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Joe Zavala se había escondido agachándose en la parte más avanzada de la caja del camión, entre los bidones amarillos y la pared frontal. Nadie lo había visto. Aparte de mirar de forma somera desde el extremo posterior del camión para contar los bidones, nadie había hecho una inspección. Una vez que habían dado cuenta de todo, habían atado la lona. Las puertas de la parte delantera se habían abierto y se habían cerrado de un portazo, y el gran camión había arrancado. Al poco rato cruzaban el desierto con gran estruendo.

Joe había examinado sigilosamente los alrededores a intervalos regulares. No había visto más que oscuridad, arena y los otros camiones del convoy. Se preguntaba adónde se dirigían.

Después de cuatro horas, por fin empezaron a reducir la velocidad.

—Espero que estemos a punto de llegar a un área de descanso —murmuró Joe para sí.

Echó una mirada furtiva por debajo de la lona, pero no vio ninguna señal de civilización. Finalmente, el camión paró, aunque el motor siguió al ralentí.

Joe se preguntó si debía intentar fugarse. Lo cierto era que no había considerado saltar del camión mientras cruzaba el desierto porque no tenía ni idea de dónde estaban y, al no disponer de agua, no quería ir otra vez a pie. Por lo menos hasta que hubiera un sitio al que ir.

Consideró huir, pero un segundo problema había agravado el primero. El camión había acabado al principio del convoy. Los otros camiones se hallaban detrás de él con las luces resplandeciendo en la oscuridad. Moverse en ese momento sería como saltar por encima del muro de una cárcel a plena luz del día. Tenía que esperar y confiar en que se le presentara una oportunidad mejor.

De la oscuridad brotaron gritos y órdenes. El gran vehículo dio bandazos al volver a arrancar y empezó a avanzar muy lentamente. Pasó por encima de algo parecido a un bordillo, y el remolque giró y viró cuando las ruedas atravesaron el objeto. Los bidones amarillos se sacudieron de un lado a otro. Joe alargó una mano para estabilizar el que tenía más cerca.

—Despacito con los badenes —susurró.

Entonces el morro del camión se inclinó hacia abajo como si estuviera descendiendo por una rampa. Los bidones tiraron hacia delante de las correas que los sujetaban y se deslizaron en dirección a Joe. Su sensación de inquietud aumentó.

Se nivelaron después de recorrer menos de cinco metros, y los vehículos continuaron avanzando en un terreno mucho más llano. Finalmente volvieron a parar. El conductor y el pasajero salieron del camión dando sendos portazos. Las luces del segundo camión se acercaron y fueron atravesando la lona a medida que se aproximaban.

Mientras Joe escuchaba el sonido del motor y de unas voces que gritaban, detectó un eco. Reparó en el suelo llano que había debajo de ellos, después de dar botes por la carretera del desierto durante una eternidad, y en el hecho de que el motor del camión había sido apagado por primera vez.

Estaba en un almacén, se dijo.

Eso significaba que había llegado a la civilización: ordenadores, líneas telefónicas y agua corriente. Tal vez incluso una máquina expendedora de Coca-Cola en una sala de descanso. Una sonrisa se dibujó en sus labios.

Cuando las luces del siguiente camión se acercaron lentamente a escasa distancia y luego se apagaron, tuvo la certeza de ello. Solo tenía que esperar a que todos los camiones estuvieran aparcados y con las luces apagadas durante la noche, y entonces podría salir sin que lo vieran.

El olor a gases de diésel se intensificó mientras los otros camiones maniobraban de acá para allá en lo que debía de ser un espacio muy reducido. Por fin el último motor se apagó. Joe oyó más conversaciones.

—Vamos, todo el mundo se ha ido —susurró—. Ya debe de ser la hora de la cerveza.

Unas voces resonaron a través de la oscuridad durante un rato, pero se estaban alejando poco a poco. Sonó el retumbo de unas puertas pesadas cerrándose, y el silencio que lo siguió indicó a Joe que debía de estar solo.

