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La expresión latina pro bono, como muchos abogados saben, traducida a vuelapluma significa «para los buenos» y se aplica al trabajo que se hace gratis. No es que yo practique la ley, pero suelo ser lo bastante inteligente para no regalar mis servicios. En este caso, mi cliente estaba en coma, lo cual dificultaba el cobro. Naturalmente, se puede enfocar la situación desde otro punto de vista. De vez en cuando aparece un asunto antiguo, un compromiso en la agenda de la vida que creíamos haber solucionado hacía tiempo. De pronto aparece otra vez, al principio de la página, pugnando por llamar nuestra atención a pesar de que no estamos en absoluto preparados para ello.

Primero hubo una llamada telefónica de un desconocido, luego una carta que apareció catorce años después de enviarse. Así supe que había cometido un grave error de juicio y terminé poniendo en peligro mi vida por querer rectificar.

Había terminado un caso importante, yo estaba agotada, mi cuenta corriente llena, y no me sentía con ánimo para aceptar más trabajo. Había imaginado tomarme unas breves vacaciones, tal vez un viaje a algún sitio barato donde pudiera holgazanear al sol y leer la última novela de Elmore Leonard, mientras saboreaba un combinado de ron con una sombrilla de papel clavada en la fruta. Tal era el alcance y la complejidad de mis fantasías por entonces.

La llamada se produjo el lunes 19 de mayo a las ocho de la mañana, mientras estaba en el gimnasio. Había empezado a hacer pesas de nuevo: lunes, miércoles y jueves por la mañana, después de la carrera de las seis. No estoy segura de dónde salió la motivación después de dos años de abandono, aunque probablemente tenía que ver con la idea de la muerte, sobre todo la mía. Al comenzar la primavera, un tipo me había dislocado dos dedos para convencerme de su punto de vista. Ya me habían dado en otra ocasión un balazo en el brazo derecho y mi impulso en ambas ocasiones había sido ir a la máquina de las pesas. Para que nadie crea que soy masoquista o propensa a los accidentes, debería decir que me gano la vida como investigadora privada. La verdad es que el investigador medio no lleva armas, no suele sufrir acosos ni persecuciones y raras veces se hiere con algo más que con el borde de un papel. Mi vida profesional viene a ser tan aburrida como la del resto de la gente. Sólo cuento las excepciones, por aquello de la ilustración espiritual. Procesar acontecimientos me ayuda a tener la cabeza en su sitio.

Quienes estén familiarizados con mis datos personales pueden saltarse este párrafo. Para los no iniciados, soy mujer, tengo treinta y seis años, me he divorciado dos veces y vivo en Santa Teresa, California, que está a unos ciento cincuenta kilómetros al norte de Los Ángeles. Ocupo un pequeño despacho en el bufete de Kingman & Ivés, licenciados en derecho. Lonnie Kingman es mi abogado cuando se presenta la ocasión, y asociarme con su firma me pareció sensato cierta vez que andaba buscando sitio. Me había hecho detective ambulante desde que me habían despedido sin ceremonias del último empleo, investigar reclamaciones por incendios provocados y fallecimientos sospechosos para la compañía de seguros La Fidelidad de California. Ahora llevo unos dos años con Lonnie, pero sigo teniendo un ligero deseo de vengarme de LFC.

Desde que me había puesto a levantar pesas mi tono muscular había mejorado y estaba más fuerte. Aquella mañana había seguido la rutina habitual por partes; dos series, con quince repeticiones, de estirar y encoger las piernas, hacer abdominales, trabajar la zona lumbar, remar de lado, fortalecer los pectorales, además de trabajar los hombros y ejercitar con varios ejercicios los bíceps y los tríceps. Así, llena de carburante y eufórica, llegué a casa y eché el vistazo habitual al contestador automático. La lucecita de los mensajes parpadeaba. Dejé la bolsa de deportes en el suelo, las llaves en la mesa y pulsé la tecla mientras buscaba un bolígrafo y un papel, por si necesitaba anotar algo. Todos los días, antes de salir de la oficina, desvío las llamadas desde el bufete de Lonnie hasta mi casa. Así, si no hay más remedio, puedo quedarme en cama todo el día, hablando con el público sin tener que vestirme.

