El regreso a Santa Teresa transcurrió sin incidentes, aunque estaba tan llena de adrenalina que tenía que hacer un esfuerzo deliberado para no acelerar. Veía polis por todas partes; dos en un cruce dirigiendo el tráfico porque un semáforo se había estropeado; otro en la rampa de acceso a la autopista, acechando tras unos arbustos; otro aparcado en el arcén, detrás de un motorista que esperaba la multa con resignación. Después de haber escapado de la zona de peligro, no sólo me esmeraba en el cumplimiento de la ley, sino que forcejeaba por recuperar cierto sentido de la normalidad, sea esto lo que fuere. El riesgo que había corrido en casa de Teddy había distorsionado mis percepciones. Al mismo tiempo, me había disociado de la realidad y me había conectado a ella con más firmeza, así que la «vida real» me parecía en aquellos momentos sosa y raramente deslucida. Los polis, las estrellas de rock, los militares y los delincuentes de profesión experimentan el mismo cambio de marcha, el mismo descenso de las alturas inefables hacia una indolencia que no admite sobornos; por eso tienden a juntarse con otros de su misma especie. ¿Quién más podría entender el colocón? Están anfetamínicos, tensos, desahuciados de su diminuto cerebro en las situaciones estimulantes. Y hay que restarle importancia repitiendo la experiencia hasta que la sensación desaparece y los sucesos colapsan y recuperan su tamaño normal. Yo todavía estaba rebosante de speed y con la visión turbia. El Pacífico latía a mi izquierda. El aire del mar parecía tan quebradizo como el cristal. Como eslabón contra pedernal, el sol de última hora de la mañana golpeaba las olas despertando tantas chispas que hubo un momento en que pensé que el mar ardería en llamas. Puse la radio y sintonicé una emisora de música ruidosa. Bajé las ventanillas y dejé que el viento me agitara el pelo.
Nada más llegar a casa, dejé la caja de cartón en la mesa, saqué del bolsillo el recibo del guardamuebles y metí el mono en la lavadora. No tendría que haber entrado en casa de Teddy de aquella manera. ¿En qué estaba pensando? Me volví majareta, sufrí un trastorno momentáneo, pero el hombre me había sacado de mis casillas. Sólo quería un poco de información y ya la tenía. Aunque no sabía qué hacer con ella. Lo que menos necesitaba era reanudar el contacto con mi ex.
Habíamos roto peleados y me había propuesto desterrar todos los recuerdos vinculados con él. Mentalmente había censurado toda referencia a nuestras relaciones y en la actualidad casi ni me permitía recordar su nombre. Mis amistades sabían que me había casado a los veintiuno, pero no con quién y menos aún lo de la separación. Había metido al fulano en una caja y lo había arrojado a lo más profundo de mi océano sentimental, donde había permanecido desde entonces. Lo raro era que, aunque mi segundo marido, Daniel, me había traicionado y había herido en lo más hondo mi orgullo, no había lesionado mi sentido del honor como Mickey Magruder. Aunque puedo ser descuidada con el código penal, me tomo muy en serio la ley. Mickey había traspasado la raya y había querido arrastrarme. Me marché en cuanto lo comprendí, sin preocuparme por los muchos efectos personales que dejaba cuando crucé el umbral.
La sobrecarga de productos químicos empezó a retirarse de mi organismo y sólo me dejó ansiedad. Entré en la cocina y me tranquilicé con el ritual del sándwich, untando mantequilla de cacahuete en dos rebanadas de suculento pan de siete cereales. Añadí seis variantes, que parecían grandes lunares verdes en la espesa pasta color caramelo. Corté el emparedado en diagonal y lo puse en una servilleta de papel mientras limpiaba el cuchillo con la lengua. Una de las ventajas de estar soltera es no tener que explicar las características del propio apetito en los momentos de tensión. Abrí una lata de Coca-Cola light y comí en el mostrador de la cocina, sentada en un taburete con la revista Time, que leí desde la última página hasta la mitad. Nunca parecía traer nada que me interesase en las primeras páginas.
