Kurt Austin se despertó en un refugio militar horas después de ser hecho prisionero en la isla de Pickett. Encarcelado, exhausto y pensando en que más tarde necesitaría el descanso, Kurt se había tumbado en el suelo prácticamente nada más ser encerrado. Enseguida se había dormido. Al despertarse, le disgustó descubrir que no había sido un sueño.
Los hombres con uniformes militares lo llevaron a rastras del refugio a otro oculto bajo los árboles. Dentro, halló una instalación claramente militar que parecía una especie de tribunal. Leilani e Ishmael estaban a su lado.
Detrás de una mesa situada al final del refugio había otro isleño con aspecto aborigen y polinesio que presidía la audiencia en calidad de uno de los jueces. Era más alto y más delgado que el hombre que los había encontrado en la playa y bastante más mayor, pensó Kurt. Tenía una maraña gris entre su cabello moreno.
—Soy el decimoctavo Roosevelt de la isla de Pickett —dijo el hombre.
—¿El decimoctavo Roosevelt? —repitió Kurt.
—Correcto —asintió el juez—. ¿A quién me dirijo? Digan sus nombres para que quede constancia.
—Yo soy el primer Kurt Austin de Estados Unidos de América —dijo Kurt—. Por lo menos, el primero que yo sepa.
Los jueces y los demás presentes que los rodeaban inspiraron de forma colectiva, y Kurt trató de entender lo que estaba viendo y oyendo.
En el trayecto desde la playa hasta los refugios ocultos entre los árboles habían encontrado fortificaciones, trincheras, emplazamientos de pesadas ametralladoras y luego una zona de edificios destartalados, entre los que se encontraban los refugios militares con los tejados remendados y reparados con paja y hojas de palmeras entrelazadas.
Unos hombres con ropa militar de color verde los rodeaban. Sus uniformes no se encontraban en mejor estado que los refugios. De hecho, algunos parecían copias mal cosidas. Los rifles M1 que llevaban parecían auténticos; Kurt tenía varios en su colección, pero, que él supiera, no habían sido usados por soldados desde la guerra de Corea.
A su lado, Leilani dijo su nombre e Ishmael hizo otro tanto. Ninguno de los dos se presentó como lo había hecho Kurt. Tampoco mencionaron su nacionalidad.
El decimoctavo Roosevelt habló de nuevo:
—Se les acusa de invasión de la propiedad ajena, posesión de armas y espionaje. Serán retenidos como combatientes enemigos y prisioneros de guerra. Dígannos cómo se declaran.
—¿Cómo nos declaramos? —soltó Leilani.
—Sí —dijo el juez—. ¿Son miembros de las fuerzas del Eje o no?
Leilani tiró de la manga de Kurt.
—¿Qué está pasando? ¿De qué están hablando?
Kurt sentía que se estaba quedando atrás. Una idea empezó a cobrar forma en su mente.
—Creo que esto es un culto de la carga —susurró.
—¿Un qué?
—En el Pacífico, durante la Segunda Guerra Mundial, algunas islas con sociedades tribales se vieron de repente en medio de la mayor guerra jamás librada. Cualquier isla con valor estratégico fue reclamada y usada para un objetivo u otro, a menudo para almacenar provisiones que llegaban en barcos en ingentes cantidades. Cosas que los soldados y marineros llamaban «carga».
Señaló con la cabeza a los soldados que los rodeaban.
—Para la gente de las sociedades tribales, la repentina aparición de hombres que venían del cielo o del mar en grandes barcos, cargados de lo que parecían cantidades ilimitadas de comida y productos manufacturados, fue como la llegada de unos dioses menores.
—Te estás quedando conmigo —dijo ella.
—En absoluto. Para conseguir el apoyo de los habitantes de las islas, se entregaron muchas cosas a los isleños como maná del cielo. Pero cuando la guerra terminó y los soldados se marcharon, fue todo un golpe para ellos. Se acabaron las provisiones. Se acabaron los cargamentos transportados en barcos o en aviones. Se acabaron los grandes pájaros plateados que caían del cielo.
»En la mayoría de los sitios la vida volvió a la normalidad, pero en algunas islas las tribus buscaron formas de impulsar el regreso de los soldados y de su carga. Pasaron a ser conocidas como cultos de la carga.
