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Desde el punto de vista de Joe, o el proceso de atraque del transbordador era excesivamente complicado o la embarcación y su capitán no eran los indicados para la tarea. Una hora después de que las puertas del compartimento se hubieran abierto y el barco hubiera trajinado de acá para allá una docena de veces, por fin chocaron contra un embarcadero.

Joe permaneció acurrucado en la parte trasera de la caja del camión. Los conductores y los tripulantes habían subido a sus vehículos mucho antes de que el barco se parara, y empezaron a arrancar los grandes camiones. Durante varios minutos, mantuvieron los motores al ralentí y, aunque las puertas permanecían abiertas, Joe estaba seguro de que se desmayaría a causa de los gases del diésel antes de que salieran.

Por fin, con la cabeza a punto de estallar como si tuviera una taladradora dentro del cráneo, los camiones empezaron a moverse. Salieron de uno en uno del compartimento de carga al embarcadero. Joe no se arriesgó a echar una ojeada hasta que consideró que estaban lejos del muelle. Pero le sorprendió lo rápido que se movían minutos después de abandonar el transbordador.

Pasó sigilosamente por delante de los bidones hasta la parte de atrás del camión. Como el suyo había sido el primero en entrar en el compartimento de carga, fue el último en salir. En ese momento iban a la cola del convoy, lo que significaba que podía mirar sin miedo a que lo descubrieran.

Levantó la lona unos centímetros y vio un macadán gris erosionado que desfilaba por detrás de ellos, mientras los camiones corrían por una carretera a velocidades que no habían alcanzado en Yemen.

Estaba oscureciendo de nuevo después de veinte horas de travesía en el barco. Joe veía terreno desértico por todas partes. Parecía que hubiera regresado a Yemen.

—¿No habíamos dejado todo esto atrás? —murmuró.

Por supuesto, había diferencias, principalmente la carretera pavimentada. Se veía más vegetación y algún que otro indicador. En los desiertos de Yemen no había ninguno. Cuando pasaban zumbando ante los indicadores, Joe trataba de leerlos, pero solo podía ver la parte de atrás de los que estaban en su lado de la carretera, y los que informaban a los conductores que iban en el sentido contrario solo se iluminaban con las luces traseras del gran remolque. El tenue fulgor rojo brillaba tan poco que Joe no podía ver gran cosa antes de que el indicador quedara fuera de su campo de visión.

Lo único que distinguía eran las letras. Estaban hechas con la caligrafía sinuosa del árabe y también con las letras mayúsculas del inglés, cuya simple presencia indicaba que estaba mucho más cerca de la civilización de lo que lo había estado en días.

Mientras Joe esperaba a que pasaran al lado de más señales, llegó la oscuridad de la noche y el paisaje se volvió monótono. Lo único que cambiaba era el aroma. Joe empezó a percibir olor a polvo, a humedad y a desierto mojado por la lluvia. Le recordaba Santa Fe, donde se había criado, cuando terminaba la estación seca. Al mirar arriba, reparó en que el cielo era un telón negro sin estrellas.

Instantes más tarde, la lluvia empezó a salpicar el camión y la carretera a su alrededor. Joe oyó un trueno a lo lejos. Mientras los vehículos seguían avanzando, la lluvia se intensificó, y el aire se enfrió y se humedeció. Para sorpresa de Joe, no fue un chaparrón sino un diluvio que siguió cayendo mientras el convoy recorría kilómetros. Pronto la lona que tenía encima estaba empapada y chorreando.

—Lluvia en el desierto —susurró Joe para sí—. Me pregunto si eso es bueno o malo.

Mientras el agua caía, se cruzaron con otro grupo de señales. Quiso la suerte que un coche pasara en el sentido contrario casi en el mismo instante. Sus luces largas atravesaron la lluvia e iluminaron un indicador en el lado opuesto de la carretera el tiempo suficiente para que Joe lo leyera.

El deteriorado letrero azul estaba desgastado por la arena y torcido, pero las palabras se veían con bastante claridad.

—Marsa Alam —dijo Joe en voz alta leyendo el indicador—. Cincuenta kilómetros.

Conocía la situación del lugar; se trataba de un puerto egipcio en el mar Rojo. Se hallaba detrás de ellos. Debía de ser donde el transbordador había atracado y los camiones habían desembarcado. Eso significaba que habían recorrido tres cuartas partes del camino de El Cairo a la frontera sudanesa y que se hallaban a solo un par de horas de Lúxor.

—Estoy en Egipto —susurró Joe, y rápidamente comprendió lo que eso significaba—. Estos tíos van a la presa de Asuán.