Joe Zavala corría como alma que lleva el diablo. A pesar de tener el tobillo lesionado, atravesaba en diagonal a toda velocidad la pendiente mojada de la presa de Asuán buscando un terreno más elevado y más seguro. Detrás de él iba el mayor Edo, que aparentemente seguía asombrado de lo que estaba pasando.
—Yo que usted no seguiría mirando atrás.
El mayor captó el mensaje y se abrió camino hasta alcanzar a Joe.
El plan de este consistía en llegar a lo alto, lejos de la brecha cada vez más ancha, e inspeccionar los daños.
Al llegar a la cúspide, Joe se quedó en la carretera que cruzaba la presa. Se había abierto una V de nueve metros de profundidad. El agua del lago Nasser estaba filtrándose a través de ella y cayendo por un lado.
Gracias a la radiante iluminación de los focos, Joe pudo ver que el agua erosionaba las rocas y la arena como una riada atravesando a toda velocidad un estrecho cañón montañoso.
Cuando el efecto se consolidó, los daños se extendieron lateralmente en ambas direcciones, y la V se ensanchó hacia cada lado de la presa.
La riada extrajo el conglomerado de debajo, y el asfalto de la carretera resistió un instante, formando una especie de malecón sobre el agua torrencial. Pero el agua se llevó rápidamente el terreno que lo sostenía, y grandes pedazos de asfalto se desplomaron y cayeron a un lado.
Al mirar atrás al lago, Joe reparó en algo.
—El agua está muy crecida.
—Nunca lo ha estado tanto —reconoció el mayor—. Dos años de tormentas como no se habían visto jamás.
Joe no sabía nada de los negocios del general Aziz con Jinn, pero eran esas lluvias las que habían envalentonado tanto a Aziz como para romper el trato. Las mismas lluvias que ahora devastarían el país.
—¿Dónde está la sala de control? —gritó Joe.
El mayor Edo señaló el lado este de la presa y un nuevo edificio situado cerca del mismo centro, casi al nivel de la península.
—La nueva sala de control está junto a la central eléctrica.
—Vamos.
Joe echó a correr otra vez, y en esa ocasión el mayor siguió su ritmo. Detrás de él, la brecha de la parte superior de la presa siguió ensanchándose treinta centímetros o más cada quince segundos.
Al llegar a la sala de control, el mayor abrió la puerta de un tirón y entraron corriendo. Encontraron el centro de mando en un estado de caos absoluto. La mitad de los puestos estaban vacíos. Los valientes hombres y mujeres que seguían allí estaban intentando averiguar cómo lidiar con lo que ocurría.
Un supervisor vio al mayor.
—¿Hemos sido atacados? —preguntó—. No hemos visto ninguna explosión.
—Tienen que abrir todas las compuertas —gritó Joe, sin esperar a que el mayor respondiera—. Y también los aliviaderos de emergencia.
—¿Quién es usted? —preguntó el hombre.
No había malicia en sus palabras, solo sorpresa por que el hombre de aspecto desaliñado que acompañaba al mayor estuviera dando órdenes.
—Soy un ingeniero estadounidense. He trabajado en diques y proyectos fluviales una o dos veces, y le digo que abra todos los aliviaderos si quiere tener una posibilidad entre diez de sobrevivir.
—Pero…
—Hay una brecha de casi diez metros en lo alto de la presa —dijo Joe, interrumpiendo al supervisor—. Está justo debajo del nivel del agua, a mitad de camino entre aquí y la orilla oeste. Si bajan el nivel del agua por debajo de la brecha, puede que sobrevivan. Si no, el agua se llevará toda la presa.
El supervisor se quedó mirando a Joe un momento y luego al mayor, quien asintió con la cabeza y gritó:
—¡Fíese de él!
Cuando el supervisor dejó de dudar, se volvió y gritó a través de la sala.
—¡Abrid todos los aliviaderos! ¡Abrid todas las compuertas al máximo!
Los empleados empezaron a activar interruptores y palancas.
