Kurt Austin supo que estaban en un doble aprieto en cuanto oyó la risa de loco de Jinn. Entró como un huracán en la sala de control y lo apuntó con el cañón de la carabina entre los ojos.
—¡Ordéneles que no ataquen!
—Suéltenos —dijo Jinn— y haré lo que desee.
—Ordéneles que no ataquen o esparciré su cerebro por la pared.
—¿Y qué sacará con eso, señor Austin?
Kurt retrocedió.
—Marchetti, busque un ordenador. Tendrá que volver a descifrar el código.
Marchetti se acercó corriendo a otro ordenador portátil colocado sobre la consola principal.
—Jamás lo descifrará —dijo Jinn—. Ni siquiera conseguirá acceder.
Marchetti alzó la vista.
—Tiene razón. Puede invertir la última estratagema de Otero porque conseguí acceder a los archivos, pero ahora estamos totalmente bloqueados.
—¿No puede hackearlo? —preguntó Kurt.
—Es un código de nueve dígitos protegido con un cifrado de alto nivel. Incluso un superordenador necesitaría un mes más o menos para descifrarlo.
—Tiene que poder hacer algo.
—Ni siquiera puedo entrar en el sistema.
Ahora Kurt entendía por qué Jinn había disparado a Otero y al portátil. Era el código de Otero. Era imposible que lo entregara estando muerto y también que Marchetti buscara en el portátil cualquier tipo de memoria o de archivo temporal.
Leilani se acercó con cuidado a Kurt.
—¿Qué pasa?
—Las cosas que nos hicieron brillar están alrededor de la isla, y hay muchas más que cuando las vimos. Jinn las ha vuelto locas. Subirán a bordo como una plaga de langostas y se comerán todo lo que encuentren, incluido nosotros.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Leilani.
—¿Hay alguna forma de detenerlas? —preguntó Kurt a Marchetti.
Este negó con la cabeza.
—Hay demasiadas, unos ochenta kilómetros de criaturas por cada lado.
—Entonces tenemos que salir de la isla. ¿Dónde están esas aeronaves suyas?
—En el hangar que hay junto al helipuerto.
—Coja el portátil y dígale a todo el mundo que se reúna con nosotros allí —dijo Kurt. Miró a Tautog—. Avise a sus hombres de que suban al hangar. Nos vamos por aire.
—¿Y las barcas? —preguntó Tautog.
—Las barcas ya no nos servirán.
Tautog se dirigió al balcón y se puso a gritar a sus hombres, haciéndoles señales con las manos para que subieran. Marchetti cogió un micrófono e inició una transmisión por toda la isla a través de una serie de altavoces.
Kurt se fijó en dos pequeñas radios situadas en la parte llana de la consola de control. Las cogió y acto seguido empujó a Jinn hacia las puertas del ascensor.
—Vamos.
Momentos más tarde, Kurt y su creciente séquito estaban en el helipuerto iluminado suspendido entre los dos edificios con forma de pirámide. Desde aquella posición ventajosa, el mar que rodeaba Aqua-Terra parecía un terreno firme cubierto de millones de escarabajos. Las criaturas reflejaban la luz deslumbrante de los focos con su color carbón. Torrentes de diminutas máquinas podían verse avanzando hacia el interior como dedos largos e inquisitivos.
—Hay tantas que parece que uno podía caminar encima de ellas —observó Paul.
—Yo no lo intentaría —dijo Kurt.
Una puerta del hangar se abrió en el lado de la pirámide de estribor, y los hombres de Marchetti empezaron a empujar una de las aeronaves para sacarla. Otras dos esperaban detrás.
—¿Cuántas personas caben en cada una? —preguntó Kurt.
—Ocho. Nueve como máximo —respondió Marchetti.
—Saque todo lo que no necesite —dijo Kurt—. A ver si puede aligerar la carga.
Marchetti acudió a supervisar la operación. Paul y Gamay fueron con él. Leilani se acercó a Zarrina, quien estaba junto al borde del helipuerto con Jinn.
—Así que tú te hiciste pasar por mí —dijo.
—Yo no me acercaría mucho —le advirtió Kurt.
—Eres una mujer débil —repuso Zarrina—. Esa fue la parte más difícil de interpretar.
Kurt agarró a Leilani cuando se disponía a abofetear a Zarrina y la apartó a una distancia prudencial.
—Te está provocando —dijo Kurt—. Ve a ayudar a los demás.
Leilani hizo un mohín, pero obedeció.
—Es una lástima que no hayas puesto más empeño en enfrentarte conmigo —señaló Zarrina—. Te habría gustado.
—No te hagas ilusiones —dijo Kurt.
Al lado de ella, Jinn estaba hecho una furia.
Tautog recibió a los últimos de sus hombres y los llevó hacia el hangar.
—¿Y los prisioneros? —preguntó uno.
Kurt miró al sádico líder.
—¿Qué va a hacer, Jinn? ¿Va a dejar que sean devorados vivos?
—Me da igual si viven o mueren —señaló—. Pero tal vez le gustaría ir a por ellos ya que le preocupan tanto.
—No —dijo Kurt—. No pienso mandar a nadie a por ellos.
—Entonces es tan despiadado como yo.
Kurt lanzó una mirada asesina a Jinn. Ese hombre le repugnaba, pero no pensaba poner en peligro a una buena persona por las vidas de los hombres que estaban abajo.
—Le diré lo que vamos a hacer —declaró Kurt—. Vamos a subir a esas aeronaves y vamos a marcharnos, y usted se va a quedar a esperar la muerte que se merece. Su demostración de fuerza solo servirá para matar a sus hombres y llevarlos a ustedes dos con ellos a un lento suicidio.
Cogió el portátil, lo colocó sobre la superficie áspera del helipuerto y lo empujó hacia Jinn.
Este se lo quedó mirando, pero no hizo nada.
Zarrina parecía nerviosa. Se mordió el labio, vaciló y acto seguido habló.
—Introduce el código —le dijo a Jinn.
Detrás de ellos, las dos aeronaves estaban listas, con los depósitos cargados al máximo y las hélices girando. La tercera estaba justo detrás de ellos.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Kurt a Marchetti sin volverse.
—Si utilizamos las anclas de aire y ganamos velocidad antes de rebasar el borde, creo que podemos llevar a once personas —informó Marchetti—. Creo.
—Ponga a doce en cada una.
—Pero no estoy seguro…
Kurt lo hizo callar con una mirada dura.
—Voy a necesitar su ayuda —dijo, entregándole una de las pequeñas radios—. Bueno, ¿qué me dice?
—Doce —confirmó Marchetti—. Podemos llevar a doce… espero.
—Eso son treinta y seis en total —dijo Gamay, calculando rápidamente—. Y somos treinta y siete.
Jinn sonrió al oír las cifras.
—Supongo que alguien tendrá que quedarse para morir.
Kurt contestó sin pestañear:
—Yo me quedaré.