Kurt Austin había pasado varios minutos rebuscando en la bodega del avión. No había hecho caso a las pistolas, ni a la munición ni a los cohetes que había visto antes, para gran perplejidad de Leilani Tanner.
—¿Qué haces? —preguntó ella.
—Un general sabio saquea al enemigo —afirmó Kurt.
—Otra vez —repuso Leilani—. Tengo serios problemas para entenderte.
—Sun Tzu —explicó Kurt—. El arte de la guerra.
—Ah —dijo ella—. He oído hablar de él.
Kurt sacó de una caja un juego de bridas como las que se usaban para esposar a los prisioneros.
Leilani se quedó mirando los lazos de plástico.
—Los he visto antes.
—Nuestros amigos tienen pensado tomar más rehenes —dijo él, preguntándose de nuevo adónde se dirigían.
Se metió un puñado de bridas en el bolsillo y hurgó en las siguientes cajas.
—¿Qué más buscamos?
—Probablemente haya dos o tres hombres en la cabina. Dos pilotos y un ingeniero, si es que tienen uno. A lo mejor incluso haya un cuarto en la litera de arriba.
—Pero no podemos dispararles —dijo ella—. Entonces ¿cómo vamos a luchar contra ellos?
—No vamos a luchar.
Ella lo señaló con el dedo.
—¿Lo ves? A eso me refiero, con lo de la confusión. Te estaba siguiendo y de repente… pum.
Kurt no pudo evitar sonreír. Levantó un dedo, como recordaba haber visto hacer al maestro de Kung fu en la serie.
—Luchando y conquistando no se alcanza la excelencia —dijo—. Pero vencer la resistencia del enemigo sin luchar es algo supremo.
—¿Sun Tzu, también?
Él asintió con la cabeza.
—¿Me lo puedes traducir?
—Si tienen miedo a moverse, no harán tonterías —explicó Kurt—. Pero, para conseguirlo, necesitamos algo más mortífero que un cuchillo y más letal que una pistola, algo tan temible que los pilotos hagan lo que les digamos y ni se planteen resistirse.
Levantó la tapa de otra caja y sonrió. Una expresión de miedo cruzó el rostro de Leilani.
—No sé qué decirle —dijo.
—Créeme, esto es exactamente lo que buscamos —afirmó él.
Oyeron que los alerones se extendían, y el aire turbulento empezó a zarandear el avión.
—Vamos a aterrizar —dijo Leilani.
Kurt miró por la ventanilla. El horizonte estaba empezando a resplandecer, y el cielo estaba cambiando de tono. No vio rastro de tierra.
—Depende de lo que entiendas por aterrizar.
—¿A qué te refieres?
—Esto es un hidroavión —dijo él—, llamado con más exactitud barco volador. Aterriza sobre el agua.
Kurt se debatía entre dos opciones. Por una parte, estaba deseando ponerse en marcha antes de que se acercaran demasiado a donde se dirigían, pero, por otra, sentía una gran curiosidad por saber adónde iban.
Recordaba que Jinn había dicho que tenían que trasladarse a un lugar seguro. Sería estupendo que Kurt pudiera informar y facilitar la localización de ese lugar a las autoridades.
Sin embargo, pensó en los depósitos de agua que había en la panza del avión y en el cargamento de microbots que sospechaba que transportaban. Le pareció mejor idea ponerse en movimiento antes de que fuera demasiado tarde.
Se dirigió a la zona de los asientos, sacó el cuchillo y empezó a trabajar con el artículo que había sacado de la caja.
—No voy a hacer preguntas —dijo Leilani, apartando la vista.
Cuando hubo terminado, se metió otra vez el cuchillo en una bota y lo tapó con la pernera del pantalón. A continuación, cogió una de las Luger de nueve milímetros y extrajo el cargador. Descargó rápidamente todas las balas, incluida la de la recámara, y acto seguido volvió a introducir el cargador.
Se la dio a Leilani con el seguro quitado.
—No me gustan las pistolas —dijo la muchacha.
—No pienses en ella como una pistola.
—Pero es una pistola —insistió Leilani.
Kurt ya había echado a andar hacia la parte delantera del avión.
—Sin balas, no lo es. No es más que un farol, y más vale que la empuñes como Harry el Sucio… —Vio la expresión vaga que apareció en el rostro de la joven y cambió de referente—. O como Angelina Jolie, si quieres que crean que vas a disparar.
—Pero yo no voy a disparar.
