31

Tumbado otra vez en la arena, Kurt escudriñaba a través de la creciente oscuridad el lecho de un lago seco en el suelo del desierto. A ochocientos metros de la pareja se hallaban los dos extraños aviones a reacción que habían pasado por encima de ellos y una tercera aeronave del mismo tipo que ninguno de ambos habían visto acercarse. Los tres aparatos permanecían en silencio en el lado derecho de lo que hacía las veces de pista de aterrizaje.

Kurt sacó del bolsillo de su pechera los prismáticos compactos que le había quitado al guardia muerto que yacía en el fondo del pozo. Quitó la arena de las lentes y se los acercó a los ojos.

—Tenías razón —dijo—. No es precisamente el aeropuerto JFK. Parece más bien la base aérea Edwards de California.

—El lecho de un lago seco como pista de aterrizaje —afirmó Joe—. Pero ¿qué demonios hacen allí abajo?

Kurt observó cómo los hombres de Jinn salían en tropel de unos agujeros en el suelo como hormigas furiosas. Rodearon corriendo los tres aviones de manera desordenada. Cerca de allí, un grupo de camiones avanzaban lentamente expulsando humo negro por sus tubos de escape. Un trío de carretillas elevadoras parecía estar almacenando grandes cargamentos de material, y un camión cisterna estaba saliendo de un túnel en la pared de roca, moviéndose a paso de tortuga.

La comparación con un laboratorio de hormigas que Joe había propuesto parecía más acertada cada minuto que pasaba.

—Deben de tener rampas y túneles por todas partes —dijo Kurt, observando cómo los hombres aparecían de la nada y desaparecían con la misma rapidez.

—¿Puedes ver qué están trayendo? —preguntó Joe.

Kurt vio que unas anchas puertas de carga situadas en la cola del avión se abrían, pero no salía nada de ellas.

—No han venido a dejar nada —dijo Kurt—. Están recogiendo. Los pilotos están hablando con una especie de jefe de carga.

—Así que hoy es del día del traslado.

—O el día D —añadió Kurt.

—¿Puedes ver los números de cola de los aviones? —preguntó Joe—. Eso nos ayudaría.

Mientras el sol se ponía y oscurecía rápidamente, Kurt enfocó con el zoom el avión más cercano y entornó los ojos.

—Colas blancas —dijo—. No hay marcas de ninguna clase. Pero estoy convencido de que son de fabricación rusa.

—¿Distingues el modelo?

—Creo que están modificados. Tienen el tren de aterrizaje principal con seis ruedas de un An-70, una gran rampa de cola como la de un C-130 u otro vehículo de transporte militar, pero la forma es de otro modelo. Casi parecen…

De repente Kurt cayó en la cuenta. Había visto el extraño avión hacía dos veranos, apagando fuegos en Portugal.

—Son Altair modificados —aseguró—. Modelo Beriev Be-200. Son hidroaviones a reacción. Aterrizan sobre el agua, recogen cinco mil litros de líquido, despegan y lo descargan sobre un incendio.

Joe se quedó todavía más desconcertado al oír la noticia.

—¿Para qué querría Jinn un avión cisterna que aterriza en el agua? Aquí no hay muchas cosas que puedan incendiarse, y si las hubiera, tampoco hay mucha agua para apagarlas.

Mientras Kurt observaba cómo el camión cisterna se acercaba al primer avión, de pronto entendió que ocurría.

—Así es cómo llevan los microbots al mar —comentó.

—En los depósitos de agua —dijo Joe.

Kurt asintió con la cabeza.

—Ahora mismo hay un camión cisterna conectado a uno de los aviones, pero a menos que alguien se haya equivocado al colocar la abertura del combustible, no están bombeando Jet A ni JP-4.

—Entonces no van a provocar ninguna inundación desde aquí ni a escapar —señaló Joe—. ¿Qué hay de la maqueta de la presa?

Kurt pasó los prismáticos a Joe.

—Echa un vistazo al lado de la fila de camiones.

