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Me hundí en el asiento y escruté el paisaje desde mi posición a media asta. Vi una furgoneta blanca al final de la zona de aparcamiento. Estaba cargada de cubos y lonas, artilugios sin duda esenciales para un artista techador. Había una caja de herramientas de tamaño extragrande junto a la parte trasera y una escalera de aluminio extensible en el otro extremo, montada sobre unos calces de metal antideslizante que medían cosa de treinta centímetros. Moví el espejo retrovisor y estuve vigilando hasta que Ted Rich salió del bar con la gorra y la cazadora puestas. Llevaba las manos en los bolsillos y silbaba para sí mientras se dirigía a la camioneta y sacaba las llaves. Cuando oí que ponía el motor en marcha, me incliné para quitarme de su vista. Me erguí en cuanto pasó y estuve siguiéndolo con los ojos hasta que giró a la izquierda y se metió en la masa de tráfico que avanzaba hacia el acceso de la autopista, en dirección sur.

Esperé hasta que se hubo ido, bajé del VW y me dirigí a la cabina telefónica que había al lado de la entrada del aparcamiento. Puse su tarjeta en el estrecho estante de metal, abrí la guía y busqué los organismos de la administración local. Di con el número que me interesaba y saqué la calderilla que tenía en el fondo del bolso. Introduje las monedas en la ranura y marqué el número de la estafeta de correos que figuraba en la tarjeta de Rich. El otro teléfono dio dos timbrazos y activó un mensaje grabado que me dio las explicaciones de costumbre. Todas las líneas estaban ocupadas y me atenderían cuando me tocase el turno. Según el mensaje, correos agradecía mi paciencia, lo que demuestra lo poco que nos conoce esta gente.

Cuando finalmente contestó una voz femenina, le di el apartado de TEJADOS SUPERIORES, tal vez conocido como Tejados Ted. Minutos más tarde había comprobado el contrato de alquiler del apartado y me había dado la dirección correspondiente. Le di las gracias y colgué. Metí otra moneda y marqué el número de la tarjeta. Como sospechaba, no respondió nadie, pero el contestador de Rich se activó enseguida. Me alegró saber que Ted Rich era el oficial instalador de materiales de techado a prueba de incendios que ostentaba el número uno en Olvidado. El mensaje también aseguraba que mayo era el mes de la impermeabilización, de lo cual no me había dado cuenta. Lo más importante era que Teddy no estaba en casa y, al parecer, no había nadie más allí.

Volví al coche, saqué de la guantera un mapa de Olvidado y miré el callejero. Con las coordenadas de número y letra, localicé la calle; no se encontraba muy lejos de donde yo estaba. ¡Oh, albricias! Arranqué, di marcha atrás y, en menos de cinco minutos me planté delante de la casa donde Teddy tenía su empresa de tejados.

Encontré plaza para aparcar seis puertas más abajo y me quedé sentada en el coche mientras mis ángelas buena y mala justaban por la posesión de mi alma. Mi ángela buena me recordó que había prometido reformarme. Me recitó las ocasiones en que mi indigna conducta habitual no me había deparado «más que dolor y sufrimiento»…, por decirlo con sus mismas palabras. Lo cual era una verdad como un castillo, pero mi ángela mala aducía que la presente era la única oportunidad que tenía de conseguir la información que me interesaba. Si Rich me hubiera dicho el nombre de la empresa guardamuebles, yo no tendría que hacer aquello, así que era culpa de Rich. En aquellos momentos, el susodicho iba camino de Thousand Oaks para presupuestar un tejado. El viaje de ida y vuelta duraría aproximadamente treinta minutos, más otros treinta de charla, que es como los hombres hacen los negocios. Nos habíamos despedido a las diez. Eran las diez y cuarto, así que (con suerte) no volvería hasta cuarenta y cinco minutos más tarde por lo menos.

