52

A medida que Kurt se acercaba a Aqua-Terra con su flota de balsas hechas con cañas, la colosal isla emergió de la niebla como el peñón de Gibraltar. Se sentía como una hormiga atacando a un elefante.

—Es gigantesca —dijo Tautog.

—Está prácticamente vacía —se recordó Kurt a sí mismo.

—¿Y si han traído más gente desde que nos fuimos? —preguntó Leilani.

Él se volvió hacia ella frunciendo los labios; en ese momento no necesitaba la voz de la razón.

—Tienes que conocer a Joe —dijo—. Creo que a los dos os separaron al nacer.

Sabiendo que el calabozo de Marchetti se encontraba cerca del extremo de popa de la isla, Kurt decidió ir allí. Se dirigió a la proa, rodeó con cuidado el palo inferior de la vela y desató una lona del altavoz de la Atormentadora.

—Leilani —dijo en voz queda—, tú y Varu empezad a encender esto.

Ella se acercó al generador y al volante situados cerca de la popa de la barca. Era un poco difícil manejar el generador manual en la pequeña embarcación, pero una vez que tuvieran el volante a punto, el peso del grueso disco al girar proporcionaría la mayoría de la energía necesaria.

Kurt oyó que la dinamo empezaba a girar y vio que la aguja del indicador de potencia se elevaba poco a poco. Estaban a casi cien metros. Ajustó el dial de alcance, y la abertura de los altavoces varió.

Ahora se encontraban tan cerca que la mole de la isla los ocultaba de las dos torres principales, de la sala de control y del haz de cualquier radar. Lo único por lo que tenían que preocuparse era por los guardias de patrulla. Si Kurt veía alguno, tendría que atacarlo con la onda sonora. Si eso fallaba, tenía cerca un rifle que había probado con anterioridad.

Las ventanas de la cubierta inferior empezaron a aparecer más claramente. Kurt las contó. Las últimas cinco ventanas correspondían al calabozo.

Sacó los viejos prismáticos y miró a través de ellos. Las cinco ventanas estaban tenuemente iluminadas por detrás. No veía ninguna actividad en el interior.

Consideró dirigirse a la escalera de mano y a las plataformas situadas cerca de popa, pero cambió de opinión. Si había un guardia apostado de forma permanente en alguna parte, ese podría ser uno de los principales lugares para situarse. Probaría con otra cosa.

Levantó la mano para que las otras barcas lo siguieran, y se desviaron hacia la quinta ventana. A unos treinta metros, aproximadamente la distancia a la que él había estado cuando se había expuesto a la onda sonora en la playa, Kurt situó el interruptor en ESPERA, apuntó con el altavoz usando una palanca y enfocó a la ventana.

Mientras Leilani y Varu realizaban un gran esfuerzo físico para suministrar energía, Kurt cambió el alcance a treinta y movió el interruptor de ESPERA a ACTIVO. Inmediatamente, las etéreas ondas de ruido empezaron a brotar.

Mientras apuntaba con la Atormentadora a la quinta ventana, Kurt vio que el grueso cristal empezaba a vibrar.

—Más potencia —dijo.

Tautog relevó a Leilani, y la aguja de la energía pasó a rojo. Kurt mantuvo el haz enfocado en el objetivo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Leilani.

—¿Has visto el viejo anuncio de Memorex?

Ella negó con la cabeza.

—Fíjate en esa ventana.

La ventana estaba vibrando, sacudiéndose de un lado a otro con las ondas sonoras como la piel de un tambor. Kurt podía ver cómo las ondas reflejaban la luz. Un extraño ruido empezó a reverberar sobre el agua como el sonido de un cuenco tibetano. Kurt temió que los delatara, pero era demasiado tarde para detenerse; ya se habían comprometido.

—Más potencia —susurró otra vez, y al percatarse de que Varu estaba sudando, agotado, ocupó el puesto del joven y realizó el esfuerzo con sus propios músculos.

La barca iba a la deriva, pero Leilani mantenía la Atormentadora enfocando al cristal.