Joe se acercó los prismáticos a la cara.

—Veo bidones amarillos encima de paletas.

—¿Te suena?

Joe asintió con la cabeza. Enfocó hacia el avión.

—No veo que ninguno de los camiones suba a los aviones. Yo diría que están cargando armas y munición en el que se encuentra más cerca, y creo ver un par de Zodiac como las que usan los equipos de operaciones especiales de la marina en la zona de almacenamiento.

—Parece que nuestros amigos se dirigen a algún sitio un poco más húmedo —conjeturó Kurt—. Lo que no es mala idea.

Joe le devolvió los prismáticos.

—A ver si puedes localizar una fuente de agua en alguna parte.

—Lo siento, socio —dijo Kurt—. Creo que acabamos de escapar de la única fuente de agua de las inmediaciones. Y no funciona.

—Como en el centro comercial —señaló Joe, tratando de aclararse la garganta del polvo y de la arena que habían aspirado.

Kurt hizo todo lo posible por no pensar en la sed que tenía ni en la sensación de sequedad que notaba en el fondo de la garganta.

—Me extraña —dijo Kurt—. A lo mejor estamos intentando unir los puntos erróneos. Tal vez la maqueta de la presa que destruyeron no tiene nada que ver con el diagrama de las corrientes que viste en la sala de proyectos ni con lo que está pasando en el océano Índico.

—¿Dos objetivos distintos?

Kurt asintió con la cabeza.

—Dos medios de transporte. Dos formas diferentes de transportar los microbots. A lo mejor tienen dos operaciones distintas en marcha.

—¿Hemos subestimado a nuestro amiguito maníaco?

—Es posible —respondió Kurt.

—¿Qué quieres hacer?

—Mi idea inicial era tomar un avión y largarnos de aquí —dijo Kurt—, pero ahora que podemos elegir nuestro medio de transporte, ¿qué prefieres, camiones o aviones?

—Camiones —respondió Joe.

—¿De verdad? —exclamó Kurt, sorprendido—. Los aviones son más rápidos. Y los dos sabemos algo sobre pilotar.

—No esos trastos.

—Son todos iguales —insistió Kurt.

Joe frunció los labios.

—¿Alguna vez has calculado en cuántos líos nos ha metido tu eterno optimismo? —preguntó frunciendo aún los labios—. No son todos iguales. Y aunque lo fueran, ¿qué vas a hacer cuando tengas el control del avión? Estamos en Oriente Medio. Aquí los aviones que cruzan fronteras sin permiso no duran mucho. Los saudíes, los israelíes, la Séptima Flota, cualquiera de ellos podría derribarnos antes de que nos diera tiempo a explicar por qué hemos invadido su zona de exclusión aérea.

Kurt detestaba reconocerlo, pero Joe tenía razón.

—Además —añadió este—, esos aviones podrían acabar en un sitio peor. Los camiones, en cambio, tienen que seguir un camino frecuentado y no alejarse de la civilización. Hay muchas carreteras y muchos sitios a los que un camión puede ir desde aquí. Yo digo que subamos a uno.

—¿En la parte de atrás? —dijo Kurt—. ¿Con diez mil millones de maquinitas devoradoras?

Joe cogió los prismáticos y enfocó con ellos los bidones que había junto a la hilera de remolques cubiertos.

—Por la forma en que los hombres de Jinn mantienen las distancias, creo que tienen cierta idea de lo que hay en los bidones. Eso juega a nuestro favor. Los mantendrá lejos y reducirá las posibilidades de que nos descubran y vuelvan a meternos en el pozo.

Kurt permaneció callado.

—Y —añadió Joe, tal vez intuyendo que la victoria estaba cerca— si nos descubren en los camiones, podemos saltar y huir. Es bastante difícil hacer eso desde diez mil metros de altura.

Kurt no recordaba una ocasión en la que Joe hubiera expuesto unos argumentos tan convincentes.

—Me has convencido.

—¿De verdad?