Era una voz masculina, algo, crujiente, y el mensaje decía: «Señorita Millhone, soy Teddy Rich. La llamo desde Olvidado para hablarle de algo que podría ser de sus intereses. Hoy es lunes y son las ocho de la mañana. Espero que no sea demasiado pronto. Llámeme cuando pueda. Gracias». Daba un número de teléfono con el prefijo 805 y tomé nota, como estaba mandado. Eran las 8:23, así que había llamado hacía menos de media hora. Olvidado tiene 157.000 habitantes y está a cincuenta kilómetros al sur de Santa Teresa por la autopista 101. Movida por algo que podía ser de «mis intereses», marqué el número que había dejado. El timbre sonó tantas veces que creí que su contestador estaba roto, pero finalmente descolgó el señor Rich, cuya voz característica reconocí en el acto.

—Hola, señor Rich. Soy Kinsey Millhone, de Santa Teresa. Me ha llamado usted.

—Hola, señorita Millhone. Me alegro de oírla. ¿Cómo se encuentra usted hoy?

—Bien. ¿Y usted?

—Bien. Gracias por preguntar y gracias por llamar tan pronto. Se lo agradezco.

—Claro, no hay problema. ¿En qué puedo servirle?

—Bueno, espero ser yo quien le sirva a usted —dijo—. Soy barrendero de guardamuebles. ¿Conoce la expresión?

—Me temo que no. —Acerqué una silla y me senté, pues me di cuenta de que Ted Rich se iba a tomar su tiempo para explicarlo. Ya lo había catalogado como vendedor o charlatán, un individuo totalmente prendado de los pequeños encantos que tal vez poseyera. No deseaba lo que quería venderme, pero decidí escucharlo de todas formas. Aquello de ser barrendero de guardamuebles era nuevo para mí y valoré la novedad.

—No quisiera aburrirla con detalles —dijo—. Básicamente, lo que hago es ir a las subastas que organizan los locales guardamuebles cuando alguien se retrasa en el pago mensual.

—No sabía que hicieran eso con los morosos. Parece razonable. —Saqué la toalla de la bolsa de deportes y me la pasé por la frente. Tenía aún el pelo húmedo de los ejercicios y cada vez más frío, y suspiraba por meterme en la ducha antes de que los músculos se me pusieran rígidos.

—Desde luego. Cuando los arrendatarios de los guardamuebles se pierden durante más de sesenta días, el contenido sale a subasta. De lo contrario, ¿cómo iba la compañía a recuperar las pérdidas? Los barrenderos nos presentamos y pujamos a ciegas por el contenido, desembolsamos siempre entre doscientos dólares y mil quinientos, con la esperanza de que sea un chollo.

—¿Por ejemplo? —Me incliné para desatarme las Sauconys y me las quité. Los calcetines de gimnasia olían a rayos y sólo los había llevado una semana.

—Bueno, casi todo es basura, pero a veces hay suerte y se barre algo bueno. Herramientas, muebles; cosas que pueden convertirse en dinero contante y sonante. Sin duda se preguntará qué tiene que ver esto con usted.

—Me ha pasado por la cabeza —dije con dulzura, previendo el rollo. Por sólo unos centavos al día, también usted podrá adquirir puñetitas abandonadas para poner mono su hogar.

—Sí, claro. Bueno, pues el sábado pasado me quedé con un par de locales de almacenaje. No había gran cosa, pero mientras rebuscaba encontré unas cajas de cartón. Miré el contenido y di con el nombre de usted en unos documentos personales. Me preguntaba en cuánto valoraría usted recuperarlos.

—¿Qué clase de documentos?

—Déjeme ver. No cuelgue. Francamente, no esperaba que llamara tan pronto, de lo contrario los habría puesto en la mesa, delante de mí. —Oí mover papeles al fondo—. Aquí está. Tenemos un diploma del Instituto de Santa Teresa y toda una colección de recuerdos que parecen escolares: dibujos, fotos de clase, la libreta de calificaciones de la Escuela Elemental Woodrow Wilson. ¿Le despierta algún recuerdo?

—¿Está mi nombre en esos papeles?

