La misma oscuridad que se cernía sobre Egipto ya se había apoderado del mar de Omán y del océano Índico, con una pequeña diferencia: el cielo se había despejado sobre Egipto pero se estaba nublando sobre el océano. Tanto que dos horas antes de que amaneciera Kurt Austin ya no podía ver las estrellas.
Eso le preocupaba más de lo habitual ya que estaba en una balsa de cuatro metros en medio del mar, navegando con un sextante de hacía setenta años y unas cartas de navegación amarillentas y comidas por las polillas de la Segunda Guerra Mundial.
La barca era una embarcación del estilo de un bote con batanga. Parecía un cruce entre la famosa balsa Kon-Tiki y una canoa hawaiana para cinco tripulantes. Tenía una proa elevada, una sección central más ancha y una popa cuadrada. Se impulsaba con remos o, preferiblemente, con una vela triangular de extraño aspecto conocida como vela de mariposa que sobresalía a un lado.
La vela de mariposa era una vela antigua, usada durante más de mil años y muy efectiva para impulsar pequeños botes sin resultar pesada. Delante de ella ondeaba, describiendo un arco de tres metros, la innovación que Kurt había aportado a la balsa: una vela más moderna que era una versión improvisada de una vela de balón. Actuaba como una especie de ala y permitía que la balsa navegara más cerca del viento.
Detrás de Kurt, cuatro balsas parecidas los seguían: una flotilla de la isla de Pickett.
El plan consistía en subir furtivamente a bordo de la isla flotante y tomarla. Con dieciocho hombres además de Leilani y él mismo, cinco Atormentadoras y cuarenta rifles —los sobrantes habían sido transportados para armar a los prisioneros que Kurt esperaba liberar—, casi sería un combate igualado, suponiendo que Kurt pudiera llevarlos al terreno de batalla.
Bajó el sextante.
—¿Ha habido suerte? —preguntó Leilani.
—No —dijo él—. Estamos navegando a ciegas.
Kurt se apartó de la proa y guardó el sextante. Se volvió hacia Tautog.
—Mantengamos este rumbo por ahora.
Tautog asintió con la cabeza. Su sobrino Varu y él pilotaban la embarcación.
La flota llevaba cinco horas navegando. Habían avanzado rápidamente porque los vientos habían cambiado de dirección, gracias a la alternancia de brisas marinas y terrestres a medida que el día daba paso a la noche en la costa. La pauta les había sido útil, aunque no debería haberse dado en mar abierto. Kurt la atribuyó a la manipulación climática de Jinn.
—Estás preocupado —dijo Leilani, acercándose a él.
—Puede que no os esté llevando a ninguna parte.
Kurt volvió la vista hacia las viejas cartas de navegación del John Bury. Pickett había determinado la posición exacta de la isla y la había marcado en el mapa donde no había nada más que mar azul. También había marcado las otras dos islas y había trazado un círculo alrededor de ellas. «El archipiélago de Bury» aparecía garabateado con tinta descolorida junto con las letras EE. UU. Parecía que Pickett las había reclamado para Estados Unidos.
Leilani echó un vistazo por encima de su hombro.
—¿Dónde estamos?
—Más o menos aquí —dijo Kurt, señalando con el dedo un lugar en el mapa.
—¿Y dónde está Aqua-Terra?
—Buena pregunta —repuso él.
Después de descubrir la Atormentadora, Kurt había consultado enseguida las cartas de navegación. Tras una serie de estimaciones y cálculos, había deducido la situación de Aqua-Terra suponiendo, tal vez ingenuamente, que permanecería en la misma zona. A juzgar por el viento y la distancia de la isla de Pickett, había calculado que podrían llegar a Aqua-Terra antes de que amaneciera si partían enseguida.
Cualquier retraso lo habría impedido y les habría obligado a esperar hasta la noche siguiente, pues habría sido un suicidio acercarse a la isla a plena luz del día. Y esa demora de veinticuatro horas habría significado dejar a Paul, a Gamay y a los demás en las garras de Jinn. Habría significado brindar un día más a Jinn para que llevara a cabo su plan o para que abandonara la isla y desapareciera. Kurt consideraba inaceptables esas posibilidades, y la flota había zarpado a toda prisa.
Al final las pequeñas embarcaciones habían navegado mejor de lo que Kurt había supuesto y habían gozado de vientos más favorables durante la travesía. Llevaban mucho adelanto sobre la hora que él había previsto, pero esa previsión también parecía a punto de irse al traste.
