Era media tarde. El sol se estaba poniendo en el cielo al oeste. Jinn se había asegurado la ocupación de la isla flotante subiendo a bordo a treinta hombres, pesadas ametralladoras, lanzacohetes portátiles e incluso una docena de misiles tierra-aire, menos el que había usado contra Kurt Austin.
El hidroavión había repostado y aguardaba en el puerto deportivo por si tenía que marcharse rápido. Se sentía a salvo, seguro. Allí no tendría que preocuparse por Xhou ni por los otros miembros del consorcio, ni hacer frente a las repercusiones de los estadounidenses, que seguían ignorando sus métodos y objetivos.
Semejante éxito lo había envalentonado. Se encontraba en la cubierta de observación que sobresalía de la sala de control de Aqua-Terra. Los fastidiosos estadounidenses y el billonario italiano estaban cerca del borde, con las manos esposadas a la barandilla que tenían delante. Zarrina y un par de secuaces de Jinn se hallaban detrás de ellos. Otero se encontraba en el interior de la sala de control, con los dedos sobre las teclas de un ordenador portátil.
—Supongo que se preguntan por qué siguen vivos —les dijo a sus tres prisioneros más importantes.
—Estamos vivos porque nos necesita para asegurarse de que nadie sospeche qué está pasando —dijo el hombre alto, aparentemente dirigiéndose a los otros—. Para fingir que aquí todo va como la seda si alguien llama. Lo cual ocurrirá dentro de poco, pero no contará con nuestra colaboración.
Una sonrisa burlona se dibujó en los labios de Jinn. No eran tontos, pero desde luego no estaban al tanto de los últimos acontecimientos. Jinn se acercó al hombre alto por detrás.
—Paul, ¿verdad?
—Así es.
A Jinn le molestaba que el tal Paul fuera mucho más alto que él. Le recordaba unas palabras de Sabah, quien le había dicho que el trono de un rey era siempre el asiento más alto de la sala y que el sha de Irán solía dar audiencia en una sala con un solo asiento, el suyo. Todos los demás tenían que quedarse de pie mientras él estaba sentado a tanta altura que les sacaba una cabeza entera.
Jinn movió la pierna, acercó la puntiaguda puntera de su bota a la parte posterior de las rodillas del estadounidense y lo derribó.
Paul dejó escapar un gruñido de dolor y sorpresa. Cayó de bruces y se dio con el mentón contra la barandilla. Se mordió el labio, y la boca se le llenó de sangre.
—Eso está mejor —dijo Jinn, alzándose por encima del hombre que ahora estaba de rodillas—. No se moleste en levantarse.
—Cabrón —soltó la mujer.
—Ah, la esposa leal —dijo Jinn—. Por ese motivo sé que harán lo que les mande. Porque si uno de los dos me desobedece, le provocaré un dolor insoportable al otro.
—No tiene por qué hacer eso —rogó Marchetti—. Le pagaré por nuestra liberación y por la liberación de mis hombres. Puedo ofrecerle una fortuna. Poseo millones, casi cien millones en activos líquidos, dinero al que Matson y Otero no tienen acceso. Solo ha de dejarnos marchar.
—Hace mucho oí a alguien hacer una propuesta parecida —dijo Jinn—. «Todo lo que tengo a cambio de un niño». Ahora entiendo por qué rechazaron su oferta. Su propuesta es una gota de agua en el mar. Es insignificante para mí.
Jinn se volvió hacia la sala de control y estableció contacto visual con Otero.
—Ha llegado el momento. Da la señal a la plaga. Sácala a la superficie.
—¿Estás seguro? —preguntó Zarrina.
Jinn ya había esperado demasiado.
—Manteniendo la plaga debajo de la superficie, nuestra capacidad para modificar el clima se ha visto limitada. Para cumplir nuestro destino, por no hablar de nuestras promesas, tenemos que enfriar el mar más rápidamente.
—¿Y los satélites estadounidenses? Si reparan en el efecto, tendremos problemas más graves de los que ocuparnos que esta gente de la NUMA.
—Otero ha trazado las rutas, las altitudes y los tránsitos de todos los satélites espías y todos los satélites meteorológicos que cruzan esta parte del océano. Dirigiendo la plaga desde aquí, podemos indicarles que suban y bajen a intervalos más precisos que desde Yemen. Aparecerán cuando nadie esté mirando. Y desaparecerán antes de que los ojos del mundo se vuelvan hacia ellos.