Cuando terminé, hice una pelota con la servilleta, la tiré a la basura y volví al escritorio. Estaba lista para inspeccionar la caja de los recuerdos, aunque también medio asustada por lo que podía encontrar. Había mucho pasado escondido entre aquellos restos. Casi todos desechamos más información sobre nosotros de la que conservamos. Nuestros recuerdos no sólo se distorsionan a causa de nuestra defectuosa percepción de los acontecimientos memorizados, sino que además sufren la influencia de los olvidados. La memoria es como un sistema de estrellas gemelas: una es visible y la otra no, y la trayectoria de lo que vemos siempre resulta afectada por la gravedad de lo que está oculto.
Me senté en la silla giratoria y eché el respaldo hacia atrás. Puse la caja abierta en el suelo, a mi lado, y apoyé los pies en la mesa. Una mirada rápida sugería que, en el momento de irme, Mickey había embalado todo lo mío que había tenido a mano. Me lo imaginé arrastrando la caja por el piso, recogiendo mis pertenencias y metiéndolas al tuntún. Vi artículos de aseo ya secos, un cinturón, correo publicitario, revistas viejas sujetas con una goma, cinco novelas y dos pares de zapatos. Cualquier otra ropa que hubiera dejado, había desaparecido hacía tiempo. Probablemente la había metido en una bolsa de basura y había llamado al Ejército de Salvación, relamiéndose ante la idea de que muchos artículos queridos terminarían vendiéndose en un baratillo por un par de dólares. Debió de perdonar los recuerdos. De todos modos, algunos estaban allí, salvados de la purga.
Alargué la mano y revolví el contenido, dejando que mis dedos seleccionaran por su cuenta entre los paquetes desconocidos, entre aquellos puñados de desplazados, olvidados y abandonados. El primer objeto que saqué era un fajo de libretas escolares de calificaciones, atadas con una delgada cinta de raso blanco. Mi tía Gin las había conservado por razones que se me escapaban. No era una mujer sentimental y la calidad de mi rendimiento académico no merecía recordarse. Era una estudiante del montón y no sentía ninguna inclinación particular por la lectura, las redacciones o la aritmética. Se me daba bien la ortografía y era buena para los trucos mnemotécnicos. Me gustaban la geografía, la música y el olor del pegamento LePage en el papel de construcción negro y naranja. Casi todos los demás aspectos de la escuela eran terroríficos. Detestaba recitar ante los compañeros, o que me llamaran a la pizarra malintencionadamente cuando ni siquiera había levantado la mano. A los demás alumnos parecía gustarles, pero a mí me temblaban las piernas. Vomitaba casi cada día y, cuando no me sentía mal en la escuela, inventaba cualquier excusa para quedarme en casa o para ir a trabajar con tía Gin. Víctima de la hostilidad de mis compañeros de clase, pronto aprendí que mi defensa más efectiva era hacerles ver las estrellas a mordiscos. Pocas cosas había tan satisfactorias como ver las marcas de mis dientes en la tierna carne de un brazo ajeno. Es probable que todavía haya personas que paseen por ahí la iracunda media luna de mis bocados.
Miré las libretas de calificaciones; todas eran parecidas y compartían un tema deprimente. Al repasar los comentarios anotados, vi que a mis profesores les gustaba la caligrafía y hacer funestas advertencias sobre mi destino final. Aunque maldita por mi «potencial», al parecer era una niña a la que había poco que recomendar. Según los comentarios, soñaba despierta, vagaba por el aula a mi aire, no terminaba las clases, casi nunca me levantaba de forma voluntaria para responder a una pregunta y, cuando lo hacía, solía responder mal.
«Kinsey es inteligente, pero parece estar en las nubes y tiende a ver sólo las cosas que le interesan. Su gran curiosidad está algo viciada por su inclinación a meterse en los asuntos de los demás…».
«Kinsey parece tener problemas para decir la verdad. Debería verla el psicólogo de la escuela para determinar…».
«Kinsey muestra excelente comprensión y dominio de los temas que la atraen, pero le falta disciplina…».
«No parecen gustarle los deportes de equipo. No coopera con los demás en los proyectos de clase…».
«Capaz de trabajar bien sola…».
«Indisciplinada. Rebelde».
«Timorata. Se altera fácilmente cuando la reprenden».
