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Kurt Austin no tenía ni idea de lo que era la Atormentadora, pero llamándose así tenía que averiguarlo. Sin embargo, primero debía lidiar con el hecho de ser una celebridad.

En contraste con su recepción inicial, Leilani y él se habían convertido en invitados de honor en la isla de Pickett. El hecho de que él fuera su primer visitante estadounidense en setenta años era una cosa, pero que conociera al actual Harry S. Truman hacía que los miembros de la tribu vestidos con uniformes militares lo trataran como a MacArthur a su regreso a las Filipinas.

Después de darles de beber a Leilani y a él agua fresca y de dejar que se ducharan y se pusieran unos uniformes militares como el que lucían los demás isleños, los hombres de la isla de Pickett les ofrecieron un banquete compuesto de pescado recién capturado acompañado de mangos, bananas y leche de coco de los árboles que crecían en abundancia en la isla.

Mientras comían, Tautog y los demás los obsequiaron con historias y les explicaron que todo lo que tenían y lo que sabían se lo debían al capitán Pickett y al sargento Watkins. No lo dijeron con esas palabras, pero parecía que Pickett y Watkins hubieran creado su civilización de la nada y fueran considerados prácticamente unos espíritus míticos.

Terminada la cena, Kurt y Leilani fueron llevados de visita por la isla.

Kurt advirtió una extraordinaria simplicidad en la organización. Por todas partes había estructuras construidas con acero oxidado ocultas entre los árboles. Trincheras y túneles conectaban la cueva llena de provisiones, los puestos de observación y las zonas con depósitos excavados para recoger el agua de lluvia. Vio materiales de todas las partes del barco usados en distintos sitios: viejas calderas, tuberías y vigas de acero. Hasta la campana del John Bury había sido trasladada a un punto elevado de la isla donde se podía tocar para avisar a los demás de una emergencia o en caso de que se produjera un ataque de los japoneses.

—No puedo creer que nadie se lo haya dicho —susurró Leilani mientras caminaban bajo las palmeras varios pasos por detrás de sus guías.

—Seguro que no reciben muchas visitas —supuso Kurt.

—¿No deberíamos decirles algo?

Kurt negó con la cabeza.

—No creo que quieran saberlo.

—¿Cómo no van a querer saberlo?

—Se esconden del mundo —señaló Kurt—. Debía de formar parte de la estrategia de Pickett para tener su máquina Atormentadora a buen recaudo.

Leilani pareció entenderlo y asintió con la cabeza.

—¿Y si nos largamos y dejamos que sigan escondiéndose? —dijo—. Después de todo, esto es una isla. Esta gente tiene que tener barcos. Podríamos tomar prestado uno.

Kurt sabía que había barcos porque Tautog había dicho que el campamento contaba con otras dos islas, que solo se podían ver desde el punto elevado del pico central. Calculaba que eso suponía una distancia de al menos quince o veinte millas. Si un barco podía cubrir esa distancia, sería posible llegar a las rutas de navegación. En caso de que ese fuera el lugar al que uno se propusiera ir.

—Sí que tienen barcos —dijo Kurt—. Pero no vamos a ir a ninguna parte. Solo voy a ir yo.

Leilani se quedó como si le hubieran pinchado con una aguja; sus cejas se arquearon de repente, su postura se volvió rígida y se paró en seco.

—¿Cómo?

—Aquí estás a salvo —dijo él.

—Eso no significa que quiera quedarme. Este sitio es la versión rara de La isla de Gilligan, y no pienso convertirme en Ginger.

—Créeme, te pareces más a Mary Ann —comentó Kurt—. Pero ese no es el motivo por el que te vas a quedar. Necesito que estés fuera de peligro mientras yo intento llegar a Aqua-Terra.

Entonces ella se detuvo como si estuviera intentando asimilar lo que él había dicho.

—¿Vas a volver? ¿No estuvimos a punto de ahogarnos intentando escapar de allí?

—Y acabamos aquí —señaló Kurt—. Las cosas van mejor.

—¿No crees que volver a la isla flotante controlada por terroristas invertirá la racha?

—No si me presento con rifles y con el elemento sorpresa.

Ella lo observó un instante como si estuviera leyéndole el pensamiento.

—¿Tus amigos de la isla?

Kurt asintió con la cabeza.

—No solo eso —añadió—. Jinn también está allí. Y está tramando algo más gordo que el terrorismo, el tráfico de armas o el blanqueo de dinero.

—¿Como qué?

—Todo esto empezó con una investigación sobre las temperaturas del agua. Las condiciones meteorológicas de la India se han vuelto inestables. Se han enfrentado a dos años de lluvias decrecientes, y este año parece que va a ser el más seco hasta la fecha. Tu hermano estaba estudiando las condiciones de las corrientes y del clima porque creía que el motivo podía encontrarse allí, en un efecto de El Niño/La Niña no identificado previamente.