—Parece complicado —dijo Zarrina.
—Menos de lo que crees —insistió Jinn—. Estamos en mar abierto. Aparte de algún que otro buque de guerra, no hay gran cosa que mirar. Los satélites espías están orientados a miles de kilómetros al norte, vigilando los ejércitos y el petróleo de Oriente Medio. Escudriñan Irán, Siria e Irak, cuentan tanques y aviones rusos cerca del mar Caspio o grupos de combate estadounidenses en el golfo Pérsico.
Miró a Otero.
—¿De qué espacio disponemos?
Este consultó su ordenador.
—Tenemos cincuenta y tres minutos antes de que el próximo satélite se ponga al alcance.
—Entonces haz lo que te mando —ordenó Jinn.
Otero asintió con la cabeza, abrió la pantalla de control e introdujo el código de nueve dígitos de Jinn. La transmisión de visibilidad directa se emitiría hasta el horizonte. A partir de allí, los robots se comunicarían entre ellos como fichas de dominó.
Pulsó la tecla ENTER.
—La señal se está procesando.
Jinn miró a través del agua, esperando para ver la exhibición. La primera señal tardó un minuto en aparecer, pero entonces la superficie del mar empezó a cambiar rápidamente.
Durante todo el día no había habido viento digno de mención, y el mar lucía cristalino a su alrededor. Pero cuando los robots salieron a la superficie, la apariencia lisa del agua adquirió un aspecto granulado, como una bahía apartada cegada por las algas.
Jinn observó cómo el efecto se propagaba por todos lados y se extendía a lo lejos. Pronto llegó hasta donde le alcanzaba la vista, pero sabía que iría mucho más allá, al menos ochenta kilómetros en cada dirección. Los vestigios más finos de su creación se extenderían ciento sesenta kilómetros más allá y se dispersarían como los brazos de una galaxia.
—Mándales que desplieguen sus alas.
Otero empezó a teclear otra vez.
—Orden codificada —dijo—. Transmitiendo… ahora.
Jinn sacó unas caras gafas de sol de su bolsillo. Necesitaría las lentes oscuras en unos instantes. Se las puso mientras el mar empezaba a transformarse de nuevo.
Parecía que una ola lo estuviera recorriendo, como un temblor. El color pasó de un gris plomizo a un apagado tono brillante y luego empezó a iluminarse hasta que el mar relució con el acabado de un espejo. Con el sol vespertino todavía en lo alto, el efecto era deslumbrante incluso a través del escudo de las gafas polarizadas.
Jinn vio que los prisioneros miraban asombrados y que luego apartaban la vista cuando el fulgor resultó demasiado doloroso de ver.
Jinn entornó los ojos y miró un instante, el pecho henchido de orgullo.
Sobre la superficie del mar, billones y billones de sus diminutas máquinas habían desplegado unas alas espejadas, ocultas hasta entonces bajo unos caparazones como los de los escarabajos. El acto triplicó el espacio ocupado por cada microbot. La superficie reflejada de las alas cuadruplicó la cantidad de luz del sol devuelta a la atmósfera superior, lejos del océano.
Era como si un manto reflectante hubiera sido tendido sobre trece mil kilómetros cuadrados del océano Índico.
Gamay fue la primera en establecer la conexión.
—El cambio de temperatura —dijo—. Así es cómo se consigue.
—Sí —asintió Jinn—. Y la tendencia al enfriamiento se acelerará ahora. Estas aguas están cuatro grados por debajo de la temperatura más baja detectada aquí en esta época del año. Según mis cálculos, la temperatura de la superficie bajará otro grado entero al anochecer. Cada día el efecto se intensificará. Pronto, una gigantesca fuente de agua helada ocupará el centro de este océano tropical mientras en otra parte del océano los microbots estén haciendo exactamente lo contrario, absorbiendo calor, manteniendo el océano caliente. El diferencial de temperatura provocará vientos, a unos les traerá tormentas y a otros les hará abandonar toda esperanza de evitar una hambruna monstruosa.
—Está loco. Matará a millones de personas.