—Cuando tienes razón, tienes razón —dijo, quitándose el polvo del uniforme y alisándolo—. Y en este caso tienes toda la razón, amigo mío.

Joe devolvió los prismáticos a Kurt, muy satisfecho consigo mismo. Intentó conseguir que su uniforme luciera también más presentable.

—¿Vamos?

Kurt se guardó los prismáticos en el bolsillo de la pechera.

—Vamos.

Mientras oscurecía y la noche sin luna se extendía a través del desierto, la operación de carga y mantenimiento de los aviones de fabricación rusa continuó. Para disponer de luz, se recurrió a unos cuantos focos temporales y a las luces largas de varios Jeep y Humvee aparcados.

La extraña organización permitió a Kurt y a Joe acercarse con sigilo al área de almacenamiento mientras los hombres de la zona iluminada estaban prácticamente ciegos a la oscuridad del desierto.

Al llegar a la zona de operaciones, Kurt y Joe se colocaron las kufiyas para cubrirse la cabeza y parte del rostro. Al margen de estar sucios y desaliñados, sus uniformes coincidían con los de los hombres que se ocupaban de la carga.

—Coge algo —susurró Joe, levantando una pequeña caja de material—. Cualquiera que lleve algo y camine con paso enérgico da una imagen de seriedad.

Kurt lo imitó, y los dos fueron directos a la zona de almacenamiento principal sin que nadie los mirara dos veces. Empezaron a orientarse, tratando de no llamar la atención.

Kurt vio la hilera de bidones amarillos. Solo quedaba una docena de unos sesenta.

Señaló con el dedo, y los dos hombres fueron en esa dirección. A medida que se acercaban, alguien empezó a gritarles en árabe.

Kurt se volvió y vio al hombre con barba llamado Sabah junto a la fila de camiones. Reconoció algunas de las palabras pronunciadas, algo sobre trabajadores perezosos.

Sabah señaló y volvió a gritar, y movió las manos con expresión severa. Parecía estar apuntando a una carretilla elevadora parada.

Kurt levantó la mano en señal de respuesta y echó a andar hacia ella.

—Creo que quiere que la conduzcamos.

Joe lo siguió.

—¿Sabes conducir uno de esos trastos?

—Lo he visto hacer en un par ocasiones. No creo que resulte demasiado difícil.

Joe se arredró pero siguió a Kurt, que se dirigía hacia la carretilla gris y naranja. Se quedó esperando mientras este subía a la máquina de cuatro ruedas y trataba de familiarizarse con los mandos.

Sabah empezó a gritar otra vez.

—Más vale que al menos arranques el motor —susurró.

Kurt encontró la llave y la giró, y el motor se encendió rugiendo.

—Sube —dijo.

Joe trepó al lateral de la carretilla elevadora y se agarró con fuerza como un bombero en un antiguo camión con escalera.

Kurt encontró el embrague y la palanca de cambios. La máquina tenía tres marchas: primera, segunda y marcha atrás. Pisó el embrague, metió la primera y dio gas.

No pasó nada.

—No nos movemos —susurró Joe.

—Ya me he dado cuenta.

Kurt soltó un poco el embrague y pisó más fuerte el acelerador. El motor aceleró, las marchas engranaron y la gran máquina avanzó dando tumbos como un coche de autoescuela en manos de un alumno suspendido tres veces seguidas.

—Está tirado —dijo Joe.

—Eso creía yo —contestó Kurt.

Sabah movía las manos impacientemente, indicándoles que fueran hacia el montón de bidones amarillos, cada uno de los cuales reposaba en su propia paleta.

Kurt giró en esa dirección. Más adelante, otra carretilla elevadora estaba levantando una paleta que sostenía un bidón amarillo. Mientras la máquina lo alzaba, un segundo obrero lo amarraba a la plataforma de carga con un cable metálico. Al parecer, nadie quería derramar ni una gota del contenido de esos bidones.

La carretilla elevadora dio marcha atrás y se alejó con el obrero agarrado todavía a la parte delantera.