Mientras se acercaba a la escalera de mano que subía a la cubierta de vuelo, Kurt confió en que bastara con el farol que él iba a marcarse, porque no creía que Leilani hubiera acabado de entender el concepto.
—Tú quédate detrás de mí, a mi derecha, y apúntalos con la pistola —dijo.
—¿Algo más?
—Sí. Intenta poner cara de mala.
Kurt subió por la escalera, que se ladeaba hacia la cubierta de vuelo.
Los pilotos volvieron bruscamente la cabeza al oír el alboroto y vieron a Kurt. El comandante gritó. El copiloto alargó la mano para desabrochar su cinturón de seguridad. Kurt les enseñó lo que llevaba.
Se pararon en seco, mirando la granada que Kurt sostenía en la mano. Tiró de la anilla de forma exagerada, manteniendo la palanca de seguridad firmemente bajada.
Leilani se acercó por detrás de él, apuntando de manera convincente con la pistola vacía.
—¡Que nadie se mueva! —gruñó.
Los pilotos ya se habían quedado quietos, pero Kurt valoró el esfuerzo.
—Eso es —dijo—. Supongamos que la señal del cinturón de seguridad está encendida y no pueden moverse por la cabina.
El comandante se volvió de nuevo hacia los mandos, y el copiloto se quedó mirando.
—¿De qué está hablando?
—Las manos sobre los mandos —ordenó Kurt—. La vista al frente.
El copiloto obedeció, pero masculló algo en árabe al comandante.
—¿Intenta llevársela? —preguntó este—. ¿Rescatarla? Es usted tonto, desperdiciando su vida por esta mujer débil.
—¡Cállate, imbécil! —bramó Leilani—. ¡Como no me ayudéis, os llenaré la cabeza de plomo!
Miró a Kurt sonriendo orgullosamente.
—¿Qué tal?
—Tenemos que trabajar un poco los diálogos, pero no está mal.
Kurt miró por la ventanilla. El horizonte estaba empezando a aclararse hacia el este, pero el cielo seguía luciendo un color morado oscuro, y aún resultaba difícil distinguir dónde acababa el cielo y dónde empezaba el mar.
Vio los otros dos aviones a reacción delante de ellos, pero solo los reconoció por las luces de navegación. El aparato más cercano parecía encontrarse a un kilómetro de distancia y aproximadamente a unos trescientos metros más abajo. El primer avión debía de hallarse a unos cinco kilómetros de distancia y a unos trescientos metros por debajo del otro. El escuadrón al completo estaba descendiendo. No oyó ninguna transmisión, de modo que supuso que estaban operando en silencio radiofónico.
—¿Adónde nos llevan? —preguntó.
—No digas nada —ordenó el comandante.
Kurt se figuró que estaban en un punto muerto: difícilmente podía amenazarlos con volar el avión si ellos no estaban dispuestos a decírselo. Consultó el altímetro y vio que estaban descendiendo a dos mil quinientos metros. Dentro de diez minutos estarían en el agua. Forzó la vista hacia delante, pero seguía sin poder ver un palmo de tierra.
Decidió que había esperado el tiempo suficiente.
—Este es el trato —dijo—. Si quieren vivir, harán lo que yo diga.
—¿Y si nos negamos? —le espetó el copiloto.
—Entonces volaré el avión —afirmó Kurt.
—Es un farol —dijo el copiloto—. Es débil. Un estadounidense. No tendrá los…
Antes de que acabara la frase, Kurt le dio un golpe del revés en la sien. El hombre ladeó bruscamente la cabeza y apoyó una mano en la pared del fuselaje para mantener el equilibrio.
—¿Creen que me arriesgaría a volver a caer en manos de Jinn? —dijo Kurt.
El hombre se llevó la mano a un lado de la cara y miró de nuevo a Kurt como un animal castigado. Los dos pilotos intercambiaron una mirada. Kurt contaba con que los dos hombres sabían la clase de chiflado que era Jinn. Suponía que los cadáveres que yacían en el fondo del pozo no eran los únicos empleados que había despachado.
Iniciaron entre ellos una discusión en árabe.
Kurt propinó otro golpe del revés al copiloto.
—¡En mi idioma!
El hombre le lanzó una mirada fulminante y volvió a alargar la mano lentamente hacia la hebilla del cinturón de seguridad.
—Tiene razón —dijo—. Si Jinn lo atrapa, le hará suplicarle que lo mate. Pero si lo dejamos libre, será peor para nosotros.
La hebilla del cinturón se soltó emitiendo un sonido metálico, y el hombre se volvió en su asiento y se levantó de forma amenazadora en la pequeña cabina.
