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Desde que había encontrado la garita de los guardias en el templo de Horus, la suerte de Joe Zavala no había hecho más que empeorar.

Primero, resultó una tarea épica conseguir que alguien del ejército se expusiera a la lluvia torrencial para hablar con él. Cuando vinieron, llegaron sin intérprete, lo que obligó al guardia de seguridad a tiempo parcial a hacer de intermediario. A pesar de su valeroso esfuerzo, Joe estaba seguro de que en la traducción se estaban perdiendo detalles importantes.

A cada intento de aclaración, la expresión de los militares pasaba de la perplejidad a la incredulidad y a la irritación.

Cuando Joe insistió en que su demora no estaba haciendo más que aumentar el peligro, se pusieron a gritarle y a señalarle con el dedo como si los estuviera amenazando en lugar de advirtiendo.

Tal vez así era como los mensajeros acababan siendo disparados, pensó Joe.

Y a continuación lo sacaron de la garita a punta de pistola, lo metieron en la parte trasera de una furgoneta y lo llevaron a un tipo de recinto militar, donde acabó en la cárcel al estilo militar egipcio.

El mugriento calabozo habría provocado pesadillas a cualquier persona con fobia a los gérmenes. Y a Joe no le consolaba mucho el hecho de que tarde o temprano cincuenta billones de litros de agua retenidos detrás de la presa rota entrarían y limpiarían la celda.

Su suerte empezó a cambiar cuando llegaron los hombres del nuevo turno a las cuatro de la madrugada. Con ellos apareció un oficial que hablaba mejor el idioma de Joe.

El mayor Hassan Edo llevaba un uniforme militar tostado con pocos adornos aparte de su nombre. Tenía cuarenta y tantos años, el pelo cortado al rape, una nariz aguileña y un bigote fino que no habría desentonado en el rostro de Clark Gable.

Se recostó en su silla, apoyó las botas en la enorme mesa que tenía delante y encendió un cigarrillo que procedió a sujetar entre dos dedos mientras hablaba, sin dar una calada en ningún momento.

—A ver si me aclaro —dijo el mayor—. Se llama usted Joseph Zavala. Afirma ser estadounidense (que no es la mejor nacionalidad que uno puede tener aquí hoy día), pero carece de prueba alguna. Dice que ha entrado en Egipto sin pasaporte, ni visado ni ningún otro tipo de documentación. Ni siquiera tiene carnet de conducir ni tarjeta de crédito.

—No quiero que parezca que me pongo demasiado a la defensiva —comenzó a decir Joe—, pero «entrado en Egipto» suena como si lo hubiera hecho voluntariamente. Estaba preso, retenido por unos terroristas decididos a causar graves daños a su país. Escapé, vine aquí a advertirles y hasta ahora me han tratado como a un agitador.

Joe se detuvo al recibir una mirada vacía del mayor.

—Saben lo que es un agitador, ¿verdad?

El mayor Edo levantó los pies de la mesa y los posó en el suelo de madera pisando con fuerza. Cogió el cigarrillo del cenicero donde lo había dejado, amenazó con fumarlo por un instante y, acto seguido, se inclinó hacia Joe.

—¿Ha venido a advertirnos de un problema? —dijo como si Joe hubiera estado ocultando ese dato.

—Sí —contestó Joe—. Unos terroristas de Yemen van a destruir la presa.

—¿La presa? —repitió Edo en tono de incredulidad—. ¿La presa de Asuán?

—Sí —dijo Joe.

—¿Ha visto la presa?

—Solo en fotografías —reconoció Joe.

—La presa está hecha de piedra, roca y hormigón —explicó el mayor con fervor—. Pesa millones de toneladas. Su base mide seiscientos metros de grosor. Esos hombres, si es que existen, podrían atacarla con veinte mil kilos de dinamita y solo arrancarían un pedacito de un lado.

El mayor agitaba el cigarrillo con cada frase que pronunciaba. La ceniza salía volando por aquí y caía por allá; la fina columna de humo se movía, pero el cigarrillo seguía sin acercarse a sus labios. Se reclinó, totalmente convencido de sí mismo.

