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Después de varias horas flotando, la suerte no había mostrado a Kurt más que desprecio.

El sol caía a plomo sobre ellos, bloqueado únicamente por el toldo improvisado de los paracaídas. La cámara de aire posterior estaba tan desinflada que no tenía sentido tratar de impedir que siguiera deshinchándose. El bote estaba ladeado, inundado en la esquina posterior en cuestión como un coche con un neumático pinchado. Y a pesar del valeroso esfuerzo de Ishmael, el cilindro frontal derecho parecía cada vez más endeble.

Kurt observaba a través de un pequeño corte en el paracaídas como un niño que mira a través de los agujeros abiertos en la sábana de un disfraz de fantasma.

—¿Alguna novedad? —preguntó Leilani.

—No.

Pronunció la palabra con voz ronca. A pesar del agua que había bebido en el avión, se le estaba secando la garganta de nuevo.

—Tal vez tendríamos que arrancar el motor —propuso Leilani—. No debemos de estar en las rutas marítimas.

Kurt sabía con certeza que no lo estaban. Pocos barcos pasaban por el centro mismo del océano Índico. Su única esperanza era acercarse lo bastante a África para alcanzar una ruta del mar Rojo de norte a sur o una ruta de petroleros del golfo Pérsico, surcada por barcos demasiado grandes para pasar por Suez rumbo al Cuerno de África.

Les faltaba mucho para alcanzar esos objetivos; por lo menos cien millas.

—No podemos llegar con la gasolina que nos queda.

—Pero tampoco podemos quedarnos aquí sin hacer nada —replicó ella.

—Tenemos cuatro litros y medio de combustible —dijo Kurt—. No vamos a desperdiciarlo para luego arrepentirnos de haberlo hecho.

Leilani lo miró fijamente con los ojos llenos de miedo. La joven estaba temblando.

—No quiero morir.

—Yo tampoco —dijo Kurt—. E Ishmael tampoco. ¿Verdad, Ishmael?

—Cierto —afirmó Ishmael—. No estoy listo. No estoy listo para morir, fijo.

—No vamos a morir —aseguró Kurt—. Tranquilos.

Leilani asintió con la cabeza; seguía cerca de la sección de popa, tratando de impedir que el cilindro se desinflara del todo.

—Será mejor que vayas a la parte de delante —dijo él—. Esa ya no da para más.

Leilani soltó la tela de goma y se dirigió a la parte delantera del bote por el lado de babor. Con el peso de la joven en popa, el rincón posterior se elevó un ápice y el bote se bamboleó un poco menos.

Kurt volvió a mirar por debajo de su tienda improvisada. Por la posición del sol, calculó que debían de ser las tres de la tarde más o menos. Estaba esperando a que anocheciera. Cuando salieran las estrellas, podría determinar con más exactitud dónde estaban y hacer planes en consecuencia.

Kurt bajó la vista al horizonte y observó cómo se producía un extraño fenómeno. Parecía la luz trémula de un espejismo en una carretera del desierto. Parpadeó dos veces como si le estuviera engañando la vista, pero el efecto no hizo más que intensificarse.

El mar empezó a brillar sin hacer nada de ruido. No era el sol moteado sobre el agua que todo marinero y pintor aficionado conoce a la perfección, sino una aparición casi efervescente.

Era más radiante hacia el oeste, en consonancia con el sol vespertino, pero podía ver lo mismo mirando hacia el este, el norte y el sur.

—¡Kurt! —gritó Leilani.

Él volvió a mirar debajo de la lona.

—Estás brillando.

Kurt se habría mirado a sí mismo, pero estaba demasiado hechizado por lo que veía en ella. Parecía que la hubieran pulverizado con polvo de estrellas.

Ishmael lucía una capa parecida, pero Leilani estaba más recubierta. Era como si la hubieran rociado con pintura reflectante de carretera.

—¿Qué es? —preguntó ella.

Kurt se miró las palmas de las manos, frotándose los dedos. El polvo reflectante se esparció como partículas húmedas, y una parte se desprendió. El efecto brillante era perfectamente visible, pero, por mucho que se fijaba, le resultaba imposible ver la causa. Tampoco podía tocarlo, ni siquiera cuando intentaba frotarlo entre los dedos. Eso solo podía significar una cosa.

—Los microbots de Jinn —dijo.

Kurt le explicó lo que eran y señaló que el mar estaba lleno de ellos. Al mirar hacia abajo en línea recta vio que la concentración era como una cucharada de azúcar en un plato llano de color negro. Notaba el calor que se reflejaba en ella. También le comentó que algunas de esas pequeñas máquinas habían sido halladas en el catamarán.

—¿Son perjudiciales para nosotros? —preguntó Leilani.

—Creo que no —respondió Kurt.

Omitió decir que consumían materia orgánica. Afortunadamente, las que tenía en la piel no parecían estar comiendo como las del laboratorio de Marchetti.

—De todas formas, ahora mismo no me importaría tropezarme con un barco que tuviera una buena ducha a bordo.

Leilani trató de sonreír.

Kurt no tenía forma de saber que se encontraban cerca de la plaga de Jinn y que la concentración que estaban viendo y el efecto brillante que estaban presenciando no era nada comparado con lo que Paul, Gamay y Marchetti habían visto desde la terraza de la sala de control de Aqua-Terra. Aun así, le costaba apartar la vista del mar centelleante.

Mientras observaba, una brisa le tiró de la manga y agitó la lona del paracaídas. Miró sin moverse hacia la proa y vio que la lona se levantaba, se posaba suavemente y volvía a levantarse.

La brisa se hizo más fuerte, y Kurt tuvo que agarrar las cuerdas para evitar que el paracaídas grande se fuera ondeando. Se volvió hacia Leilani.

—Ata este paracaídas a los asideros de la derecha y saca el otro.

Leilani ya se había puesto en movimiento sin cuestionar sus órdenes. La brisa que soplaba venía de un lugar situado detrás de ellos y ligeramente al norte. Era un viento caliente como los de Santa Ana de California o los sirocos del Sahara. Era como tener un secador a su espalda, pero a Kurt le daba igual.

Leilani y él trabajaron con rapidez. El bote estaba equipado con media docena de asideros separados y un par de abrazaderas al frente. Al cabo de un minuto, las cuerdas de los dos paracaídas estaban atadas a esos ocho puntos y tensas mientras los paracaídas ondeaban delante del bote.

Se llenaron al igual que velas, y el bote empezó a moverse tirado por los dos paracaídas como un par de caballos mágicos. A medida que los paracaídas recibían más y más viento, el bote ganó velocidad. Las partes desinfladas le impedían moverse con la rapidez del motor fuera borda, pero al menos navegaba.

Kurt no tenía ni idea de dónde había salido el viento en aquella zona de calmas ecuatoriales, pero le daba igual. Volvían a moverse, y era mejor que estar quietos.

Soplaban ráfagas, y las cuerdas chasqueaban y se tensaban tirando del bote hacia delante.

—¡Agárrate! —gritó Kurt al menos por tercera o cuarta vez ese día—. Tengo la sensación de que va a ser un viaje movido.