—La última vez que vimos Aqua-Terra estaba parada justo aquí —dijo él—. Si ha seguido así, deberíamos estar encima.
—Veo luz —señaló Varu—. Luz a la altura de la amura de babor.
Todos los ojos se volvieron hacia babor. Allí, a unos cinco kilómetros de distancia, había una aparición que brillaba tenuemente. Parecía un barco fantasma flotando en la niebla, pero era la isla de Marchetti. Estaba a oscuras, con solo unas cuantas luces encendidas aquí y allá.
Leilani sonrió.
—¿Qué decías?
Kurt sonrió de oreja a oreja.
—Viremos al nordeste —dijo a Tautog. Acto seguido señaló con el dedo—. En esa dirección.
Tautog y Varu movieron el timón y las velas. El bote dio la vuelta y puso rumbo al nordeste. El resto de la flota hizo otro tanto.
—¿Por qué no vamos hacia ella? —preguntó Leilani.
Kurt controló el rumbo y empezó a contar.
—Ochocientos metros más al nordeste, y podremos virar e ir casi recto hacia la isla a favor del viento. Eso nos dará más velocidad y mejor maniobrabilidad.
—¿Y si nos ven? —preguntó ella.
—La isla tiene seiscientos metros de ancho y veinte pisos de alto en algunas zonas, y casi la hemos pasado de largo. Vamos en una balsa a oscuras, con las velas oscuras, y nos estamos acercando a ellos en plena noche de niebla. Ni siquiera un vigía podría vernos hasta que estemos encima de ellos. Y según Ishmael, Jinn no tiene más de treinta hombres a bordo. Como mínimo la mitad de ellos deben de estar dormidos. Las posibilidades de que nos vean son limitadas.
Kurt tenía razón en tres cuartas partes de lo que había dicho. Veinte de los treinta hombres de Jinn estaban dormidos. Unos cuantos vigilaban la cárcel y otros trabajaban en la deteriorada sala de máquinas con los traidores de la tripulación de Marchetti. Solo había dos centinelas apostados. Los vigías patrullaban la isla, pero no había forma de que pudieran vigilar adecuadamente lo que en esencia era un kilómetro y medio de línea de costa y unas cinco hectáreas de cubierta.
Era una causa perdida. Los hombres hacían sus rondas con el entusiasmo de unos vigilantes de seguridad mal pagados.
Un guardia que había tenido la suerte de librarse de los largos y aburridos paseos estaba situado en la sala de control de Aqua-Terra controlando el radar.
De momento no había aparecido una sola imagen en la pantalla. La tranquilidad había durado tanto que, cuando aparecieron momentáneamente un par de objetivos, el guardia no los vio. Ni siquiera estaba mirando; simplemente intentaba reprimir las ganas de dormir.
Las imágenes desaparecieron rápidamente y aparecieron por segunda vez diez minutos más tarde. Unas líneas diagonales se arrastraron hacia ellas, lo que indicaba que el modo de puntería había sido activado. Entonces el guardia se quedó confundido. Cuando siguió las líneas hasta los objetivos, la imagen había vuelto a desaparecer, sustituida por una ventana emergente en la que ponía CONTACTO PERDIDO.
El guardia se enderezó en su asiento.
Una oleada de suspicacia lo invadió.
¿Acababa de ver algo? Y de ser así, ¿adónde había ido a parar? ¿Cómo había desaparecido? La idea de que se tratara de unos cazas invisibles le cruzó la mente.
Miró a la oscuridad por la ventana, pero no vio nada y centró la vista de nuevo en el aparato.
Al ver que los objetivos no volvían a aparecer, sus sospechas aumentaron.
Cogió unos grandes prismáticos y salió al ala de observación. Resultaba difícil enfocar en medio de la neblinosa oscuridad, y no vio nada. En parte porque se pasó casi todo el tiempo buscando aviones o helicópteros en el cielo, pero también porque, pese a estar apagadas durante la noche, las luces de la isla conferían un tenue resplandor a la niebla que impedía ver más allá de donde alcanzaban las luces. Había mirado directamente hacia las cinco balsas de bambú, pero no había visto nada salvo el velo blanco de la niebla.
Decepcionado, volvió al radar y se encorvó sobre él, observándolo atentamente como un gato que vigila una ratonera en la pared.