Un segundo juez, que parecía ocupar un puesto más bajo en la jerarquía que el decimoctavo Roosevelt, se impacientó con los susurros de Kurt.
—¡Los acusados deben contestar! —ordenó.
—Estamos debatiendo cómo nos declaramos —contestó Kurt.
Kurt terminó su explicación.
—Una práctica común consistía en imitar lo que habían visto en las bases estadounidenses. Algunos cultos eran conocidos por hacer instrucción como los soldados en el campamento militar. Se vestían como ellos. Llevaban armas falsas talladas en madera. Hacían el toque de diana por la mañana, tenían ceremonias de izada de bandera, incluso tenían rangos, medallas y entierros al estilo militar. El grupo más famoso que recuerdo es el culto a John Frum en Vanuatu.
—Estupendo —dijo Leilani sarcásticamente—, pero no estamos en el Pacífico. Y estos tíos no llevan armas de madera falsas.
—No —convino Kurt—. Esto es algo distinto.
Se fijó en otros artículos repartidos por la estancia. Había cartas de navegación esparcidas sobre una mesa, y una brújula, un barómetro y un sextante se encontraban cerca. Vio un antiguo chaleco salvavidas gris y un par de placas de identificación en un lugar de honor de la mesa del decimoctavo Roosevelt. Una descolorida gorra de béisbol de los Yankees que debía de tener setenta años se hallaba al lado.
—El momento para el debate ha terminado —decidió el decimoctavo Roosevelt—. Anuncien cómo se declaran o lo haremos nosotros por ustedes.
—Inocentes —dijo Kurt—. Somos estadounidenses como ustedes. Bueno, al menos dos de nosotros lo somos.
Los jueces los miraron.
—¿Cómo pueden demostrarlo? —preguntó uno—. Ella podría ser una espía japonesa.
El comentario irritó a Leilani.
—¿Cómo se atreve a llamarme espía? Aunque fuera medio japonesa, no hay nada malo en ello.
—¿Es medio japonesa?
—No. Soy estadounidense, del estado de Hawái.
—Quiere decir el territorio de Hawái —terció Kurt.
—No quiero decir eso.
—Sí que quieres —insistió Kurt—. ¡No se convirtió en estado hasta el cincuenta y nueve!
Leilani lo miró con sus grandes ojos color avellana. Había confianza en su mirada, y también esperanza y confusión.
—Déjame hablar a mí —susurró Kurt, y acto seguido se volvió de nuevo hacia el primer juez—. Lo que ella quiere decir es que creció cerca de Pearl Harbor. Ha ido muchas veces allí a visitar el monumento conmemorativo y presentar sus respetos a los fallecidos el siete de diciembre.
El juez pareció aceptar su respuesta.
—¿Y usted? —preguntó a Kurt.
—Trabajo para la Agencia Nacional de Actividades Subacuáticas. Se trata de un departamento del gobierno de Estados Unidos dedicado a la investigación marina. La fundó el almirante James Sandecker.
—¿Sandecker? —dijo el segundo juez.
—Es la primera vez que oigo hablar de él —señaló un tercer juez.
—Es un almirante real —insistió Kurt—. Es buen amigo mío. He estado en su casa muchas veces. Ahora es el vicepresidente de Estados Unidos.
Los jueces arquearon las cejas al unísono.
—¿El vicepresidente es buen amigo suyo? —preguntó uno de ellos.
Los otros se echaron a reír.
El decimoctavo Roosevelt negó con la cabeza.
—No me parece posible que el nuevo Harry S. Truman sea amigo de un hombre con un aspecto tan sucio.
Kurt pensó en su apariencia. Estaba magullado y lleno de cardenales, y lucía una barba de cuatro días. El uniforme robado le quedaba un poco grande y estaba rasgado en algunas partes. En ese momento dio gracias por que no le brillara el cuerpo.
—No me están viendo precisamente en mi mejor momento —comentó.
Leilani se inclinó.
—¿El nuevo Harry S. Truman?
—Tengo la sensación de que han confundido nombres y títulos —le explicó Kurt—. Alguien que vino aquí debió de decirles que el líder del país era Roosevelt y el vicepresidente Truman.
—¿Por eso ese tío es el decimoctavo Roosevelt de la isla de Pickett?
