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Los cinco camiones del convoy de Jinn avanzaron hacia el norte con estruendo y finalmente pararon en la carretera principal y enfilaron un camino de tierra. Dejaron atrás la presa y siguieron adelante, recorriendo una carretera que serpenteaba a lo largo de la orilla irregular del lago Nasser.

Ochocientos metros por encima de la presa, llegaron a una verja abierta de forma sospechosa y la cruzaron. En la cabina del primer camión, Sabah ordenó a los conductores que apagaran las luces y les hizo usar unas gafas de visión nocturna.

Oscurecido de esa forma, el convoy llegó a una rampa para embarcaciones en la orilla del lago.

—Dad la vuelta a los camiones —ordenó Sabah—. Metedlos dando marcha atrás.

Sabah bajó del primer camión y dirigió las maniobras. Los grandes vehículos se pusieron en fila unos al lado de otros; la ancha rampa era lo bastante grande para dar cabida a los cinco al mismo tiempo. Recordaban a grandes cocodrilos tomando el sol en la orilla.

Puesto que el lago estaba muy crecido a causa de la lluvia que había caído, la mayor parte de la rampa estaba sumergida. Sabah calculaba que unos treinta metros de hormigón se hallaban ocultos bajo el agua antes de que la rampa cruzara el lecho natural del lago.

A su señal, los camiones empezaron a descender con cuidado por la rampa. Los conductores se lo tomaron con calma, comprobando su progreso en los retrovisores y a través de las ventanillas abiertas.

Cuando las cajas de los camiones empezaron a entrar en el agua dando marcha atrás, Sabah sacó un mando a distancia de su bolsillo. Desplegó la antena, apretó el interruptor de encendido y pulsó el primero de cuatro botones rojos.

En la parte trasera de los cinco remolques, los cierres magnéticos que rodeaban los bidones amarillos se abrieron. Las tapas presurizadas se levantaron y se deslizaron a un lado.

Una luz verde indicó a Sabah que la activación había tenido éxito.

Sin que nadie la viera, la arena plateada de los microbots cobró vida, revolviéndose y arremolinándose como si hubiera serpientes escondidas bajo la superficie, y empezó a desbordarse de los bidones.

Ajenos a lo que estaba ocurriendo en las cajas de los camiones, los conductores siguieron descendiendo por la rampa, dejando que la gravedad hiciera el trabajo. Ninguno de ellos había hecho aquello antes, y la mayoría tenía la sensación de que estaban siendo succionados.

Sabah evaluó su progreso. La cautela de los hombres le agradaba. Significaba que no le estaban prestando atención.

—Bien —susurró al tiempo que presionaba el segundo de los cuatro botones rojos.

Dentro de las cabinas, los seguros de las puertas se bajaron de golpe, y las ventanillas se elevaron hasta quedar cerradas en un noventa por ciento y se pararon. El ruido y el movimiento sobresaltaron a los conductores.

Un instante más tarde, empezó a salir gas cloroformo de unas pequeñas bombonas hasta llenar las cabinas. Los hombres duraron solo un segundo o dos; ninguno consiguió abrir una puerta haciendo palanca. Uno bajó una ventanilla a la mitad antes de desmayarse y desplomarse pesadamente en el asiento.

Sin esperar un segundo, Sabah pulsó el tercer botón. Los motores de los camiones empezaron a girar. Los vehículos aceleraron hacia atrás y cruzaron el agua como una manada de ruidosos hipopótamos.

Los motores habían sido modificados para incorporar una toma de aire secundaria, camuflada como un tubo de escape que se elevaba por encima del techo del camión. Cuando Sabah había activado el cloroformo, la toma de aire principal se había cerrado y la principal se había abierto. En realidad, actuaba como un tubo de buceo, permitiendo que el motor respirara y siguiera girando incluso después de que el camión hubiera quedado sumergido en su totalidad.

Gracias a ello, los motores siguieron funcionando y las ruedas continuaron girando hacia atrás, empujando a los camiones por la rampa y a través de las rocas sumergidas y la grava que había detrás.

Los camiones se desplegaron como los dedos de una mano, se introdujeron debajo del agua y desaparecieron.

El impulso y la pendiente del pedregoso lecho del lago les permitieron seguir avanzando incluso cuando sus motores se inundaron. Cuando los vehículos se pararon por fin, estaban a nueve metros por debajo de la superficie y a cuarenta y cinco de la orilla.

Los conductores, inconscientes, no tardaron en ahogarse. En caso de que fueran descubiertos, serían identificados como radicales egipcios. La relación de Sabah y Jinn con el incidente seguiría sin conocerse, salvo por el general Aziz, que haría bien guardando silencio y seguramente no tendría más remedio que volver a sentarse a la mesa de negociaciones.

Cuando las aguas se asentaron, Sabah pulsó el último botón del controlador. A unos ochocientos metros de distancia, en la pared de la presa, dos dispositivos separados empezaron a emitir señales.

Ambos dispositivos, del tamaño de una maleta normal pero con la forma de una especie de cangrejos mecánicos, habían sido colocados allí por unos submarinistas cuarenta y ocho horas antes. Uno estaba justo debajo de la marca del nivel del agua, mientras que el otro se hallaba adherido a un punto de la pared inclinada de la presa veintiún metros por debajo.

Si los submarinistas habían hecho bien su trabajo, unos agujeros de tres metros se habrían abierto en la pared exterior y en el conglomerado de detrás. Cada cangrejo tenía un grupo de disciplinados microbots que ya estarían trabajando duro agrandando los agujeros.

El gran ejército que estaba saliendo de los camiones acudiría a la señal y aceleraría el proceso rápidamente. Dentro de seis horas, un chorro de agua aparecería en el lado opuesto de la presa cerca de la parte superior. Esa fuga abriría un canal, y la erosión que se produciría a continuación convertiría de inmediato el flujo en un torrente.

La primera fase de la catástrofe llegaría después, cuando las aguas del lago Nasser desbordaran la parte superior, ensancharan el canal con un flujo imparable e hicieran estragos en el valle del Nilo, pero eso solo era el principio.

El segundo túnel, que penetraría mucho más hondo en la presa, desestabilizaría el núcleo y abriría un túnel en el centro de la estructura. Con el tiempo cedería, y una enorme sección con forma de V se desplomaría de repente hacia atrás. La riada se convertiría en un tsunami.

En cierto modo, el general Aziz les había hecho un favor. Entre el mensaje que estaban a punto de enviar en Asuán y las medidas que Jinn estaba tomando en el océano Índico, Sabah dudaba que algún país del mundo se negara a aceptar sus exigencias o que osara amenazarlos.

¿Estarían dispuestos los estadounidenses a ver desmoronada la presa de Hoover, Las Vegas borrada del mapa por una inundación y los estados del sudoeste privados de electricidad y agua al mismo tiempo? ¿Permitiría China que la presa de las Tres Gargantas corriera una suerte parecida? Sabah lo dudaba.

Lanzó el mando a distancia al lago y empezó a alejarse. A unos ochocientos metros le esperaba un camello. Se montaría en él, se cubriría la cara con la kufiya y desaparecería en el desierto como los beduinos habían hecho durante miles de años o más.