Ella asintió con la cabeza.

—Y descubrió las pequeñas máquinas de Jinn repartidas por el mar.

—Exacto —confirmó Kurt—. Cuando empezaron a reflejar la luz del sol, noté que salía calor del agua. Las dos cosas tienen que estar relacionadas. No estoy seguro de por qué, pero Jinn está alterando el gradiente de temperatura, y el efecto mariposa está teniendo consecuencias terribles.

Para entonces habían llegado al lado oriental de la isla y se encontraban en un risco que no superaba los seis metros de altura. Delante de ellos había una ancha extensión de arena con un acceso mucho mejor a través del arrecife que el que Kurt había tomado desde el norte.

Esperaba que por fin hubieran llegado a la única cosa que tenía ganas de ver.

Tautog agitó la mano a través de la playa.

—El capitán Pickett nos dijo que si venían los japoneses, atacarían aquí.

A Kurt le pareció lógico. Daba la impresión de ser una isla fácil de atacar.

—Así que nos hizo traer la Atormentadora a este lado de la isla.

Tautog hizo señas a un grupo de sus hombres, quienes apartaron una valla hecha de paja. Detrás, oculto en una cueva, había un aparato de extraño aspecto. A Kurt le recordó un altavoz. Con un metro veinte de ancho y unos treinta centímetros de altura, la figura rectangular estaba dividida en hileras de secciones hexagonales, cuatro hileras de diez secciones en total. Las secciones hexagonales parecían de cerámica.

—Dadle potencia —dijo Tautog.

Detrás de él, dos de sus hombres empezaron a manejar un mecanismo de palanca tirando de un lado a otro. Parecían leñadores cortando un tronco con una gran sierra de dos manos, pero en realidad estaban acelerando un volante. Este se hallaba conectado a unas bobinas de generador, y a los pocos segundos tanto el volante como la dinamo del generador giraban rápidamente.

Un zumbido chisporroteante empezó a brotar de las secciones hexagonales del altavoz. En el agua, a treinta metros de distancia, comenzaron a formarse ondas, y enseguida una franja de agua de quince metros vibraba y chapoteaba como si estuviera hirviendo o siendo agitada de algún modo.

Tautog hizo otro gesto con la mano. A lo largo de la pared del risco, siete vallas adicionales del material de camuflaje fueron retiradas. Cuando los generadores de esas unidades se pusieron en marcha, toda la orilla del mar entró un estado de agitación parecido.

Kurt se fijó en que los peces huían de las embestidas lanzándose unos encima de otros como salmones subiendo por una escalera. Un par de aves nocturnas se lanzaron en picado a por ellos, considerándolos presas fáciles, pero se apartaron súbitamente al entrar en contacto con un campo de fuerza.

Sin duda una especie de vibración estaba emanando de los altavoces, pero lo único que Kurt oía era un zumbido chisporroteante como el de unos cables de alta tensión transmitiendo excesiva electricidad.

—Ondas sonoras.

—Sí —dijo Tautog—. Si los japoneses vienen, no pasarán de la playa.

Kurt se fijó en que las aves y los peces se encontraban bien.

—No parece que sea letal.

—No. Pero el dolor causado les hará caer de rodillas. Serán blancos fáciles.

—Un arma hecha con sonido —añadió Leilani—. Parece una locura, pero también se ve en la naturaleza. Buceando con Kimo he visto a los delfines usar su sistema de localización por eco para atontar a los peces antes de atraparlos con sus fauces.

Kurt había oído hablar del tema pero nunca lo había visto. Él conocía armas sonoras de otra clase.

—El ejército ha estado trabajando en sistemas como este durante las últimas décadas. El objetivo es usarlas como aparatos de control de masas no mortíferos, lo que evitaría la necesidad de las balas de goma y las latas de gas lacrimógeno. Pero no sabía que la idea se remontaba a la Segunda Guerra Mundial.

—¿Acaso sabes cómo funciona? —preguntó Leilani.

—Solo es una suposición —dijo Kurt—. Vibración armónica simple. Las ondas de sonido viajan a velocidades y ángulos ligeramente distintos. Convergen en la zona en la que el agua se mueve y amplifican el efecto. Es como un rayo de sonido.

—Me alegro de que no lo hayan usado contra nosotros —dijo Leilani a Tautog.

—Han desembarcado en el lado equivocado de la isla —contestó Tautog como si tal cosa.

Kurt se alegró también de ello.

—Bravo por la navegación apresurada.

Mientras observaba cómo el agua vibraba, una nueva idea empezó a cobrar forma en su mente, pero antes de ponerla en práctica tenía que saber lo efectiva que era realmente la Atormentadora.

—Quiero probarla.

—Podemos hacer una demostración con el prisionero, si quiere.

—No, con el prisionero no —dijo Kurt—. Conmigo.

Tautog lo observó con extrañeza.