—Creo que sí.
—Me siento como si estuviera en la dimensión desconocida —dijo Leilani.
Kurt se sentía igual, pero pensó que la situación tenía algunas ventajas, y como las vidas de sus amigos estaban pendientes de un hilo, no le quedaba más remedio que aprovecharlas.
—Lo que he dicho es verdad —insistió Kurt—. Y estoy aquí, en la isla de Pickett, con este aspecto, porque acabo de escapar de las garras de unos enemigos de Estados Unidos.
Los hombres se mostraron impresionados y empezaron a susurrar entre ellos.
—¿Cómo podemos estar seguros de que es estadounidense? —dijo el segundo juez.
—Se parece mucho a Pickett —observó el decimoctavo Roosevelt.
—Podría ser alemán. Se llama Kurt.
El decimoctavo Roosevelt pareció considerar razonable esa duda y se volvió hacia Austin.
—Deberá demostrárnoslo.
—¿Cómo?
—Le haré unas preguntas —expuso él—. Si las responde como lo haría un estadounidense, creeremos su historia. Si se equivoca, será considerado culpable.
—Adelante —dijo Kurt con seguridad—, pregunte.
—¿Cuál es la capital del estado de Nueva York? —preguntó el juez.
—Albany —contestó Kurt.
—Muy bien. Pero esa era fácil.
—Pues pregúnteme algo más difícil.
El juez frunció el ceño, mirando a Kurt con los ojos entornados antes de hacer la siguiente pregunta.
—¿Qué significa la expresión «el pitcher ha cometido balk»?
Kurt se quedó sorprendido. Esperaba otra pregunta de geografía o una pregunta de historia, pero pensándolo bien tenía sentido. La historia y la geografía eran fáciles de aprender, mientras que las oscuras reglas de los deportes nacionales no lo eran. Daba la casualidad de que Kurt había jugado al béisbol durante toda su juventud.
—El balk tiene lugar de muchas formas —explicó—, pero normalmente es cuando el pitcher no se queda totalmente parado antes de lanzar a la base.
Los jueces asintieron con la cabeza al unísono.
—Correcto —dijo uno.
—Sí, sí —afirmó otro, sin dejar de asentir.
—Tercera pregunta: ¿quién fue el decimosexto Roosevelt de Estados Unidos?
Kurt supuso que se refería al decimosexto presidente.
—Abraham Lincoln.
—¿Y dónde nació?
Otra buena pregunta. Era tan bien sabido que Lincoln era de Illinois que la mayoría de la gente daba por sentado que había nacido allí.
—Lincoln nació en Kentucky —contestó Kurt—. En una cabaña de troncos.
Los jueces asintieron con la cabeza mirándose unos a otros. Parecía que estaba haciendo progresos.
—Me siento como si estuviéramos en un concurso cutre —masculló Leilani.
—Lástima que no nos den comodines —añadió Kurt—. Me encantaría hacer una llamada ahora mismo.
—Una pregunta más —dijo el decimoctavo Roosevelt—. Díganos qué significa «la casa que Ruth construyó».
Kurt sonrió. Su mirada se posó en la anticuada gorra de los Yankees. Alguien que había influido en esos hombres era aficionado al béisbol y estaba claro que era de Nueva York.
—La casa que Ruth construyó es el estadio de los Yankees. Está en el Bronx —dijo. Acto seguido, para ganarse la calurosa aprobación de los jueces, añadió—: Recibe su nombre de Babe Ruth, el mejor jugador de béisbol de todos los tiempos.
—Está en lo cierto —dijo el decimoctavo Roosevelt, entusiasmado—. Solo un auténtico estadounidense sabría esas cosas.
—Sí, sí —convinieron los otros—. ¿Y qué hay de la mujer?
—Está conmigo —dijo Kurt.
—¿Y el hombre?
Kurt vaciló.
—Es mi prisionero.
—Entonces será nuestro prisionero —dijo uno de los jueces.
—Nuestro primer prisionero —proclamó el decimoctavo Roosevelt para gran regocijo de los presentes en la estancia—. Lleváoslo.
Ishmael se quedó sorprendido cuando dos hombres armados con carabinas avanzaron a toda prisa y lo agarraron.
—Debe ser tratado según la convención de Ginebra —dijo Kurt con seriedad.