—Kinsey Millhone, ¿verdad? Millhone con dos eles. Aquí se habla de una redacción de historia titulada «La misión San Juan Capistrano», con una maqueta de la misión hecha con cartones de huevos. Clase de la señorita Rosen, cuarto curso. Le puso un aprobado raso. «La redacción está bien, pero el proyecto está mal presentado», dice. Yo también tuve una maestra así. Menuda zorra —comentó, por decir algo—. Ah, aquí hay algo más. Un diploma donde consta que terminó usted el bachillerato en el Instituto de Enseñanza Media de Santa Teresa el 10 de junio de 1967. ¿Cómo lo estoy haciendo hasta ahora?

—Bien.

—Bueno, ahora le toca a usted —dijo.

—No es que tenga importancia, pero ¿cómo ha dado conmigo?

—Estaba chupado. Sólo tuve que llamar a información telefónica. El apellido Millhone no es habitual, así que apliqué el viejo refrán que dice que por el humo se sabe dónde está el fuego y lo demás. Me moví suponiendo que andaría usted cerca. Claro que podía haberse casado y haber cambiado de apellido. Pero aposté por el riesgo. En cualquier caso, el asunto es si le apetece recuperar estos objetos.

—No entiendo cómo han ido a parar a Olvidado. Yo nunca he alquilado allí ningún local guardamuebles.

Le oí empezar a dar rodeos.

—Yo no he dicho que estuviera en Olvidado. ¿Lo he dicho? Voy a las subastas de toda California. Mire, no quiero parecer grosero, pero si está dispuesta a soltar unos dólares, quizá podamos llegar a un acuerdo para que recupere la caja.

Vacilé, molesta por la tosquedad de la maniobra. Recordaba mi abnegación en la clase de la señorita Rosen, lo abatida que me sentí con aquella nota después de tanto trabajar. La cuestión era que tenía tan pocos recuerdos personales que cualquier cosa sería un tesoro. No quería pagar mucho, pero tampoco quería quedarme con las ganas de echarles un vistazo.

—Los papeles no creo que tengan mucho valor, ya que no era consciente de haberlos perdido —dije. El individuo ya me caía mal y aún no lo conocía en persona.

—Oiga, no estoy aquí para discutir. No tengo intención de aprovecharme de usted ni nada por el estilo. ¿Quiere hablar de valor? Pues hablemos de valor. Usted manda —dijo.

—¿Por qué no me deja pensarlo y lo llamo luego?

—Bien, de eso se trata. Si encontramos un momento para vernos, le echa un vistazo a los objetos y luego toma una decisión. De lo contrario, ¿cómo va a saber si tienen algún valor para usted? Para venir aquí hay que darse un viaje, pero supongo que tendrá usted coche.

—Sí, podría acercarme.

—Estupendo —dijo—. ¿Qué planes tiene para hoy?

—¿Hoy?

—No hay momento como el presente, es mi lema.

—¿A qué viene tanta prisa?

—No tengo prisa, pero sí varios compromisos el resto de la semana. Ingreso unos dólares repartiendo mercancías y el garaje ya está hasta los topes. ¿Tiene tiempo hoy o no?

—Podría sacarlo.

—Bien, entonces será mejor que nos encontremos cuanto antes y veamos si podemos llegar a un acuerdo. Hay un bar en la misma calle de mi almacén. Estoy a punto de salir y estaré allí más o menos dentro de una hora. Digamos entre las nueve y media y las diez menos cuarto. ¿Que no aparece? Me voy al vertedero y así no pierdo el tiempo.

—¿En cuánto está pensando?

—¿Se refiere al dinero? Digamos treinta tochos. ¿Qué le parece?

—Exorbitante —respondí. Le pedí la dirección. Vaya tipo.