—¡Las compuertas se están abriendo! —confirmó uno de ellos—. Los bloques uno y dos se están llenando. Los bloques tres y cuatro también están respondiendo.
En una pantalla del tamaño de la pared conocida como cuadro de esquemas, los indicadores pasaron del color rojo al verde. Doce canales azules representaban los doce canales del generador situados debajo de la presa.
—¿Qué hay de los aliviaderos de emergencia? —preguntó Joe.
Todas las presas importantes tenían aliviaderos de emergencia a su alrededor en caso de que se produjera un incidente como ese. Esos canales de derivación de alto volumen casi nunca se usaban.
—Se están abriendo —dijo el supervisor. El hombre observaba y contaba—:… veintiocho, veintinueve, treinta. Todas las compuertas están abiertas. También el canal de Toshka. Dentro de diez segundos, descargaremos el máximo volumen de agua. Más de once mil metros cúbicos por segundo.
Joe oyó y notó una gran reverberación que sacudió el edificio desde dentro. Miró el Nilo. El agua del canal de escape se agitaba como unos rápidos de primera categoría.
Abiertos de par en par, los aliviaderos estaban vertiendo suficiente agua para llenar un superpetrolero cada quince segundos. Aproximadamente el doble de esa cantidad ya corría por la brecha. Joe tenía el mal presentimiento de que no sería suficiente. Si el lago Nasser estaba lleno hasta el borde, harían falta horas o incluso días para hacer descender el agua por debajo del nivel de la brecha. Durante ese tiempo, el boquete se haría más profundo y el proceso continuaría. Joe temía que no pudieran recuperar el tiempo perdido.
Mientras la riada proseguía con furia, la estructura de varios millones de toneladas se sacudía como una ciudad bajo los efectos de un terremoto. Pero los temblores no desaparecieron, sino que se mantuvieron constantes e incluso se agravaron.
Otra enorme sección de la presa se desprendió y cayó con gran estruendo por la pendiente como una avalancha. A los pocos minutos, el agua que caía en forma de torrente se la había llevado, y ahora la brecha tenía sesenta metros de ancho. La efusión de agua que escapaba por ella debía de ser diez veces más grande que la de todos los aliviaderos juntos. Parecían las cataratas del Niágara.
Río abajo, la riada arrasaba con todo, arrastrando botes y muelles y cualquier cosa que encontraba a su paso. Las barcazas y las embarcaciones fluviales que llevaban turistas de crucero por el Nilo eran arrancadas de sus amarraderos y lanzadas río abajo como juguetes infantiles en la bañera.
El agua corría a lo largo de las orillas del Nilo, llevándose los muros en algunas partes, socavando la roca y la piedra arenisca y provocando corrimientos de tierras y desplomes que recordaban los desprendimientos de glaciares en el Ártico.
La riada desbordó las orillas y envolvió los hoteles y otros edificios. Las construcciones más pequeñas fueron arrasadas como si estuvieran hechas de palillos. Se encontraban allí y un momento después ya no estaban, sustituidas por el torrente de agua. Y eso era solo el principio.
El supervisor se quedó callado. El mayor Edo se quedó callado. Hasta Joe Zavala se quedó callado. No podían hacer nada salvo mirar.
El noventa por ciento de la población de Egipto vivía a diecinueve kilómetros del Nilo. Si la presa entera cedía, Joe preveía un desastre cuyas víctimas se contarían por millones. Aunque se extendiera por el valle, evitando su poder destructivo a las víctimas río abajo, las consecuencias podrían ser peores que la riada.
Millones de personas perderían sus hogares. La mitad de la tierra cultivable de Egipto quedaría inundada y como mínimo temporalmente destruida. La disentería, el cólera y otras enfermedades provocadas por las condiciones insalubres, así como las propagadas por mosquitos y otros insectos, se convertirían en epidemias.
Y por si eso fuera poco, la presa proporcionaba el quince por ciento de la electricidad de Egipto. Sumado a los demás problemas del país y a su precario estado político, Joe temía la caída del gobierno. Veía un país con ochenta millones de personas sumiéndose de golpe en la anarquía.
—¿Cuánto falta para el hundimiento total? —preguntó.