—La hambruna los matará —la corrigió él.
Gamay se quedó callada. Ninguno de los otros dos dijo nada. Los tres mantuvieron la vista apartada del brillante reflejo.
Jinn se bañó de la luz cristalina como si fuera la gloria misma. Desde luego era una justificación, y una prueba de los poderes divinos que ahora tenía en la palma de su mano.
—No se saldrá con la suya —dijo Paul.
—¿Y quién me va a detener?
—En primer lugar, mi gobierno —añadió Paul—. El gobierno de la India, la OTAN, la ONU. Nadie va permitir que deje morir de hambre a un continente. Su pequeña fuerza no durará mucho contra un escuadrón de F-18.
Jinn lo miró fijamente.
—Parte usted de un malentendido de poder fundamental —dijo—. Cierto, mi gente y yo somos insignificantes a nivel mundial. Pero el poder no solo reside en sus países; reside en el equilibrio de todo el planeta. Cuando las precipitaciones empiecen a alimentar bocas chinas, los chinos no permitirán que la ONU, ni su gobierno ni la gente de Nueva Delhi redirijan su premio recién descubierto. Vetarán cualquier resolución y frustrarán sus deseos de intervenir. Se les unirán los países de Oriente Medio, Pakistán y los rusos. Todos ellos se beneficiarán de lo que yo provoque, y me pagarán y protegerán a cambio de lo que reciban. Será fácil ponerlos en contra de Estados Unidos. Si cree lo contrario, es usted rematadamente ingenuo.
—Se arriesga a provocar una guerra —dijo Gamay—. Una guerra que podría engullir al mundo entero, usted incluido.
—Lo más probable es que sea una guerra de ofertas.
Jinn se recreó en el momento. Dentro de poco más de veinticuatro horas habría aplastado a sus enemigos, tanto internos como externos. Habría demostrado su genialidad y entonces recibiría sus recompensas. El dinero entraría a raudales procedente de China y de los nuevos socios que había aceptado en Pakistán y en Arabia Saudí. Después llegarían las contraofertas de la India y de otros países, y, por consiguiente, las pujas aumentarían.
—De todas formas irán a por usted y su vil creación —afirmó Paul.
—Por supuesto que sí —contestó Jinn—. Pero jamás me encontrarán, y demostrarán no ser más capaces de destruir lo que he creado que de erradicar los insectos o las bacterias del mundo. Así que matarán a millones de ejemplares de la plaga. Los billones que queden seguirán reproduciéndose. A los microbots les resultará fácil tomar los restos de sus muertos y usar los materiales para crear otros nuevos. Es lo que hacen. Marchetti los diseñó para que lo hicieran.
El italiano apartó la vista sacudiendo la cabeza, atormentado por los remordimientos.
—Y si alguien me desafía, sufrirá las consecuencias —añadió Jinn—. La plaga se extenderá hasta los lugares más recónditos del mundo. Dentro de poco los siete mares estarán bajo mi control. Si algún país es lo bastante tonto para desafiarme o simplemente se niega a pagar el tributo que exijo, sufrirá. Sus caladeros serán destruidos, sus fuentes de alimento se consumirán delante de sus propias narices, sus puertos serán invadidos y bloqueados, y sus barcos atacados en tránsito.
—Vendrán a por usted —le espetó Paul—. Usted es la serpiente. Lo único que tienen que hacer es cortarle la cabeza.
—Se les advertirá que dejen a la serpiente en paz —insistió Jinn—. He programado un desastroso código en la plaga. Si muero o me veo obligado a activarlo por otros motivos, pasará de ser un arma manejada con precisión a convertirse en una plaga de proporciones inimaginables que consumirá, crecerá y atacará todo a su paso. Como las langostas del desierto, no dejará más que muerte tras de sí.
Los dos estadounidenses se miraron. Si Jinn no la había interpretado mal, era una mirada de derrota. El silencio que siguió a sus palabras se lo confirmó.
Se secó la frente. Estaba empezando a sudar a medida que la temperatura ambiente de la isla aumentaba con toda la energía reflejada. Una brisa comenzó a soplar a través de la cubierta, la primera en días, pero no era fría ni refrescante. Era un viento caliente provocado por el calentamiento diferencial. Marcaba el inicio de la tormenta.