Gamay encontró la sala de máquinas en un estado de caos. Dos empleados de Marchetti manejaban los ordenadores con toda celeridad, tratando de volver a conectar los robots o el sistema contra incendios.
El ingeniero jefe, un griego bajo pero fornido, estaba controlando el fuego. Al fondo, Gamay oía las conversaciones por radio entre los dos equipos que intentaban apagar el incendio. No daba la impresión de que estuvieran ganando.
—¿Es muy grave? —preguntó, pensando que desde abajo no parecía tan sobrecogedor.
—Está creciendo rápidamente —dijo el jefe—. Toda la sala de máquinas está en llamas. Tiene que haber una fuga de combustible.
—¿Se está propagando? —preguntó Gamay, temiendo que Paul quedara atrapado.
—Todavía no —respondió el jefe.
Mientras Gamay procuraba restar gravedad a las palabras «Todavía no», Leilani entró con cara de susto y desconcierto.
—¿Qué pasa?
—Hay un incendio en la sala de máquinas —dijo Gamay—. Un miembro de la tripulación está atrapado dentro. Y los sistemas automáticos no funcionan.
Leilani se sentó y se echó a temblar. Parecía que se fuera a desmoronar, pero Gamay tenía otras preocupaciones en ese momento.
—¿Y si se propaga? —preguntó Gamay—. Mi marido, Marchetti y los otros hombres quedarán aislados.
—No si antes lo contienen —comentó el ingeniero jefe—. Deben hacerlo retroceder.
—Necesita a más hombres allí abajo.
Fue Leilani quien había hablado.
Gamay y el jefe la miraron.
—Si los robots no funcionan, deberá enviar a más hombres —repitió.
—Tiene razón —advirtió Gamay, sorprendida por la repentina firmeza de la joven.
—Estamos intentando volver a conectar los robots —insistió el jefe.
—Olvídese de los puñeteros robots —le espetó Gamay—. Cuatro hombres no pueden combatir un fuego como ese.
—Solo tenemos veinte tripulantes a bordo —dijo el jefe.
A Gamay siempre le había parecido un error ese detalle, y de repente entendió por qué.
—Alguien preparado para apagar incendios debería estar allí abajo —urgió al ingeniero jefe—, o Paul y los demás deberían retirarse.
El jefe miró a los dos hombres que trabajaban en los ordenadores.
—¿Alguna novedad?
Ellos negaron con la cabeza.
—Es un código en bucle. Cada vez que intentamos atravesar la capa exterior, se resetea y tenemos que empezar otra vez.
Gamay no sabía exactamente qué significaba aquello, pero le pareció que no tenía sentido continuar.
El ingeniero jefe soltó un suspiro.
—Los robots están fuera de combate —confirmó, reconociendo lo evidente—. Marchaos —dijo a los hombres que estaban tras los ordenadores—. Avisaré a los otros de que se reúnan con vosotros en la sala de máquinas.
Los dos hombres se dirigieron hacia la puerta.
—Gracias —dijo Gamay, a quien le alegró saber que Paul iba a recibir refuerzos.
La voz de Marchetti sonó por la radio:
—¿Ha tenido suerte, jefe?
—Negativo —contestó este por el micrófono—. No podemos hacer nada. Les enviamos ayuda.
—Entendido —dijo Marchetti—. Vamos a buscar el mecanismo de anulación.
—¿Qué significa eso? —preguntó Gamay.
—Van a inundar el compartimento con halón —explicó el jefe—. Sofocará el fuego y lo apagará.
—¿Cuál es la parte negativa?
—El halón es tóxico. Y necesita una estancia estanca para ser efectivo. Cuando lo activen, las puertas se cerrarán automáticamente. Se quedarán atrapados allí dentro hasta que los sensores determinen que el fuego está apagado y que la temperatura ha descendido por debajo del punto de reignición.
Gamay se sintió mareada. Sabía lo que eso significaba.
—No debería suponer un problema —dijo el jefe—. Cuando el compartimento esté inundado, el fuego debería apagarse en treinta segundos. Ahora mismo la temperatura allí abajo es de cien grados. Según mis cálculos, el tiempo de enfriamiento debería ser de diez minutos si todo sale según lo previsto.
Paul encerrado durante diez minutos en un caldero ardiendo… No soportaba la idea. Pero había otra peor.
—Si todo sale según lo previsto —repitió—. Tal como están las cosas, eso es suponer mucho. ¿Y si las puertas no se cierran? O, peor aún, ¿y si no se abren?
El ingeniero jefe no dijo nada, pero por su lenguaje corporal Gamay dedujo que ya había pensado en ello.
En la sala de máquinas, Paul y Marchetti habían empezado a abrirse paso hacia la pared del fondo. Parecía que fuera a llevarles una eternidad cruzar el espacio cavernoso. En una sección, los escombros y el combustible encendido les cerraron el paso. En otra, salía vapor de un conducto de agua roto.