—Es usted una persona curiosa, Kurt Austin.

—Hago lo que hace falta para sobrevivir y realizar el trabajo —repuso Kurt—. Aparte de eso, no me interesa ver sufrir a nadie. Ni siquiera a un antiguo enemigo.

Tautog meditó acerca de sus palabras, pero no expresó ni conformidad ni desacuerdo. Al darle a un interruptor, el altavoz situado cerca de ellos se apagó, y en el muro de sonido apareció una brecha que abarcaba la playa y la bahía.

Leilani le agarró el brazo.

—¿Estás loco?

—Probablemente —dijo Kurt—, pero tengo que saberlo.

—Se lo advierto, el impacto le resultará muy doloroso —le previno Tautog.

—Por extraño que parezca, espero sinceramente que así sea —contestó Kurt.

Un minuto más tarde estaba en la arena de la orilla. Vio unos cuantos peces flotando inmóviles entre las olas. Al parecer, no todos habían salido ilesos.

A su alrededor, las ondas sonoras de los otros altavoces reverberaban y seguían haciendo vibrar el aire y el agua, pero la mayor parte de la energía no era perceptible por el oído humano. Lo que él oía eran sonidos fantasmales y etéreos.

Kurt miró atrás al risco. Vio a Leilani con las manos juntas delante de la boca. Tautog se alzaba orgullosamente, y Kurt se armó de valor como un gladiador a punto de combatir.

—Está bien —dijo.

Tautog activó el interruptor. Kurt notó una inmediata oleada de dolor que recorrió cada fibra de su cuerpo como si todos sus músculos se estuvieran agarrotando al mismo tiempo. La cabeza le zumbaba, le dolían los ojos, y el pitido etéreo que había oído antes se había convertido en un sonido agudo que le atravesaba la mandíbula y el cráneo. Creía que le iban a estallar los tímpanos y también los globos oculares.

Haciendo acopio de la considerable resistencia y fuerza de voluntad que poseía, Kurt permaneció de pie y trató de abrirse paso hacia delante. Parecía que estuviera arrastrando un gran bloque de piedra detrás de él o empujándolo playa arriba. Apenas podía moverse.

Dio un paso y luego otro, y entonces el dolor se volvió insoportable y se desplomó en la arena, tapándose los oídos y la cabeza.

—¡Apáguelo! —oyó gritar a Leilani—. Lo está matando.

En otro momento y en otro lugar, Kurt podría haber achacado esas palabras a la histeria femenina, pero mientras las ondas de dolor recorrían cada milímetro de su cuerpo, pensó que tal vez ella tuviera razón.

El altavoz se apagó y el dolor se desvaneció como una goma elástica al partirse: estaba en todas partes y, de repente, había desaparecido.

El dolor le dejó un cansancio y una sensación de agotamiento absoluto. Kurt se quedó tumbado en la arena incapaz de hacer algo aparte de respirar.

Leilani corrió junto a él y se agachó en la arena a su lado.

—¿Estás bien? —preguntó, dándole la vuelta y colocándolo de costado—. ¿Te encuentras bien?

Él asintió con la cabeza.

—¿Estás seguro?

—¿No lo parezco? —logró decir Kurt.

—La verdad es que no —dijo Leilani.

—Pues sí —insistió él—. Lo juro.

—No hace mucho que te conozco —repuso ella, ayudándole a incorporarse—, pero no eres un tipo normal, ¿verdad?

A pesar del agotamiento, Kurt no pudo evitar reírse. Esperaba un comentario «No quiero perderte» o «He empezado a cogerte cariño», o algo por el estilo.

—¿Qué tiene tanta gracia? —preguntó la joven.

—Creía que tenías otra intención —dijo Kurt—. Pero eso no quiere decir que estés equivocada.

Ella sonrió.

—¿Cuánto he avanzado?

Parecía que hubiera escalado el monte Everest con una mochila pesada a los hombros.

—Sesenta centímetros —contestó Leilani.

—¿Nada más?

Ella asintió con la cabeza.

—Solo ha durado un par de segundos.

A Kurt le había parecido una eternidad.

Alrededor de ellos, los otros rayos se apagaron. Tautog se acercó a verlos y llegó cuando las olas de la orilla ya habían recuperado la calma.

—Estoy de acuerdo con ella —dijo—. No es usted normal ni por asomo.

Kurt notó que recobraba las fuerzas.

—Bueno, como ya hemos zanjado esa cuestión, mi siguiente petición no debería sorprenderle.

Kurt alargó la mano. Tautog la agarró y le ayudó a levantarse.

—¿Y qué petición es esa?

—Necesito una embarcación, una docena de rifles y una de esas máquinas —dijo Kurt.

—Tiene pensado rescatar a sus amigos —supuso Tautog.

—Sí —afirmó Kurt.

Tautog sonrió.

—¿De veras cree que le dejaremos ir solo?