30

Paul estaba sentado al lado de Marchetti intentando recobrar las fuerzas. El esfuerzo físico y psíquico necesario para combatir el fuego lo había dejado agotado. El irritante humo, el olor dulzón del combustible y el calor abrasador resultante del incendio embotaban sus sentidos. Pero a pesar de todo, su única preocupación real se centraba en las luces parpadeantes y en las alarmas conectadas a su equipo de respiración.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Diez minutos —dijo Marchetti—. Más o menos.

Una voz más dulce sonó por los altavoces situados en su casco.

—¿Me oyes, Paul?

—Te oigo, Gamay —confirmó.

—¿Qué pasa?

—El fuego está apagado. El halón ha dado resultado. Pero andamos escasos de aire. ¿Cuánto tardaréis en abrir las puertas?

—Un momento —dijo ella.

Hubo unos segundos de silencio y, acto seguido, Gamay volvió.

—El jefe dice que habéis echado suficiente agua ahí abajo para mantener una temperatura aceptable. Dentro de unos siete minutos estaremos a salvo por debajo de la temperatura de reignición.

—Eso es una buena noticia —dijo Paul. Ayudó a Marchetti a levantarse y añadió dirigiéndose a este—: Vamos a buscar al hombre de su tripulación.

—Por aquí —indicó Marchetti, caminando con los miembros aún rígidos hacia la parte trasera de la enorme sala.

Empezaron a abrirse paso a través de los escombros. La serie de explosiones había destruido la mitad de la sala de máquinas. Pasaron por delante de la maltrecha maquinaria y cruzaron la cubierta metálica. Cuando el agua que habían usado para combatir el fuego se evaporó, salió vapor de la cubierta a modo de espectrales cortinas humeantes. El olor a combustible era omnipresente.

—Aquí —señaló Marchetti, yendo hacia una puerta cerrada.

No era un mamparo estanco, pero la puerta de acero chamuscada lucía un aspecto formidable, y los bordes parecían bien cerrados. La esperanza brotó en el corazón de Paul.

—Está diseñado como refugio, aunque no estaba seguro de que fuera resistente a algo así —dijo Marchetti.

Agarró la barra de cierre y acto seguido retiró las manos.

—¿Está caliente? —preguntó Paul.

Marchetti asintió con la cabeza. Se armó de valor y volvió a agarrarla. Gruñó, tratando de bajar la barra. Como no cedía, la soltó de nuevo.

—Es posible que el calor haya dilatado la puerta —aventuró Marchetti.

—Deje que lo ayude —dijo Paul.

Se colocó en posición, y juntos agarraron la barra y aunaron fuerzas. La barra se movió hacia abajo bruscamente. Paul empujó la puerta, y esta se abrió. Soltó la barra enseguida, aunque tenía las manos como si se le hubieran quemado a través de los guantes.

El aire del compartimento salió a raudales, mezclado con el vapor y el humo de la sala de máquinas. La sala de control estaba muy oscura. La única iluminación la proporcionaban los focos de sus máscaras y las parpadeantes luces estroboscópicas de su equipo.

Se separaron. Junto a la pared del fondo, Paul vio tirado en el suelo a un hombre vestido con un mono de mecánico.

—Aquí.

En el centro de mando, todos los ojos estaban puestos en el monitor central y en el brillante número rojo que indicaba la temperatura de la sala de máquinas. Estaba descendiendo lentamente hasta que al final pasó del rojo al amarillo.

—Ya casi está —dijo el jefe—. Voy a abrir las puertas.

A Gamay le gustó cómo sonaba eso. Consultó el reloj. Habían pasado seis minutos desde que se había activado el aviso del suministro de aire de Paul y Marchetti. Por una vez, parecía que tuvieran un margen de error, pero no se sentiría tranquila hasta que su marido saliera de esa sala y estuviera de nuevo entre sus brazos.

El ingeniero jefe pulsó un par de interruptores y a continuación consultó su mesa. Lo que vio le irritó. Giró los interruptores y empezó a mover un conmutador de palanca de un lado a otro.

—¿Qué ocurre?

—Las puertas no responden —dijo—. Acabo de dar la orden de que se abran, pero siguen cerradas.

—¿Es posible que el fuego las haya dañado?

—Lo dudo —contestó él—. Están diseñadas para esto.

Toqueteó los interruptores varias veces más y a continuación comprobó otra cosa.