—Así que vuélenos en pedazos —dijo—. Llévenos a todos al paraíso.
Kurt lo miró fijamente. El hombre no parpadeó, y aunque Kurt tampoco pestañeó, no podía salir victorioso de aquel enfrentamiento.
—Que así sea —dijo Kurt.
Soltó la palanca de seguridad y lanzó la granada al copiloto. El proyectil le dio de lleno en la cara, y el hombre adoptó repentinamente una expresión de sorpresa. Trató de atraparla como quien intenta coger una pastilla de jabón mojada en la ducha y la golpeó hacia el comandante.
El hombre se abalanzó sobre ella con los ojos como platos, pero fue interceptado por el fuerte derechazo cruzado que Kurt le asestó.
Este había empleado todo el cuerpo en el movimiento, ladeándose desde la cadera y el hombro, tomando impulso con el pie derecho y lanzando el brazo hacia delante con toda la fibra muscular de su cuerpo.
El hombre se quedó sin fuerzas y cayó hacia atrás sobre el comandante y el mando, e hizo bajar el avión en picado.
Ingrávido por un instante, Kurt chocó contra el techo. Cuando cayó al suelo, se abalanzó hacia delante, agarró al copiloto inconsciente por el cinturón y tiró de él hacia atrás. Al retirar el peso muerto que oprimía al comandante, el descenso en picado disminuyó un poco, pero, para su sorpresa, este último empuñaba una pequeña pistola.
Kurt golpeó de lado la extremidad del comandante con un movimiento de su mano izquierda, y la pistola se descargó. La bala alcanzó al copiloto en el costado. Un segundo disparo impactó en el asiento.
Kurt trató de apartar el brazo del comandante, pero la fuerza de apalancamiento no le favorecía. Este tiró del brazo hacia atrás, se soltó y volvió a apuntar a Kurt.
El de la NUMA se agachó y empujó el mando con la palma de la mano. El avión se sacudió violentamente al mismo tiempo que el comandante disparaba de nuevo.
La bala erró el blanco e impactó en el tablero situado encima de ellos, que estalló en una lluvia de chispas. Un grupo de señales luminosas se encendieron acompañadas del sonido de unas alarmas.
El avión se lanzó en picado dando bandazos en dirección al mar. Resultaba difícil hacer algo que no fuera agarrarse. Kurt consiguió golpear al comandante una vez antes de salir despedido hacia atrás por la fuerza centrífuga del avión dando vueltas.
Alargó la mano hacia su bota. La pistola se giró en dirección a él mientras el comandante preparaba el tiro de gracia.
Kurt empujó el brazo hacia delante, y el comandante se detuvo en pleno movimiento en cuanto el cuchillo de Kurt se le clavó en el corazón. Su rostro adoptó una expresión vacía, la pistola cayó, y el hombre puso los ojos en blanco.
El avión se sacudió de nuevo bruscamente, y Kurt agarró la palanca de mando, luchando por contrarrestar el giro. Poco a poco, las alas del avión se nivelaron. Pero para entonces el sistema de alerta de proximidad al suelo se había activado, y la voz del ordenador estaba diciendo: «Ascienda. Ascienda. Ascienda».
Kurt estaba ascendiendo, pero no quería que las alas se desprendieran. El morro se elevó lentamente a pesar de que el altímetro seguía dando vueltas. Finalmente, volvió a ver el horizonte, y, un par de segundos más tarde, el morro del avión apuntó hacia él.
A medida que la velocidad disminuía y empezaban a ascender, parte de las señales luminosas y de las alarmas se apagaron. Cuando rebasaron los trescientos metros en pleno ascenso, el ordenador dejó de decirle a Kurt lo que tenía que hacer.
Una vez que el avión estuvo nivelado y estable, Kurt echó un vistazo a la cabina. Estaba compartiendo asiento con el comandante muerto. El copiloto yacía en el suelo entre los dos asientos, igual de muerto que antes. Faltaba otra persona.
—¿Leilani? —gritó Kurt.
—Estoy aquí —dijo ella, asomando la cabeza en la cubierta de vuelo desde abajo.
—¿Qué te ha pasado?
—Me he caído por la escalera —comentó, avanzando con aspecto un tanto aturdido. Se inclinó y recogió algo del suelo. Era la granada—. ¿Por qué no hemos volado por los aires?
—Le quité la espoleta —explicó Kurt—. Todavía tiene explosivo dentro, pero no se puede detonar sin la espoleta.
Ella la colocó con cuidado sobre un reposavasos.