—Ese es tu trabajo —dijo Kurt.

—Genial.

—Será mejor que busques un cable.

Joe descubrió uno enganchado al resguardo del techo de la carretilla. Lo desprendió y saltó al suelo del desierto.

Mientras Joe se dirigía lentamente a los bidones amarillos, Kurt se esforzó por conducir la gran máquina. Se puso en la fila y avanzó. Cogió el mando y se dispuso a bajar las horquillas, pero estas se movieron en el sentido contrario al que él recordaba. Las horquillas se elevaron y amenazaron con perforar el bidón.

Pisó el freno, y la carretilla se paró en seco.

Mientras bajaba la horquilla, Kurt vio a Joe. Tenía los ojos muy abiertos. A Kurt no le extrañó. Cuando las horquillas estuvieron a la altura y el ángulo correctos, hizo avanzar muy lentamente la máquina y recogió la paleta.

Joe se acercó, ató bien el bidón y le hizo un gesto de aprobación con el pulgar.

Kurt retrocedió y giró con gran cautela. Al volver a avanzar, descubrió que la máquina estaba mucho mejor equilibrada con Joe y el bidón amarillo añadiendo peso al morro.

Se dirigió despacio a la fila de camiones, siguiendo el rastro de otra carretilla elevadora.

Había cinco camiones en total. Tenían la caja plana y una lona extendida sobre la parte superior de las costillas metálicas. Parecía que el primer camión se encontraba lleno y que le estaban atando la lona. A los otros todavía les faltaba parte de la carga.

Sabah señaló el último camión de la fila, y Kurt se dirigió hacia él. Se alineó con el parachoques trasero y levantó las horquillas. Cuando la carretilla estuvo nivelada con la caja del camión, Joe desató el bidón, lo movió con cuidado hacia delante y deslizó la paleta entera sobre unas ruedecillas en la caja del camión.

Moviéndose de esa forma, la colocó deslizándola y la ató como los otros bidones. Una vez hecho el trabajo, Joe volvió a subirse al lateral de la carretilla elevadora.

—¿Te das cuenta de que esto podría considerarse colaborar y ser cómplice del enemigo? —dijo mientras Kurt giraba la carretilla hacia la zona de almacenamiento.

—Podemos no incluir esto en el informe —propuso Kurt—. Una simple omisión.

—Una gran idea. Le podría pasar a cualquiera.

—Exacto —asintió Kurt—. Cuando carguemos el último bidón, quédate en la caja del camión. Yo aparcaré este trasto y me reuniré contigo cuando nadie esté mirando.

Se antojaba un buen plan y parecía estar dando resultado. Hasta que estuvieron casi listos para ponerlo en práctica.

Mientras esperaban para coger el último bidón, Jinn y varios de sus hombres salieron del túnel.

Sabah levantó una mano como un guardia de tráfico, y toda actividad se interrumpió mientras iba a hablar con su amo.

Kurt apagó el motor, con la esperanza de oírlos.

Otro grupo de hombres se reunió con Jinn. La joven que Kurt sospechaba era la auténtica Leilani se encontraba con ellos.

—¿Vas a llevarla con nosotros? —preguntó Sabah.

—Sí —contestó Jinn—. Este recinto ya no es seguro.

—Me pondré en contacto con Xhou —dijo Sabah—. Los chinos son traidores, pero siempre prefieren guardar las apariencias. Por eso envió a Mustafá. Redoblará sus esfuerzos y nos facilitará más fondos. No supondrá un problema hasta que se haya recuperado del dolor de este fracaso. Y nos dará suficiente tiempo para hacernos con todo el control.

—No me preocupan los chinos —repuso Jinn—. El estadounidense tenía razón. Su gobierno actuará de forma más agresiva. Ya no les importan las fronteras. Aquí no estamos a salvo.

—Ya veremos —dijo Sabah.

—Necesito un nuevo cuartel general —insistió Jinn—, uno del que ellos no sospechen. Y debo seguir trabajando para garantizar que nuestro plan se pone en marcha, unos esfuerzos que no puedo hacer desde aquí.