Parecía que no fueran a conseguirlo, como si la ventana a prueba de huracanes fuera a resistir la vibración, cuando de repente las otras dos barcas encendieron sus aparatos y los enfocaron a la misma ventana.

Los tres haces de sonido combinados hicieron añicos el cristal en el acto. La ventana estalló hacia dentro, un efecto con el que Kurt no había contado. Esperaba que Marchetti y los Trout estuvieran en la celda y hubieran sido lo bastante listos para apartarse del cristal.

Dentro de la celda, Gamay fue la primera en oír el sonido: una extraña resonancia que en un principio le pareció un zumbido de sus oídos.

—¿Qué es eso? —preguntó Paul.

Por lo visto no habían sido imaginaciones suyas.

—No tengo ni idea —dijo ella.

Gamay se levantó, abandonó su puesto junto a la puerta y fisgó en el oscuro espacio como quien busca un grillo en una casa silenciosa.

El ruido aumentó poco a poco de intensidad, aunque no de volumen. Si hubiera habido un perro en la celda, se habría puesto a ladrar a pleno pulmón.

—A lo mejor nos están abduciendo los extraterrestres —comentó Marchetti.

Gamay no le hizo caso. El ruido la había llevado hasta la gran ventana que daba al mar. Pegó la cara al cristal. En la oscuridad, apenas iluminadas por las pocas luces encendidas de Aqua-Terra, vio una serie de balsas de aspecto indígena. Reconoció una figura de la primera barca.

—Es Kurt —dijo.

Paul y Marchetti se acercaron corriendo.

—¿Qué demonios está haciendo? —preguntó Paul, contemplando los extraños sucesos—. ¿Y quién es la gente que está con él?

—No tengo la más remota idea —dijo Gamay.

Mientras observaban, dos de las balsas se alinearon con la de Kurt, y la extraña resonancia subió de repente una octava o dos. Un estrépito de cristales haciéndose añicos reverberó en algún lugar a su izquierda.

—Creo que está intentando rescatarnos —dijo Marchetti.

—Sí —contestó Gamay, orgullosa y triste al mismo tiempo—. Desgraciadamente, se ha equivocado de celda.

En el pasillo, los hombres encargados de vigilar a los prisioneros oyeron la vibración por un momento, pero les pareció el sonido del sillón de masaje encendido otra vez a máxima potencia. Que los cristales se hicieran añicos era harina de otro costal.

Se levantaron de un salto.

—Id a ver a los prisioneros —ordenó el jefe de los guardias.

Dos de sus hombres cogieron sus armas y corrieron por el pasillo. Cuando desaparecieron, el jefe cogió el teléfono y llamó a la sala de control. Después de cuatro tonos, nadie contestó.

—Cogedlo de una vez —murmuró.

Un tintineo de más cristales le llamó la atención. El ruido procedía de la celda situada enfrente de él, no del fondo del pasillo.

Consideró la posibilidad de que los prisioneros hubieran escapado o la eventualidad todavía más disparatada de que alguien hubiera entrado por la ventana. Prefirió echar un vistazo antes de informar. Colgó el teléfono, se apartó con cuidado de la mesa y sacó su pistola al acercarse a la puerta.

Apagó las luces del pasillo y abrió la puerta, blandiendo la pistola hacia delante.

No observó más que oscuridad. Entonces una brisa sopló a través de la celda, y vio la niebla iluminada en el exterior de la ventana rota.

Miró por todas partes, pero no observó tampoco nada raro y desde luego no vio a ningún intruso. Aun así, algo tenía que haber roto la ventana.

Se acercó con cuidado a ella, haciendo crujir el cristal bajo sus pies. Algo flotaba junto al casco. Se acercó y vio un velero de extraño aspecto. A su lado había otro flotando. Ninguno de los dos parecía un modelo como el que usaban las Fuerzas Especiales de Estados Unidos. Dio otro paso, oyó un extraño zumbido y de repente todo su cuerpo se puso en tensión como si hubiera recibido una descarga de un cable de alto voltaje.

