Santa Teresa me contrató en mayo, nada más cumplir los veintiún años. Había conocido a Mickey en noviembre del año anterior y seguía deslumbrada por la imagen que proyectaba: experimentado, brusco, cínico y sabio. A los pocos meses nos enamoramos y en agosto ya estábamos casados…, y todo sin que ninguno de los dos conociera al otro. Una vez comprometidos, estaba decidida a verlo como al hombre que yo quería que fuera. Necesitaba creerlo. Lo veía como un ídolo, así que aceptaba su versión de los hechos incluso cuando el sentido común me decía que los estaba tergiversando.
En otoño de 1971, cuando Mickey volvió al grupo antiatraco, desarrolló lo que eufemísticamente se denominó «choque de personalidad» con Con Dolan, que era el jefe del grupo de delitos contra la propiedad. El teniente Dolan era un autócrata y un maniático de las normas, y los dos chocaron una y otra vez. Sus diferencias significaron para Mickey el final de las esperanzas de ascender.
Seis meses más tarde, en la primavera de 1972, Mickey dimitió para evitar otro lío con Asuntos Internos. En aquella época se hallaba bajo investigación por homicidio intencionado durante una pelea de bar. Su altercado con un vagabundo llamado Benny Quintero terminó con la muerte de este último. Esto fue el 17 de marzo, día de San Patricio, y Mickey estaba fuera de servicio, bebiendo en el Honky-Tonk con un puñado de colegas que apoyaron su versión de los hechos. Aseguró que el hombre estaba borracho, que era agresivo y que había manifestado conducta amenazadora. Mickey lo había llevado a la fuerza hasta el aparcamiento y allí se habían enzarzado en una breve pelea. Según Mickey, había dado unos empujones al vagabundo, pero sólo en respuesta a la agresión del borracho. Los testigos juraban que no le había propinado ningún golpe. Benny Quintero se marchó y esto fue lo que todos afirmaron, hasta que se descubrió su cadáver al día siguiente, magullado y sangrante, tirado a un lado de la autopista 154. Asuntos Internos inició una investigación y el abogado de Mickey, Mark Bethel, le aconsejó que tuviera la boca cerrada. Como Mickey era el principal sospechoso y se enfrentaba a la posibilidad de que lo acusaran de homicidio, Bethel hizo lo que pudo para cubrirle las espaldas. Asuntos Internos puede obligar a testificar, pero tiene prohibido dar información a la fiscalía del distrito. De todas formas, podía haber serias consecuencias. Dada la angustiante necesidad de agentes honrados, el Departamento estaba dispuesto a seguir con el caso. Mickey dimitió para evitar el interrogatorio. Si no se hubiera ido, lo habrían despedido de todas formas por negarse a declarar.
El día que Mickey devolvió la placa, la pistola y la radio, sus compañeros estaban indignados. Las normas del Departamento prohibían que sus superiores hicieran declaraciones públicas y Mickey silenció su marcha, lo que lo volvió más heroico a ojos de sus colegas. La impresión que dio fue que, a pesar del trato recibido, su lealtad al Departamento estaba por encima de su derecho a defenderse de las acusaciones, totalmente inventadas e injustas. Fue tan convincente que lo creí hasta el mismísimo instante en que me pidió que mintiera para ayudarle. Se había abierto una investigación policial y por ahí fue por donde yo entré. Al parecer, había cuatro horas de aquella noche para las que Mickey no tenía coartada. Se negó a decir dónde había estado o qué había hecho durante el tiempo transcurrido desde que salió del Honky-Tonk y llegó a casa. Era sospechoso de haber seguido al vagabundo y haber terminado el trabajo en algún otro sitio, pero Mickey lo negaba todo. Me pidió que lo cubriera y entonces fue cuando me largué.
Lo dejé el 1 de abril y pedí el divorcio el día 10. Unas semanas más tarde, la autopsia reveló que Quintero, un veterano de Vietnam, había sufrido una herida en la cabeza. Le había alcanzado una bala perdida y llevaba una placa de acero inoxidable en el cráneo. La causa oficial de la muerte fue una hemorragia lenta en el interior del cerebro. Cualquier ligero golpe habría provocado la fatal pérdida de sangre. Además, el informe toxicológico señalaba un nivel de alcohol del 0.15, con rastros de anfetaminas, marihuana y cocaína. No había pruebas reales de que Mickey se hubiera encontrado con Benny después de la pelea en el aparcamiento. El fiscal de distrito rehusó presentar cargos y Mickey salió del apuro. Pero el daño ya estaba hecho. Lo habían apartado del ayuntamiento y, poco después, también de mí. En los años transcurridos, mi desencanto había acabado por desaparecer. Aunque no quería verlo, tampoco le deseaba ningún mal. Lo último que había oído era que trabajaba de guardia jurado; un abnegado policía rebajado a trabajar de noche con una imitación del uniforme policial.
Volví a leer la carta, preguntándome qué habría hecho si la hubiera recibido entonces. Un escalofrío de inquietud me recorrió la columna. Si decía la verdad, yo había contribuido realmente a su hundimiento.
Saqué el cuaderno de direcciones y se abrió, como por arte de magia, por la página en la que figuraba Mickey. Descolgué el teléfono y marqué el número. Sonó dos veces y me saludó un doble pitido y el habitual mensaje enlatado diciendo que aquel número con prefijo 213 estaba fuera de servicio. Tal vez había marcado mal, podía comprobar el número y marcarlo de nuevo. Para asegurarme, volví a marcarlo y oí el mismo mensaje. Colgué y traté de pensar en alguna otra posibilidad a la que aferrarme.