Señaló a la mujer.

—Mantenla apartada hasta que la carga haya terminado. Luego métela en el tercer avión, lejos de los hombres. No quiero que estén cerca de ella.

—Habría que vigilarla —recomendó Sabah.

—Su voluntad está vencida —afirmó Jinn—. Pronto hará lo que le mande, pero si tienes que vigilarla, ponle dos guardias, no más. Y adviérteles, Sabah, que si le tocan un pelo, los clavaré al suelo y les prenderé fuego.

Sabah asintió con la cabeza. Escogió a dos hombres para que condujeran a Leilani hacia uno de los aviones. Cuando se la llevaron a rastras, Kurt y Joe intercambiaron una mirada.

Kurt volvió a arrancar el motor y giró en silencio hacia el último bidón amarillo. Lo recogió con destreza; a esas alturas ya era un experto. Joe lo sujetó bien y volvió a subirse a bordo de la carretilla.

—Sé lo que estás pensando —dijo Joe.

—No intentes convencerme de que no lo haga.

—No lo haría aunque pudiera —contestó Joe—. Pero alguien tiene que averiguar adónde van esos bidones y avisar a quien van dirigidos. De esa forma, no nos lo jugaremos todo a una carta.

Llegaron al camión. Kurt cogió la palanca de la horquilla y empezó a elevar el bidón.

—En cuanto llegues a la civilización, ponte en contacto con Dirk. Tenemos que avisar a Paul y a Gamay de que hay un topo entre ellos.

Joe asintió con la cabeza.

—Cuando rescates a la chica, lárgate de este avispero. No intentes abarcar más de lo debido.

El bidón había llegado al nivel de la caja del camión y de las ruedecillas.

—¿Avispero? Creía que habías dicho que esto era la guarida de un león.

—Los leones no vuelan —adujo Joe—. Cuando estás en el aire, es un avispero.

—Le estás cogiendo el tranquillo.

Los dos hombres se miraron fijamente un instante, dos amigos que se habían sacado el uno al otro de incontables apuros. Separarse iba en contra de lo que les dictaban sus corazones. «Luchar juntos, sobrevivir juntos», solían decir. Pero en ese caso supondría abandonar a una joven a un destino terrible o reducir a la mitad sus posibilidades de avisar al mundo y a sus amigos del peligro que se cernía sobre ellos. Había demasiado en juego.

—¿Estás seguro de esto? —preguntó Joe.

—Tú toma la carretera de abajo y yo tomaré la de arriba —dijo Kurt—, y llegaré a la civilización antes que tú.

—Define «civilización» —le pidió Joe, desatando el bidón y deslizándolo hacia delante.

—Algún sitio donde nadie intente matarnos y donde puedas comprar una Coca-Cola helada si te apetece. El último en llegar invita a todo el equipo a cenar en Citronelle.

Joe asintió con la cabeza, pensando seguramente en el menú y en el ambiente del prestigioso restaurante de Washington.

—Te tomo la palabra —dijo, atando el último bidón.

Kurt lo observaba, experimentando una mezcla de preocupación y alivio. Los camiones no estaban diseñados para viajar a través del desierto; tenían que circular por las carreteras. E incluso en un país como Yemen, no tardarían en llegar a una zona civilizada. Con suerte, Joe estaría apagando su sed y hablando por teléfono con la NUMA antes de que amaneciera. Kurt sabía que sus perspectivas eran más inciertas.

Joe cogió una lona para tapar la parte trasera del camión. Lanzó una mirada a Kurt.

—Ve con Dios, amigo mío.

—Tú también —dijo Kurt.

La lona descendió, Joe desapareció, y Kurt dio marcha atrás a la carretilla elevadora y giró hacia la zona de almacenamiento sin mirar atrás.

Lo único que tenía que hacer era averiguar en qué avión estaba Leilani y subir a bordo sin que lo descubrieran.