Me duché, me puse los vaqueros y la camiseta de siempre, llené el depósito del VW y me dirigí hacia el sur por la autopista 101. El «viaje» hasta Olvidado duró veinticinco minutos. Siguiendo las instrucciones de Ted Rich, me metí por la salida de Olvidado Avenue y giré a la derecha al final de la rampa. A media manzana de la carretera había un amplio centro comercial. El terreno que lo rodeaba, antiguamente dedicado a la agricultura, había ido convirtiéndose en una plantación de coches nuevos y usados. Las cuerdas con restallantes banderas de plástico definían unas cosas parecidas a tiendas de campaña que se alzaban sobre la asfaltada parcela donde las filas de vehículos reflejaban el tibio sol de mayo. Flotando en el aire, anclado a unos diez metros del suelo, había un minizepelín con forma de tiburón. El significado se me escapaba, pero ¿qué sé yo de estas cosas?

Al otro lado del centro comercial, las especialidades parecían repartidas equitativamente entre los puestos de comida rápida, las licorerías y las copisterías donde hacían fotos de pasaporte. Incluso había unas oficinas de servicios jurídicos instantáneos; pleitea mientras esperas. «Bancarrotas, 99 dólares. Divorcios, 99… Divorcios + hijos, 99 dólares + gastos de gestión… se habla español». El bar que me había indicado Rich era, por lo visto, el único de la zona que parecía una empresa familiar.

Aparqué allí mismo, entré y me puse a mirar a los escasos clientes en busca de uno que encajara en la descripción de Rich. Me había dicho que medía un metro con noventa y que era guapo como un actor de cine, aunque luego se había echado a reír, lo que me inclinó a creer lo contrario. Dijo que estaría pendiente de la puerta para verme llegar. Vi que un hombre levantaba la mano a modo de saludo y me indicaba por señas que me acercase a su reservado. Su cara era un cuadrado grande y rojizo, y el bronceado le llegaba hasta el escote triangular de la camisa vaquera de trabajo. Era de pelo moreno, lo llevaba peinado hacia atrás y tenía las sienes coronadas por la huella de la gorra de béisbol que había en la mesa. Nariz ancha, párpados caídos y bolsas bajo los ojos. Se le notaban todos los pelos que se le habían escapado al afeitarse. Tenía los hombros musculosos y unos antebrazos fuertes hasta donde dejaba ver la camisa arremangada. Se había quitado una cazadora marrón oscuro que yacía limpiamente doblada en el rincón del reservado.

—¿El señor Rich? Soy Kinsey Millhone. ¿Qué tal? —Nos estrechamos la mano por encima de la mesa y juraría que me midió con la misma atención que yo a él.

—Llámeme Teddy. Estupendo. Le agradezco que haya venido. —Miró el reloj mientras me sentaba enfrente de él—. Por desgracia sólo dispongo de quince o veinte minutos. Le pido perdones por estas prisas, pero nada más hablar con usted me llamó un individuo de Thousand Oaks que quiere un presupuesto del tejado.

—¿Es usted techador?

—De profesión. —Buscó en el bolsillo de los pantalones—. Le daré una tarjeta por si necesita que le hagan alguna cosa. —Sacó un estuche de plástico y extrajo unas tarjetas—. Mi especialidad es los tejados nuevos y las reparaciones.

—¿Y qué más?

—Oiga, yo hago lo que haga falta. Limpieza en caliente, reparación de grietas, ampliación de tragaluces, toda clase de vigas, aleaciones, tejas, arcillas, baldosas, lo que usted quiera. Mi radio de actividades es la reparación y la prevención. Puedo hacerle una rebaja…, por ejemplo, el diez por ciento si me llama este mismo mes. ¿En qué condiciones vive en su casa?

—De inquilina.

—Seguro que tendrá un casero que necesita que le reparen tejados. Guarde las tarjetas. Llévese todas las que quiera. —Me alargó unas cuantas, en abanico y boca abajo, como si fuera a hacer un truco de baraja.

Me hice con una y la miré. En la tarjeta figuraban su nombre, el teléfono y un apartado postal. Su empresa se llamaba TEJADOS SUPERIORES, y las letras formaban una especie de compás muy abierto, que imitaba la forma de los tejados a dos aguas. El lema de la empresa era: «Toda clase de tejados».

—Pegadizo —dije.

Había estado esperando mi reacción con cara seria.

—Acaban de hacérmelas. El nombre se me ocurrió a mí. Antes era «Tejados Ted». Ya ve, sencillo, básico, con un toque personal. Estuve en el negocio diez años, pero luego llegó la sequía y el mercado se secó…

—Por así decirlo —apunté.