—Se lo aseguro —concluyó—, no se puede abrir ninguna brecha en la presa.

—Nadie ha hablado de volarla por los cimientos —contestó Joe—. Van a abrir un canal a través de la parte superior, justo por debajo del nivel del agua donde la presa es más estrecha.

—¿Cómo? —preguntó el mayor.

—¿Cómo?

—Sí —dijo el mayor—, dígame cómo. ¿Van a subir excavadoras a lo alto y empezar a excavar sin que nos demos cuenta?

—Por supuesto que no —respondió Joe.

—Entonces dígame cómo lo van a hacer.

Joe se disponía a hablar, pero se detuvo con la boca muy abierta antes de pronunciar palabra.

—¿Sí? —dijo el mayor con expectación—. Continúe.

Joe cerró la boca. A su modo de ver, podía explicar lo que sabía, decirle al mayor que la presa sería derribada por unas máquinas tan pequeñas que nadie podía verlas, y esperar solo risas y un rechazo absoluto. O podía inventarse algo, enredar las cosas y mandar al mayor a buscar una amenaza distinta de la real.

—¿Puedo hacer una llamada telefónica? —dijo finalmente.

Si pudiera contactar con la embajada estadounidense o con la NUMA, al menos podría avisar a otra persona del peligro que corría la presa de Asuán y de la presencia de la impostora en la isla flotante.

—Esto no es Estados Unidos, señor Zavala. No tiene derecho a una llamada, ni a un abogado ni a nada que yo no decida concederle.

Joe probó con otra táctica.

—A ver qué le parece esto —dijo—. Hay cinco camiones ahí fuera. Con plataformas idénticas tapadas con lonas. Se dirigen al norte y transportan bidones amarillos en la parte de atrás, bidones llenos de una sustancia plateada parecida a la arena. Búsquelos y deténgalos e interrogue a los conductores. Estoy seguro de que descubrirá que tampoco tienen visados, ni pasaportes ni tarjetas de crédito.

—¿Ah, sí? —dijo el mayor despectivamente.

El mayor cogió un cuaderno de notas y lo examinó bajo la fuerte luz.

—Los cinco camiones misteriosos de Yemen —comentó—. Hemos estado buscándolos desde que nos contó su historia por primera vez. Por aire, en coche y a pie. No hay ningún camión ahí fuera. No aquí. No en un almacén lo bastante grande para esconderlos. Ni cerca de la presa ni en la orilla del lago. Ni siquiera en la carretera de Marsa Alam. No existen salvo, me temo, en su imaginación.

Joe suspiró de impotencia. No tenía ni idea de adónde podían haber ido los camiones. Los hombres de Edo tenían que haber pasado algo por alto.

El mayor lanzó la libreta a un lado.

—¿Por qué no nos cuenta lo que trama realmente?

—Solo intento ayudar —dijo Joe, más cerca de rendirse de impotencia de lo que lo había estado jamás—. ¿Pueden inspeccionar al menos la presa?

—¿Inspeccionarla?

—Sí —dijo Joe—. Busque fugas o daños. Cualquier cosa fuera de lo normal.

El mayor consideró sus palabras un segundo, se irguió y asintió con la cabeza.

—Una idea excelente.

—¿De verdad?

—Sí. Eso es lo que haremos.

—¿Haremos?

—Por supuesto —dijo el mayor, mientras se levantaba y apagaba compasivamente el cigarrillo por fin—. ¿Cómo sabré lo que busco si no lo llevo conmigo?

Joe no estaba seguro de que le gustara la idea.

—Guardias —gritó el mayor.

La puerta se abrió. Dos policías militares egipcios entraron.

—Esposadlo como es debido y llevadlo al muelle. Me llevo a nuestro invitado de visita.

Mientras los hombres empezaban a inmovilizar a Joe con unos hierros, el mayor dijo:

—Verá que la presa es invulnerable, y luego podremos poner fin a esta charada y hablar de su verdadero objetivo, sea cual sea.