—Sí, por supuesto. Será bien atendido. Pero será vigilado día y noche. En la isla de Pickett nunca hemos perdido a un prisionero. Por otra parte, no hemos tenido ninguno. No escapará.
Ishmael fue llevado a rastras sin que le dieran la posibilidad de defenderse. Kurt supuso que no le pasaría nada. Cuando la estancia se quedó vacía, se acercó al banco.
El decimoctavo Roosevelt le tendió la mano.
—Le pido disculpas por el trato que le hemos dado —dijo—. Tenía que asegurarme.
Kurt estrechó su mano.
—Es comprensible —adujo—. ¿Puedo preguntarle cómo se llama?
—Me llamo Tautog —dijo el juez.
—Y es el decimoctavo Roosevelt de la isla —confirmó Kurt.
—Sí. Cada cuatro años se elige un nuevo líder. Yo soy el decimoctavo. Llevo dos años en el cargo, defendiendo la isla y la Constitución de Estados Unidos de América.
Kurt hizo cálculos. Si cada mandato duraba cuatro años y Tautog solo ocupaba el cargo desde hacía dos, eso significaba que el primer Roosevelt había sido elegido hacía setenta años, en 1942.
La Segunda Guerra Mundial. Esos isleños, se dijo, habían entrado en contacto con alguien durante la contienda y los convirtieron en una pequeña fuerza de combate. Al parecer, nadie se había molestado en comunicarles que la guerra había terminado.
Kurt recorrió con la mirada el equipo náutico y el chaleco salvavidas. La prenda tenía un nombre desvaído imposible de leer.
—¿Atracó un barco aquí? —dijo.
—Sí —respondió Tautog—. Un gran barco de fuego y acero. El vapor John Bury.
—¿Qué fue de él? —preguntó Kurt.
—La quilla está enterrada en la arena en la parte este de la isla. El resto lo desmontamos y lo usamos para construir refugios y defensas.
—¿Defensas? —preguntó Leilani—. ¿Contra qué?
—Contra la Marina Imperial Japonesa y los ataques banzai —dijo Tautog como si fuera algo evidente.
Kurt se adelantó antes de que ella continuara hablando. Tautog y sus vecinos de la isla estaban sumamente aislados, y no solo en el aspecto geográfico. No sabía cómo reaccionarían si se enteraban de que la guerra que ellos y sus padres y abuelos habían librado había terminado hacía seis décadas y media.
—¿Quién los adiestró? —preguntó Kurt.
—El capitán Pickett y el sargento de primera Arthur Watkins de la Infantería de Marina de Estados Unidos. Ellos nos enseñaron la instrucción, a luchar, a escondernos, a localizar al enemigo…
—¿Quién era el aficionado a los Yankees? —preguntó Kurt.
—Al capitán Pickett le gustaban mucho los Yankees. Los llamaba los Bombarderos del Bronx.
Kurt asintió con la cabeza.
—¿Y qué pasó cuando se fueron?
Tautog puso cara de no entender la pregunta.
—No se fueron —dijo—. Los dos hombres están enterrados aquí con su tripulación.
—¿Murieron aquí?
—El capitán Pickett murió a causa de sus heridas ocho meses después de que el John Bury encallara. El sargento también estaba gravemente herido. No podía andar, pero sobrevivió durante once meses y nos enseñó a luchar.
A Kurt la historia le pareció asombrosa e intrigante. No había oído hablar de ningún culto de la carga en el que los estadounidenses se hubieran quedado. Ojalá pudiera ponerse en contacto con St. Julien Perlmutter y acceder a su extensa historia de batallas navales. El buque de carga tenía que constar en alguna parte, probablemente catalogado como «desaparecido y dado por hundido», una nota a pie de página más en una guerra descomunal.
—No lo comprendo —dijo Leilani—. ¿Por qué iban a necesitar luchar? Entiendo lo de la guerra y los japoneses, pero esta isla es muy pequeña. Está muy apartada. No creo que los japoneses estuvieran… estén… interesados en invadirla.
—No es la isla lo que protegemos —dijo Tautog—. Es la máquina que el capitán Pickett nos confió.
Kurt arqueó las cejas.
—¿La máquina?
—Sí —asintió Tautog—. La gran máquina. La Atormentadora.