Sonrió, enseñando una abertura entre los incisivos superiores.

—¡Oiga, eso ha estado bien! Me gusta su sentido del humor. Verá qué bueno es este. Si te cae el tejado encima, no pierdas la azotea. ¿Lo capta? La azotea…, la cabeza.

—Es gracioso —dije.

—Bueno, tenía muchísimo tiempo libre. Tuve que cerrar y declararme en bancarrota. Mi mujer me abandonó, el perro murió y me destrozaron el camión. Me fue mal durante una temporada larga. Pensaba empezar otra vez, ahora que parece que se acerca el mal tiempo. Lo de «Tejados Superiores» es una especie de juego de palabras.

—¿De veras? —dije—. ¿Y qué me dice del asunto de los guardamuebles? ¿De dónde lo sacó?

—Tuve que hacer algo cuando lo de los tejados se me vino encima. Por así decirlo —añadió guiñándome un ojo—. Decidí probar la limpieza de pisos y demás. Había escondido de la parienta y de los acreedores algún dinero y lo utilicé para ponerme otra vez en marcha. Para empezar bien hay que invertir unos cinco o seis mil tochos. Me engañaron un par de veces, pero por otra parte lo estoy haciendo bastante bien, y no porque lo diga yo. —Llamó la atención de la camarera, le enseñó la taza y me miró—. ¿Puedo invitarla a un café?

—No estaría mal. ¿Cuánto tiempo lleva en eso?

—Cerca de un año —dijo—. Nos llaman chamarileros, o tahúres de los guardamuebles, a veces revendedores, buscadores de tesoros. ¿Cómo se hace? Miro los periódicos para ver si hay subastas. También estoy suscrito a un par de boletines informativos. Nunca se sabe lo que se va a encontrar. Hace un par de semanas pagué doscientos cincuenta tochos y encontré un cuadro que valía más de mil quinientos. Salté de alegría.

—Me lo imagino.

—Desde luego, hay reglas, como todo en esta vida. No se puede tocar lo que hay en los locales de almacenaje ni se puede entrar antes de la subasta, y no se admiten devoluciones. Puedes pagar seiscientos dólares y quedarte únicamente con un montón de revistas viejas, y es una lástima, pero así es el mundo, etcétera, etcétera.

—¿Y se puede vivir de eso?

Se removió en el asiento.

—Sin llamar la atención. Es sólo un entretenimiento entre un tejado y otro. Lo bueno que tiene es que oficialmente resulta insignificante, así que la parienta no me puede reclamar una pensión. Fue ella quien abandonó la casa y allá se las componga, eso es lo que yo digo.

La camarera apareció junto a la mesa con una cafetera en la mano, le rellenó la taza y me sirvió otra a mí. Teddy y la camarera cambiaron unas frases de cortesía. Yo aproveché para echar leche al café y rasgué la punta de un sobre de azúcar, aunque no suelo tomar. Cualquier cosa para matar el rato hasta que aquellos dos dejaran de hablar. Me dio la sensación de que él bebía los vientos por ella.

Cuando se fue la camarera, Teddy se dedicó a mí. Vi la caja junto a él, en el banco. Advirtió mi mirada.

—Veo que siente curiosidad. ¿Quiere echar un vistazo?

—Claro —dije.

Fui a acercarme a la caja, pero Teddy levantó la mano y dijo:

—Antes suelte cinco tochos. —Se echó a reír—. Tendría que haberse visto la cara que ha puesto. Vamos. Era una broma. Sírvase usted misma. —Levantó la caja y me la pasó por encima de la mesa. Medía un metro de lado, no pesaba mucho y sobre el cartón había una película de polvo. La tapa había estado sellada, pero habían cortado la cinta adhesiva y doblado los laterales. Puse la caja en mi banco y aparté los laterales. Parecía que la habían rellenado de cualquier manera. Era como el último paquete que se hace cuando se está de mudanza; chucherías que no nos atrevemos a tirar pero con las que no sabemos realmente qué hacer. Una caja así podía permanecer cerrada en el sótano durante diez años sin que ni un solo objeto te estimulara a echar un vistazo. Por otra parte, si tuviéramos necesidad de inventariar el contenido, aún nos sentiríamos demasiado ligados a aquellos objetos para tirarlos a la basura. En la siguiente mudanza terminaríamos metiendo la caja en el camión, con las demás, y acumulando trastos como para llenar…, bueno, un local guardamuebles.