Saqué las ganzúas del bolso, que había dejado en el asiento trasero bajo el montón de ropa que allí suelo llevar. Durante las vigilancias utilizo con frecuencia prendas de camuflaje, como los transformistas, para cambiar de aspecto. En la presente ocasión elegí un mono azul que parecía bastante profesional. La insignia de la manga, que yo misma había cosido de acuerdo con mis necesidades, decía SERVICIOS MUNICIPALES DE SANTA TERESA y sugería que trabajaba para el departamento de obras públicas. Supuse que, a cierta distancia, ningún ciudadano de Olvidado notaría la diferencia. Hice contorsiones en el asiento para ponerme el mono encima de los vaqueros y la camiseta. Subí la cremallera y metí las ganzúas en un bolsillo. Recogí la carpeta sujetapapeles, con su correspondiente fajo de impresos comerciales, cerré el coche con llave y fui hasta el camino de grava de la casa de Ted Rich. No había vehículos estacionados cerca.

Subí los escalones delanteros y llamé al timbre. Esperé, hojeando los impresos de la carpeta y haciendo como que escribía algo oficial con el boli que pendía del extremo de una cadena. Volví a llamar, pero no hubo contestación. Qué sorpresa. Fui a la ventana y me puse una mano sobre las cejas para mirar a través del cristal. Aparte de que no había el menor rastro del inquilino, el aspecto del lugar parecía reflejar las costumbres de un hombre acostumbrado a vivir solo, un aura ejemplarizada por la presencia de una Harley Davidson en medio del comedor.

Miré a mi alrededor. No había nadie en la acera ni vecinos mirando desde el otro lado de la calle. A pesar de todo, fruncí el entrecejo, haciendo gran alarde de mi desconcierto. Miré el reloj para dar a entender que yo por lo menos llegaba con puntualidad a la cita imaginaria. Bajé los escalones delanteros y rodeé la casa por el camino del garaje. El patio trasero estaba vallado y los arbustos habían crecido tanto que tocaban los cables eléctricos que cruzaban la propiedad. En el patio no había un alma. Las puertas del garaje biplaza estaban aseguradas con recios candados.

Subí los escalones del porche trasero y me detuve a comprobar si había algún vecino que llamaba ya al 911. Convencida de que nadie me observaba, miré por la ventana de la cocina. Las luces estaban apagadas en todos los cuartos visibles. Probé a abrir. Cerrado. Miré la Schlage, preguntándome cuánto tardaría en ceder a mi ganzúa. Al bajar la mirada, vi que en la parte inferior de la puerta había una gatera de buen tamaño. Vaya, ¿qué es esto? Me agaché, empujé la chapa oscilante y me quedé mirando el linóleo de la cocina. Recordé lo que me había contado Ted Rich acerca de su divorcio y de la muerte de su querido chucho. El agujero del perrito parecía lo bastante grande para admitirme a mí.