El dolor le recorrió los brazos y el torso. El cuello se le puso tieso y se mordió la lengua al cerrar la mandíbula. Cayó de rodillas, se desplomó sobre los cristales y se le escapó la pistola de la mano. El dolor desapareció al caer al suelo, pero el efecto persistió.

Una figura saltó por encima del alféizar de la ventana destrozada y cayó a su lado.

El guardia alargó la mano para coger la pistola que se le había caído, y entonces notó una pesada bota que le pisó la mano y le aplastó los dedos. Retiró la mano bruscamente, gruñendo, y recibió un golpe en un lado de la cabeza con la culata de un rifle que lo dejó inconsciente.

Gamay, Paul y Marchetti observaban desde su celda cómo Kurt y un grupo de hombres lanzaban garfios y empezaban a trepar. No podían ver la ventana rota desde su perspectiva, pero a Marchetti no le cabía duda de que se encontraba una o dos puertas hacia popa de donde ellos estaban.

—Eso no significa que no puedan llegar aquí —dijo—. Solo tienen que deshacerse de los matones del puesto de guardia, y seremos libres.

Al otro lado de su puerta sonó un alboroto que desvió la atención de Gamay.

—¿Es posible que sean ellos?

—Demasiado pronto —dijo Paul.

—Entonces son los guardias.

Gamay volvió corriendo a su sitio junto a la puerta. Oyó la tarjeta de acceso en la cerradura y que esta emitía un zumbido y se desbloqueaba. Se lanzó a través del suelo y se deslizó contra la pared junto a la toma eléctrica justo cuando la puerta empezaba a abrirse.

El plan consistente en usar el sillón de masaje como arma propuesto por Paul dependía de la elección del momento idóneo. Cuando Gamay chocó contra la pared, cogió el cable e introdujo el enchufe en la toma, esperando no llegar demasiado tarde.

Una intensa lluvia de chispas salió volando del panel de la pared, mientras otras tantas saltaban de la puerta metálica. El guardia, que todavía tenía la mano apoyada en el marco, recibió de pronto una fuerte descarga que hizo que saliera despedido hacia atrás. Los cables que habían arrancado del sillón y que un momento antes habían conectado a la puerta echaban chispas y gran cantidad de humo, y un fusible se fundió en alguna parte.

Paul se abalanzó sobre el guardia e intentó quitarle la pistola. A continuación se enzarzaron en una pelea, pero Paul le dio un rodillazo en la entrepierna, lo cual puso fin rápidamente a la refriega. Marchetti y él metieron al hombre en la celda, y Gamay desconectó el cable y agarró la puerta para evitar que se cerrara. Un rápido vistazo le permitió comprobar que el pasillo estaba vacío.

—Vamos —dijo.

Paul y Marchetti dejaron al guardia retorciéndose en el suelo, atado con una sábana. Salieron sigilosamente y se dirigieron a la derecha del pasillo.

Kurt había llegado al puesto de guardia situado delante del calabozo de Marchetti. Parecía la recepción de un spa más que un puesto de guardia. Un ordenador reposaba en un lado del austero mostrador blanco y un teléfono multilínea en el otro.

Tautog y Varu entraron. Kurt señaló varios puntos apartados desde los que se podía defender el pasillo.

—Estén atentos por si surgen problemas —dijo.

Se volvió para echar a correr por el pasillo curvado, pero vio tres figuras recorriéndolo en dirección a él. Para gran sorpresa y alivio suyos, reconoció a Gamay, a Paul y a Marchetti.

—Vaya, cuánto nos alegramos de verte —exclamó Gamay—. Creíamos que habías muerto.

Kurt los llevó detrás de la mesa.

—Temía que vosotros también hubierais muerto. ¿Qué hacéis fuera de vuestra celda?

—Hemos escapado —explicó Gamay—. Ahora mismo.

—Después del viajecito que he hecho hasta aquí para rescataros… —dijo Kurt, sonriendo.

