Kurt Austin estaba atrapado en el servicio. Se había colado en el avión que transportaba la mayor parte del material y que tenía menos hombres de Jinn pululando a bordo, y se había escondido en el pequeño aseo cerca de la parte delantera del compartimento de carga. Después de beber una docena de tragos de agua recogiéndola con las manos del pequeño grifo, se había subido encima del váter para que nadie pudiera verle los pies.
Aguardó y escuchó con las cortinas corridas. Cajas de cartón y grandes montones de material fueron cargados y sujetos con cuerdas. Oyó juramentos cuando algo pesado se cayó y luego las voces de los pilotos cuando subieron por una escalerilla de mano y entraron en la cubierta de vuelo.
Al final oyó unas voces más ásperas dando órdenes a alguien. Una mujer respondió con acento estadounidense:
—Vale, vale. Dejad de empujarme.
Kurt estaba seguro de que se trataba de la mujer del pasillo, la que él creía que era la hermana de Kimo. Por lo menos había elegido el aparato correcto.
Minutos más tarde, el avión arrancó. Mientras Kurt se agarraba e intentaba desesperadamente no resbalarse del retrete, el hidroavión rodó hasta la pista de aterrizaje, hizo funcionar los motores a toda potencia y aceleró por el lecho del lago sorprendentemente accidentado. El despegue tardó una eternidad, y Kurt se alegró cuando el avión se elevó finalmente por los aires.
A juzgar por el lento ritmo de ascensión y la longitud del recorrido de despegue, el avión debía de estar completamente cargado y lleno de combustible. Eso suponía un viaje largo.
En cierto modo, ese detalle jugaba a su favor. Tarde o temprano alguien tendría que ir al servicio. Si era Leilani, dispondría de una oportunidad de hablar con ella. Si era uno de los pilotos, golpearía al hombre con la pistola en la cabeza y se haría con el control del avión. Si era uno de los guardias de Leilani, sería lo último que hiciera ese hombre.
Al final, el primero en sentir la llamada fue uno de los guardias de Leilani.
Cuando llevaban dos horas de vuelo, Kurt oyó el ruido sordo de las botas del hombre avanzando hacia él desde la parte trasera del avión. Guardó la pistola, sacó el cuchillo y se pegó lo máximo posible a un lado, en un espacio de las dimensiones de un armario.
El hombre cogió la cortina, la apartó de un tirón pero no entró.
Kurt tenía el cuchillo listo para atacar, pero el tipo estaba mirando por el pasillo del avión, contando un chiste a gritos a su compañero y riéndose de sus palabras a la vez que hablaba.
Finalmente, se volvió y entró. Kurt lo agarró, le rodeó la cara con una mano y le tapó la boca con ella al tiempo que le clavaba el cuchillo por la espalda justo debajo de la nuca.
Rota la columna vertebral, el hombre se quedó sin fuerzas. Kurt lo sujetó y lo volvió, manteniéndole la boca tapada hasta que comprobó que no seguía respirando. Sentó con cuidado al hombre en el asiento del retrete y lo miró fijamente a los ojos. Habían perdido el brillo.
Sacó el cuchillo. El hombre no reaccionó.
Kurt odiaba matar, pero allí no había lugar para la compasión. Solo un bando saldría con vida del avión: o los hombres de Jinn o Leilani y él.
Kurt reconoció al matón como el que había conducido el vehículo que los había arrastrado a Joe y a él por el desierto, y se sintió un poco menos culpable. La siguiente fase del plan era más complicada. En primer lugar, había sangre por todas partes. Kurt empleó el pañuelo que el guardia llevaba en la cabeza para detener el flujo y lo recostó con cuidado contra el mamparo, encajándolo en el espacio.
Evaluó al hombre y le pareció más o menos de su misma estatura y talle. Además, llevaban uniformes parecidos, pero había una diferencia manifiesta entre ambos: el matón tenía el cabello moreno y ralo, mientras que el de Kurt era tupido y de color gris.
Como no disponía de muchas más opciones, decidió mojarse el pelo y pegárselo a la cabeza. El avión estaba oscuro, hacía frío y había un ruido tremendo. ¿Quién sospecharía encontrar problemas a diez mil metros de altura?
Supuso que el otro tipo había visto a su amigo dirigirse a la parte delantera. Tendría que mirar muy atentamente para no ver a su colega volver minutos más tarde.
Kurt descorrió la cortina y se preparó para poner en práctica su estratagema. Por si acaso, sostenía el cuchillo oculto en la mano.
Salió del servicio y regresó con paso seguro hacia Leilani y el guardia que quedaba. Fue más fácil de lo que pensaba. La bodega estaba llena de material. Por lo menos había dos de los botes hinchables que había visto y, más inquietante aún, estantes con lo que parecían misiles tierra-aire de mano.
Pero el desorden reinante solo dejaba un pequeño espacio para los pasajeros. Leilani y el guardia estaban sentados el uno enfrente del otro en unos asientos plegables sujetos a las paredes del avión.
El guardia no le dedicó más que una mirada muy superficial. A continuación se recostó contra el reposacabezas situado a un lado del avión y cerró los ojos.