Al primer vistazo supe que eran cosas que me apetecía tener. Además de los recuerdos de la escuela primaria, vi el diploma del instituto que me había mencionado, el libro escolar de mi promoción, libros de texto y algo más importante, carpetas con los apuntes fotocopiados de mis clases en la academia de policía. Treinta tochos no eran nada comparados con aquel botín de recuerdos.

Teddy escrutaba mi cara y cuantificaba símbolos de dólar en mi reacción. Descubrí que evitaba mirarlo a los ojos para que no se diera cuenta de hasta dónde llegaba mi interés. Para hacer tiempo le pregunté:

—¿De quién era el espacio del guardamuebles donde estaba? Creo que no lo ha dicho.

—De un tal John Russell. ¿Amigo suyo?

—Yo no lo llamaría amigo, pero lo conozco —dije—. En realidad es una especie de broma, como un alias. «John Russell» es un personaje de una novela de Elmore Leonard con título castellano: Hombre.

—Bueno, traté de ponerme en contacto con él, pero no tuve suerte. Hay demasiados Russell en esta parte de California. Dos docenas son John, diez o quince Jack, pero ninguno era él. Lo comprobé.

—Le dedicó bastante tiempo.

—Y que lo diga. Me costó un par de horas decidirme a dejarlo y decir basta. Lo intenté en toda esta zona: Perdido, condado de Los Angeles, Orange, San Bernardino, condado de Santa Teresa, así hasta San Luis. No hay rastro del fulano, así que supuse que estaba muerto o que se había ido de California.

Tomé un sorbo de café sin decir nada. La leche y el azúcar hacían que el café supiera como un caramelo.

Teddy inclinó la cabeza con aire desconcertado.

—¿Y es usted investigadora privada? En el listín telefónico venía como «Investigaciones Millhone».

—Exacto. Fui policía durante un par de años; allí conocí a John.

—¿Es poli este tipo?

—Ahora no, pero entonces sí.

—No se me había ocurrido…, quiero decir, a juzgar por la basura que había metido en aquel local habría dicho que era un vagabundo. Es la impresión que me dio.

—Algunas personas estarían de acuerdo.

—Pero usted no, me parece. —Me encogí de hombros y no dije nada. Teddy me miró con astucia—. ¿Qué tiene que ver con usted?

—¿Por qué lo pregunta?

—Vamos. ¿Cuál es el nombre verdadero de este individuo? Podría localizárselo, como si fuera un caso de personas desaparecidas.

—¿Para qué? Hace años que no nos hablamos, así que no significa nada para mí.

—Pero ha despertado mi curiosidad. ¿Por qué ese alias?

—Estuvo en la brigada de estupefacientes a finales de los sesenta y principios de los setenta. Se perseguía mucho la droga entonces. John trabajaba de infiltrado y su verdadero nombre lo volvía paranoico.

—Un poco gilipollas, ¿no?

—Puede —dije—. ¿Qué más había en el guardamuebles?

Dio un manotazo de desestimación.

—Casi todo era inservible. Una máquina de cortar césped y una aspiradora rota. Había una caja grande con trastos de cocina: un rodillo de amasar, una ensaladera de madera de un metro de anchura por lo menos, un juego de platos hondos de loza…, ¿cómo se llama? La mierda esa del Fiestaware. Me dieron un montón de calderilla por aquello. Equipo de esquí y raquetas de tenis; nada en buenas condiciones. Había también una bicicleta vieja, el motor de una moto, neumáticos y partes de un coche. Ese Russell tenía que ser una urraca, no podía tirar nada. Ayer fui y lo coloqué casi todo en el mercadillo local.