«Dada a desaparecer cuando las cosas no le salen como ella quiere. Abandona la clase sin permiso».
Analicé mi yo infantil como si se tratara de un extraño.
Mis padres habían muerto en accidente de tráfico durante un puente del Día de los Caídos. Había cumplido cinco años el 5 de mayo y ellos murieron a fin de mes. En septiembre había empezado a ir a la escuela pertrechada con una fiambrera, el cuaderno, un lápiz del número dos y muchísima determinación enconada. Desde mi privilegiado punto de vista actual, veo el dolor y la confusión que no me había atrevido a sentir entonces. Aunque mi estatura era inferior a la normal y tuve miedo desde el primer día, era independiente, respondona y tan dura como una nuez. Había algunas cosas admirables en la niña que había sido: la capacidad para adaptarme, la resistencia y el inconformismo. Eran cualidades que aún tenía, aunque quizás en perjuicio mío. La sociedad valora más la cooperación que la independencia, más la obediencia que la individualidad, y por encima de todo la cordialidad.
El siguiente paquete contenía fotos del mismo periodo. En las fotos de clase, medía una cabeza menos que el resto. Mi tez era oscura y mi expresión solemne y nostálgica, como si deseara estar en otra parte, lo cual era verdad. Mientras los demás miraban directamente a la cámara, mi atención se centraba siempre en algo que ocurría a los lados. En una foto, mi cara estaba borrosa porque había vuelto la cabeza para mirar a alguien de la fila de atrás. Incluso entonces la vida debía de ser más interesante si estaba un poco descentrada.
Lo que más me desconcertaba era que no había cambiado mucho con el paso del tiempo.
Debería haber estado buscando clientes en lugar de dejarme arrastrar por los recuerdos. ¿Qué había sucedido para que las pertenencias de Mickey terminaran vendiéndose en pública subasta? No era asunto mío, pero eso era justo lo que daba interés a la pregunta.
Volví a prestar atención a la caja y saqué una vieja grabadora del tamaño de un libro de tapa dura. Había olvidado aquel viejo chisme; me había acostumbrado a los aparatos del tamaño de una carta de la baraja. Había una cinta dentro. Pulsé la tecla de PLAY. Nada. Probablemente las pilas ya estaban gastadas el día que Mickey metió la grabadora en la caja, con todo lo demás. Abrí un cajón de mi mesa, saqué un sobre de pilas nuevas y puse cuatro en la grabadora. Volví a pulsar la tecla. Esta vez giraron los ejes y oí mi propia voz, informando con vaguedad sobre el caso en el que estaba trabajando entonces. Eran como datos históricos puestos en una piedra angular, para que los descubrieran cuando los que vivían entonces ya hubieran muerto.
Apagué el aparato y lo puse a un lado. Volví a rebuscar en la caja. Escondidos en un rincón, encontré cartuchos de la Smith & Wesson de 9 mm que Mickey me había dado como regalo de bodas. No había rastro de la pistola, pero recordé lo emocionada que me había sentido con el regalo. La superficie del cañón había sido antaño de color azul S&W y la culata era de nogal cuadriculado, con logotipos de S&W. Nos habíamos conocido en noviembre y nos casamos en agosto. Él llevaba en la policía casi dieciséis años, mientras que yo me había incorporado al departamento hacía sólo tres meses. Que me regalara un arma lo tomé como señal de que me veía como a un colega, una condición que concedía a pocas mujeres por aquellas fechas. Ahora me daba cuenta de que había más motivaciones. Quiero decir, ¿qué marido regala a su mujer una semiautomática durante la noche de bodas? Obedeciendo un impulso, abrí el cajón inferior para buscar un viejo cuaderno de direcciones en el que estaba la única información posterior que había tenido sobre él. Lo más seguro era que hubiera cambiado de teléfono media docena de veces, y también de domicilio.