Leilani también tenía los ojos cerrados.
Después de todo, estaban en mitad de la noche, y a pesar de la presurización del compartimento de carga, el aire seguía estando enrarecido y seco, muy posiblemente adaptado a una altitud de tres mil metros más o menos. Ese tipo de aire podía adormecer a las personas, aunque fuera prácticamente imposible dormir en esas condiciones.
Kurt se sentó a treinta centímetros del guardia, justo enfrente de Leilani. Cambió el cuchillo por la pistola una vez más y estiró el pie para darle un golpecito.
Ella abrió los ojos y lo vio llevándose un dedo a los labios.
Lo único que Kurt recordaba haber oído decir a Kimo sobre su hermana era que trabajaba con chicos sordos. Kurt conocía el lenguaje por señas estadounidense. O por lo menos lo había conocido en otra época.
Haciendo un gran esfuerzo, dijo por señas: «Soy… un… amigo», confiando en no haberse equivocado en la última palabra y haber dicho que era un «enemigo».
Leilani se quedó perpleja, pero había en sus ojos una mirada esperanzada. Por si había metido la pata con la frase entera, le indicó por señas algo que ella seguro entendería: N… U… M… A.
Los ojos de la joven se abrieron mucho, y Kurt volvió a llevarse un dedo a los labios.
Señaló con la cabeza al guardia, sacó la pistola del bolsillo y la amartilló. Los ojos del hombre se abrieron al oír el sonido.
—No te muevas —dijo Kurt.
Mientras sostenía la pistola con la mano derecha, cogió la pistola del guardia con la otra. El tipo no se inmutó.
Kurt apuntó hacia la parte trasera del avión. Cuando el guardia miró en esa dirección, Kurt le golpeó en un lado de la cabeza con la pistola. El hombre se cayó como un saco de harina, pero no quedó inconsciente. Un segundo golpe lo dejó fuera de combate.
Cuando despertó, estaba atado, amordazado y sujeto a las tablas de uno de los botes situados cerca de la cola del avión.
Mientras Kurt terminaba de atarlo, Leilani le preguntó.
—¿Quién es usted?
Kurt sonrió.
—No sabes cuánto me alegro de que no lo sepas.
Por supuesto, ella no tenía ni idea de lo que estaba diciendo, pero Kurt ya no se fiaría de nadie que supiera quién era él antes de haberse presentado.
—Me llamo Kurt Austin —dijo—. Conocía a tu hermano. Soy de la NUMA. Estamos intentando averiguar lo ocurrido en el catamarán.
—¿Lo habéis encontrado?
Kurt negó con la cabeza.
—No —respondió—. Lo siento.
Ella contuvo una oleada de emoción y respiró hondo poco a poco.
—Nunca creí que pudieran encontrarlo —dijo en voz baja—. Casi podía sentir que había muerto.
—Pero la búsqueda nos ha llevado hasta Jinn y, por casualidad, hasta ti —señaló.
Leilani miró con nerviosismo hacia la puerta de la cabina.
—No te preocupes, es probable que tarden en volver —afirmó Kurt—. Y si volvieran, solo te verían a ti y a uno de tus centinelas.
La muchacha pareció aceptar su respuesta.
—¿Cuándo te atraparon esos tipos? —preguntó él.
—En Malé. Tan pronto me registré en el hotel —dijo ella.
Al rememorar el incidente, un estremecimiento de miedo pareció recorrer el cuerpo de la joven, pero consiguió controlarlo.
—Le di a uno una patada en los dientes —dijo orgullosa de sí misma—. Ese tipo estará comiendo sopa durante semanas. Pero los otros me derribaron.
Era muy enérgica, pero muy distinta de cómo la había representado Zarrina. Era menos sofisticada; su actitud estaba más acorde con la de una chica de veinticinco años. Kurt deseó haberla visto antes.
—Me desperté en el desierto —añadió—. No podía escapar. Ni siquiera sabía dónde estaba. Me interrogaron y me lo sacaron todo: contraseñas, números de teléfono, cuentas corrientes… Me quitaron el pasaporte y el carnet de conducir.
Todo eso explicaba cómo la impostora sabía tantas cosas y por qué la embajada estadounidense había confirmado a la NUMA que Leilani Tanner estaba en Malé.
—No tienes por qué sentirte mal —dijo él—. No eres una agente experimentada que tenga que resistirse a un interrogatorio. Además, algo debes de haber hecho bien porque sigues viva.
Ella puso mal semblante.
—Creo que Jinn me ve como a un caballo que domar —comentó—. Siempre está tocándome, diciéndome lo bien que estaré con él.
—Nunca descubrirá lo equivocado que está —dijo Kurt—. Te voy a sacar de aquí.
—¿Del avión?
—No exactamente —señaló él, y acto seguido cambió de tema—. ¿Tienes idea de adónde vamos?
—Suponía que tú lo sabrías —dijo ella—. Soy una prisionera, ¿recuerdas?
—Y yo un polizón. Hacemos buena pareja.