Dejé la carpeta en la barandilla del porche y me puse a gatas. Con mi metro sesenta de estatura y mis cincuenta y tres kilos de peso no me resultó difícil la entrada. Con los brazos por delante de la cabeza y el tronco inclinado, empecé a introducirme por el agujero. Cuando tuve dentro la cabeza y los hombros me paré a hacer un rápido escrutinio, para asegurarme de que no había nadie más en la casa. En aquella postura sólo podía ver las sillas y la mesa de cromo y formica, que estaba llena de platos sucios, y el gran reloj de plástico que había en la pared. Me moví despacio, girando sobre mi eje para poder ver el resto. Ya estaba con medio cuerpo dentro y entonces caí en la cuenta de que había olvidado preguntar a Rich si había comprado otro perro. A mi izquierda, a la altura de los ojos, vi un recipiente de plástico de medio litro y un plato grande de plástico, lleno de comida deshidratada para perros. Al lado había un hueso de cuero con huellas de dientes que parecían hechas por una criatura de muy malas pulgas. Medio segundo después, el objeto de mis pensamientos apareció en escena. Probablemente se había alertado al oír ruido y dobló la esquina derrapando para ver qué ocurría. No tengo inclinaciones caninas y a duras penas distingo una raza de otra, exceptuando los chihuahuas, los galgos y otras muy conocidas. Aquel animal era grande, tal vez cuarenta kilos de peso ligero en un esqueleto de huesos fuertes. ¿Qué mierda estaba haciendo cuando, toqué el timbre? Lo menos que podía haber hecho era ladrar como es debido para ahuyentarme. Era de color pardo y tenía la cara grande, la cabeza gorda y el pelo corto y reluciente. Su pecho era macizo y su polla parecía un Gloria Cubana de quince centímetros con pelo. A lo largo de la espina dorsal le corría una cresta de pelaje hirsuto, como de una indignación permanente. Se detuvo en seco y allí se quedó, con una expresión que era una mezcla perfecta de confusión e incredulidad. Casi podía ver el signo de interrogación dibujándose encima de su cabeza. Al parecer, de acuerdo con su experiencia, pocos humanos trataban de colarse por su puerta privada. Dejé de retorcerme para darle tiempo a que evaluara la situación. Yo no debía de representar ninguna amenaza inmediata porque ni atacó ni ladró ni me mordió cruelmente en el cuello o en los hombros. Al contrario, parecía pensar que se esperaba algo de él en materia de buena conducta, aunque era evidente que tenía problemas para decidir cuál era su deber. Dio un gemido, pegó la panza al suelo y se arrastró hacia mí. Me quedé donde estaba. Durante un momento permanecimos cara a cara, yo soportando su nutritivo aliento y él meditando sobre la vida. Parece que los perros y yo siempre acabamos entrando en relaciones de este modo.

—Hola, qué tal —dije finalmente, con una voz que esperaba que fuera agradable (desde la perspectiva del perro).

El chucho puso la cabeza sobre las patas y me dirigió una mirada de preocupación.

—Escucha —dije—, espero que no te importe que entre del todo, porque si cualquier vecino mirase ahora por la ventana, vería mi trasero asomando por la gatera del perro. Si tienes alguna objeción, habla ahora o calla para siempre.

Esperé, pero el chucho ni siquiera enseñó las encías. Utilizando los codos para hacer palanca, entré totalmente mientras murmuraba «buen perro», «qué chucho más majo» y otras frases zalameras. Su cola empezó a golpear el suelo con el ritmo de la esperanza. Puede que yo fuera la amiguita que su papá había prometido enviarle para jugar con él.

Una vez dentro de la cocina, empecé a estirarme. Esta operación, en la mente del perro, me convertía en un animal que podía necesitar un feroz ataque. Se irguió de un salto, agachó la cabeza, echó las orejas hacia atrás y se puso a gruñir, con lo cual su caja torácica vibró como un enjambre de abejas que se trasladan. Me agaché y volví a mi posición sumisa del principio.

—Buen chico —murmuré, y entonces bajé la mirada humildemente.

Esperé a que el perro revisara los parámetros de su responsabilidad. El gruñido se desvaneció en el debido momento. Volví a levantarme. Toleraba verme a cuatro patas, pero en cuanto hacía ademán de levantarme, empezaba a gruñir. No nos engañemos, aquel perro sabía de qué iba el asunto.

—Eres muy estricto —dije.

Esperé unos momentos y volví a intentarlo. El esfuerzo me valió esta vez un furioso ladrido.

—Vale, vale.