Me interrumpió una llamada en la puerta. Bajé los pies del escritorio y fui a la entrada, miré por la mirilla y vi a mi casero en el porche. Henry llevaba pantalones largos, para variar, y miraba el jardín con expresión distraída. Había cumplido ochenta y seis años el día de San Valentín; alto y esbelto, aquel hombre no parecía envejecer. Él y sus cuatro hermanos, que tenían ochenta y ocho, ochenta y nueve, noventa y cinco y noventa y seis años, vienen de una familia con unos genes tan vigorosos que me inclino a creer que nunca se irán al otro barrio. Henry es atractivo, como lo son las antigüedades delicadas; habilidoso, de buen porte y con un acabado que sugiere casi nueve décadas de usos amorosos. Henry siempre ha sido leal, sincero, amable y generoso. Me protege de una manera algo extraña, pero que le agradezco. Abrí la puerta.
—Hola, Henry. ¿A qué se dedica? Hace días que no lo veo.
—Gracias a Dios que estás en casa. Me esperan en el dentista dentro de… —se detuvo para mirar el reloj—, unos dieciséis minutos y tres cuartos, y no puedo utilizar ninguno de los dos coches. Llevé el Chevy al taller, por la pintura que le cayó encima, y acabo de descubrir que el cinco puertas no arranca. ¿Puedes llevarme? Mejor aún, si me dejas el coche, te ahorraré el viaje. Voy a tardar un rato y no me gustaría hacerte perder el tiempo. —El Chevrolet de 1932 y color amarillo mantequilla había recibido unos arañazos al caerle encima varias latas de pintura que había en un estante del garaje, durante los temblores de tierra que se habían producido a finales de marzo. Henry cuidaba muy bien el coche y lo tenía inmaculado. El otro vehículo, el cinco puertas, lo utilizaba siempre que lo visitaban sus hermanos de Michigan.
—Lo llevaré yo. No tiene importancia —dije—. Voy por las llaves.
Dejé abierto mientras recogía el bolso del mostrador y sacaba las llaves. Fui por la chaqueta y cerré la puerta.
Dimos la vuelta a la esquina y cruzamos el jardín. Abrí la puerta del copiloto y rodeé el coche por delante. Henry se inclinó y abrió la portezuela del conductor. Me senté al volante, encendí el motor y salimos.
—Estupendo. Es genial. Te lo agradezco de veras —dijo Henry con voz de falsete.
Lo miré y vi la crispación que le tensaba la cara.
—¿Qué le están haciendo?
—Una codona aquí detrás —respondió, con el dedo metido en la boca.
—Menos mal que no se trata de una funda.
—Antes me pegaría un tiro. Esperaba que no estuvieras, para cancelar la cita.
—No ha tenido suerte —dije.
Henry y yo compartimos una aprensión a los dentistas que bordea lo cómico. Aunque somos disciplinados con las revisiones, nos morimos cuando nos tienen que hacer cualquier cosa. A los dos se nos seca la boca, se nos revuelve el estómago, nos sudan las manos y no dejamos de gemir. Le toqué la mano, que estaba helada y ligeramente húmeda.
Henry frunció el entrecejo.
—No veo por qué tienen que hacerme esto. El empaste está bien, no causa ningún problema. Ni siquiera me duele. Es un poco sensible al calor y he tenido que renunciar a todo lo que tenga hielo…
—¿Es antiguo?
—De 1942…, pero no le pasa nada.
—Estará bien puesto.
—Ni más ni menos que lo que yo digo. En aquella época los dentistas sabían empastar un diente. Ahora es duración planificada. Un empaste tiene hoy una fecha de caducidad, como si fuera un envase de leche. Tienes suerte si te dura lo que tardas en pagar lo que cuesta. —Volvió a meterse el dedo en la boca y me miró—. ¿Ves? Sólo tiene quince años y ese tipo ya quiere cambiarlo.
—¿En serio? ¡Vaya estafa!
—¿Recuerdas cuando echaron flúor en las aguas municipales y todo el mundo dijo que era una conspiración comunista? Los dentistas difundieron el rumor.
—Desde luego que sí —dije, siguiéndole la corriente—. Lo vieron escrito en el cielo. Si no había caries, no había trabajo. —Hacemos los mismos comentarios siempre que a uno de los dos le toca ir al matadero.
—Ahora han inventado esa cirugía que te corta las encías hasta la mitad. Si no te pueden convencer, aseguran que necesitas un puente.
—Qué majadería —dije.