Decidió ser extremadamente cuidadoso y esperó sin hacer ruido. Después de varios minutos, consideró que podía moverse sin peligro. Si había guardias, probablemente estarían apostados donde pudieran impedir la entrada al almacén, no la salida.

Joe pasó por delante de los otros bidones hacia la parte trasera de la caja del camión.

Pensó que Kurt debería haber ido con él. Dentro de unos minutos se habría librado de sus problemas y estaría llamando por teléfono a la NUMA. Una vez hecho eso, podrían transmitir una descripción de los Be-200 al ejército, un barrido por satélite identificaría los aviones, y las fuerzas especiales serían avisadas. Leilani Tanner tendría muchas más posibilidades de ser rescatada por ellos que contando solo con Kurt y la pistola de nueve milímetros que le había quitado al guardia.

Pero de esa forma Joe sería el responsable de salvarlos a los dos. Le alegraba disponer de esa oportunidad, y estaba deseando tener la satisfacción de que Kurt pagara la cuenta en Citronelle y reconociera así que Joe lo había salvado.

Llegó a la puerta trasera de la caja. Levantó un poco la lona y se asomó. El almacén estaba muy oscuro. Solo podía ver el morro del otro camión pegado al parachoques trasero del suyo.

Bonita forma de aparcar, pensó.

Volvió a prestar atención por si oía señales de que había problemas. Podía oír algo. Sonaba como un rugido lejano; como si hubiera otro camión detrás de los muros. O incluso el motor diésel de un tren de mercancías a lo lejos. Los trenes implicaban vías y las vías llevaban a sitios. Se sorprendió entusiasmándose por momentos.

Desató la solapa trasera, deslizó las piernas por encima del borde y bajó al suelo. Al girar de lado para pasar entre los dos camiones, le invadió una extraña sensación, como de mareo o de vértigo. Tal vez había estado sentado demasiado tiempo. Tal vez la falta de agua había empezado a afectar su equilibrio.

Con el espacio justo para andar entre las hileras de vehículos, Joe se dirigió al final de las filas y lo que supuso era la puerta por la que habían entrado.

El vértigo volvió a sobrevenirle y notó que las rodillas le fallaban. Empezó a temer que unos microbots hubieran salido de los bidones y se le hubieran metido en los oídos. Era lo malo de las cosas tan pequeñas que no se veían: que uno nunca sabía dónde estaban.

—Un bastoncillo de algodón —masculló, frotándose la oreja—, mi reino por un bastoncillo de algodón.

Recuperó el equilibrio y dio otro paso. Esa vez la sensación apareció con más rapidez, más intensa y más regular. Joe la notó en las piernas y en el cuello como si lo estuvieran empujando de un lado a otro. Oyó un crujido.

Permaneció lo más quieto posible. La sensación se repitió una vez más. No eran imaginaciones suyas. No era vértigo. Ni siquiera eran los robots, haciéndole perder el equilibrio. La sensación era real y muy familiar.

El corazón empezó a latirle con fuerza. Se movió más rápidamente, pasando entre los camiones, los pies resbalándole a través del suelo metálico. Cuando llegó a la puerta de acero situada al final de las hileras de vehículos, notó que el suelo se movía bajo sus pies siguiendo una pauta que se repetía lentamente, fluida y uniforme, arriba y abajo.

El sonido de una sirena de niebla mucho más arriba confirmó lo que Joe ya sabía.

Estaba en algún tipo de embarcación, no en un almacén. La extraña sensación que notaba bajo sus pies la provocaba la cubierta en movimiento de lo que debía de ser un buque de mercancías dejando atrás un rompeolas y adentrándose oblicuamente en las olas.

La cubierta subía y bajaba y también se inclinaba y giraba. Los movimientos no eran pronunciados, lo justo para zarandearlo en la oscuridad, pero ya le resultaban inconfundibles.

Joe encontró el cerrojo de la puerta trasera. Estaba bien cerrado.

Recordó cómo había alardeado delante de Kurt. «Hay muchas carreteras y muchos sitios a los que un camión puede ir desde aquí».

Sí, pensó. A menos que metas el camión en un barco. Entonces puede ir prácticamente a cualquier parte.