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A mediodía el peligro en Asuán casi había pasado. El nivel del agua del lago Nasser había descendido seis metros. Una ola de casi dos metros seguía cayendo por encima de la parte superior y a través de la brecha de ciento veinte metros de anchura, pero la corriente era ya más uniforme y estaba más controlada. Con los aliviaderos, las compuertas de las turbinas y el canal de derivación abiertos todavía de par en par, se esperaba que a mediodía del día siguiente se alcanzara un punto de equilibrio.

Aun así, no se había logrado evitar del todo la tragedia.

Cuando Joe miró río abajo, el panorama lucía un aspecto totalmente distinto al de la noche anterior. Los edificios habían desaparecido; no estaban deteriorados ni inundados, simplemente habían desaparecido. Otro tanto les había ocurrido a los muelles y a los botes, e incluso a algunos acantilados de piedra arenisca. Las orillas del río seguían inundadas, y, en lugar de parecer un río angosto, recordaba a un lago.

Encima del lago, los helicópteros daban vueltas por docenas como libélulas sobre un estanque. Pequeños botes pasaban zumbando aquí y allá. La presa seguía produciendo energía, aunque no había forma de enviarla ya que el agua se había llevado todo el tendido eléctrico de alta tensión.

Joe se volvió y se desplomó junto a un remolque del ejército. Una enfermera lo examinó ante la insistencia del mayor Edo. No le habría venido mal un gota a gota, pero lo rechazó. Los suministros médicos escasearían dentro de poco, y otras personas los necesitarían más que él.

La enfermera le dio una botella de agua, le cubrió los hombros con una manta y se marchó.

El mayor Edo se sentó y le ofreció un cigarrillo. Joe lo rechazó, y el mayor guardó el paquete en el bolsillo.

—Una mala costumbre —dijo, tratando de sonreír.

—¿Cuántos? —preguntó Joe.

—Al menos diez mil —dijo el mayor tristemente—. Probablemente el doble cuando hayamos acabado de inspeccionar.

Joe se sintió como si hubiera peleado doce asaltos contra un peso pesado y hubiera sobrevivido creyendo que había ganado para luego enterarse de que los jueces habían dado la victoria a su adversario.

—Podrían haber sido millones —dijo el mayor con firmeza. Posó la mano en el hombro de Joe—. ¿Lo entiende?

Joe lo miró y asintió con la cabeza.

Un helicóptero aterrizó cerca. Un soldado se aproximó al mayor corriendo.

—Estamos cargados de heridos.

—¿Adónde los llevan? —preguntó el mayor.

—A Lúxor. Es el hospital más cercano con electricidad.

—Llévenselo a él también.

—¿Quién es? —preguntó el soldado.

—Se llama Joe Zavala. Es un héroe del pueblo egipcio.