Aquel grandullón empezaba a sacarme de quicio. En teoría, me hallaba lo bastante cerca de la gatera para intentar la fuga, pero me daba miedo sacar la cabeza y dejar el trasero sin protección. Tampoco me convencía sacar antes los pies, ya que el perro podía agredirme de cintura para arriba mientras estaba clavada en el agujero. El reloj de cocina hacía tictac como si fuera una bomba y me obligaba a tomar una decisión. ¿Los bastidores o las candilejas? Ya imaginaba a Ted Rich corriendo hacia mí por la autopista. Tenía que hacer algo. Todavía a cuatro patas, di un paso al frente. El perro vigilaba, pero no hizo ningún gesto amenazador. Poco a poco avancé por el suelo de la cocina, camino de la parte delantera de la casa. El perro me acompañó, con las garras tintineando en el sucio linóleo y la atención totalmente centrada en mi cansino desplazamiento. Entonces me di cuenta de que en realidad no había pensado hacer nada de aquello, pero había estado tan pendiente de los fines que no había desarrollado los medios como debía.

Así, como una niña con su pelele azul, crucé el comedor, pasé por delante de la moto y entré en el salón. Estaba alfombrado y no tenía nada de interés. Me arrastré por el pasillo. El perro iba a mi lado, con la cabeza gacha para nivelar nuestras miradas. Creo que debería decir ya que lo que estaba haciendo no era habitual en un detective. Mi conducta era más bien propia de una persona que se propone perpetrar un pequeño robo y es demasiado tenaz e impetuosa para utilizar medios legítimos (en el caso de que a la persona en cuestión se le ocurra alguno). Las fuerzas del orden habrían calificado mis actos de invasión de la propiedad privada, robo con allanamiento y (dado que llevaba las ganzúas en el bolsillo) posesión de herramientas de ladrones… Código Penal de California, secciones 602, 459 y 466 respectivamente. Yo no había robado nada (todavía) y el objeto tras el que andaba era puramente intelectual, pero de todas formas era ilegal colarse por una gatera y andar a cuatro patas por el pasillo. Pillada con las manos en la masa, me detendrían y condenarían, y quizá perdiera mi licencia y mi medio de vida. Pues qué jolines. Y todo por un hombre al que había abandonado ocho meses y pico después de la boda.

La casa no era grande: un cuarto de baño, dos dormitorios, el salón, el comedor, la cocina y el lavadero. He de decir que el mundo es muy aburrido a treinta centímetros de altura. Sólo podía ver patas de sillas, rotos de la moqueta y un zócalo interminable y polvoriento. No es de extrañar que los animales domésticos, al quedarse solos, se meen en las alfombras y mordisqueen los muebles. Pasé ante una puerta que tenía a la izquierda y que llevaba a la cocina y al lavadero adjunto. Cuando llegué a la siguiente puerta de la izquierda, me asomé y reconocí el terreno, agitando mentalmente la cola. Una cama de matrimonio sin hacer, mesita de noche, una cómoda, una cama para el chucho y ropa sucia por los suelos. Di media vuelta y me dirigí a la habitación que había al otro lado del pasillo. Rich la utilizaba como estudio y despacho. A lo largo de la pared de mi derecha había una fila de archivadores con abolladuras y un escritorio de roble con arañazos. También había un sillón vibratorio y un televisor. El perro se subió al sillón con expresión culpable, temiendo que le propinase un zarpazo en el peludo trasero. Sonreí para animarme. Por mí, el perro podía hacer lo que le diera la gana.

Me dirigí hacia el escritorio.

—Me voy a levantar para echar un vistazo, así que no te pongas nervioso, ¿entendido?

El perro se aburría ya y bostezaba con tantas ganas que oí un crujido en el fondo de su garganta. Me puse de rodillas con mucho cuidado e inspeccioné la superficie del escritorio. Allí, en un montón de papeles, se encontraba la respuesta a mis oraciones: un fajo de documentos entre los que estaba el recibo por lo que había pagado Rich a Guardamuebles de San Felipe, con fecha del sábado 17 de mayo. Me metí el papel en la boca, volví a ponerme a gatas y avancé hacia la puerta. Como el perro había perdido interés, pude recorrer más aprisa lo que quedaba de pasillo. Doblé la esquina con rapidez y correteé por el suelo de la cocina. Cuando llegué a la puerta trasera, me apoyé en el tirador y me puse en pie. Hazañas como esta ya no me resultan tan fáciles como antes. Las rodilleras del mono estaban llenas de suciedad y me sacudí unas cagarrutas con una mueca de asco. Me saqué el recibo de la boca, lo doblé y me lo guardé en el bolsillo.

