Joe Zavala había pasado quince horas en el compartimento de carga de un barco desconocido sin más compañía que un grupo de camiones y miles de millones de microbots. Otro hombre se habría vuelto loco y habría tirado la toalla, aporreando las puertas para salir. Joe hizo buen uso del tiempo.
Había registrado a fondo cada camión. Había encontrado tres botellas de agua, de las cuales había bebido dos y había reservado una. También había descubierto una bolsa de plástico de cierre hermético llena de una especie de cecina. No era carne de vaca, pero quizá fuera de cabra, camello o cordero. Había comido toda la que había podido y había guardado el resto.
También había medido los confines del lugar, había echado un vistazo debajo de los capós de los camiones y se le habían ocurrido varios planes de acción alternativos. Incluso había considerado sabotear los motores, arrancando los cables del distribuidor, manipulando los carburadores o aflojando los tapones del aceite para que los grandes vehículos no arrancaran o se averiaran poco después de ponerse en marcha.
Optó por no hacerlo. Si los camiones no funcionaban, no podría salir del barco. Si se movían y se averiaban después de recorrer treinta kilómetros, Joe podría verse atrapado en un sitio peor que Yemen… y además rodeado de guerrilleros furiosos.
Consideró escapar. Las enormes puertas seguían cerradas a cal y canto, pero Joe estaba convencido de que podría abrirlas a golpes con todos los caballos de potencia de los que disponía. Y luego, ¿qué? Basándose en lo que recordaba de su entrada en el carguero y la gruesa capa de marcas de neumáticos que había en el suelo, suponía que estaba cerca de la parte trasera de algún tipo de embarcación de transporte especializada. Una especie de transbordador de vehículos.
No era un barco para carga rodante porque no había salida delantera, pero sin duda estaba diseñado para vehículos. Por la forma en que se bamboleaba y se mecía, tampoco creía que fuera muy grande, lo que significaba que probablemente no lo estaban llevando muy lejos.
Decidió no escapar. Eso solo lo llevaría a tirarlo todo por la borda. En lugar de ello, esperó, se echó una siesta en la caja del primer camión y se despertó con un sonido de gritos en las cubiertas superiores.
Parecía que el barco estuviera reduciendo la velocidad y maniobrando con incrementos más pequeños.
El sonido de bocinas y silbatos de otros barcos hacía pensar que estaban cerca de un puerto o de un muelle. Joe intuyó que el momento de actuar se acercaba. Si el barco atracaba en ese misterioso puerto, encontraría una forma de salir aunque no fuera el destino final del camión.
Finalmente oyó un ruido procedente de las puertas traseras. Alguien estaba abriendo un pesado candado. Momentos más tarde, la luz entró a raudales en el compartimento mientras las puertas empezaban a abrirse.