—¿Está Joe contigo?

—No —contestó Kurt—. Lo metí en un camión en Yemen hace dos días.

—¿Adónde iba el camión?

—Buena pregunta —dijo Kurt.

El hecho de que Paul, Gamay y Marchetti hubieran permanecido encerrados en lugar de ser rescatados por un equipo de las Fuerzas Especiales de Estados Unidos reveló a Kurt que Joe todavía no estaba fuera de peligro. Era consciente de que su amigo sabría cuidar de sí mismo, y aunque se sentiría mejor cuando supiera con seguridad que Joe se encontraba bien, en ese momento no podía hacer gran cosa al respecto.

—¿Cuál es nuestra situación? —preguntó, concentrándose en el presente.

—Hemos eliminado a un guardia —informó Paul—. Está encerrado en nuestra celda.

—Nosotros hemos eliminado al de aquí —dijo Kurt.

—¿Quiénes son tus amigos? —preguntó Gamay.

—Yo soy Leilani Tanner —dijo Leilani—. La de verdad.

Gamay sonrió.

—¿Y el resto de la caballería?

—Encantado de conocerla —la saludó Tautog—. Soy el decimoctavo Roosevelt de…

—Déjelo para más tarde —dijo Kurt—. Viene alguien.

Se acercaban pisadas, esa vez a un ritmo más despreocupado. Era otro guardia, que debía de haber sido enviado a echar un vistazo a los otros prisioneros. El guardia dobló la esquina, se encontró de frente con varios rifles y se quedó inmóvil.

Kurt cogió la tarjeta de acceso y la pistola del hombre.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Paul—. ¿Nos vamos?

—No —contestó Kurt—. Cuando se presenta el momento de la victoria, hay que aprovecharlo.

Se lo quedaron mirando.

Sun Tzu —les dijo Leilani como si fuera una experta.

—¿Y qué significa eso en nuestro idioma? —preguntó Gamay.

—Significa que ahora que estamos a bordo, no vamos a ir a ninguna parte hasta que encontremos a Jinn, a Zarrina y a Otero. Cuando los tengamos, todo habrá acabado.

Se volvió hacia Marchetti.

—¿Está su tripulación aquí abajo?

—La mayoría de ellos.

—Paul y usted, llévense a este tipo y liberen a sus hombres. Enciérrenlo en la celda cuando salgan.

Paul asintió con la cabeza y se puso en marcha.

Kurt se volvió hacia Tautog.

—Amarremos los botes y subamos a bordo al resto de sus hombres. Necesitamos a todo el mundo en cubierta.

Momentos más tarde, cuando los prisioneros y los guardias hubieron intercambiado sus lugares y la pequeña flotilla estuvo amarrada a una tubería de agua de la cabina con la ventana rota, Kurt se puso al mando de una fuerza de treinta y siete hombres y mujeres armados: los hombres de Marchetti conocían la isla, mientras que los de Tautog estaban adiestrados en el uso de los rifles y de las Atormentadoras.

Kurt mandó que subieran a bordo dos de las máquinas y encontró un par de carretillas para montarlas. Una se fue con el grupo que se dirigía a las dependencias de la tripulación y la otra se quedó con Kurt, Leilani y los Trout. Los cuatro, junto con Tautog y Varu, metieron la voluminosa máquina en el ascensor al igual que técnicos transportando amplificadores entre bastidores.

Mientras el grueso de su grupo se dirigía a las dependencias de la tripulación, Kurt se proponía encontrar a Jinn al-Khalif.

—¿En qué planta está la suite presidencial? —preguntó.

—¿Se refiere a mis aposentos? —dijo Marchetti.

—Si los suyos son los más lujosos de la isla, entonces sí, a eso me refiero exactamente.

—En la última planta, por supuesto —dijo Marchetti, pulsando el botón.

Cuando las puertas del ascensor se cerraron, Kurt acarició la caja sonora y esbozó una sonrisa pícara.

—Es hora de despertar a los vecinos —dijo.