Cuando miré por la puerta trasera para verificar si había moros en la costa, vi mi carpeta sujetapapeles en la barandilla del porche, donde la había dejado. Empezaba a hacerme reproches por no haberla escondido en un sitio menos visible cuando oí un rumor de gravilla y la furgoneta de Rick apareció en mi campo visual. Se detuvo, puso el freno de mano y abrió la puerta. Cuando bajó, yo ya había retrocedido seis zancadas, casi levitando mientras huía por la cocina hacia el lavadero, detrás de cuya puerta abierta me escondí. Rich había cerrado la furgoneta y, al parecer, se dirigía al porche trasero. Le oí subir los peldaños. Hubo una pausa durante la que pareció que hablaba consigo mismo. Probablemente acababa de ver mi carpeta y estaba preguntándose por su significado.

El perro lo había oído, como es lógico, se levantó de un salto y echó a correr hacia la puerta trasera. El corazón me latía con tanta fuerza que parecía una lavadora en la fase de centrifugado. Veía vibrar mi pecho izquierdo contra la parte delantera del mono. No me atrevo a jurarlo, pero creo que es posible que me meara un poco en las bragas. Además, me di cuenta de que la pernera del mono asomaba por el hueco de la puerta. Apenas me hube escondido cuando Rich entró y dejó la carpeta en el mármol de la cocina. El perro y él cambiaron un saludo ritual. El perro, ladridos alegres y lengüetazos; Rich, una serie de órdenes y sugerencias que no parecieron tener ningún efecto en particular. El perro, distraído por la alegría de recibir al amo en casa, había olvidado mi intrusión.

Oí a Rich cruzar el salón, dirigirse por el pasillo hasta su despacho y encender el televisor. Mientras tanto, al perro debió de hacerle cosquillas la leve hilacha de algún recuerdo, porque se dedicó a buscarme con la nariz pegada al linóleo. Jugar al escondite…, pues qué bien…, ¿y qué tonta se ha escondido? Me cazó enseguida, en cuanto vio el mono. Para demostrar lo inteligente que era, pegó el ojo a la ranura antes de darle un tirón a la pernera. Movió la cabeza adelante y atrás, gruñendo de entusiasmo mientras me tiraba del dobladillo. Sin pensarlo dos veces, asomé la cabeza y me llevé un dedo a la boca. Ladró entusiasmado, pero me soltó, y se puso a dar saltos, esperando que jugara con él. Tengo que decir que era vergonzoso ver a un chucho de cuarenta kilos divirtiéndose tanto a mi costa. Rich, al ignorar la causa, berreaba órdenes al perro, que se debatía entre la obediencia y la emoción del descubrimiento. Rich lo llamó otra vez y el perro se fue dando saltos y fuertes ladridos. Cuando llegó al estudio, Rich le dijo que se sentara y, al parecer, se sentó. Lo oí ladrar otra vez para avisar a su amo de que había presa a la vista.

No me atreví a esperar. Moviéndome en un silencio que esperaba fuera absoluto, avancé hacia la puerta trasera y la entreabrí. Estaba a punto de huir cuando me acordé de la carpeta, que en aquel momento estaba en el mármol de la cocina, donde la había dejado Rich. Me detuve lo imprescindible para recogerla, abrí la puerta y la cerré con mucho cuidado. Bajé los escalones del porche y torcí a la izquierda, siguiendo el camino del garaje, golpeándome el muslo con la carpeta, como si no pasara nada. Quería echar a correr en cuanto llegara a la calle, pero me esforcé por ir al paso para no llamar la atención sobre mi éxodo. No hay nada más llamativo que un civil corriendo por la calle como si lo persiguieran animales salvajes.