Seguidos por los hombres de Marchetti que debían impedir que quedaran aislados, avanzaban a grandes pasos de metro en metro. Al final vieron un camino a través.
—Mantenga la posición —dijo Marchetti—. No deje que el fuego gane terreno mientras yo paso corriendo. Le haré una señal cuando llegue.
Paul avanzó y cogió la boquilla de la manguera.
—¡De acuerdo! ¡Adelante!
Marchetti soltó la manguera, y Paul tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para seguir apuntando. Mientras Marchetti avanzaba pesadamente, Paul lanzó agua sobre las llamas a la izquierda y a la derecha describiendo una amplia trayectoria y empapando a Marchetti a propósito.
Observó cómo el billonario se abría paso a través de la primera ola de llamas y seguía adelante hasta quedar súbitamente oculto por una ráfaga lateral de fuego y humo. Paul apuntó con la manguera a la ráfaga e hizo retroceder las llamas, pero siguió sin poder ver más allá.
—¿Marchetti?
No oyó nada.
—¡¿Marchetti?!
El humo era tan denso que Paul apenas podía ver. Estaba sudando dentro del traje, y los ojos le escocían terriblemente a causa de los gases y de la sal del sudor. Roció la pasarela de un lado a otro hasta que vio una luz tenue a través de la oscuridad. Estaba muy baja, cerca del suelo. Era la señal luminosa de Marchetti.
—¡Marchetti se ha caído! —gritó Paul—. Voy a por él.
Cerró la boquilla, soltó la manguera y echó a correr. Los dos miembros de la tripulación avanzaron rápidamente detrás de él, mojándolo a medida que corría.
Dejó atrás el alto horno de llamas y llegó hasta Marchetti. La capucha del informático estaba ennegrecida y su máscara se hallaba medio desprendida. Parecía que había chocado contra una viga. Paul le colocó otra vez la máscara en la cara, y Marchetti tosió y volvió en sí.
—Ayúdeme a levantarme —le pidió.
Una explosión sacudió la sala de máquinas, y recibieron el impacto de algunos escombros. Paul levantó a Marchetti, pero este enseguida cayó de rodillas. Alargó la mano.
—No puedo mantenerme en pie —dijo.
Paul lo levantó de nuevo y lo sostuvo en posición vertical. Avanzaron penosamente como dos hombres en una carrera de sacos con tres piernas. Llegaron a la pared. El mecanismo manual estaba allí.
—Lo hemos conseguido —gritó Paul por el micrófono—. Salgan. Vamos a activar el halón.
Paul alargó el brazo hacia la palanca, quitó el seguro y posó la mano sobre el mecanismo. Esperó lo que le pareció una eternidad. Otra explosión sacudió la sala de máquinas.
—Estamos al otro lado del mamparo —informó finalmente uno de los tripulantes.
—Ahora —dijo Marchetti.
Paul tiró con fuerza de la palanca.
El halón 1301 brotó por ochenta puntos distintos repartidos por el compartimento a una velocidad increíble, siseando por las boquillas y saliendo de todas partes. Rápidamente llenó la sala y apagó el fuego. En algunas zonas las llamas saltaban, se agitaban y parecían encogerse luchando desesperadamente por sobrevivir. Y entonces, como por arte de magia, se apagaron de repente.
A continuación se hizo un silencio sobrecogedor.
A Paul le pareció algo sobrenatural. Las violentas llamas, las explosiones, las corrientes levantadas a medida que el fuego aspiraba el aire y expulsaba calor, todo ello había desaparecido. Solo quedaba el denso humo, acompañado del continuo siseo de las boquillas de halón, del ruido del agua goteando y de los chirridos y crujidos del metal sobrecalentado.
La ausencia de llamas parecía demasiado buena para ser cierta, y ni Paul ni Marchetti movieron un músculo como si temieran que el hechizo fuera a romperse. Finalmente, Marchetti se volvió hacia Paul. Una sonrisa se dibujó en sus labios, aunque Paul apenas podía verla a través de su máscara manchada y cubierta de hollín.
—Bien hecho, señor Trout. Bien hecho.
Paul también sonrió, orgulloso y aliviado al mismo tiempo.
Y entonces empezó a sonar un agudo pitido electrónico, acompañado de la luz estroboscópica de la parte trasera del equipo de respiración de Marchetti. Segundos más tarde, la luz de Paul empezó a parpadear y a pitar. Las dos alarmas se combinaron en una molesta disonancia.
—¿Qué pasa? —preguntó Paul.
—Las balizas de rescate —dijo Marchetti.
—¿Por qué se disparan ahora?
Marchetti adoptó una expresión sombría.
—Porque se nos está acabando el aire —explicó.