—Uno de estos días dejaré que me saquen los dientes y acabaré con todo —dijo, cada vez más taciturno.
Reaccioné con el escepticismo de costumbre.
—Yo no iría tan lejos, Henry. Tiene unos dientes muy bonitos.
—Preferiría guardarlos en un vaso. No soporto el taladro. El ruido me vuelve loco. ¿Y el roce cuando te quitan el sarro? Casi arranco los brazos del sillón. Parece una pala raspando la acera, un pico golpeando el hormigón…
—¡Vale! Pare ya. Está consiguiendo que me suden las manos. —Cuando llegamos al aparcamiento nuestra indignación era tal que me sorprendió que Henry estuviera dispuesto a acudir a la cita. Lo llamaron y yo me quedé en la sala de espera. Salvo la recepcionista y yo, no había nadie más, lo que me pareció algo preocupante. ¿Cómo es que el dentista sólo tenía un paciente? Me imaginé una estafa al seguro de enfermedad: clientes fantasma, doble contabilidad, facturas hinchadas por trabajos inexistentes. Un día cualquiera en la vida del doctor Dentífrico, estafador y timador a escala nacional con un fuerte ramalazo sádico. Al menos tenía números recientes de las mejores revistas.
En la otra habitación, por encima del burbujeo de la pecera, puesta para disimular los alaridos, se oía el zumbido de un taladro perforando el esmalte, camino del palpitante nervio que había debajo. Los dedos empezaron a pegárseme a las páginas de la revista People, dejando huellas húmedas y redondas. De vez en cuando oía las protestas ahogadas de Henry, y el sonido sugería resistencia y sangre saliendo a borbotones. Sólo pensar en su sufrimiento me ponía los nervios de punta. Al final estaba tan mareada que tuve que salir y sentarme en el miniporche, con la cabeza entre las rodillas.
Al final salió Henry, pasmado, aliviado y tocándose el labio dormido para comprobar si se le caía la baba. Para distraerle durante el regreso, le hablé de la caja de cartón, de las circunstancias en las que la habían llenado, de la paranoia de Mickey, del alias «John Russell» y de mi robo con allanamiento en casa de Ted Rich. Le gustó la parte del perro, pues a menudo me había dicho que me comprara uno. Tuvimos la habitual discusión sobre mí y los animales domésticos.
—Háblame de tu ex —me pidió—. Dijiste que era policía, pero ¿qué más hay?
—No pregunte.
—¿Qué crees que significa que no pagara el guardamuebles?
—¿Cómo voy a saberlo? Hace años que no hablo con él —contesté con voz irritada.
—No seas así, Kinsey. No soporto que me regatees la información. Quiero saberlo todo sobre él.
—Es demasiado complicada para entrar en detalles. Quizá se la cuente cuando la comprenda yo.
—¿Vas a hacer averiguaciones?
—No.
—Quizá le dio pereza pagar los recibos —dijo, tratando de picarme.
—Quizá. Lo dudo. Siempre fue cumplidor en eso.
—La gente cambia —dijo, encogiéndose de hombros.
—No, no cambia. Por lo que yo sé, no.
—Y por lo que yo sé, tampoco, ya que lo dices.
Permanecimos en silencio un rato, hasta que Henry volvió a hablar.
—¿Crees que tiene problemas?
—Si los tiene, se lo merece.
—¿No le ayudarías?
—¿Para qué?
—Bueno, no estaría mal comprobarlo.
—No voy a comprobar nada.
—¿Por qué no? Sólo tendrías que hacer un par de llamadas. ¿Qué te costaría?
—¿Qué sabe usted sobre lo que me costaría? Ni siquiera lo conoce.
—Sólo digo que como no estás ocupada…, al menos es lo que he oído decir.
—¿Le he pedido consejo?
—Creía que sí —dijo—. Estoy casi seguro de que querías que te animaran.
—Pues no.
—Ya veo.
—No buscaba eso. No me interesa ese hombre.
—Lo siento. Ha sido una confusión.
—Es usted la única persona a quien se lo permito.
Cuando volví a mi mesa, lo primero que vieron mis ojos fue el cuaderno de direcciones, abierto por la letra M. Lo metí en el cajón y cerré este de golpe.