—Es difícil saberlo —contestó el supervisor—. Depende de si el núcleo resiste.
Joe se fijó en que la brecha de la parte superior se había ensanchado considerablemente pero apenas había aumentado de profundidad. Ya no tenía forma de V, sino más bien de una U muy alargada.
—¿De qué está hecho el núcleo? —preguntó, recordando que le había parecido un material distinto en la sección transversal de la maqueta.
—De arcilla semiplástica impermeable —dijo el supervisor—. Y de hormigón por debajo.
Si Joe estaba en lo cierto, el agua había erosionado el conglomerado y había llegado al núcleo. El ritmo de desgaste casi se había detenido.
—¿Recorre toda la presa a lo ancho?
El supervisor asintió con la cabeza.
—Está hundido en la roca por cada lado.
—¿Puede contener el lago?
El supervisor se lo pensó un momento.
—El núcleo no se erosiona como el conglomerado, pero cuando la parte posterior de la pendiente esté erosionada, la cantidad de roca y de piedra que sostiene el núcleo se reducirá a un ritmo constante. En algún momento, el peso del lago Nasser arrollará el núcleo como un autobús podría empujar un cochecito.
Joe miró más allá de la brecha. El agua se derramaba en cascada por encima de la parte superior, caía a plomo y se extendía. Pero la suave pendiente de trece grados y la piedra que la cubría parecían estar siendo de ayuda, y el revestimiento aguantaba por lo menos de momento.
—Creo que el revestimiento superficial está resistiendo —dijo—. Si el nivel del agua baja mucho, el núcleo podría sacarnos del apuro. Y con lo ancha que está la brecha, no debería llevar más de un par de horas.
El supervisor asintió con la cabeza.
—Es posible —convino, como si no quisiera adelantarse a los acontecimientos.
El mayor Edo señaló otra cosa, algo en lo que Joe no había reparado: un pequeño géiser situado más abajo. Prácticamente oculto entre la riada, lanzaba agua como la fuente de un jardín. El agua rociada se elevaba y se desplegaba hasta formar una fina niebla que reflejaba la luz de los focos.
—¿Y eso? —preguntó el mayor Edo.
A Joe se le cayó el alma a los pies. Se acordó del modelo a escala de Yemen. Primero se había producido la riada superior, pero el túnel inferior había hecho que el núcleo cediera, y con él toda la presa.
—Es un problema más grave —dijo Joe.
—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó el supervisor.
Joe intentó explicarle qué eran los microbots y cómo excavaban los materiales, incluido el hormigón y la arcilla. Esta vez nadie dudó de él.
—¿Es posible que todavía estén allí abajo?
—Tal vez —dijo Joe—. Quizá estén excavando la arcilla para ensanchar el túnel como el agua jamás podría hacerlo.
—Si se ensancha demasiado… —empezó a decir el supervisor.
No hizo falta que terminara la frase.
—¿Disponen de alguna forma para cerrar algo así? —preguntó Joe.
El supervisor se frotó la barbilla.
—Puede que haya una forma —dijo—. Tenemos un compuesto conocido como Ultra-Set. Es un polímero que se adhiere a la arcilla y se expande varias veces para cubrir pequeñas brechas. Se vuelve impermeable en segundos. Si pudiéramos introducirlo en el túnel que esas cosas que dice han excavado, podría obstruirlo. Si la parte superior resiste y el nivel del agua desciende lo bastante rápido, evitaríamos un desastre total.
Una nueva oleada de temblores sacudió el edificio.
—¿Cuál es la parte negativa? —preguntó Joe.
—Solo hay una forma de meter el Ultra-Set en el túnel —explicó el supervisor—. Tenemos que bombearlo sometido a alta presión. Y para hacerlo, alguien tiene que encontrar el punto de entrada en el lado de la presa que da al lago.
Joe miró al supervisor y a los pocos empleados que quedaban en sus puestos en la temblorosa sala de control.
—Necesita un submarinista —dedujo, incapaz de creer su sino. Sonrió de todas formas—. Vaya suerte la mía.