—¿Ato a estos tipos?
—Es un poco tarde para eso —dijo él—. Saquemos a este de mi asiento.
Se levantó, y Leilani desabrochó el cinturón del cadáver del comandante y lo soltó mientras Kurt controlaba los mandos.
—Estás pilotando el avión —dijo ella como si acabara de darse cuenta.
—Más o menos.
—Creía que habías dicho que no sabías hacerlo.
—Debería haber sido más exacto —repuso él—. Puedo hacer que vuele de un lado a otro, arriba y abajo, deprisa y despacio. Probablemente pueda orientarlo en la dirección correcta. Lo que me va a costar más es aterrizar sin abrir un cráter humeante en el suelo y sin que se rompa en pedazos cuando llegue al agua.
—Ah —dijo ella, súbitamente pálida.
—Pero aprendo rápido —añadió Kurt, tratando de alentar la confianza de la joven—. Y con estos dos muertos, la verdad es que no tengo otra alternativa.
Kurt había pilotado aviones pequeños, si bien nunca lo había hecho el tiempo suficiente para que le concedieran permisos o categorías de vuelo, pero conocía los rudimentos básicos. Casi todo era cuestión de instinto. A excepción de los aviones militares de alto rendimiento, los demás aparatos solían volar solos. Estaban diseñados para ser estables y permitir un amplio margen de error, aunque el hidroavión ruso le parecía pesado de morro como un barco con un problema de lastre.
—¿Qué hay del sistema de extracción con paracaídas? —preguntó ella—. ¿Podríamos saltar por la parte de atrás?
—Podríamos intentarlo cuando lleguemos a donde vamos —dijo él.
Kurt examinó el cuadro de instrumentos y vio los mandos de la puerta trasera y la rampa de cola. Tomó nota mentalmente de su situación.
Para entonces habían vuelto a ascender a mil quinientos metros y estaban otra vez en la trayectoria original. Varios kilómetros por delante de ellos, vio los otros dos aviones recortados contra el cielo despejado. Seguían descendiendo, pero la bajada en picado y los giros habían situado a Kurt y a Leilani muy por debajo de su altitud.
—No saben lo que ha pasado —dijo Leilani.
—No —respondió Kurt—. Al viajar sin comunicaciones por radio, ni espejos retrovisores ni cobertura de radar de popa, no pueden haber visto nada. Y lo que es más importante, no nos verán desviarnos y dirigirnos a las Seychelles.
—¿Allí es a donde vamos?
Kurt había hallado una lectura de navegación en una pequeña pantalla de ordenador. Estaban casi en el centro justo del océano Índico. Las Seychelles se encontraban a seiscientos cincuenta kilómetros al sudoeste, aproximadamente a una hora de vuelo.
Kurt sonrió.
—Es la parcela de civilización más cercana —informó—. Y con civilización me refiero a un sitio donde haya un teléfono y una máquina expendedora de Coca-Cola, y donde la gente no intente matarnos.
Leilani sonrió.
—Suena bien.
A Kurt le pareció encantadora su sonrisa. Era afable, natural y sencilla. Y esa sencillez le resultaba como un bálsamo en ese momento.
Empezó a orientar el avión a reacción ruso hacia el oeste, calculando que se encontraría a unos ciento sesenta kilómetros de distancia cuando alguien se molestara en mirar a su alrededor. Pero antes de desviarse demasiado de su rumbo, algo le llamó la atención: un punto negro en el mar plateado.
Al parecer Leilani también lo vio.
—¿Crees que se dirigen a esa isla?
—Estamos muy lejos de la isla más cercana —dijo él.
—Pues eso es demasiado grande para ser un barco —contestó Leilani.
Kurt se quedó mirando. Cayó en la cuenta de lo que era cuando la luz del sol naciente centelleó en una serie de altas estructuras triangulares repartidas a lo largo del perímetro de aquella monstruosidad flotante.
—Eso es porque no es un barco —dijo—. Es un montón de metal flotante llamado Aqua-Terra.
Una oleada de adrenalina recorrió el cuerpo fatigado de Kurt. Tres aviones anfibios llenos de armas, lanchas motoras hinchables y pistoleros a sueldo no merecían el beneficio de la duda. No iban a hacer una visita a las instalaciones. Eran un equipo de ataque, operando en silencio radiofónico, que se proponía atacar y tomar la isla al amanecer.
—Abróchate el cinturón —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Leilani—. ¿Qué vamos a hacer?
Kurt alargó la mano y aceleró al máximo.
—Estamos a punto de hacernos notar.