—Es el ordenador. Está bloqueando la orden.

—¿Por qué?

A su derecha, Gamay vio que Leilani se levantaba.

—Yo sé por qué —afirmó—. Otero lo ha manipulado.

—Otero está en la celda —repuso el jefe.

—Marchetti me ha dicho que es un genio de los ordenadores —refutó ella—. Podría haber introducido algo de antemano por si lo atrapaban, por si necesitaba causar problemas y confundir a Marchetti. Como hizo con los robots.

El jefe siguió intentando resolver el enigma.

—Decididamente es el ordenador —afirmó—. Todo lo demás funciona como es debido.

Gamay sintió que todo le daba vueltas. No sabía cómo Otero podía extender sus tentáculos desde la celda y seguir atormentándolos.

—Tenemos que bajar y obligarlo a desactivar lo que haya hecho —propuso Leilani—. Y si hace falta, ponerle una pistola en la sien.

Los pensamientos se agolpaban en la mente de Gamay. Su ecuanimidad y sus convicciones en contra de la coacción empezaban a tambalearse al pensar en su marido atrapado en una sala de máquinas llena de gases tóxicos y privado de aire.

—Gamay —rogó Leilani—, yo ya he perdido a una persona por culpa de esa gente. Tú no tienes por qué pasar por lo mismo.

En el monitor, el indicador de temperatura descendió hasta el color verde, y el reloj marcó el séptimo minuto. A Paul le quedaban tres minutos de aire.

—Está bien —dijo Gamay—. Pero nada de armas.

El ingeniero jefe se volvió hacia uno de sus hombres.

—Rocco, sustitúyeme. Me voy con ellas.

Leilani agarró la puerta y la abrió. Gamay la cruzó y se dirigió al ascensor para bajar a la celda sin tener ni idea de lo que iba a hacer cuando llegara.

En la sala de máquinas, Paul se había acercado hasta el tripulante desaparecido. Se agachó junto al hombre y le dio la vuelta. Este no reaccionó. Paul se quitó los guantes y le tomó el pulso mientras Marchetti llegaba a su lado.

—¿Algún signo vital?

Paul mantuvo la mano posada sobre el hombre, con la esperanza de percibir algo que se le hubiera pasado por alto.

—Lo siento.

—Maldita sea —soltó Marchetti—. Todo esto para nada.

Paul se sentía igual. Y de repente, con el brillo de su luz estroboscópica, reparó en algo que había a un lado del cuello del mecánico. Giró parcialmente el cuerpo y apartó el cabello castaño oscuro.

—No del todo —dijo Paul, enfocando con la luz un cardenal oscuro que el hombre tenía en la nuca.

Palpó las vértebras, pero no las notó rígidas.

—¿Qué ocurre?

Paul alargó la mano, apagó la radio de Marchetti y a continuación hizo lo mismo con la suya. El científico se quedó confundido.

Ahora que nadie más escuchaba, Paul consideró que podía hablar sin ambages. No era alguien dado a esa clase de actos impulsivos; prefería mostrarse calmado y racional cuando otros proclamaban teorías conspirativas e insistían en que el cielo se estaba desplomando, pero no veía otro motivo a todo lo que estaba sucediendo.

Miró a Marchetti a los ojos y habló lo bastante alto para que lo oyera a través de las máscaras.

—Este hombre no ha muerto a causa de la inhalación de humo ni a causa del calor. Tiene el cuello roto.

—¿Roto?

Paul asintió con la cabeza.

—Este hombre ha sido asesinado, señor Marchetti. Tiene un saboteador a bordo.

Marchetti se quedó perplejo.

—Es la única explicación al fuego y a los fallos de los sistemas —prosiguió Paul—. Como usted está aquí dentro conmigo, doy por sentado que no es el asesino. Pero podría ser cualquiera. Uno de los miembros de su tripulación o incluso un polizón. Probablemente se trate de alguien con lazos ocultos con Otero o Matson. Propongo que lo mantengamos en secreto hasta que descubramos quién puede ser.

Marchetti miró al hombre muerto y acto seguido volvió a mirar a Paul. Asintió con la cabeza.

Paul encendió su radio y recogió el cadáver. Marchetti también encendió de nuevo la suya.

—Nos dirigimos a la puerta principal —dijo, informando al puente de mando.