El corazón me dio un vuelco. La ensaladera grande de madera había sido de mi tía Gin. El Fiestaware no me importaba, aunque también había sido suyo. Me habría gustado tener la oportunidad de comprar el rodillo. La tía Gin lo había utilizado para hacer unos bollos pegajosos… Una de sus pocas habilidades culinarias…, amasando antes de espolvorear la canela y el azúcar. Era mejor olvidarlo; no tenía sentido desear algo que ya no estaba allí. Es extraño que de repente tuviera tal atractivo un objeto en el que yo no había pensado durante años.

Señaló la caja.

—Treinta tochos y es suya.

—Veinte. Ni siquiera vale eso. Todo es basura.

—Veinticinco. Vamos. Por el viaje por el sendero de la memoria. No volverá a ver nada igual en toda su vida. El viaje sentimental, etcétera, etcétera. Debería comprarlo ahora que tiene la oportunidad.

Saqué del bolso un billete de veinte dólares y lo puse en la mesa.

—Nadie le daría ni un centavo.

Teddy se encogió de hombros.

—Pues lo tiraré. ¿A quién le importa? Veinticinco y trato hecho.

—Teddy, el viaje hasta el vertedero le costaría quince y aquí hay cinco más.

Miró el dinero, luego a mí y recogió los billetes con un exagerado suspiro de asco de sí mismo.

—Por suerte me ha caído bien, o estaría cabreado como una mona. —Dobló el billete y se lo guardó en el bolsillo—. No ha contestado a mi pregunta.

—¿Cuál?

—¿Qué representa ese tipo para usted?

—Nada especial. Un amigo de hace mucho tiempo…, nada que le afecte a usted.

—Ah, ya veo. Lo he captado. Así que es «un amigo». Interesante desarrollo. Pues tuvo que estar usted muy pegada a él para que al final se quedara con sus cosas.

—¿Por qué dice eso?

Se tocó la sien.

—Tengo mente lógica. Analítica, ¿verdad? Apuesto a que podría ser detective, así como usted.

—Seguro que sí, Teddy. No veo por qué no. La verdad es que dejé unas cajas en casa de John en mitad de una mudanza. Mis trastos se mezclarían con los suyos cuando se fue de Santa Teresa. A propósito, ¿cómo se llama la empresa guardamuebles?

Su expresión se volvió cautelosa.

—¿Por qué lo pregunta? —dijo con un tono ligeramente burlón.

—Porque John podría rondar todavía por esta zona.

Teddy negó con la cabeza antes de que yo terminara de hablar.

—No sirve. Perdería el tiempo. Mírelo de esta forma. Si utilizó un nombre falso, lo más probable es que también diera un teléfono y una dirección falsos. ¿Para qué va a contactar con la empresa? No le dirán nada.

—Apuesto a que puedo conseguir información. Así me gano la vida últimamente.

—Usted y Dick Tracy.

—Lo único que le pido es el nombre.

Sonrió.

—¿En cuánto lo valora?

—¿En cuánto lo valoro?

—Sí, es un pequeño trato. Veinte tochos.

—No sea idiota. No voy a pagarle. Es ridículo.

—Pues hágame una oferta. Soy un tipo razonable.

—Mentira.

—Sólo digo que me rasque la espalda y yo le rascaré la suya.

—No creo que haya muchas empresas guardamuebles en la zona.

—Mil quinientas once, si cuenta los condados adyacentes. Por diez tochos, le diré en qué ciudad está.

—No.

—Vamos. ¿De qué otro modo la va a encontrar?

—Estoy segura de que se me ocurrirá algo.

—¿Quiere apostar? Cinco tochos a que no.

Miré el reloj y me levanté.

—Me gustaría seguir charlando, Teddy, pero usted tiene un compromiso y yo tengo que trabajar.

—Llámeme si cambia de idea. Podríamos buscarlo juntos. Podemos formar una sociedad. Apuesto a que podría usted sacar provecho de un tipo con mis contactos.

—Sin duda.

Recogí la caja de cartón, emití unos murmullos de despedida y volví al coche. Dejé la caja en el asiento del copiloto y me puse al volante. Instintivamente bajé el seguro de las dos puertas y di un largo suspiro. Tenía palpitaciones y sudor en la espalda. John Russell era el alias de un antiguo inspector de la policía de Santa Teresa que se llamaba Mickey Magruder…, mi primer exmarido. ¿Qué rayos estaba pasando?