Kurt se acercó a una de las ventanillas circulares situadas a un lado del avión. El exterior seguía oscuro, pero al mirar abajo vio una lisa superficie gris con una luz tenue y trémula.
—Estamos sobre el agua —confirmó—. La luna ha salido.
Se miró la muñeca para consultar la hora. No volvería a intercambiar su reloj como prenda. Tal vez un riñón o la escritura de su cobertizo para botes, pero no su reloj. Al menos sin hacerse con otro por el camino.
—Por casualidad no sabrás qué hora es, ¿verdad?
Leilani negó con la cabeza.
Joe y él se habían dirigido a la zona de almacenamiento en torno a las ocho de la tarde. Por lo que él sabía, la carga de los camiones y del avión había llevado un total de tres horas. Después de eso, el avión había estado en tierra otro par de horas, lo que situaba el despegue a eso de la una de la madrugada.
Se acercó a la ventanilla de estribor para tratar de ver algo por ese lado. La vista era la misma: solo agua.
Existía la ligera posibilidad de que estuvieran sobre el Mediterráneo, y en un par de horas de vuelo habrían cruzado Arabia Saudí, pero, con todo lo que había pasado, Kurt suponía que se dirigían al sur, sobrevolando el océano Índico, con un cargamento de microbots en los tanques situados bajo sus pies. Dos horas y media después de salir de Yemen en un avión a reacción, debían de estar prácticamente justo en medio del océano.
Se preguntaba adónde se dirigían y si Jinn tendría una base secreta oculta en una isla desierta. Volvió a observar por la ventanilla y se esforzó por mirar hacia delante hasta donde le alcanzaba la vista, pero solo vio más olas.
Leilani contemplaba cómo iba de acá para allá.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó—. ¿Buscar paracaídas? Les he oído decir que tenían unos cuantos.
Kurt ya había visto los paracaídas a los que ella se refería.
—No son para las personas —dijo—. Están sujetos a los botes para que puedan volar bajo y soltarlos por la parte de atrás sin tener que aterrizar. Se llama sistema de extracción con paracaídas a baja altitud.
Ella se mostró confundida.
—¿Has visto alguna vez una carrera de coches trucados?
Leilani asintió con la cabeza.
Él señaló los dos fardos de nailon que había al lado de cada bote.
—Son paracaídas troncónicos —explicó—. Se abren por la parte de atrás como los que se usan para reducir la velocidad de los coches trucados de carreras o las lanzaderas espaciales cuando aterrizan. No están hechos exactamente para saltar.
—Vale —dijo ella—. ¿Tienes algún otro plan?
Él sonrió.
—Te pareces a otra persona que conozco. Un buen amigo, en realidad.
—¿Está en el avión? —preguntó ella, esperanzada.
—No —respondió Kurt—. Probablemente ahora esté sentado en la sala de espera de primera clase de Doha, echando un vistazo al menú de Citronelle y salivando de hambre.
Ella ladeó la cabeza como la ladearía una niña o un cocker spaniel.
—Podría ser yo —dijo—. Pero lo que dices no tiene mucho sentido.
—Seré más claro —le prometió él—. No vamos a saltar de este avión, vamos a tomar el mando. Vamos a entrar en la cabina por la fuerza, a ordenar a los pilotos que nos lleven a un sitio seguro y a hacer una reserva para cenar a nombre de Zavala en un restaurante llamado Citronelle en cuanto aterricemos.
—¿Sabes pilotarlo?
—La verdad es que no.
—Entonces los obligaremos a pilotarlo —dijo Leilani, sonriendo—, como hacen los secuestradores de aviones.
—Exacto.
La joven miró hacia la parte delantera del avión.
—No veo ninguna puerta blindada —señaló—. Solo una escalera de mano. Entrar debería ser fácil.
—El problema está al otro lado —precisó Kurt—. Estamos a mucha altitud. El avión está presurizado, y la cabina está cubierta de montones de cristal. Si hay una pelea y una bala perdida atraviesa esos cristales, sufriremos una rápida descompresión.
—¿Qué es eso?
—Una explosión hacia fuera controlada —explicó—. Básicamente, un gigantesco sonido de succión que acabaría con nosotros volando a través de la ventanilla rota y precipitándonos en caída libre al océano durante aproximadamente diez minutos. Algo bastante agradable comparado con la parada súbita que nos esperaría al fondo.
—No quiero pasar por eso —dijo ella.
—Yo tampoco —contestó él—. Si vamos a tomar el mando del avión de forma pacífica, tenemos que aumentar nuestro arsenal.
Se dirigió a las paletas de carga seguido de cerca por Leilani, con la esperanza de encontrar algo más letal.
Mientras rebuscaba en la primera paleta, el silbido agudo de los motores disminuyó de velocidad y bajó una octava o dos. A continuación, Kurt experimentó la extraña sensación ligeramente incorpórea de que el avión inclinaba el morro para descender. La sensación era mucho más pronunciada que en un avión de pasajeros normal.
—Estamos descendiendo —dedujo Leilani.
—Debemos de estar acercándonos —dijo Kurt—. Será mejor que nos demos prisa.