En la cubierta inferior, Gamay, Leilani y el ingeniero jefe llegaron a la cárcel. Este último usó sus llaves para abrir la puerta de la celda. Gamay entró. Otero la miró desde su asiento. Sus sombríos ojos eran oscuros.

—Sabemos que ha manipulado el sistema informático —dijo—. Mi marido ha quedado atrapado en la sala de máquinas después de apagar un fuego. Tiene que activar las puertas para que pueda salir.

—¿Por qué iba a hacer eso?

—Porque si él muere, será un asesinato, y eso empeorará muchísimo más su situación.

Otero meneó ligeramente la cabeza de un lado a otro como si estuviera sopesando los pros y los contras de la petición de Gamay.

—¡Maldito sea! —gritó Gamay, avanzando y dándole una bofetada—. Aquí hay personas que lo matarían por lo que ha hecho. Yo les he dicho que no era necesario, que no estaba bien.

Cogió el ordenador portátil equipado con wi-fi que tenía el ingeniero jefe y se lo dio.

Otero lo miró pero no hizo nada.

—Te dije que era despreciable —dijo Leilani.

El jefe pasó por delante de esta con cara de enfado y se acercó a Gamay.

—Ya lo ha intentado a su manera. Ahora déjeme intentarlo a la mía.

Se alzó por encima de Otero.

—Abre las puñeteras puertas o te daré una paliza que ni te acordarás de cómo te llamas.

Otero retrocedió un poco, pero a Gamay le pareció menos asustado de lo que debería, considerando la figura del ingeniero jefe. Tardó un segundo en comprender el porqué.

Detrás de ellos sonó el inconfundible ruido de una pistola que estaba siendo amartillada, y a Gamay se le paralizó el corazón.

—Me temo que no habrá ninguna paliza —dijo Leilani detrás de ellos.

Gamay se volvió con cautela. La joven sostenía una pistola distinta de la que Kurt le había quitado.

—Gracias por dejarme atrás —comentó—. Me estaba preguntando cómo sorprenderlos a los dos al mismo tiempo.

Paul y Marchetti esperaban ante la puerta principal de la sala de máquinas. Se les estaba acabando el tiempo.

—Treinta segundos —dijo Marchetti—. Más o menos.

Paul trataba de controlar la respiración. Sin duda había consumido mucho aire mientras combatía el fuego, y esperaba contrarrestarlo permaneciendo tranquilo.

—De un momento a otro —expresó Marchetti en voz alta.

A Paul le preocupaba que no hubieran tenido noticias del puente de mando desde hacía varios minutos. Las últimas veces que había respirado, el aire estaba terriblemente viciado. Su instinto le dictaba que se quitara la máscara que lo estaba asfixiando. Por supuesto, sabía que eso no le convenía; los gases tóxicos del fuego eran mucho peores que el aire viciado. Pero en el momento menos pensado el aire desaparecería por completo.

—¿Hay alguien ahí? —gritó Marchetti.

Empezó a aporrear la puerta.

—Reserve el aire —le advirtió Paul.

—Algo va mal —dijo Marchetti.

Golpeó la puerta con el puño hasta que la señal luminosa del panel lateral pasó del rojo al amarillo. Alrededor de ellos, se oyó el sonido de unos ventiladores girando y el ruido de unas salidas de ventilación abriéndose.

—O puede que no —dijo Marchetti, con cara de satisfacción.

El humo, el vapor y los gases empezaron a flotar hacia arriba, extraídos del compartimento por el sistema, y el indicador situado junto a la puerta pasó al color verde.

Un momento más tarde, el pomo de la puerta giró y la ventanilla se entreabrió emitiendo un susurro al mismo tiempo que el aire caliente de la sala de máquinas era expulsado.

Al instante de euforia le siguió un golpe devastador. Al otro lado de la puerta, Gamay y siete miembros de la tripulación, incluido el ingeniero jefe, se hallaban arrodillados con las manos en la nuca. Justo detrás de ellos, empuñando una combinación de rifles y ametralladoras de cañón corto parecidas a las Uzi, había otros dos tripulantes, junto con Otero: Matson y nada menos que Leilani Tanner.

—Supongo que ya sabemos quién es el saboteador —señaló Paul—. No eres la hermana de Kimo, ¿verdad?

—Me llamo Zarrina —dijo ella—. Haced lo que os mande y no tendré que mataros.